martes, enero 30, 2007

DIDO Y ENEAS (VII).- Una equivocación.

- ¿Fue cierta esa conversación? – pregunta Karo mientras vamos de camino al mercado. Anda un paso por detrás de mí y grita como si yo estuviera sorda. Es cierto que hay bastante ruido en la calle, buena señal. Hay muchos talleres y todos trabajan con las puertas abiertas, menos el cordelero Kostas. El hombre no tiene taller fijo y cada día se sienta a trabajar donde le apetece. Es un anciano. Yo sospecho que no ve bien y va buscando la luz y el calorcillo del sol en invierno. Y en verano la sombra, como los perros. No estoy sorda, no. Ni mucho menos. Aunque, a veces, si no me conviene oir, no oigo. Es un privilegio de la edad, aunque mi nuera se empeñe en considerarlo un defecto.

- Te he dicho varias veces que no me hables en mitad de la cuesta. ¿No comprendes que tendría que volverme para contestarte y puedo perder el equilibrio? A ver, ¿Qué me decías?

- Tienes razón, señora Imilce, pero la culpa es tuya. Me has contagiado tu manía de decir las cosas cuando se te ocurren… – como ya estamos en terreno llano, podemos caminar uno al lado del otro y entendernos, a pesar de los ruidos. – Te preguntaba si de verdad tuvo lugar esa conversación entre Barce y Dido, o si has exagerado. Con todos mis respetos, me resulta raro que la reina hablara de ti.

- Guártade tus respetos y tus impertinencias. ¿Crees que Barce me hubiera dejado en Tiro, habiéndo muerto mi madre y con mi padre navegando por quién sabe qué mares? ¿Y piensas que ella hubiera metido en la nave a una mocosa de tres o cuatro años sin el permiso de la reina?
Aprieto el paso sin mirarlo. Me ha molestado la pregunta y lo que tiene de desconfianza. Me hace pensar que otras muchas personas podrían preguntarse lo mismo, cuestionar quién soy y si digo la verdad. ¡La verdad! Vaya una palabra pretenciosa. Todo el mundo dice conocerla y es la gran desconocida. Yo digo lo que sé y tal como me fue contado. Lo demás son pamplinas.

- Y otra cosa te digo, señor Karo. ¿Quién está escribiendo esta historia?

- Tú, desde luego – responde con un tono más humilde.

- Y estoy aquí ¿no? Y llegué con la reina Dido ¿no es cierto? Puedes preguntarle al cordelero Kostas, él vino al mismo tiempo que yo. Pues ahí tienes la respuesta. Y estoy en mi derecho de aparecer en la historia, que se sepa quién era Barce y quién era yo. Si trataron de mí en ese momento o en otro, carece de importancia. Hablaron. Y se dijeron esas cosas.

Llegamos a los primeros tenderetes del mercado sin cruzar una palabra más. Karo se limita a levantar el capazo para que le pongan dentro los productos que vamos comprando. Es consciente de haberme irritado o, al menos, eso creo. Al cabo del rato abre el pico.

- Espero ganarme yo también el derecho a figurar como escribiente tuyo.

- Ya veremos – le respondo. O sea, que ha comprendido.
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La jornada está siendo extenuante y sólo ha pasado medio día. Al puerto de Tiro no han dejado de llegar carros repletos de mercancías y los estibadores tienen rotas las espaldas. Se diría que todo el mundo quiere hacerse a la mar. Grandes cajones donde suelen guardarse los perfumes, las telas y el vidrio han ocupado muchas bodegas. Pocos saben que en lugar de mercancias llevan comida, utensilios y ropa.

Acus, el hijo mayor del príncipe del Senado se pasea por delante de sus naves inspeccionando la carga. Está radiante. Mucha gente lo saluda y lo mira con respeto. Encuentra a varios conocidos por el camino y les expresa su confianza en hacer buenos negocios. Una adivina le ha asegurado que se acercan días de bonanza en el mar. Y mientras trataba de vaticinarle el futuro examinando un puñado de tabas, un rayo de sol ha destellado con un brillo cegador en la más grande de ellas. Un signo claro de grandes ganancias. Y, desde luego, una predicción tan afortunada como esa la piensa aprovechar. Al calor de esas buenas perspectivas, otros comerciantes, que tenían ya sus naves preparadas, han declarado su intención de zarpar en cuanto suba la marea.


A primera hora de la tarde, Acus se acerca al palacio de la reina Dido con el pretexto de proponerle invertir dinero en alguna de sus naves, es un negocio seguro. Dido le pide unas horas para pensarlo y, entre tanto, lo invita a dar un paseo por su jardín. Necesita tomar el aire.

- ¿Cómo van los preparativos? ¿Estará todo a punto? – pregunta la reina mientras recorren con lentitud un camino bordeado de cipreses. Aquí nadie les puede escuchar.

- Creo que sí. No podemos trabajar más deprisa, mi reina. Lo más importante, sin embargo, es embarcarnos y zarpar. El no estar perfectamente abastecidos no tiene demasiada importancia, habiendo tantos puertos…

- Veremos si somos capaces de engañar a mi hermano. He contratado a un actor, te lo habrá dicho tu padre. Se hará pasar por comerciante griego y cantará las alabanzas de la ruta hacia oriente reabierta por el estrecho de los Dardanelos. Ya sabes, el fin de la guerra entre griegos y troyanos y todo eso – la reina se detiene un instante y se gira para mirar a Acus. – Confío en que tú y tus amigos contribuyáis a hacer más creíble el relato e, incluso, echéis una mano al actor si le veis apurado.

Acus asiente con la cabeza. Puede resultar una tarea árdua si a Pigmalión y sus compinches se les ocurre interrogarlo. Es un gran riesgo. Mucho menor, sin embargo, que dejar a Pigmalión sin vigilancia y a su libre albedrío en esas horas críticas. Es preciso tenerlo bajo control en todo momento.


- Antes del banquete, tengo previsto sacrificar un toro blanco a la diosa Juno. Ella ha sido una firme patrona de los griegos y parecerá razonable tratar de ponerla a nuestro favor, si pensamos enviar a nuestras naves a oriente atravesando dominios griegos. ¿No te parece? – dice la reina iniciando el camino de vuelta – Ese será el motivo oficial. En realidad voy a poner bajo su protección la ciudad que pensamos fundar y le prometeré construir en su honor un santuario. Necesitamos el amparo divino y ninguno más poderoso que el de la reina de las diosas.

- Me parece una buena decisión. Y más todavía porque pensaba dar orden a todos los capitanes de poner rumbo al norte, como si fuésemos a tomar esa ruta reabierta al oriente. Nos reuniríamos luego en la isla de Chipre. Y desde allí, con más calma, podremos tomar la siguientes decisiones. ¿Te parece bien? – Dido asiente con la cabeza. Lo primero es huir, después ya buscarán nuevas tierras.

- Confío en tu criterio, por eso te he nombrado jefe de la expedición ¿Vendrás en mi nave?

- Desde luego, mi reina. ¿Necesitas que me ocupe de algo más?

- No, querido amigo, tienes mucho trabajo. Y yo tengo también a otras personas deseosas de ayudar. Es importante que quienes están con nosotros se sientan parte de esta aventura. Sin el esfuerzo aunado de todos, nada puede hacerse con éxito.
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- Ahí es donde se equivocó – dice Imilce, andando despacio por la playa.

- ¿Quieres decir que le traicionó Acus o alguna de las personas en quien ella confiaba?

- No, en absoluto. Se equivocó al encomendarse a la madre Juno. Las divinidades son muy peligrosas. Con ellas no se sabe nunca qué es mejor. En mi opinión, no invocarlas ni hacer nada que les recuerde nuestra existencia. Pero esto no lo podemos decir, me llamarían impía. ¡No se te ocurra anotar estas palabras…!


NOTA: Algunos lectores han manifestado su interés por identificarse con algunos personajes, así que he atendido su petición. A quienes les apetezca hacer otro tanto, no tienen más que pensar un nombre adecuado y una actividad u oficio (ficticios) que quieran desarrollar, y decírmelo en un "comentario"; trataré de incluirlos en alguno de los posts. De momento, aquí están los "papeles" repartidos:

ACUS : Acus, hijo mayor del príncipe del Senado de Tiro y Jefe de Expedición de Dido;

ANARKASIS: Anarkasis, actor, representará a un comerciante griego;

BETHANIA: Anna, hermana menor de la reina Dido;

KOSTAS: Kostas, cordelero, miembro de la expedición de Dido.

*Detalle de figura femenina. Museos Capitolinos.

**Detalle de mosaico. Museo Massimo alle Terme.

***Detalle de relieve. Palazzo Mattei. Roma.

****Detalle de pintural mural. Museo Massimo alle Terme.

*****Detalle de relieve de un sacrificio. Museo Centrale Montemartino.

****** y ******* detalles de mosaico y de pintura mural. Museo Massimo alle Terme.

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viernes, enero 26, 2007

DIDO Y ENEAS (VI).- Empiezan los preparativos.

- Rápido Barce – dice la reina Dido, apenas se marcha el príncipe del Senado a cumplir sus encargos – debo estar arreglada cuanto antes. Espero que hayas oído la conversación. Vendrás conmigo ¿verdad?

La anciana ya tiene en las manos una túnica limpia para la reina y se acerca a ella. La mira un instante antes de responder.

- ¿Y qué será de mi nieta? – pregunta despacio – Es muy pequeña aún y no conozco a nadie a quien pueda confiarle su cuidado mientras mi hijo está ausente. No le queda familia por parte de su madre, como ya sabes. De otro modo, no la tendría aquí conmigo.

- Escúchame, Barce. Lo que vamos a hacer es peligroso para todos. Corremos muchos riesgos, no sólo de fracasar en la huida, sino también de no poder sortear los peligros del mar o no encontrar esa nueva tierra para asentarnos en ella. Sé que a tu edad no es fácil cambiar de vida, sustituir la seguridad por el azar. Te pido, sin embargo que lo hagas. Tu nieta vendrá con nosotras, como vendrá también mi hermana Anna. ¿Crees que estarían más seguras quedándose aquí? ¿Te librarías tú de la inquina de mi hermano, después de haber pasado toda tu vida cuidando a Siqueo y luego también a mí? No juzgo para vosotras más peligroso entregaros al capricho de la fortuna que quedaros en Tiro.

El curso de esta conversación no ha interrumpido el arreglo de la reina. Ahora está sentada y Barce le cepilla el cabello antes de trenzarlo y sujetarlo alrededor de la cabeza. Dido le detiene la mano y se gira hacia ella para mirarla de frente.

- Te daré otra razón: te necesito – y al decir esto las lágrimas están a punto de desbordarle – Desde que perdí a mi propia nodriza, tu has sido para mí como una madre. Sabes cuán importantes son para mí los afectos. Sin mis padres, sin mi esposo, con la traición de mi hermano y debiendo hacer frente a la responsabilidad de conducir a parte de mi pueblo hacia un futuro incierto ¿qué me queda? O, mejor dicho ¿quién me queda?

Barce levanta su mano, sujeta por la mano de la reina, y se la besa.

- No te abandonaré – le dice.

- Gracias. Te diré lo que has de hacer: prepara discretamente mi baúl. Guarda en él mis joyas y el manto de lana que heredé de mi madre. Elige sólo la ropa precisa, hazlo pensando que pasará mucho tiempo antes de que podamos conseguir otra. Deja fuera la copa de oro de mi padre, quiero utilizarla en el banquete de esta noche, ya la guardaremos luego. Pon en otro baúl las cosas tuyas y de tu nieta, y haz hueco en él para las de mi hermana Anna. Es importante que nadie sepa nada, ni siquiera Anna, de modo que hazlo con el mayor disimulo. Tengo previsto que vengan más personas de palacio, pero hemos de impedir conversaciones sobre el tema, porque mi hermano tendrá espías aquí.


Una vez concluido su arreglo, la reina se marcha dejando a Barce con los preparativos. Se dirige al salón donde habitualmente despacha los asuntos cotidianos y le aguardan sus secretarios. Les anuncia una buena noticia: ha tenido conocimiento de la llegada de un mercader procedente del extremo más oriental del mar. Al parecer, se ha abierto una nueva ruta al comercio y está dispuesto a informarles. Esta misma noche, celebrarán un banquete en palacio para recibirlo. Hay que cursar de inmediato invitaciones a todos los mercaderes y armadores de Tiro, porque puede ser una reunión muy importante. También deben venir algunos senadores en representación del Senado. Y su hermano Pigmalión, desde luego: ella personalmente le escribirá la invitación. Dada la premura de tiempo, han de distribuirse el trabajo y ponerse a ello de inmediato.

Durante toda la mañana, el salón es un continuo ir y venir de gente. Desde el cocinero mayor, los proveedores, el mercader decano del puerto de Tiro, el jefe de mantenimiento de las obras públicas, el príncipe del Senado, con quien toma un pequeño refrigerio en el comedor privado.

- Tengo ya los datos que necesitas, mi reina – dice el anciano cuando se quedan a solas – En este momento hay fondeadas veintinueve naves mercantes. Nueve de ellas tienen mucha vigilancia y hay que descartarlas. Contamos, por tanto con veinte naves, doce de ellas son de mi hijo, y las otras ocho están listas para zarpar y pertenecen a personas dispuestas a seguirnos. Además de la tripulación, cada una puede llevar a unas cuarenta personas. Serían ochocientas en total.

-¿Todas de confianza? De palacio vendrán conmigo aproximadamente veinte.

- Sí, son de fiar – responde el Senador –. Cada nave tendrá, además del capitán, a un jefe de expedición al frente. Puedes estar tranquila. Hay caballeros, mercaderes y un buen número de artesanos con sus familias, empleados y sirvientes. Gente de paz, fieles a la memoria de tu padre y a ti. Hemos de llevar también algunos soldados en cada nave. Es conveniente precaverse ante cualquier peligro.

- Repecto a las naves de guerra que hay en el puerto, he pensado lo siguiente – dice la reina –. A nosotros no nos sirven, pero no quiero que Tiro quede indefensa ni tampoco dejarlas intactas para que puedan seguirnos. Son mucho más veloces que las mercantes y nos darían alcance, además del gran peligro que suponen sus espolones. Debemos perforarles el casco. No tanto para que se hundan de inmediato, pero lo suficiente para entorpecerles la navegación.

- Será imposible hacer lo mismo con las nueve mercantes…- le hace observar el anciano.

- No creas que eso me desazona. Al contrario, lo mejor es que esas naves nos persigan cuando mi hermano se de cuenta de nuestra fuga. Quiero tener testigos de lo que me propongo hacer…

Dido se queda pensativa durante unos instantes, pero no aclara nada más y cambia de tema.

- He ordenado al jefe de las obras públicas que realice algunos arreglos en la tapia del patio del templo de Melqart. He pensado que debemos profundizar sus cimientos para reforzarla, así que prepararán una zanja por la parte interior, en el pedazo de tierra que hay entre la propia tapia y el pozo. No te extrañes, por tanto, de ver a un grupo de hombres trabajando allí…

El viejo senador comprende lo que eso significa: si el tesoro del templo está enterrado en el patio, la reina tratará de excavar a plena luz del día, de modo que las obras no levanten sospechas. Si lo deja bien preparado, por la noche sólo hará falta cavar un poco más y coger el tesoro.

- A media noche empezará la operación de embarque – explica el anciano – y las naves irán zarpando poco a poco. La tuya será la última, tal como me ordenaste. Calcula bien el tiempo, mi reina, porque habrás de salir de puerto una hora antes del alba.
Ambos se miran con intensidad. Son muy conscientes del peligro. Dido sonríe con afecto y le da un par de golpecitos en la mano al senador.

- Dí a tus criados que llenen diez o doce sacos de tierra de tu huerto. Que les pongan una señal bien visible y los carguen en mi nave, en la cubierta. Y ahora, querido amigo márchate y continúa los preparativos. He de hablar con un actor que ha de representar el papel más importante de su vida y la nuestra. Nos veremos más tarde, en el banquete. Te sentarás al lado de Pigmalión y le animarás a beber vino…insinuándole que no beba. Sabes cuánto le gusta llevarte la contraria.

Y sin añadir una palabra más, con una sonrisa de ánimo, la reina Dido se levanta y vuelve a su trabajo.
* Claustro de Santa Maria degli Angeli. Roma
**Detalle de relieve en Santa Mª in Trastevere. Roma
***Plaza del Popolo. Detalle de columnas con espolones de naves de guerra. Roma
****Detalle de urna cineraria. Museo de las Termas de Diocleciano.
*****Detalle de suelo cosmatesco. Santa Mª in Trastevere. Roma

martes, enero 23, 2007

DIDO Y ENEAS (V).- La reina Dido toma una decisión.


Ahora Karo empieza a comprender mis palabras acerca del respeto que merece el silencio. Lo he leído en sus ojos. Aunque trata de simular entereza, no ha dejado de impresionarle el momento terrible en el cual la reina Dido y Barce se enfrentaron a la barbarie. Un par de veces se le ha caído de las manos el cálamo y ha cometido algunos errores. Tiene una imaginacion muy viva, lo percibo, y creo que ha visto en su mente el cadáver de Siqueo colgando de la pared, convertido en un surtidor de sangre, peor que un animal en manos del carnicero. No hay palabras que puedan describir esto y mucho menos el dolor que produjo en aquellas mujeres.

Barce no lo olvidaría nunca. Si en un primer momento no había alcanzado a comprender aquella escena, la conversación de Dido con el príncipe del Senado le permitió vislumbrar la extensión de la maldad de Pigmalión y, en el extremo opuesto, la grandeza de Siqueo. Éste, al guardar silencio hasta la muerte, había demostrando un gran amor y respeto por Dido y una extraordinaria superioridad moral sobre su verdugo. La nodriza se sintió orgullosa de haber amamantado a un hombre de tanta nobleza y, de algún modo, esa relación la ennoblecía a ella también.

- Toma nota de esto, Karo, y ya veremos más tarde cómo lo incorporamos al texto principal. Quiero dejar constancia de ese descubrimiento de Barce: que la tortura no deshonra al torturado (como todo el mundo pensaba entonces y muchos continúan pensando), sino al torturador.

- ¿No podemos continuar donde nos habíamos quedado, señora Imilce? – me suplica también con la mirada. Tiene el rostro descompuesto.

- Claro que sí – le respondo después de un rato – Ya descubrirás, con el tiempo, que el mal existe aunque queramos ignorarlo.

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La madrugada ha moderado el calor de la noche y por la ventana entra un airecillo fresco. Barce, sentada en el suelo, con la espalda y la cabeza apoyadas en la pared, dormita y llora alternativamente sumida en la oscuridad del fondo de la estancia. La reina Dido pasea arriba y abajo sin dejar de pensar en voz alta. Habla para sí misma y para el príncipe del Senado, como si pronunciar cada palabra tuviera el poder de romper un conjuro o transformar a su favor la realidad. Sin embargo, cuanto más avanza en sus razonamientos, más consciente es de hallarse ante una decisión crucial.

Así pues – dice sentándose de nuevo – tengo dos alternativas y ninguna de las dos es buena. Mandar encarcelar y procesar a mi hermano por el asesinato de Siqueo tendría como efecto provocar el levantamiento en armas de sus partidarios. Y no hacerlo significa permitir su fortalecimiento, aplazar durante unas semanas, o acaso solo unos días, su rebelión.

-Tienes razón, Dido – responde desalentado el anciano – Tu hermano ha ido demasiado lejos. Con tesoro o sin él, ha de actuar. No tiene otra salida. Y no veo cuál puede ser la nuestra.

Algunos carros comienzan a rodar por las calles de Tiro y su traqueteo rompe el silencio nocturno. Ladran los perros y empieza a elevarse en el aire el piar de los pájaros. La aurora arrastra su velo rosa por el cielo y su belleza no oculta la inexorabilidad del trascurso del tiempo. Dido contempla el espectáculo del amanecer sobre su ciudad y piensa que no hay otra más bella en el mundo. O, al menos, no más amada para ella. Los tejados de las casas se extienden hasta el puerto. Brilla el mar.

Piensa en todas las personas que ahora mismo se sienten seguras al abrigo de sus hogares. Muchas madres se habrán levantado ya para encender el fuego y preparar un caldo con el que confortar el estómago a sus hijos; muchos hombres irán de camino a los campos, saldrán a la mar a pescar o emprenderán un viaje con las bodegas de las naves llenas de mercancías. En poco tiempo la ciudad entera estará en pie e iniciará la rutina diaria. Sin desconfianza. Sin temores.

La reina Dido se aparta de la ventana y se queda en pie delante del príncipe del Senado, quien en el transcurso de la noche parece haber envejecido. De pronto, le toma las dos manos y se arrodilla ante él, mirándolo a los ojos.

- Te diré lo que mi padre me repitió muchas veces, desde que decidió que yo, como primogénita, heredase su trono: “Sé siempre justa, Dido. La justicia es una condición necesaria para que haya paz. Y busca siempre la paz, porque es el único clima en el que puede florecer la justicia”.

- Tu padre era un hombre cabal y un buen rey.

-No entregaré esta ciudad a un baño de sangre – afirma la reina –. No lo haré. Y puesto que es imposible contener la ambición de mi hermano, me marcharé de aquí. Es la única solución que encuentro para salvaguardar a mi pueblo. Huiré con cuantas personas quieran acompañarme. Algún lugar encontraré en la tierra donde fundar una nueva ciudad.

- ¿Cómo lo harás, querida niña? – pregunta emocionado el senador - ¿Cómo podrías huir? Tu hermano no lo consentirá. ¿Cómo prepararás a la gente?

-Ten en mí la misma confianza que yo te tengo. Necesito tu ayuda, si te quieres arriesgar – el anciano aprieta la cabeza de Dido contra su pecho. Es digna hija de su padre y una gran reina.

- Hemos de prepararlo todo para esta misma la noche. Avisa tú, con la mayor discreción, a las personas de tu estricta confianza, deben estar atentos e ir pensando a su vez en quiénes más podrían acompañarnos – Dido se ha levantado y se mueve con agitación por el cuarto, como si el primer rayo de sol que acaba de penetrar por la ventana le infundiera energía.


- Quiero saber cuántas naves mercantes hay en el puerto y, de ellas, cuántas están a punto de zarpar. Hemos de impedir que salgan. Avísame enseguida para que pueda hablar con sus propietarios. Esta noche daremos en palacio una gran banquete y deseo invitarlos a todos. Ya veremos qué pretexto invento. ¿Hay alguien a quien podamos encargarle provisiones para la travesía? Hemos de actuar con el mayor secreto.

- Mi hijo mayor puede hacerlo – responde el príncipe del Senado – y también pondrá a tu disposición sus naves.

- Es preciso, por otra parte, hacernos con el tesoro del templo. Sin dinero, es difícil fundar otra ciudad.

- Mi reina, amo y admiro tu valor – dice el anciano – ¿Sabes qué grande es el peligro que estás corriendo?

- Amigo mío, casi podría decirte: padre mío. Si no intento salvarme y salvar a mi pueblo ¿Habrá muerto para nada Siqueo? Haz esas gestiones y vuelve enseguida aquí. Aún habremos de forjar muchos planes.

* Detalle de pintura mural en la Villa de los Misterios. Pompeya.
** Detalle de fuente. Villa Doria Pamphili. Roma
***Vista parcial de Ostia.
****Detalle de pintura mural. Museos Capitolinos. Roma
*****Buganvilla en el Trastévere.

viernes, enero 19, 2007

DIDO Y ENEAS (IV).- Peligro inminente


Barce se retira discretamente al fondo de la habitación cuando el soldado anuncia la llegada del príncipe del Senado. Se apresura a arreglar las ropas del lecho de Dido y a retirar del suelo su propia yacija. Con las prisas por salir, todo había quedado revuelto. Esta pequeña tarea, la preocupación por no ofrecer al visitante la impresión de desorden y descuido, tiene el efecto de ocupar su mente durante unos instantes y apartarla de la pena.

La reina Dido recibe con deferencia a su invitado y con un gesto le ofrece sentarse en una de las banquetas que hay frente a la ventana. Es un hombre de edad y sus escasos cabellos blancos aureolan un rostro enjuto que debió ser bello. A su lado, la reina parece casi una niña. No ha tenido tiempo de peinarse y su cabellera rubia le cae sobre los hombros. El manto oscuro la hacer parecer aún más menuda y, por contraste, destaca y acentúa la palidez de su piel.

- Me conoces sobradamente – dice la reina, mirándolo a los ojos – y sabes que no te habría llamado a esta horas sin motivo. Necesito tu sabiduría y tu consejo. Fuiste el mejor amigo de mi padre y espero de ti lo que habría esperado de él, si viviese.

- No te defraudaré. Y no hace falta que gastes tantas cortesías conmigo, tienes todo mi afecto y fidelidad, puedes hablar sin miedo. No negaré que me ha sorprendido tu llamada…hasta cierto punto. Últimamente tu hermano Pigmalión anda más alborotado que de costumbre.

- Sobre él quería hablarte. ¿Han aumentado sus seguidores?

- Mucho. Sobre todo entre los jóvenes de la nobleza. Tiro es una ciudad muy tranquila y ellos se aburren. Desprecian la paz y el comercio, los dos pilares sobre los que se asienta nuestro gobierno. Pigmalión les habla de la guerra. De conquistar nuevos territorios y, con ellos, riquezas sin fin. Sabe alimentar sus ambiciones y sus sueños. Les promete alcanzar fama y gloria en el campo de batalla, botines inmensos. Lo de siempre.Todo aquello que no obtendrían contigo en el trono.

- ¿Ese grupo está maduro para tratar de destronarme? Y dime, en caso afirmativo, ¿Quién me apoyaría?

El viejo senador junta sus dos manos y con ellas se golpea ligeramente los labios. Dido observa su concentración, no quiere interrumpirle pese a sentirse ansiosa. Al fondo de la estancia, entre las sombras, Barce escucha esta conversación sin apartar de su mente a Siqueo. Al cabo de unos minutos, el anciano rompe el silencio.

- Esto es lo que pienso: muchos jóvenes lo seguirían y arrastrarían a otros. Hace ya mucho tiempo que Pigmalión trabaja para ello. Pero no lo tiene todo bien calculado. Le falta una cosa muy importante: el dinero.

Esta respuesta pone en alerta a Dido, y a la vez le extraña.

- ¿Significa eso que no encuentra entre sus amigos ni entre los banqueros a nadie que se atreva a sostener económicamente un levantamiento contra mí?

- Me gustaría responderte que sí, pero te mentiría. Las guerras crean grandes fortunas, y siempre hay personas dispuestas a invertir su dinero. Más todavía si está en juego un trono. Sin embargo, Pigmalión no está buscando inversionistas. De otro modo, yo lo sabría.

- ¿Entonces? – pregunta la reina.

- O no se decide a dar el paso, o no quiere depender de nadie para evitar verse luego obligado a devolver favores. Tratará de demostrar a los suyos que es el primero y más fuerte, que tiene voluntad y capacidad para imponerse a todos los demás, incluidos sus propios aliados. Tratará de conseguir el dinero por sí mismo. No me preguntes cómo.

- Esa es la única pregunta que no necesito hacerte en este momento – responde Dido con la mayor agitación. – Respóndeme ahora a la pregunta anterior: si mi hermano, en este mismo instante, estuviera en condiciones de atacar mi trono ¿Qué ocurriría? ¿Quién estaría de mi lado?

- Mucha gente, mi reina. Bastantes senadores y caballeros. Los mercaderes y navegantes. Campesinos, pescadores y personas sencillas. Pero ninguno de ellos sabe manejar las armas. Tu hermano trataría de ganarse al pueblo ofreciéndoles dinero (para eso lo quiere, entre otras cosas) y tendría un buen equipamiento bélico. Temo que estallaría un conflicto que ni siquiera podría llamarse una guerra civil, sino una masacre. Pero no creo que debamos ir tan lejos en esta conversación, basta con que tratemos de prevenirnos. No hay un peligro inminente

- Te equivocas. Ha matado a Siqueo – Y al decir estas palabras Dido no puede reprimir las lágrimas. Se lleva un puño a la boca, intentando sofocar los sollozos. De las sombras sale Barce y, sin decir nada, le ofrece un lienzo para secarse los ojos.

-Creí que Siqueo se había marchado de cacería... – dice el senador, tratando de reponerse de la sorpresa. Dido afirma con la cabeza.


-Mi hermano insistió tanto y tanto en que se fuera con él y un grupo de los suyos, que no pudo negarse. Luego mi hermano volvió y dijo que Siqueo y sus amigos habían decidido continuar la caza. De esto hace siete días. Todo era mentira. Barce y yo lo hemos visto esta noche, en el templo de Melqart. Sí, querido amigo, el peligro es tan inminente que ha llegado ya.

-No comprendo qué quieres decir, Dido.

-Sé de dónde piensa sacar Pigmalión el dinero: ha torturado hasta la muerte a Siqueo, el único sacerdote del dios Melqart y custodio de sus bienes sagrados, para que le confesase dónde está escondido el tesoro del templo.

-¿Por qué no has empezado por decirme esto? – dice el senador, levantándose del asiento con lentitud – Estamos perdidos.

- No te lo he dicho antes para que ni tus respuestas y ni mis decisiones estuvieran influidas por semejante crimen. Nada frenará ya a Pigmalión. Pero aún no estamos perdidos – afirma Dido – Siqueo le ha mentido.

Y como Dido ve la perplejidad reflejada en el rostro del anciano, continúa:

- Yo sí sé dónde está escondido el tesoro. Siqueo me lo dijo. Siéntate otra vez, te lo ruego. He de tomar una decisión y, sobre ella, hemos de hacer planes juntos. El amanecer no ha de encontrarnos inactivos.

* Detalle de escultura de un ciudadano romano. Museo Termas de Diocleciano.
**Detalle de las ruinas del Palatino, al atardecer. Roma
***Relieve en un muro del Palacio Mattei. Roma
****Losas de una vía pública en Pompeya.
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martes, enero 16, 2007

DIDO Y ENEAS (III).- En el templo de Melqart

Karo ha dejado a su lado, en el suelo del patio, su colección de tablillas y reposa las manos sobre el regazo. De vez en cuando me mira a la cara y me observa fijamente, como si cada una de mis arrugas fuera un mapa secreto. Trata de descifrarlo e, incluso, de averiguar a través suyo lo que estoy sintiendo. Uno de los rasgos que más me agradan de él es, precisamente, su deseo de conocer y comprender. No se limita a copiar al dictado, como cualquier escriba.

- ¿Por qué al hablar de tu abuela la llamas Barce?¿Por qué no, simplemente, abuela? – pregunta al cabo de un rato.

- Porque no estamos escribiendo una fábula inventada por una anciana para entretener a los niños. Estoy contando una verdad o, al menos, una parte de la verdad. Pretendo que mi trabajo se tome en serio. Y, ahora, ¡Vamos! – le digo dando un par de palmadas – ¡Coge de nuevo el cálamo y acabemos! Esta tarde bajaremos pronto a la playa. Nos hará mucha falta contemplar el mar.
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Apoyadas contra la pared trasera del templo, Dido y Barce se sujetan una a la otra, buscan apoyo muto para no caer y para no gritar. Una nube ha cubierto la luna y ennegrece la noche. Dido tiene la sensación de estar cayendo por un abismo. El corazón le estalla en las sienes y le embota la capacidad de comprensión. La sangre de las venas se le ha transformado en hielo. Barce se esfuerza en contener las arcadas que le contraen las entrañas y en manetenerse firme sobre las piernas. No puede ser cierto. Deberían volver a mirar a través del ventanuco, cerciorarse de no haber sido engañadas por el miedo o la penumbra. Sin embargo, ninguna de las dos se siente capaz de hacerlo. ¿Cómo podrían soportar de nuevo la vista de tanto horror? La expresión del soldado que las acompaña y está mirando por la otra ventana les confirma que no se han equivocado.

Dos hachones en el interior del templo arrojan luces y sombras que subrayan el espanto de la escena. Junto al ara de los sacrificios del dios Melquart, sujetos a un clavo por las muñecas, penden los despojos de un hombre. Un colgajo de músculos rojizos rezumantes de sangre, perfectamente marcados, como si fuesen obra de un artista. Aún cuelgan tiras de piel opacas y flácidas en las rodillas, en los costados. Las mujeres han reconocido a Siqueo por los cabellos y la barba, por la nobleza que aún queda en su rostro estragado por la tortura e inclinado, ya sin vida, sobre el pecho sanguinolento. Lo han desollado vivo.

Entre las sombras hay muchos soldados. Delante del altar, dando la espalda al muerto, está Pigmalión, el hermano de Dido. Las mandíbulas y los dientes contraídos por la furia, los rasgos de la cara ensombrecidos. Un destello relampaguea en sus ojos mientras observa a unos hombres agachados en el suelo.

- ¡Daos prisa! – los apremia a media voz – Apartad cuanto antes esas losas. No tenemos mucho tiempo. Veremos si este cerdo ha dicho la verdad…

Estas palabras, apenas audibles pero cargadas de odio, arrancan a las mujeres de su estado de estupor. Sienten la urgencia de huir, de ponerse a salvo. Ahogando los gemidos de su corazón, abandonan con rapidez el patio del templo y recorren en sentido inverso las mismas calles desiertas hasta llegar al palacio. Dido apenas puede hablar, su mente es un torbellino que gira y gira incapaz de detenerse en nada. Sin embargo, ha comprendido ya. Y tiene plena conciencia del peligro. Antes de llegar al umbral de su dormitorio, se vuelve para hablarle al soldado.

- ¿Eres leal a tu reina? – le pregunta mirándolo de frente.

- Daré la vida por ti, señora.

- Entonces, busca un compañero que te releve de la guardia – le dice – y tú, sin perder tiempo, ve inmediatamente a casa del príncipe del Senado. Sácalo del lecho y tráelo enseguida a mi presencia. No le reveles nada, díle únicamente que lo llamo por un asunto urgente y secreto.

Cuando el soldado se marcha, las dos mujeres entran en la habitación.

- ¿Es prudente confiar en él?

- Sin duda. De otro modo nos habría delatado en el templo – responde Dido – Pero, ¿Cómo nos atrevemos aún a hablar así? No hay en esta ciudad una confianza más vapuleada que la mía. ¿Has visto, Barce? ¿Viste a Siqueo …? Y ha sido mi propio hermano quien lo ha hecho...

Las dos mujeres se abrazan y Dido acaricia el cabello de la vieja sirvienta. Barce tiene el corazón destrozado. Recibió a Siqueo cuando era un recién nacido, lo amamantó de sus pechos al mismo tiempo que a su hijo, ha crecido bajo sus cuidados. Si hubiera nacido de su vientre no lo habría amado más.

- Escúchame bien, Barce – dice la reina deshaciendo el abrazo – No podemos llorar ni lamentarnos. No ahora. Bien sabes cuánto significaba Siqueo para mí. Si me hubieran dicho ayer que hoy estaría muerto, me habría ofrecido a morir en lugar suyo. Pero no hay elección posible. Nuestas vidas están en juego y mi pueblo y mi corona también. Es preciso pensar, y hacerlo rápido si queremos salvarnos. – Y como la anciana continúa sollozando, con la cabeza gacha, le toma con ambas manos el rostro y se lo levanta – Mírame, Barce. Ayúdame a ser fuerte. No pienses que el aplazar el duelo atenta contra la dignidad de Siqueo o apartará de nosotras la amargura. Cuando todo esto haya pasado el dolor nos estará esperando.

- Mi reina – interrumpe el soldado de guardia – El príncipe del Senado está aquí.

- Quieran los dioses iluminarnos para afrontar con acierto las próximas horas. Dile que pase.




*Museos Capitolinos. Detalle de mosaico
**Museos Capitolinos. Detalle de escultura representando a Marsias
***Museos Capitolino. Busto femenino
****Museo Massimo alle Terme. Detalle de mosaico

viernes, enero 12, 2007

DIDO Y ENEAS (II).- Un sobresalto en la noche





- ¡Barce! ¡Barce! ¡Despierta!

- ¿Qué ocurre? ¿Estás enferma? – pregunta la mujer. Acostumbrada a levantarse a cualquier hora, salta de su yacija y espabila la mecha de una lámpara de aceite colgada en la pared – ¿Qué te pasa?

- He tenido un sueño – reponde Dido –. Un sueño horrible.

Dido se ha sentado en el borde del lecho. Tiembla y tiene la frente sudorosa. Parece que le falte el aire, a juzgar por su respiración agitada. Barce se acerca a ella enseguida y le aparta el pelo de la cara. Está pálida.

- Con tanto calor es imposible dormir bien. Pero ya estás despierta, así que tranquilízate, mi reina.

- No ha sido un sueño cualquiera. Peor que una pesadilla. Y con una apariencia tan real... Lo he visto.

- ¿A quién, querida mía? Oigo mejor que los perros y puedo asegurarte que no ha entrado nadie. Toma, bebe un poco de agua. Y vamos a la ventana, el fresco de la noche te sentará bien.

- He visto a Siqueo – Dido no se ha movido del lecho ni parece atender las palabras de Barce, aunque ha bebido agua de la copa que le ha ofrecido. Sus ojos parecen mirar más allá de la oscuridad del cuarto, apenas atenuada por la luz de la lucerna y la escasa claridad que penetra por la ventana.

- No me parece tan raro que sueñes con tu marido. ¡Y más después de una semana sin verlo…!

- Algo le ha pasado. Vistámonos – Y como Barce quiere hacerla desistir atendiendo a lo intempestivo de la hora, ataja sus objeciones con sequedad – ¡No me discutas!

Como activada por un resorte, Dido se ha levantado y, a toda prisa, se despoja de la túnica de noche y se viste con la que llevaba ayer. Revuelve en un baúl y se echa sobre los hombros un manto oscuro, a pesar del calor. Barce ha de recordarle que va descalza y aún se entretienen un momento las dos mujeres buscando las sandalias.

- Coge una antorcha y sígueme – dice al soldado que vigilaba ante su puerta y se ha sorprendido al verla a estas horas de la noche. – Vamos al templo de Melqart, pero no quiero que nos vea nadie.

En la puerta del palacio, Dido y sus dos acompañantes esperan un momento. La noche está clara. Apenas sus ojos se acostumbran a la luz de la luna y comprueban que permite ver lo suficiente, la reina ordena al soldado apagar la tea. Amparándose en las sombras de las construcciones se deslizan por las calles de Tiro, a estas horas desiertas. Sólo se oye el roce de sus propios pasos y el maullido lejano de un gato. Dido va detrás del soldado y lo apremia a caminar más deprisa. Algo arde dentro de ella, como si tuviera un carbón encendido en el pecho. Ni siquiera se vuelve a mirar si Barce la sigue, algo que ésta consigue con esfuerzo, porque ya no es joven .


El soldado se detiene con brusquedad cuando alcanza el final de la calle que desemboca en la plaza del templo y extiende horizontalmente su brazo derecho para frenar también a las mujeres. Hay alguien en el templo. La luz oscilante de una o varias antorchas proyecta su resplandor rojizo a través de sus portones de bronce, una de cuyas hojas está entreabierta. Dido cruza por delante del pecho los brazos y con ellos sujeta con más fuerza aún su manto oscuro.

- Vamos – dice en su susurro – Hemos de averiguar qué pasa.

- Señora – responde el soldado – no sé quién puede ser, pero temo que resulte peligroso. Y habrá alguien vigilando la puerta.

- He dado una orden: no te he preguntado por el peligro. Hay un par de ventanas estrechas que dan al patio del templo. Trataremos de llegar hasta ellas.

Y sin añadir nada más, retroceden por la misma callejuela y se meten por otras para salir a la parte posterior del templo, donde una tapia de piedra rodea el patio sagrado. Es un muro no más alto que un niño de ocho años, cuya única función es delimitar el espacio. Antes de saltarlo, ya ven a través de los dos ventanucos la luz del interior, más intensa que la filtrada a través de la puerta.

Dido mira por una de ellas y se aparta, llevándose una mano al corazón.

- Ahí están mi marido y mi hermano – dice con un hilo de voz a Barce. Y ésta mira también.



.................................................

- ¿Y qué más, señora Imilce?

- Nada más, Karo. Cuando llegaba a este punto, Barce siempre se callaba. Hay que aprender a respetar los silencios. También a mí me costaba contener la curiosidad, pero ella me enseñó a hacerlo. Decía que eran necesarios para el corazón. Y con frecuencia tienen más significado que las palabras, esto lo he comprendido con los años. Hay dolores tan hondos que no se pueden pronunciar.

* Detalle de urna cineraria. Museo delle Terme

**Figura femenina. Museo delle Terme

***Fragmento de relive. Museos Capitolinos

****Hilada de bloques de piedra de la Muralla Serviana en el Aventino. Roma

*****Detalle de urna cineraria. Museo Aula Octógona.

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martes, enero 09, 2007

DIDO Y ENEAS (I).- Imilce y Karo


Me gusta bajar a la playa al atardecer, cuando los pájaros regresan al nido y sus alas se recortan oscuras contra el cielo rojizo. Hundo los pies descalzos en el agua y dejo a las ondas acariciarme los tobillos. Me hace bien sentir su mansedumbre, oir el griterío de las aves y ver difuminarse en el horizonte la línea que separa mar y cielo. Pocas cosas desasosiegan tanto a una anciana como contemplar el mundo suspendido entre dos luces. A mí, sin embargo, no me atemoriza. Quizá porque es el momento del día más propicio a los recuerdos y, apenas se los convoca, acuden con rapidez.

- Vinieron por allí – le digo a Karo extendiendo el brazo hacia la derecha, en un gesto carente de precisión.

- Me lo has dicho mil veces, señora Imilce – me responde con cierto descaro – Sal ya del agua, se te van a arrugar los pies.

- ¿Más de lo que ya los tengo? Anda, tráeme el lienzo para secarme. Y acuérdate bien de lo que te he dicho. ¿Lo has anotado en la tablilla?

No es mal chico y, según afirma su maestro, tiene buena letra. No pido mucho más: eso, y que sea diligente a la hora de pasar los apuntes a un rollo de papiro para corregirlos después. Algunas personas opinan que pierdo el tiempo. Mi nuera, por ejemplo. Pero yo le respondo: ¿Para qué querría ahorrar tiempo una vieja como yo?¿Se detendría acaso si me sentase ociosa junto al fuego o pasara las horas quejándome de los mil dolores que me afligen? Ella se calla, claro, aunque me dirige comentarios sarcásticos cuando regreso a casa después de mi paseo por la playa. No lo entiende.

Si los dioses me hubieran concedido una hija o una nieta, no me tomaría tantas molestias: desde niñas les habría repetido una y otra vez la historia de nuestra reina Dido y el príncipe troyano Eneas, como mi abuela hizo conmigo. Con mis hijos ha sido imposible. Son capaces de reproducir, uno por uno, todos los movimientos que hicieron en un combate de lucha griega hace diez años. No se les olvida la lista de los enemigos de Cartago, pero ¡ay! no les interesa conocer a fondo el origen de esas enemistades. Un error que pagaremos caro, porque cuando la bruma del tiempo borre el recuerdo de aquella primera ofensa, no se podrá medir su importancia ni ponderarse si es razonable o no continuar con las querellas. El olvido, en estos asuntos, sólo consigue hacer interminable el reguero de agravios.

- ¿Me has oído? Anota bien las últimas frases. ¡Creo que he dicho algo importante!

- No puedo hacer dos cosas a la vez, señora Imilce. Y si no se queda quieta, no tendré manera de abrocharle las sandalias.

Mis nueras son jóvenes, desde luego, y aún pueden tener hijas. Sin embargo, ¿Quién me garantiza que viviré para verlo? ¿Y si soy tan vieja que pierdo la memoria o soy incapaz de relatar lo ocurrido con coherencia? Prefiero prevenirme. Por eso llevo a todas partes conmigo a Karo y le voy dictando mis recuerdos según vienen. Además, me hace compañía y su desenfado juvenil me alegra. Ya tendremos tiempo luego de ordenarlos mejor. Y si me muero antes, él podrá hacerlo.

- ¿Es cierto que tu misma viste llegar las naves de los troyanos? – me pregunta mientras me ayuda a colocarme el manto.

- Tan cierto como que te veo a ti ahora mismo. La nave de Eneas arribó a una bahía un poco más al este, no puede verse porque está detrás de ese promontorio. Una tormenta había dispersado su flota y algunas de las naves que él creía perdidas llegaron justo aquí. Y en mala hora.

- Yo los odio – dice de pronto, cuando ya hemos tomado la cuesta de camino a casa.

- Pues haces mal. Odiar, odiar… Y seguro que no sabes por qué. ¿Comprendes lo que decía antes? – le respondo airada. Él se queda callado.

Me pregunto si habrá algún palmo de tierra en el mundo que no haya sido hollado por algún ser sufriente. Cartago y esta misma playa no son una excepción. La reina Dido y todos nosotros llegamos aquí huyendo de otros dolores y traiciones. ¡Qué mujer! No sé de ninguna otra que haya experimentado el goce del amor como ella ni haya padecido tanto por su pérdida.


Habíamos navegado durante meses y meses y más meses y al desembarcar aquí nos arrojamos al suelo y besamos la arena. Yo creo que más bien me caí, porque después de tanto tiempo en la nave me sentia mareada y torpe como un pato al pisar tierra. Ese es uno de mis primeros recuerdos de entonces, tenía poco más de siete años. Estábamos desfallecidos pero muy alegres. Nos parecía haber llegado al final de nuestro sufrimiento. Y así fue. Hasta que se interpuso Eneas. Y los dioses, es preciso decirlo.

- El maestro asegura que es necesario consultar los augurios para no equivocarnos y actuar siempre según los dictados de la divinidad.

- Nadie conoce la voluntad de los dioses, hijo mío, hasta que se ha cumplido. Y para entonces no hay remedio que valga: suele ser demasiado tarde. Dido era todo corazón. En cuanto a Eneas… No quiero ser injusta con él. Vayamos poco a poco y con prudencia, porque no se ha inventado una balanza para pesar las culpas en los conflictos humanos. Y, ahora, entra en casa delante de mí y, si te pregunta mi nuera, dile que nos ha retrasado un vecino. Nos ahorraremos una disputa.

NOTA: Para esta historia me inspiro en La Eneida de Virgilio. Imilce (sin hache) y Karo son los únicos personajes que incorporo a esta historia y no figuran en el texto virgiliano.
* y *** Esculturas en el Museo Massimo alle Terme
** Escultura de inspiración medieval fuera de exposición en los Museos Capitolinos
****Vista del Tíber, aquí simulando la playa de Cartago.
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miércoles, enero 03, 2007

CLAUDIA Y LA DIOSA CIBELES




El carro que transporta a las vírgenes vestales desde Roma al puerto de Ostia avanza traqueteando sobre las grandes losas de la calzada. Atrás ha quedado la puerta de la muralla y las multitudes que han contemplado su paso con miradas hostiles. Los viandantes se detienen y se arriman a las orillas de la vía a medida que el carro los alcanza y, cuando los adelanta, se quedan observando en silencio cómo se aleja, con las vestales moviéndose a derecha e izquierda. No hay voces ni alegría, nadie canturrea para aliviar el cansancio del camino o sostener el ritmo de la caminata. En pocas horas Roma ha pasado de la alegría al estupor. Y el estupor se ha convertido en miedo.

La vestal Claudia, sentada en el carro entre sus compañeras, guarda silencio. Ha sentido sobre sí los ojos de cientos de romanos buscando en su rostro indicios de culpabilidad. Ella lleva la mirada baja, pero le arden las mejillas de vergüenza mientras su cuerpo permanece helado. A su mente asustada acude una y otra vez el recuerdo de la última vestal condenada a muerte por faltar a su castidad. Sus lamentos inarticulados y agudos, desesperados, horadaron entonces su cerebro y ahora recobran intensidad y crudeza. Vuelve a ver sus ojos desorbitados y turbios, la boca abierta y desencajada luchando por tomar una última bocanada de aire antes de entrar en la cámara en la que sería sepultada viva. Ese será el destino de Claudia, la muerte espantosa que le espera si las acusaciones contra ella prosperan. Su castidad ha sido puesta en tela de juicio y desde hace varios días por toda Roma se murmura que tiene un amante.
En los dieciséis años que dura ya la guerra contra Cartago, los romanos han sufrido mucho. Han muerto miles de hombres, se han destruido ciudades, campos y cosechas, la ciudad está exhausta y el suelo itálico destrozado. Un oráculo había dictaminado que, para vencer a los cartagineses, la imagen de la diosa Cibeles debía ser trasladada desde Frigia a Roma. Esa esperanza había sostenido el ánimo de sus habitantes en los últimos meses. El barco que transportaba la imagen debía llegar al puerto de Ostia y, desde allí, remontando el río, arribaría al puerto fluvial de Roma donde sería recibida con todos los honores. Y he aquí que ayer a mediodía, mientras se celebraba la noticia de la llegada de Cibeles a Ostia, otra noticia golpeó a los habitantes de la urbe como un mazazo: la nave había encallado a la entrada del río y corría riesgo de naufragar. La preocupación se transformó en pánico cuando se supo que todos los esfuerzos para liberarla habían fracasado. Los ojos de los romanos se volvieron furiosos hacia Claudia. Era culpa suya que, a las puertas de Roma, la diosa Cibeles se negara a entrar.

Claudia ha pasado la noche en vela ante el altar de Vesta, con un sufrimiento tan intenso que varias veces ha estado a punto de desfallecer. Durante la vigilia en su corazón se ha abierto paso la idea de presentarse en Ostia, allí donde estaba detenida la imagen de Cibeles. No sabe qué va a hacer allí ni si acertará a librarse de las acusaciones, pero debe ir. Cuando, al amanecer, la Vestal Máxima se ha dirigido al templo para las ceremonias matutinas, Claudia ha salido a la puerta y se ha arrojado a sus pies. Se ha declarado inocente y le ha pedido su apoyo y compañía para salir al encuentro de la diosa.

El público abarrota el puerto de Ostia y contempla en silencio las maniobras para liberar la nave. Las señales no pueden ser más alarmantes cuando las vestales llegan a la orilla y descienden del carro. El barco está escorado en medio de la corriente, con el agua a punto de asaltar la cubierta. Varias chalupas dan vueltas a su alrededor, sin osar acercarse. Está a punto de zozobrar. La arena del fondo cede de repente y el flanco se hunde un palmo más. Claudia da un grito. Cae al suelo y toca la tierra con la frente. Permanece así durante unos minutos y al fin se levanta muy despacio y pide en voz alta que se acerque una de las chalupas. Se desciñe lentamente el cinturón y, cuando el patrón de la barquita se acerca a ella, le entrega uno de los extremos y le ordena atarlo a una de las cuerdas de remolcar.

El puerto queda en silencio. Sólo se oye el chapoteo del agua y el ruido de los remos alejándose de la orilla. Claudia mantiene en su mano derecha el extremo del largo cinturón y observa cómo anudan el otro a una gruesa maroma. Cuando el patrón ha verificado la fortaleza del nudo y aleja la barca, la vestal pasa el cinturón por encima de su hombro y, sujetándolo con ambas manos, comienza a andar. El cinturón y la maroma se tensan. Claudia ni siquiera siente el momento en que la nave empieza a moverse al compás de su paso. En el puerto el gentío contiene la respiración. Tras algunas leves sacudidas, la nave queda por completo libre, se endereza y recupera la línea de flotación. Surca las aguas del Tíber rumbo a Roma y la multitud estalla en gritos de admiración y de júbilo. La vestal sigue caminando y caminando, sin más esfuerzo que tirar suavemente de su cinturón.

Las lágrimas corren por el rostro de Claudia. Da gracias en su corazón a la madre Cibeles: quizá la diosa ha querido que encallara su nave para que ella pudiera proclamar su inocencia ante toda Roma.
NOTA: Este hecho acaeció el 14 de abril del año 204 a.C. Esta historia es reelaboración de una de las primeras historias contenidas en este blog, colgada bajo el título "Cibeles y Roma".
He de señalar que tanto esta historia como las de Aufilena, Sofonisba y Galla, han sido publicadas en "El Laberinto", suplemento cultural del diario Milenio Portal de México.
* Vía de entrada a la antigua ciudad de Ostia.
**Jardín en el interior de una mansión de Ostia.
***Altar que representa en el relieve a la vestal Claudia tirando del barco de Cibeles. Museo Centrale Montemartino. Roma
****Inscripción a la entrada de Ostia, en la que el Senado y el Pueblo de Roma reconoce esta colonia.
NOTA:La próxima semana comenzará la historia de la reina Dido y Eneas, éste último considerado antecesor de Rómulo y Remo y padre de los romanos.

NOTA: Quienes quieran saber cómo se celebraba el año nuevo en Roma, pueden visitar este enlace:

http://hortushesperidum.blogspot.com/2006/12/kalendas-ianuarias.html