En el puerto de Ostia ha crecido la expectación. La actividad comercial está paralizada. Numerosos mercaderes, estibadores, funcionarios del puerto y del tesoro, figoneros y guardias han acudido masivamente y se han unido a las matronas, músicos y sacerdotes que desde el día anterior contemplaban, con el corazón encogido, las desesperantes e inútiles maniobras para liberar de un banco de arena la nave que transportaba a Roma la imagen de la diosa Cibeles. Hay pesimismo en el aire.
El rumor de que la vestal Claudia Quinta podía haber faltado a su castidad había llegado al puerto mucho antes que ellas. Así que muchos la observan con hostilidad. Incluso se oyen algunos gritos. Las vestales son sagradas, pero si por culpa de alguna de ellas no se puede derrotar al feroz Aníbal, si el suelo itálico ha de seguir sufriendo una sangría por su causa, ninguno dudaría en abominar de la culpable ni en exigir su castigo. Claudia no cuenta con un público a favor. Sin embargo, la joven vestal está por completo abstraída, concentrada en algún pensamiento que nadie puede adivinar, ni siquiera las demás vestales que la acompañan y están unos pasos detrás de ella.
Llega a la orilla una de las chalupas, tal como había pedido. Y entonces, lentamente, Claudia se desciñe el cinturón y pide al patrón de la barquita que coja un extremo y lo ate a una de las cuerdas con las que estaban intentando, sin éxito, remolcar el barco de Cibeles. El hombre obedece y sobre el puerto se extiende un intenso silencio. Sólo se oye el chapoteo del agua, el ruido de los remos que se alejan de la orilla. Claudia mantiene en su mano derecha el otro extremo del largo cinturón y observa cómo lo anudan a una gruesa maroma. Es un nudo que parece ridículo, tan fino es el cinturón. Y cuando ya el patrón ha verificado la fortaleza del nudo y aleja la barca, Claudia cierra los ojos unos instantes.
Oh Madre Cibeles – dice Claudia en voz baja – tu que conoces mi corazón y la rectitud de mi vida, ¡ayúdame! Oh madre Vesta, a quien fui consagrada hace doce años, auxilia a tu humilde servidora. Oh diosas todas, no permitáis que Roma perezca, ni que sufra yo un castigo injusto.
Pasó entonces el cinturón por encima de su hombro y, sujetándolo con ambas manos, comenzó a andar con la cabeza gacha por la orilla, río arriba. El cinturón y la maroma al que estaba atado se fueron tensando: en un extremo la vestal, que caminaba sin volver la vista atrás, y en el otro el barco encallado con la imagen de la madre Cibeles. Claudia ni siquiera sintió el momento en que la nave comenzó a moverse, lentamente, al compás de su paso. En el puerto el gentío contenía la respiración. Cuando se vio que la nave, tras algunas leves sacudidas, quedaba por completo libre, que se enderezaba y recuperaba la línea de flotación, que surcaba las aguas del Tíber rumbo a Roma con la seguridad y elegancia de una nave real, la multitud estalló en gritos. No se inmutó Claudia: siguió caminando y caminando, sin más esfuerzo que tirar suavemente de su cinturón. Sin embargo, por su rostro corrían las lágrimas. Con este acto insólito, sobrenatural, su inocencia quedaba demostrada a los ojos de los seres humanos. Ella nunca había traicionado su juramento de castidad.
Hasta el puerto de Roma remolcó Claudia la nave. Allí esperaba a la imagen la recepción oficial encabezada por Cornelio Escipión Nasica, elegido para ello por ser considerado el hombre más virtuoso de Roma. Y con él, el príncipe del Senado, los senadores, los Tribunos de la Plebe, los pretores, los distintos colegios sacerdotales, el Pontífice Máximo y el pueblo entero, admirado y esperanzado. Las matronas romanas se hicieron cargo de la imagen – apenas una piedra informe – y la pasearon por las calles de Roma. Claudia Quinta las acompañó. Cibeles, la madre Cibeles que será la salvación de Roma, ha sido, también, su salvación.
El rumor de que la vestal Claudia Quinta podía haber faltado a su castidad había llegado al puerto mucho antes que ellas. Así que muchos la observan con hostilidad. Incluso se oyen algunos gritos. Las vestales son sagradas, pero si por culpa de alguna de ellas no se puede derrotar al feroz Aníbal, si el suelo itálico ha de seguir sufriendo una sangría por su causa, ninguno dudaría en abominar de la culpable ni en exigir su castigo. Claudia no cuenta con un público a favor. Sin embargo, la joven vestal está por completo abstraída, concentrada en algún pensamiento que nadie puede adivinar, ni siquiera las demás vestales que la acompañan y están unos pasos detrás de ella.
Llega a la orilla una de las chalupas, tal como había pedido. Y entonces, lentamente, Claudia se desciñe el cinturón y pide al patrón de la barquita que coja un extremo y lo ate a una de las cuerdas con las que estaban intentando, sin éxito, remolcar el barco de Cibeles. El hombre obedece y sobre el puerto se extiende un intenso silencio. Sólo se oye el chapoteo del agua, el ruido de los remos que se alejan de la orilla. Claudia mantiene en su mano derecha el otro extremo del largo cinturón y observa cómo lo anudan a una gruesa maroma. Es un nudo que parece ridículo, tan fino es el cinturón. Y cuando ya el patrón ha verificado la fortaleza del nudo y aleja la barca, Claudia cierra los ojos unos instantes.
Oh Madre Cibeles – dice Claudia en voz baja – tu que conoces mi corazón y la rectitud de mi vida, ¡ayúdame! Oh madre Vesta, a quien fui consagrada hace doce años, auxilia a tu humilde servidora. Oh diosas todas, no permitáis que Roma perezca, ni que sufra yo un castigo injusto.
Pasó entonces el cinturón por encima de su hombro y, sujetándolo con ambas manos, comenzó a andar con la cabeza gacha por la orilla, río arriba. El cinturón y la maroma al que estaba atado se fueron tensando: en un extremo la vestal, que caminaba sin volver la vista atrás, y en el otro el barco encallado con la imagen de la madre Cibeles. Claudia ni siquiera sintió el momento en que la nave comenzó a moverse, lentamente, al compás de su paso. En el puerto el gentío contenía la respiración. Cuando se vio que la nave, tras algunas leves sacudidas, quedaba por completo libre, que se enderezaba y recuperaba la línea de flotación, que surcaba las aguas del Tíber rumbo a Roma con la seguridad y elegancia de una nave real, la multitud estalló en gritos. No se inmutó Claudia: siguió caminando y caminando, sin más esfuerzo que tirar suavemente de su cinturón. Sin embargo, por su rostro corrían las lágrimas. Con este acto insólito, sobrenatural, su inocencia quedaba demostrada a los ojos de los seres humanos. Ella nunca había traicionado su juramento de castidad.
Hasta el puerto de Roma remolcó Claudia la nave. Allí esperaba a la imagen la recepción oficial encabezada por Cornelio Escipión Nasica, elegido para ello por ser considerado el hombre más virtuoso de Roma. Y con él, el príncipe del Senado, los senadores, los Tribunos de la Plebe, los pretores, los distintos colegios sacerdotales, el Pontífice Máximo y el pueblo entero, admirado y esperanzado. Las matronas romanas se hicieron cargo de la imagen – apenas una piedra informe – y la pasearon por las calles de Roma. Claudia Quinta las acompañó. Cibeles, la madre Cibeles que será la salvación de Roma, ha sido, también, su salvación.
* Imagen de una diosa romana. Anticuario del Palatino
** Lugar del Palatino donde se hallaba el templo de la Victoria, en el que permaneció la diosa Cibeles desde su llegada en 204 a.C. hasta el 191 a.C. en que se trasladó a un templo propio.
soy susi,me ha gustado mucho la historia.sigue escribiendo nuevas historias .los imperios no solo los hacen grandes los hombres, casi siempre las que estan en las sombras son las mujeres,las que los hacen fuertes.El problema es que ellos no lo saben.
ResponderEliminarCoincido completamente con lo que dices. Parece que las mujeres seamos invisibles. Sin embargo, no hay vida sin mujeres. Gracias por tus ánimos e interés, Susi. Voy a esforzarme a tope.
ResponderEliminarCibeles tiene un partener cuyas representaciones son frecuentes en Valentia: Attys.
ResponderEliminarPor cierto, que resulto castrado enun arrebato de la diosa...
Todas las deidades son peligrosas.Y no tanto por lo que hacen ellas mismas, como por lo que otros hacen en su nombre...
ResponderEliminarPues me ha encantado... A parte de hacerme conocer cosas que ignoraba has hecho que "viera" a Claudia..
ResponderEliminarSigo leyendo.
Cambiamos el nombre, el país, la época y nos encontramos con una sociedad casi idéntica que ha empezado a modificar sus creencias hace muy poco tiempo.
ResponderEliminarEn mi opinión, Isabel romana ha dado en el clavo, justo al 1OO%.
Interesante blog. Volveré con frecuencia pues merece la pena: muy literario y apasionante.