(XVIII)
Urco y Urbano Lacio habían ido a recorrer las colinas del Palatino y el pie del Capitolio, mientras Acca Larentia preparaba algo de comer. Palantea se había quedado sola cerca de la cabaña de Acca y, casi sin darse cuenta, se había parado al borde del abismo.
Al regresar con las viandas para obsequiar a sus visitantes, Acca Larentia no encontró a nadie en la parte trasera de su cabaña. Dejó sobre el banco unos cuencos con queso fresco, tortas y miel, y se volvió para mirar a su alrededor. Vio entonces de espaldas a la pastorcilla Palantea, sola, recortada su esbelta silueta contra el azul del cielo, y supo que se hallaba al filo del precipicio. Durante un instante quedó paralizada. Sintió tanto miedo como cuando sus hijos, pese a sus advertencias, se arrimaban a ese extremo de la explanada en cuyas proximidades tenían prohibido jugar. Luego, se acercó a la pastorcilla con cautela, sin hacer ruido, para evitar asustarla. Se colocó, como ella, ante el abismo, dejando entre ambas el espacio justo: suficiente para que su proximidad no la sobresaltara y, al mismo tiempo, que le permitiera cogerla extendiendo lateralmente su brazo. Esperó en silencio a que se percatase de su presencia.
Un golpe imprevisto de aire azotó como una bofetada el rostro de Palantea y la sacó de su ensimismamiento. La muchacha vio de pronto el tajo a sus pies y cobró conciencia instantánea del peligro. El pánico asomó a su cara mientras una lasitud mortal se apoderaba de sus músculos. Las piernas no la sostenían.
- No te muevas – dijo entonces Acca Larentia. Con dos movimientos rápidos se colocó detrás de ella y la abrazó por la espalda. Acca se arqueaba para contener su vientre y evitar que éste empujara hacia adelante a Palantea. Así, teniéndola abrazada con firmeza, ambas caminaron hacia atrás, con pequeños pasos, para alejarse del borde.
A la pastorcilla le temblaba todo el cuerpo cuando Acca aflojó la presión y, sin soltarla, la hizo volverse de frente, le pasó el brazo por la cintura y la condujo hacia la cabaña. Se dejaron caer en el banco a la sombra, bebieron agua y trataron de serenarse antes de hablar.
- Alguna divinidad te protege – dijo por fin Acca Larentia –. Hasta hace un momento, el viento soplaba justo en la dirección opuesta. De no haberse producido ese cambio, la ráfaga te habría empujado al vacío y ahora estarías allá abajo, despedazada contra las rocas.
Asintió con la cabeza la pastorcilla, con los ojos aún asustados y empañados por las lágrimas. Se agachó, desmenuzó con los dedos un trozo de torta hasta reducirla a migajas, las colocó sobre el suelo formando un montoncito e hizo una libación de agua a todo su alrededor. “Seas un dios, seas una diosa, te doy las gracias por haberme librado de caer al abismo. No olvidaré tu favor. Y tantas veces cuantas venga a estos parajes, te ofrendaré los dones de que disponga.”
- Gracias a ti también, Acca Larentia – dijo luego – Te has arriesgado a morir tú misma por ayudarme.
Se arrodilló a sus pies y le besó ambas manos. La mujer se azoró ante ese gesto de homenaje y reverencia. No estaba acostumbrada a recibirlos sino, por el contrario, a ser rehuida y menospreciada por las esposas de otros pastores. No sabía qué hacer o decir. Y notando que la muchacha aún temblaba, la abrazó apretándola contra su vientre. Palantea sintió una oleada de amor materno, fuerte y dulce a la vez, como si estuviera en los brazos apenas conocidos de su madre o como si Acca Larentia fuera la madre de todo el género humano. Una idea brotó entonces de su pecho y se apoderó de ella con una fuerza excepcional, incontenible. El ladrido de Bona las sobresaltó y rompió su abrazo.
- ¿Quieres ver a la perra que salvamos? Está al otro costado de la cabaña, ven.
Se levantaron para ir a buscarla. La perra ladraba de pie, sin alejarse de un montón de trapos oscuros donde rebullían los cachorros.
- ¿Qué pasa Bona? – dijo Acca Larentia agachándose para rascarle detrás de las orejas - ¿Sabías que había venido a vernos una de tus salvadoras? ¿La reconoces?
La perra se acercó dos pasos a Palantea y levantó el hocico, como esperando de ella una caricia. Sus ojos eran oscuros, brillantes y mansos. ¡Cuánto más amorosos son los animales que algunas personas!, pensó la pastorcilla, conmovida, mientras le pasaba la mano por el cuello. Bona cerró los ojos, se apoyó en el muslo de la joven y se dejó acariciar entre las cejas. Acca, entre tanto, había cogido en brazos a uno de los cachorros, de pelaje rubio y una tierna expresión en la mirada.
- Este es Seius – dijo a la pastorcilla, mostrándoselo –. Urco quería quedárselo para llevarlo con los rebaños, pero le he dicho que no. Tiene algo especial. Parece atrevido y muy inteligente pero, además… no sé, es delicado. Se quedará conmigo en la cabaña y será un buen compañero para el hijo que voy a parir. Jugará con él mientras sea cachorro y luego lo protegerá.
El perrito movía lentamente la cabeza hacia todos lados, ofreciendo las distintas partes de su cuello al dedo con el que Acca le rascaba suavemente. Palantea, viéndolo tan relajado y dichoso junto a los senos de Acca, volvió a experimentar una sensación de bienestar.
Entonces ocurrió algo extraño: se produjo un intenso silencio que por momentos se hacía más largo y más hondo, como si, de pronto, hubiera enmudecido el mundo. Nada se oía. Nada se movía. Una quietud anómala en un lugar poblado por todo tipo de animales, pájaros e insectos. El viento sopló revolviendo la paja de la techumbre.
- “Aquí nacerá una gran ciudad” – dijo una voz clara, desconocida y dulcísima –. “Y será, en parte, gracias a vosotras. Amad, pues, porque sólo en el amor vive la vida.”
Las dos mujeres habían quedado atónitas, los animales inmóviles, salvo el pequeño Seius. Palantea buscó los ojos de Acca Larentia y los halló serenos.
- ¿Has escuchado…? – preguntó. La mujer hizo una señal afirmativa con la cabeza.
- Ha sido Fauna – dijo, como si estuviera acostumbrada a oírla todos los días –. Su palabra es profética. Siempre se cumple. Y habla únicamente a las mujeres. Hagámosle una ofrenda ahora mismo.
Dejó al cachorro Seius entre sus hermanos, acarició la cabeza de Bona y, tomando del brazo a Palantea, la llevó al interior de la cabaña. La pastorcilla sintió crecerle de nuevo en el pecho el impulso que había sentido antes, cuando habían sido interrumpidas por los ladridos de la perra. Observó a Acca Larentia moverse en la oscuridad de la cabaña, buscando algo en un rincón. Cuando encontró lo que quería y se irguió, Palantea se puso frente a ella.
- Me has salvado la vida hace un momento y la diosa Fauna nos ha hablado a las dos. De algún modo misterioso, estamos unidas. Para que no olvidemos nunca ese vínculo, te propongo que intercambiemos una de nuestras fíbulas. Es algo que suele hacer una persona muy querida para mí.
Asintió Acca, y se llevó la mano al hombro para quitarse la suya, una fíbula pobre y sencilla, apenas un hilo grueso de bronce. Inició el mismo movimiento Palantea, pero su mano quedó suspendida en el aire. Iba a quitarse la fíbula del hombro derecho y, sin embargo, una fuerza intensísima la inducía a coger la del hombro izquierdo, aquella que le había entregado Rea Silvia. La invadió la angustia. ¿Cómo iba a transferir a una casi desconocida el símbolo de su amistad con Rea, su compromiso de velar por sus hijos, en peligro aún antes de nacer? Pero Acca ya le tendía su fíbula, debía decidirse si no quería ofenderla. Recordó, entonces, las palabras que le había dicho esa misma mañana uno de los pastores de Númitor: “Tienes instinto: úsalo”.
Así, sin tratar de explicárselo o de hacer razonamientos, Palantea se dejó llevar por su intuición. Desabrochó de su hombro la fíbula de la serpiente con los ojos entornados, y se la puso a Acca Larentia, que la miró sorprendida.
- Es una pieza muy valiosa, excesiva para mí – dijo.
- Es señal de que estamos unidas y que, llegado el caso, nos daremos ayuda mutua. La serpiente vela, protege el fruto del vientre de las mujeres. Cualquiera de nosotras, tarde o temprano, necesita de su protección. Acéptala. Al sujetar tu ropa con esta fíbula te ato a mí y te vinculo a todos los compromisos que se encierran en ella.
La aceptó gustosa Acca, aun sin entender a qué compromisos se refería Palantea, y a su vez prendió la túnica de la pastorcilla con su propia fíbula.
Un sol deslumbrante las aguardaba en el exterior de la cabaña. Se alejaron un poco de ella, buscaron unas piedras planas e improvisaron un altarcillo para hacer una ofrenda a Fauna. Acca había traído de la casa un pequeño mechón de lana, sobre el cual derramó unas gotas de miel y otras de leche y pronunció unas palabras rituales que Palantea no había escuchado nunca.
- ¡Ya estamos aquí! – gritó Urco, asomando otra vez por la escalera de Caco –. Hemos dado la vuelta al Palatino regresando por el valle del Velabro. ¡Era el camino más corto!
Tras él llegaba Urbano Lacio. Acca Larentia puso el dedo índice sobre sus labios, para indicar a Palantea que no debía decir nada de la profecía de Fauna. Si esa diosa hablaba sólo a las mujeres, no había razón para dar a conocer su palabra a los varones.
Fueron todos juntos a la parte trasera de la cabaña, a la sombra, y allí bebieron agua y comieron el queso y las tortas untadas con miel. Urbano no paraba de hablar, de explicar cuánto le había impresionado la colina del Capitolio y el valle que se abría a sus pies. Poco después, miraron la posición del sol y Urbano Lacio y Palantea convinieron en que debían descender al valle de Murcia para encontrarse con los criados de Númitor, con quienes habían prometido reunirse a la hora de la comida. La pastorcilla abrazó a Acca Larentia con mucha fuerza, le auguró la protección de Luna y Diviana en el parto y ambas se prometieron reencontrarse en cuanto fuera posible.
- ¿Sabes que yo había visto antes a Acca Larentia? – le dijo Urbano Lacio, muy excitado, mientras bajaban por la escalera de Caco –. Fue la víspera de la fiesta de Júpiter Latiaris, lo recuerdo bien. Una luz muy extraña brillaba sobre su cabeza, idéntica a un fulgor que flotaba encima de la casa de las vestales.
Palantea no se extrañó de esas palabras ni las puso en duda. La inclinación de Urbano Lacio por estudiar los presagios hacía de él un observador muy fiable. Se sintió más contenta aún por haberle confiado a Acca la fíbula de la serpiente y, con ella, el secreto compromiso de proteger a los hijos de Marte y Rea Silvia.
Muchos años después, Palantea recordaría con emoción este encuentro y sus ojos volverían a llenarse de lágrimas.
Urco y Urbano Lacio habían ido a recorrer las colinas del Palatino y el pie del Capitolio, mientras Acca Larentia preparaba algo de comer. Palantea se había quedado sola cerca de la cabaña de Acca y, casi sin darse cuenta, se había parado al borde del abismo.
Al regresar con las viandas para obsequiar a sus visitantes, Acca Larentia no encontró a nadie en la parte trasera de su cabaña. Dejó sobre el banco unos cuencos con queso fresco, tortas y miel, y se volvió para mirar a su alrededor. Vio entonces de espaldas a la pastorcilla Palantea, sola, recortada su esbelta silueta contra el azul del cielo, y supo que se hallaba al filo del precipicio. Durante un instante quedó paralizada. Sintió tanto miedo como cuando sus hijos, pese a sus advertencias, se arrimaban a ese extremo de la explanada en cuyas proximidades tenían prohibido jugar. Luego, se acercó a la pastorcilla con cautela, sin hacer ruido, para evitar asustarla. Se colocó, como ella, ante el abismo, dejando entre ambas el espacio justo: suficiente para que su proximidad no la sobresaltara y, al mismo tiempo, que le permitiera cogerla extendiendo lateralmente su brazo. Esperó en silencio a que se percatase de su presencia.
Un golpe imprevisto de aire azotó como una bofetada el rostro de Palantea y la sacó de su ensimismamiento. La muchacha vio de pronto el tajo a sus pies y cobró conciencia instantánea del peligro. El pánico asomó a su cara mientras una lasitud mortal se apoderaba de sus músculos. Las piernas no la sostenían.
- No te muevas – dijo entonces Acca Larentia. Con dos movimientos rápidos se colocó detrás de ella y la abrazó por la espalda. Acca se arqueaba para contener su vientre y evitar que éste empujara hacia adelante a Palantea. Así, teniéndola abrazada con firmeza, ambas caminaron hacia atrás, con pequeños pasos, para alejarse del borde.
A la pastorcilla le temblaba todo el cuerpo cuando Acca aflojó la presión y, sin soltarla, la hizo volverse de frente, le pasó el brazo por la cintura y la condujo hacia la cabaña. Se dejaron caer en el banco a la sombra, bebieron agua y trataron de serenarse antes de hablar.
- Alguna divinidad te protege – dijo por fin Acca Larentia –. Hasta hace un momento, el viento soplaba justo en la dirección opuesta. De no haberse producido ese cambio, la ráfaga te habría empujado al vacío y ahora estarías allá abajo, despedazada contra las rocas.
Asintió con la cabeza la pastorcilla, con los ojos aún asustados y empañados por las lágrimas. Se agachó, desmenuzó con los dedos un trozo de torta hasta reducirla a migajas, las colocó sobre el suelo formando un montoncito e hizo una libación de agua a todo su alrededor. “Seas un dios, seas una diosa, te doy las gracias por haberme librado de caer al abismo. No olvidaré tu favor. Y tantas veces cuantas venga a estos parajes, te ofrendaré los dones de que disponga.”
- Gracias a ti también, Acca Larentia – dijo luego – Te has arriesgado a morir tú misma por ayudarme.
Se arrodilló a sus pies y le besó ambas manos. La mujer se azoró ante ese gesto de homenaje y reverencia. No estaba acostumbrada a recibirlos sino, por el contrario, a ser rehuida y menospreciada por las esposas de otros pastores. No sabía qué hacer o decir. Y notando que la muchacha aún temblaba, la abrazó apretándola contra su vientre. Palantea sintió una oleada de amor materno, fuerte y dulce a la vez, como si estuviera en los brazos apenas conocidos de su madre o como si Acca Larentia fuera la madre de todo el género humano. Una idea brotó entonces de su pecho y se apoderó de ella con una fuerza excepcional, incontenible. El ladrido de Bona las sobresaltó y rompió su abrazo.
- ¿Quieres ver a la perra que salvamos? Está al otro costado de la cabaña, ven.
Se levantaron para ir a buscarla. La perra ladraba de pie, sin alejarse de un montón de trapos oscuros donde rebullían los cachorros.
- ¿Qué pasa Bona? – dijo Acca Larentia agachándose para rascarle detrás de las orejas - ¿Sabías que había venido a vernos una de tus salvadoras? ¿La reconoces?
La perra se acercó dos pasos a Palantea y levantó el hocico, como esperando de ella una caricia. Sus ojos eran oscuros, brillantes y mansos. ¡Cuánto más amorosos son los animales que algunas personas!, pensó la pastorcilla, conmovida, mientras le pasaba la mano por el cuello. Bona cerró los ojos, se apoyó en el muslo de la joven y se dejó acariciar entre las cejas. Acca, entre tanto, había cogido en brazos a uno de los cachorros, de pelaje rubio y una tierna expresión en la mirada.
- Este es Seius – dijo a la pastorcilla, mostrándoselo –. Urco quería quedárselo para llevarlo con los rebaños, pero le he dicho que no. Tiene algo especial. Parece atrevido y muy inteligente pero, además… no sé, es delicado. Se quedará conmigo en la cabaña y será un buen compañero para el hijo que voy a parir. Jugará con él mientras sea cachorro y luego lo protegerá.
El perrito movía lentamente la cabeza hacia todos lados, ofreciendo las distintas partes de su cuello al dedo con el que Acca le rascaba suavemente. Palantea, viéndolo tan relajado y dichoso junto a los senos de Acca, volvió a experimentar una sensación de bienestar.
Entonces ocurrió algo extraño: se produjo un intenso silencio que por momentos se hacía más largo y más hondo, como si, de pronto, hubiera enmudecido el mundo. Nada se oía. Nada se movía. Una quietud anómala en un lugar poblado por todo tipo de animales, pájaros e insectos. El viento sopló revolviendo la paja de la techumbre.
- “Aquí nacerá una gran ciudad” – dijo una voz clara, desconocida y dulcísima –. “Y será, en parte, gracias a vosotras. Amad, pues, porque sólo en el amor vive la vida.”
Las dos mujeres habían quedado atónitas, los animales inmóviles, salvo el pequeño Seius. Palantea buscó los ojos de Acca Larentia y los halló serenos.
- ¿Has escuchado…? – preguntó. La mujer hizo una señal afirmativa con la cabeza.
- Ha sido Fauna – dijo, como si estuviera acostumbrada a oírla todos los días –. Su palabra es profética. Siempre se cumple. Y habla únicamente a las mujeres. Hagámosle una ofrenda ahora mismo.
Dejó al cachorro Seius entre sus hermanos, acarició la cabeza de Bona y, tomando del brazo a Palantea, la llevó al interior de la cabaña. La pastorcilla sintió crecerle de nuevo en el pecho el impulso que había sentido antes, cuando habían sido interrumpidas por los ladridos de la perra. Observó a Acca Larentia moverse en la oscuridad de la cabaña, buscando algo en un rincón. Cuando encontró lo que quería y se irguió, Palantea se puso frente a ella.
- Me has salvado la vida hace un momento y la diosa Fauna nos ha hablado a las dos. De algún modo misterioso, estamos unidas. Para que no olvidemos nunca ese vínculo, te propongo que intercambiemos una de nuestras fíbulas. Es algo que suele hacer una persona muy querida para mí.
Asintió Acca, y se llevó la mano al hombro para quitarse la suya, una fíbula pobre y sencilla, apenas un hilo grueso de bronce. Inició el mismo movimiento Palantea, pero su mano quedó suspendida en el aire. Iba a quitarse la fíbula del hombro derecho y, sin embargo, una fuerza intensísima la inducía a coger la del hombro izquierdo, aquella que le había entregado Rea Silvia. La invadió la angustia. ¿Cómo iba a transferir a una casi desconocida el símbolo de su amistad con Rea, su compromiso de velar por sus hijos, en peligro aún antes de nacer? Pero Acca ya le tendía su fíbula, debía decidirse si no quería ofenderla. Recordó, entonces, las palabras que le había dicho esa misma mañana uno de los pastores de Númitor: “Tienes instinto: úsalo”.
Así, sin tratar de explicárselo o de hacer razonamientos, Palantea se dejó llevar por su intuición. Desabrochó de su hombro la fíbula de la serpiente con los ojos entornados, y se la puso a Acca Larentia, que la miró sorprendida.
- Es una pieza muy valiosa, excesiva para mí – dijo.
- Es señal de que estamos unidas y que, llegado el caso, nos daremos ayuda mutua. La serpiente vela, protege el fruto del vientre de las mujeres. Cualquiera de nosotras, tarde o temprano, necesita de su protección. Acéptala. Al sujetar tu ropa con esta fíbula te ato a mí y te vinculo a todos los compromisos que se encierran en ella.
La aceptó gustosa Acca, aun sin entender a qué compromisos se refería Palantea, y a su vez prendió la túnica de la pastorcilla con su propia fíbula.
Un sol deslumbrante las aguardaba en el exterior de la cabaña. Se alejaron un poco de ella, buscaron unas piedras planas e improvisaron un altarcillo para hacer una ofrenda a Fauna. Acca había traído de la casa un pequeño mechón de lana, sobre el cual derramó unas gotas de miel y otras de leche y pronunció unas palabras rituales que Palantea no había escuchado nunca.
- ¡Ya estamos aquí! – gritó Urco, asomando otra vez por la escalera de Caco –. Hemos dado la vuelta al Palatino regresando por el valle del Velabro. ¡Era el camino más corto!
Tras él llegaba Urbano Lacio. Acca Larentia puso el dedo índice sobre sus labios, para indicar a Palantea que no debía decir nada de la profecía de Fauna. Si esa diosa hablaba sólo a las mujeres, no había razón para dar a conocer su palabra a los varones.
Fueron todos juntos a la parte trasera de la cabaña, a la sombra, y allí bebieron agua y comieron el queso y las tortas untadas con miel. Urbano no paraba de hablar, de explicar cuánto le había impresionado la colina del Capitolio y el valle que se abría a sus pies. Poco después, miraron la posición del sol y Urbano Lacio y Palantea convinieron en que debían descender al valle de Murcia para encontrarse con los criados de Númitor, con quienes habían prometido reunirse a la hora de la comida. La pastorcilla abrazó a Acca Larentia con mucha fuerza, le auguró la protección de Luna y Diviana en el parto y ambas se prometieron reencontrarse en cuanto fuera posible.
- ¿Sabes que yo había visto antes a Acca Larentia? – le dijo Urbano Lacio, muy excitado, mientras bajaban por la escalera de Caco –. Fue la víspera de la fiesta de Júpiter Latiaris, lo recuerdo bien. Una luz muy extraña brillaba sobre su cabeza, idéntica a un fulgor que flotaba encima de la casa de las vestales.
Palantea no se extrañó de esas palabras ni las puso en duda. La inclinación de Urbano Lacio por estudiar los presagios hacía de él un observador muy fiable. Se sintió más contenta aún por haberle confiado a Acca la fíbula de la serpiente y, con ella, el secreto compromiso de proteger a los hijos de Marte y Rea Silvia.
Muchos años después, Palantea recordaría con emoción este encuentro y sus ojos volverían a llenarse de lágrimas.
Hoy nuestros personajes aparecen acompañados de fuerzas o divinidades que les dan fortaleza; pero también pudo acabar la historia en tragedia por otra fuerza de signo contrario.
ResponderEliminarUn saludo.
"¡Cuánto más amorosos son los animales que algunas personas!"
ResponderEliminar¡¡CUÁNTA VERDAD EXPUESTA EN UNA FRASE TAN SENCILLA AMIGA MÍA!!!!
P.D.:Me quedo pensando en esas lágrimas emotivas que harán retornar instantáneamente el tiempo pasado...
MIS BESITOS AFECTUOSOS ISA =)
Bueno, lo que me ha hecho padecer esa chica al borde del precipicio... con el vértigo que yo tengo. Lo has descrito tan bien que me han temblado las piernas. Si la primera pare fue excelente no sé si encontraremos la manera de calificar ésta. Muchos ánimos para continuar.
ResponderEliminarD.
El intercambio de la fíbula y las palabras de Urbano Lacio "Una luz muy extraña brillaba sobre su cabeza, idéntica a un fulgor que flotaba encima de la casa de las vestales".Dejan claro cual va a ser el papel de Acca Larentia en la Fundación.
ResponderEliminarEstupendo el capítulo de hoy. Gracias
Bicos
Qué maravilla de capítulo. Me he quedado boba leyéndolo.
ResponderEliminarEsa cosa invisible que hace que tu destino sea uno u otro. Esa unión entre las mujeres. Esos intercambios en señal de fidelidad entre ellas. Y el agradecimiento siempre por la fortuna a la diosa correspondiente.
Me ha encantado.
Está lleno de magia.
Un besito
Hemos perdido una parte importante de esas intuiciones que nos pone delante lo más profundo de la existencia, sin que sepamos apreciar bien el valor que tienen.
ResponderEliminarAsí, desperdiciamos hermosas ocasiones, cosa que al parecer Palantea sí ha sabido aprovechar.
Que los dioses le sean propicios.
También a ti, estimada Isabel.
La presencia de los dioses confiere un encanto especial a estos relatos de la antigüedad, en la que aún no se escondían de los hombres. Un precioso capítulo mágico, lleno de símbolos y presagios, y un hermoso canto a la amistad y la lealtad.
ResponderEliminarBuenas noches, madame
Bisous
Me gusta que se haya establecido un vínculo ante la presencia de Bona. La has clavado amiga. Bs.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarUn hermoso capítulo, flotan los augurios, las presencias de las divinidades en el entorno destinado a la gloria. Me siento orgullosa de haber salvado a la niña Palantea, tengo instinto, me habla Fauna, presiento que algo maravilloso está por suceder, el joven Urbano siente lo mismo !diosas que hablaís a las mujeres, sednos propícias!
ResponderEliminarLas lágrimascorrerán por el rostro de Palantea mucho tiempo después, en este lugar donde nos encontramos fraternalmente intercambiándonos las fíbulas que esconden designios sagrados.
Besitos amiga Isabel, quedo intrigada como siempre.
Precioso capítulo, querida Isabel, lleno de complicidad femenina, de amistad y de presagios. Fauna les ha indicado a Acca y Palantea el futuro del suelo que las sostiene: la gran Roma, y ellas, sin saberlo, son germen del esplendor venidero.
ResponderEliminarMuy poderosa la intuición, el impulso ciego de Palantea de entregar mi fíbula a Acca. Ha hecho bien, Claudia Hortensia, pues sé que esta humilde y maternal mujer cuidará de mis hijos, lo mismo que cuida de la perra Bona, de su cría y hasta de mi amiga salvándole la vida. En ella se puede confiar.
Un fortísimo abrazo desde el bosque de Silana.
Ojalá pudiéramos sentir la presencia de los dioses entre nosotros para bien o para mal... A veces la duda nos persigue y no logramos encontrar la causa de las desgracias y de las alegrías. Las fuerzas se mueven entre nosotros. ¿Serán las de la naturaleza?
ResponderEliminarBesos
Me lo dejo para el finde. Algunas cosas merecen su propio tiempo. Un beso.
ResponderEliminarMe lo dejo para el finde. Algunas cosas merecen su propio tiempo. Un beso.
ResponderEliminar¡Qué hermosura de capítulo en el que lo arcano, lo escondido, el instinto, mucho antes y mucho mejor que la razón, unen a estos dos mujeres en un pacto inviolable y secreto de ayuda, apoyo.
ResponderEliminarTodo el capítulo es delicado. Desde la forma en que Acca Larentia salva a "mi" Palantea, pasando por la manera en que ambas escuchan el mensaje premonitorio de Fauna, hasta ese pacto dulce y hermoso del intercambio de las fíbulas. Siempre, en esta historia, me ha parecido tan apropiado que las mujeres intercambien las fíbulas. Porque son instrumentos hechos para atar, pero de una forma suave, igual que los broches unen las dos telas de un vestido.
Los gemelos de Rea Silvia dependerán de las dos para sobrevivir. El futuro de Roma está en manos de las mujeres.
Un abrazo escritora guapa y te sigo dando las gracias por regalarme un personaje tan hermoso.
Siempre interesante, Isabel.
ResponderEliminarSaludos.
Me sorprende gratamente ése don que tienes para armar un capitulo de tal manera que uno no lo vea lejano y ajeno; sino de otro tiempo pero que a la vez nos incluye por ser sus protagonistas tan humanos como cualquiera.
ResponderEliminarUn gran abrazo querida Isabel
Intenso. Un capítulo intenso y emocionante. Dioses, intuición, fuerzas. El precipicio es un agente importantísimo, podría haber cambiado la historia.
ResponderEliminarComo siempre, querida, muy interesante y esperando el próximo.
Besos
Salud y República
Te leí con fruición; una sensación que no se puede describir con muchas palabras. Sólo sentirla, con la belleza del texto. Abrazos.
ResponderEliminarSimplemente precioso. Acabo de descubrir tu blog y me ha encantado. Continúa escribiendo por favor.
ResponderEliminarSaludos,
Clara
Coincido con todos los amigos en la belleza del capítulo donde toma voz la presencia de la divinidad, Palantea es salvada casi milagrosamente, se crea un vínculo mágico a causa de la fíbula entre la pastorcilla y Acca Larentia. Parece que las fuerzas desconocidas quieren empezar a desvelar su presencia, como ya había hecho Silana.
ResponderEliminarEl final es fantástico, qué sucederá en el futuro donde el intercambio de fíbulas ya es pasado, no lo sabemos, pero allá, en el futuro estará Palantea pare recordarlo y arrojar algunas lágrimas.
Me ha gustado mucho la presencia de Bona y sus cachorros, que también están en la Fundación. Los seres más humildes tienen su papel, conviene que les demos todo el cariño que merecen, pues ellos nos lo ofrecen sin pensarlo ni por un momento.
Precioso. Un abrazo, querida Isabel.
Me he leido las dos entradas juntas, el paseo por lo que sera Roma, el paisaje, la cabaña agreste, el campo, y las profecias que solo las damas escuchan. Miss Lizzie encantada que su compañera de diosa haga tales predicciones.
ResponderEliminarMagia, amistad y presagios. Un capítulo hermoso que pone en relieve, también y además, el inmenso amor que le profesas a Roma. Preciosa la complicidad, el secreto y la amistad que ha nacido hoy entre Acca y Palantea.
ResponderEliminarUn abrazo, querida Isabel.
Emocionado, con lágrimas asomando a mis ojos...el espíritu de Dana reflejado en el cachorro Seius, y con una perfecta definición de como era: "Tiene algo especial. Parece atrevido y muy inteligente pero, además… no sé, es delicado."
ResponderEliminarHace siete meses que me falta, pero tu has sido capaz de hacer que hoy vuelva a mi lado. El momento no podía ser más hermoso ni más mágico, con el anuncio por la diosa Fauna de que una gran ciudad nacerá en la tierra que Acca y Palantea pisan, y con una gran alabanza a la amistad, la fidelidad, el compromiso y la complicidad, y lo más importante...el amor: "Amad, pues, porque sólo en el amor vive la vida.”
Isabel, nos haces disfrutar y sentir. Gracias por ello.
Sigue con éxito la historia, o leyenda, de lo que será la fundación de Roma, presagios o predicciones incluídas. El texto tiene sabor auténticamente Romano, y leyéndote, Querida Isabel, parece que está uno viviendo los acontecimientos.
ResponderEliminarAplaudo tu capacidad de imaginación y el detallismo que impones en personajes y vivencias. Es realmente maravilloso que, siendo tan pocos los datos que tenemos sobre los orígenes de Roma, estés construyendo con éxito un texto amplio, grueso, bien coordinado, y, por supuesto, coherente, y totalmente verosímil.
Mi felicitación y un gran abrazo.
Antonio
Querid@s amig@s, os pido disculpas una vez más por no responder individualmente a vuestros comentarios. No podéis imaginaros cuánto me gustan y me animan a seguir adelante, pensando que estáis disfrutando de esta historia y de los distintos personajes. Me hace feliz saber que acierto con algunos, que los/os veis reflejados en estos personajes tan remotos y, al mismo tiempo, tan cercanos a nosotros. Podéis estar seguros de que, sin vuestra continua presencia y ánimos, no hubiera llegado hasta aquí ni estaríamos a punto de presenciar el milagro de la vida y del hado.
ResponderEliminarUn abrazo enorme, enorme a tod@s.
Esa frase de ¡Cuánto más amorosos son los animales que algunas personas! me lleva a una entrada que estoy terminando de preparar. Es triste pensar que el ser humano ha perdido prácticamente toda la capacidad de conectar con su entorno y, lo que es más grave aún, consigo mismo. Espero que algún día la lleguemos a recuperar. Estoy convencido de que, entonces, seremos capaces de dar mucho más de nosotros a los demás.
ResponderEliminarUn fuerte abrazo