(XXXIV)
Prátex y Catión, siguiendo órdenes del rey Amulio, iban a arrojar a los gemelos al Tíber. Énule estaba ya con Rea Silvia y había decidido quedarse con ella para cuidarla tras el parto. Anto, en un intento de salvar a su prima, trataba de convencer a su padre que el sufrimiento de Rea Silvia sería menor si la mataba.
Nubes bajas encapotaban la vasta planicie que se extendía entre las faldas de los montes Albanos y las colinas a cuyos pies discurría el río Tíber. El invierno la teñía de tristeza y quietud, no eran visibles ni una brizna de hierba, ni un asomo de vida. Hacía frío. Cualquier pastor que, desde lejos, hubiera visto transitar por el camino a Prátex y Catión, los habría tomado por cazadores regresando a su hogar. La incomodidad de llevar el cesto de los gemelos durante un trayecto que exigía varias horas de marcha, los había inducido a buscar una solución sencilla: habían pasado una cuerda por los cuatro asideros de la cesta – pensados para suspender la cuna del techo – y la habían colgado de una vara larga. Cada uno apoyaba un extremo sobre el hombro y, en medio, balanceándose con el movimiento de los porteadores, iba el cesto. Igual que se cuelga de las pezuñas al jabalí abatido por una flecha, así los hijos de Marte eran transportados como trofeos de caza.
Y lo eran. Matándolos, el rey Amulio aplastaba y humillaba más aún a su hermano Númitor y se libraba él mismo de futuros competidores. No había destronado a su hermano con sangre para exponerse luego a disputas y reclamaciones. Mejor era revolverse contra los hijos de Rea Silvia. ¡Qué rivales tan difíciles de vencer! ¡Qué gran triunfo sobre unas criaturas que apenas habían arrimado sus boquitas a los pezones de su madre! ¡Si todos los enemigos fueran así de fieros, así de temible su poder…! Mas no era errado el cálculo del rey Amulio. Aunque no creyera que fueran gemelos ni que hubieran sido generados por Marte, sabía muy bien que la fuerza potencial de los hijos de Rea Silvia era inmensa: la sangre los legitimaba para exigir ser reyes de Alba Longa. Y era solo cuestión de tiempo que creciesen. Eso era, justamente, lo que no iba a permitir.
La lluvia de los últimos días había enfangado el camino y los secuaces de Amulio no avanzaban a la velocidad deseada. Su intención era cumplir el encargo del rey y, antes de la caída de la noche, estar de regreso en Alba Longa. No querían verse obligados a pernoctar en alguna cabaña de pastores, pues habrían tenido que inventar una explicación para justificar su presencia, en pleno invierno, en aquellos parajes. Maldijeron muchas veces el mal tiempo, lo fastidioso del encargo y aquellos recién nacidos que de vez en cuando, acuciados por el hambre, chillaban como lechones.
Y aún subieron de tono sus blasfemias cuando, al aproximarse al valle de Murcia, vieron que estaba inundado. Para llegar a las orillas del río, tendrían que rodear la colina del Palatino y acercase de nuevo al Tíber bajando por el Velabro, el valle que se asomaba a la curva del río y conducía hasta la explanada del mercado y el Ara Máxima de Hércules. Esto los retrasaría y, sobre todo, los expondría aún más a ser vistos por algún habitante de los alrededores. Pero no tenían alternativa e iniciaron el rodeo a regañadientes.
En su cabaña del Palatino, Acca Larentia había tomado la colación del mediodía y se había recostado junto al hogar. A la oscuridad nubosa del cielo se sumaba la habitual del interior de la cabaña y la suya propia, la de su corazón apesadumbrado por la muerte de su hijito. Otras veces se había recuperado del parto con rapidez, sus muchas ocupaciones le impedían estar quieta. Pero ahora no tenía ninguna criatura que cuidar, nadie a quien dirigir una atención constante. Ojalá volviesen pronto sus hijos, pues su presencia la obligaría a salir de su estado de abatimiento. Los echaba de menos, sobre todo a Urco, cuyo espíritu vivaz y alegre la ayudaría a superar la pérdida.
Se incorporó para añadir leña al fuego y, con el movimiento, notó la presión en los senos y cómo la humedad asomaba a su túnica. Se los había fajado, pero aún así, la leche le subía con fuerza, pugnaba por hallar una boca a la que nutrir. Sentada en el suelo, se descubrió los pechos, se quitó la banda empapada que los apretaba y la sustituyó por otra limpia y seca. Al unir de nuevo la túnica sobre los hombros y sujetarla con las fíbulas, sus dedos se detuvieron en la que tenía forma de serpiente, regalada unos meses antes por la pastorcilla Palantea.
La acercó un poco a la luz de la lumbre para admirarla. Era muy hermosa, con aquellas escamas abultadas que parecían reales y los ojos entornados, como si su dueña no durmiera jamás. Palantea le había dicho que las serpientes protegen a las mujeres y a sus hijos y pensó, con amargura, que a ella no le había surtido efecto. Contemplarla, sin embargo, le proporcionaba una extraña serenidad. Con mucho cuidado pasó el dedo corazón sobre el lomo de la serpiente y cerró los párpados. Ese movimiento circular, continuo y pausado, la alejaba de su presente doloroso y la atraía a una vorágine de pensamientos inspirados.
- Madre Fauna – exclamó, en voz alta – a ti te invoco; a ti acudo, puesto que un día nos hablaste con voz profética a mí y a Palantea. Ella me entregó esta serpiente y me transmitió un compromiso que le está vinculado. Ignoro de qué se trata, pero confío en ti. Espero una señal tuya.
La contrariedad arrugaba la frente de Prátex y le apretaba las mandíbulas con furia. ¡Ya podía haber parido la sacrílega en otra época del año! Avanzaban a duras penas por el barro, los toros mugían al olerlos de lejos mientras recorrían aquellos valles selváticos que rodeaban el Palatino. Debían apresurarse para alcanzar cuanto antes el Velabro y deshacerse, por fin, de aquella carga ominosa. Delante de él, con las piernas enfangadas, Catión se tambaleaba como de costumbre. No siempre acertaba a elegir el camino más cómodo y fácil, pero dada su tendencia a la ebriedad, era necesario mantenerlo a la vista. Hacía rato que los mocosos no lloraban. Estarían cansados o debilitados por el hambre y el frío.
Un olor repugnante les golpeó las narices cuando enfilaron el Velabro y empezaron a descender hacia la orilla del Tíber. Matorrales, troncos desgajados y hojas formaban con el limo una mezcla putrefacta. Más nauseabundo aún era el hedor que exhalaban los cadáveres de animales que, al retroceder el agua, habían quedado atrapados en los matorrales y los salientes de las rocas. Un festín para los buitres y otras aves carroñeras que, sin dejar de alimentarse con ávidos picotazos, vigilaban el paso de los dos hombres. Sus ojillos seguían con atención los movimientos de aquella cesta danzante, quizá carne nueva.
- Hemos llegado – dijo Catión, deteniéndose bruscamente ante una barrera de leños tras la cual brillaba el agua estancada.
- Esa agua no tiene profundidad. Aun no estamos lo bastante cerca de la corriente.
- ¿Y qué importa eso? – respondió Catión quitándose la vara del hombro y dejando que la cesta se depositara en el barro –. Dejemos aquí a estas bestezuelas. Ábreles el gaznate, si crees que no van a morir enseguida.
- Amulio ha ordenado arrojarlos al río y eso haremos – respondió Prátex –. No quiero perder el favor del rey porque uno de sus pastores palurdos denuncie que ha encontrado los cadáveres de dos recién nacidos. La gente habla y las habladurías siempre traen problemas.
- ¿De verdad crees que quedaría algo de ellos? ¿Con todos estos buitres y con las fieras hambrientas que rondarán por aquí?
- No me discutas. Nos meteremos en el agua para acercarnos todo lo posible a la corriente. Y los abandonaremos donde yo diga.
Antes de retomar la marcha, Catión buscó con la mano el pellejo que colgaba de su cinturón y dio un largo trago de vino. Masculló unas cuantas maldiciones mientras, imitando a Prátex, se despojaba del manto y la túnica y los dejaba sobre unas rocas secas. Subieron luego sobre la maraña de maderos y, haciendo equilibrios, la atravesaron. Al otro lado, el agua les llegaba sólo a los tobillos, pero estaba tan fría que Catión no pudo contener una blasfemia.
- ¡Date prisa, vamos! – le ordenó a sus espaldas Prátex.
Avanzaron hundiéndose cada vez más en el agua empantanada hasta que a Catión le llegó a la cintura. Estaban cerca del farallón rocoso a cuyos pies se abría una cueva sagrada donde los pastores celebraban sus ritos anuales en honor del dios Fauno. Antes incluso de llegar a ella, la corriente aún hinchada del río se deslizaba recta hacia las rocas, las azotaba y giraba luego a la derecha siguiendo la curva del cauce. No fluía con mucha rapidez, pero arrastraba lodo y desperdicios de toda clase.
- Aquí está bien – anunció Prátex levantando la voz para ser oído por su compinche, pues el caudal del río producía un gran estruendo.
El cesto con los gemelos tocó la superficie acuosa. Lo liberaron de la vara y las cuerdas y se quedó flotando. Sólo faltaba sacarlo de las aguas mansas para que lo arrastrase la corriente. Mientras Prátex retrocedía, de esa tarea se encargó Catión. Empujaba la cesta con la vara y luego él mismo avanzaba un poco más para volver a empujarla. No era fácil, pues el fondo de lodo entorpecía los pasos. Y en la superficie el agua estaba pesada y quieta, el cesto avanzaba poco.
Entonces el río se estremeció: de un zarpazo el Tíber vengador quitó el fango debajo de los pies de Catión, que soltó el palo y se hundió con un grito. Sus brazos asomaban batiendo el aire, queriéndose agarrar a una tabla invisible como el ciego que busca el camino a tientas. Se agitaba el agua, pareció por un instante que bullía bajo la superficie y lograría salir, pero las manos agarrotadas y desesperadas arañaron por última vez el cielo antes de desaparecer para siempre. Prátex estaba a diez o doce pasos y no pudo o no se atrevió a ayudarlo.
El cesto se había alejado poco a poco con ligeros vaivenes, liviano como una cáscara hueca pese a su doble peso. Ora un diminuto remolino lo hacía girar en redondo, ora lo atraía la corriente y un junquillo que asomaba solitario detenía su marcha, ora se acercaba o alejaba de la orilla con un leve cabeceo. Quizá lo mecían las manos amorosas de algunas ninfas de las muchas que habitaban en las proximidades: Juturna, la de las aguas salutíferas, amante del dios Jano y deseada por Júpiter; o Carmenta experta en profecías, o la desdichada Canente, de canto tan exquisito que conmovía las selvas y las rocas, amante esposa de Pico de quien descendía el rey Latino y la estirpe albana. Acunaron a los gemelos con tanta dulzura como habría hecho su madre e impidieron que fueran arrastrados y muertos por la corriente.
A media tarde, el nivel del agua había descendido y la precaria barquichuela se hallaba cerca del farallón rocoso del Palatino. Entre la cueva de Fauno y la escalera de Caco asomaba a la superficie un repecho plano donde crecía un cabrahígo o higuera silvestre y hacia sus pies, por orden del Tíber, la empujaron las ondas. Chocó la cesta contra su tronco con tal fuerza, que se volcó arrojando a las criaturas al fango donde cesto y gemelos quedaron varados. Gritaron de frío y de hambre los recién nacidos y aún era más sobrecogedor su llanto en aquella soledad inmensa y selvática, hostil, rodeada de muerte.
De entre la fronda del cabrahígo asomó la cabeza de una lechuza y al momento vino a posarse también un picoverde. Quebró con su pico una rama y sobre los gemelos cayeron unas cuantas gotas de su blanca leche vegetal. Mugía el agua del Tíber, las sombras eran cada vez más espesas. Se oían movimientos sigilosos, los pasos de las alimañas que amparándose en la negrura bajaban de sus guaridas para abrevar en el río. Callaban los gemelos durante un rato y, al cabo, volvían a gemir. Era ya noche cerrada cuando una fiera salvaje emboscada entre las sombras clavó sus ojos en ellos y, tras observarlos largamente, les arrimó sus fauces entreabiertas.
Prátex y Catión, siguiendo órdenes del rey Amulio, iban a arrojar a los gemelos al Tíber. Énule estaba ya con Rea Silvia y había decidido quedarse con ella para cuidarla tras el parto. Anto, en un intento de salvar a su prima, trataba de convencer a su padre que el sufrimiento de Rea Silvia sería menor si la mataba.
Nubes bajas encapotaban la vasta planicie que se extendía entre las faldas de los montes Albanos y las colinas a cuyos pies discurría el río Tíber. El invierno la teñía de tristeza y quietud, no eran visibles ni una brizna de hierba, ni un asomo de vida. Hacía frío. Cualquier pastor que, desde lejos, hubiera visto transitar por el camino a Prátex y Catión, los habría tomado por cazadores regresando a su hogar. La incomodidad de llevar el cesto de los gemelos durante un trayecto que exigía varias horas de marcha, los había inducido a buscar una solución sencilla: habían pasado una cuerda por los cuatro asideros de la cesta – pensados para suspender la cuna del techo – y la habían colgado de una vara larga. Cada uno apoyaba un extremo sobre el hombro y, en medio, balanceándose con el movimiento de los porteadores, iba el cesto. Igual que se cuelga de las pezuñas al jabalí abatido por una flecha, así los hijos de Marte eran transportados como trofeos de caza.
Y lo eran. Matándolos, el rey Amulio aplastaba y humillaba más aún a su hermano Númitor y se libraba él mismo de futuros competidores. No había destronado a su hermano con sangre para exponerse luego a disputas y reclamaciones. Mejor era revolverse contra los hijos de Rea Silvia. ¡Qué rivales tan difíciles de vencer! ¡Qué gran triunfo sobre unas criaturas que apenas habían arrimado sus boquitas a los pezones de su madre! ¡Si todos los enemigos fueran así de fieros, así de temible su poder…! Mas no era errado el cálculo del rey Amulio. Aunque no creyera que fueran gemelos ni que hubieran sido generados por Marte, sabía muy bien que la fuerza potencial de los hijos de Rea Silvia era inmensa: la sangre los legitimaba para exigir ser reyes de Alba Longa. Y era solo cuestión de tiempo que creciesen. Eso era, justamente, lo que no iba a permitir.
La lluvia de los últimos días había enfangado el camino y los secuaces de Amulio no avanzaban a la velocidad deseada. Su intención era cumplir el encargo del rey y, antes de la caída de la noche, estar de regreso en Alba Longa. No querían verse obligados a pernoctar en alguna cabaña de pastores, pues habrían tenido que inventar una explicación para justificar su presencia, en pleno invierno, en aquellos parajes. Maldijeron muchas veces el mal tiempo, lo fastidioso del encargo y aquellos recién nacidos que de vez en cuando, acuciados por el hambre, chillaban como lechones.
Y aún subieron de tono sus blasfemias cuando, al aproximarse al valle de Murcia, vieron que estaba inundado. Para llegar a las orillas del río, tendrían que rodear la colina del Palatino y acercase de nuevo al Tíber bajando por el Velabro, el valle que se asomaba a la curva del río y conducía hasta la explanada del mercado y el Ara Máxima de Hércules. Esto los retrasaría y, sobre todo, los expondría aún más a ser vistos por algún habitante de los alrededores. Pero no tenían alternativa e iniciaron el rodeo a regañadientes.
En su cabaña del Palatino, Acca Larentia había tomado la colación del mediodía y se había recostado junto al hogar. A la oscuridad nubosa del cielo se sumaba la habitual del interior de la cabaña y la suya propia, la de su corazón apesadumbrado por la muerte de su hijito. Otras veces se había recuperado del parto con rapidez, sus muchas ocupaciones le impedían estar quieta. Pero ahora no tenía ninguna criatura que cuidar, nadie a quien dirigir una atención constante. Ojalá volviesen pronto sus hijos, pues su presencia la obligaría a salir de su estado de abatimiento. Los echaba de menos, sobre todo a Urco, cuyo espíritu vivaz y alegre la ayudaría a superar la pérdida.
Se incorporó para añadir leña al fuego y, con el movimiento, notó la presión en los senos y cómo la humedad asomaba a su túnica. Se los había fajado, pero aún así, la leche le subía con fuerza, pugnaba por hallar una boca a la que nutrir. Sentada en el suelo, se descubrió los pechos, se quitó la banda empapada que los apretaba y la sustituyó por otra limpia y seca. Al unir de nuevo la túnica sobre los hombros y sujetarla con las fíbulas, sus dedos se detuvieron en la que tenía forma de serpiente, regalada unos meses antes por la pastorcilla Palantea.
La acercó un poco a la luz de la lumbre para admirarla. Era muy hermosa, con aquellas escamas abultadas que parecían reales y los ojos entornados, como si su dueña no durmiera jamás. Palantea le había dicho que las serpientes protegen a las mujeres y a sus hijos y pensó, con amargura, que a ella no le había surtido efecto. Contemplarla, sin embargo, le proporcionaba una extraña serenidad. Con mucho cuidado pasó el dedo corazón sobre el lomo de la serpiente y cerró los párpados. Ese movimiento circular, continuo y pausado, la alejaba de su presente doloroso y la atraía a una vorágine de pensamientos inspirados.
- Madre Fauna – exclamó, en voz alta – a ti te invoco; a ti acudo, puesto que un día nos hablaste con voz profética a mí y a Palantea. Ella me entregó esta serpiente y me transmitió un compromiso que le está vinculado. Ignoro de qué se trata, pero confío en ti. Espero una señal tuya.
La contrariedad arrugaba la frente de Prátex y le apretaba las mandíbulas con furia. ¡Ya podía haber parido la sacrílega en otra época del año! Avanzaban a duras penas por el barro, los toros mugían al olerlos de lejos mientras recorrían aquellos valles selváticos que rodeaban el Palatino. Debían apresurarse para alcanzar cuanto antes el Velabro y deshacerse, por fin, de aquella carga ominosa. Delante de él, con las piernas enfangadas, Catión se tambaleaba como de costumbre. No siempre acertaba a elegir el camino más cómodo y fácil, pero dada su tendencia a la ebriedad, era necesario mantenerlo a la vista. Hacía rato que los mocosos no lloraban. Estarían cansados o debilitados por el hambre y el frío.
Un olor repugnante les golpeó las narices cuando enfilaron el Velabro y empezaron a descender hacia la orilla del Tíber. Matorrales, troncos desgajados y hojas formaban con el limo una mezcla putrefacta. Más nauseabundo aún era el hedor que exhalaban los cadáveres de animales que, al retroceder el agua, habían quedado atrapados en los matorrales y los salientes de las rocas. Un festín para los buitres y otras aves carroñeras que, sin dejar de alimentarse con ávidos picotazos, vigilaban el paso de los dos hombres. Sus ojillos seguían con atención los movimientos de aquella cesta danzante, quizá carne nueva.
- Hemos llegado – dijo Catión, deteniéndose bruscamente ante una barrera de leños tras la cual brillaba el agua estancada.
- Esa agua no tiene profundidad. Aun no estamos lo bastante cerca de la corriente.
- ¿Y qué importa eso? – respondió Catión quitándose la vara del hombro y dejando que la cesta se depositara en el barro –. Dejemos aquí a estas bestezuelas. Ábreles el gaznate, si crees que no van a morir enseguida.
- Amulio ha ordenado arrojarlos al río y eso haremos – respondió Prátex –. No quiero perder el favor del rey porque uno de sus pastores palurdos denuncie que ha encontrado los cadáveres de dos recién nacidos. La gente habla y las habladurías siempre traen problemas.
- ¿De verdad crees que quedaría algo de ellos? ¿Con todos estos buitres y con las fieras hambrientas que rondarán por aquí?
- No me discutas. Nos meteremos en el agua para acercarnos todo lo posible a la corriente. Y los abandonaremos donde yo diga.
Antes de retomar la marcha, Catión buscó con la mano el pellejo que colgaba de su cinturón y dio un largo trago de vino. Masculló unas cuantas maldiciones mientras, imitando a Prátex, se despojaba del manto y la túnica y los dejaba sobre unas rocas secas. Subieron luego sobre la maraña de maderos y, haciendo equilibrios, la atravesaron. Al otro lado, el agua les llegaba sólo a los tobillos, pero estaba tan fría que Catión no pudo contener una blasfemia.
- ¡Date prisa, vamos! – le ordenó a sus espaldas Prátex.
Avanzaron hundiéndose cada vez más en el agua empantanada hasta que a Catión le llegó a la cintura. Estaban cerca del farallón rocoso a cuyos pies se abría una cueva sagrada donde los pastores celebraban sus ritos anuales en honor del dios Fauno. Antes incluso de llegar a ella, la corriente aún hinchada del río se deslizaba recta hacia las rocas, las azotaba y giraba luego a la derecha siguiendo la curva del cauce. No fluía con mucha rapidez, pero arrastraba lodo y desperdicios de toda clase.
- Aquí está bien – anunció Prátex levantando la voz para ser oído por su compinche, pues el caudal del río producía un gran estruendo.
El cesto con los gemelos tocó la superficie acuosa. Lo liberaron de la vara y las cuerdas y se quedó flotando. Sólo faltaba sacarlo de las aguas mansas para que lo arrastrase la corriente. Mientras Prátex retrocedía, de esa tarea se encargó Catión. Empujaba la cesta con la vara y luego él mismo avanzaba un poco más para volver a empujarla. No era fácil, pues el fondo de lodo entorpecía los pasos. Y en la superficie el agua estaba pesada y quieta, el cesto avanzaba poco.
Entonces el río se estremeció: de un zarpazo el Tíber vengador quitó el fango debajo de los pies de Catión, que soltó el palo y se hundió con un grito. Sus brazos asomaban batiendo el aire, queriéndose agarrar a una tabla invisible como el ciego que busca el camino a tientas. Se agitaba el agua, pareció por un instante que bullía bajo la superficie y lograría salir, pero las manos agarrotadas y desesperadas arañaron por última vez el cielo antes de desaparecer para siempre. Prátex estaba a diez o doce pasos y no pudo o no se atrevió a ayudarlo.
El cesto se había alejado poco a poco con ligeros vaivenes, liviano como una cáscara hueca pese a su doble peso. Ora un diminuto remolino lo hacía girar en redondo, ora lo atraía la corriente y un junquillo que asomaba solitario detenía su marcha, ora se acercaba o alejaba de la orilla con un leve cabeceo. Quizá lo mecían las manos amorosas de algunas ninfas de las muchas que habitaban en las proximidades: Juturna, la de las aguas salutíferas, amante del dios Jano y deseada por Júpiter; o Carmenta experta en profecías, o la desdichada Canente, de canto tan exquisito que conmovía las selvas y las rocas, amante esposa de Pico de quien descendía el rey Latino y la estirpe albana. Acunaron a los gemelos con tanta dulzura como habría hecho su madre e impidieron que fueran arrastrados y muertos por la corriente.
A media tarde, el nivel del agua había descendido y la precaria barquichuela se hallaba cerca del farallón rocoso del Palatino. Entre la cueva de Fauno y la escalera de Caco asomaba a la superficie un repecho plano donde crecía un cabrahígo o higuera silvestre y hacia sus pies, por orden del Tíber, la empujaron las ondas. Chocó la cesta contra su tronco con tal fuerza, que se volcó arrojando a las criaturas al fango donde cesto y gemelos quedaron varados. Gritaron de frío y de hambre los recién nacidos y aún era más sobrecogedor su llanto en aquella soledad inmensa y selvática, hostil, rodeada de muerte.
De entre la fronda del cabrahígo asomó la cabeza de una lechuza y al momento vino a posarse también un picoverde. Quebró con su pico una rama y sobre los gemelos cayeron unas cuantas gotas de su blanca leche vegetal. Mugía el agua del Tíber, las sombras eran cada vez más espesas. Se oían movimientos sigilosos, los pasos de las alimañas que amparándose en la negrura bajaban de sus guaridas para abrevar en el río. Callaban los gemelos durante un rato y, al cabo, volvían a gemir. Era ya noche cerrada cuando una fiera salvaje emboscada entre las sombras clavó sus ojos en ellos y, tras observarlos largamente, les arrimó sus fauces entreabiertas.
´NOTA: El plano reproduce el itinierario que debieron hacer los criados del rey Amulio para tirar al río a los gemelos. En "La leggenda di Roma" dirigida por Carandini (2006), se hipotiza con que estos hombres subirían al Palatino desde el valle del Foro y se acercarían luego a la corriente del río bajando por la escalera de Caco. Dado que la escalera empezaba o terminaba a pocos pasos de la cabaña de Fáustulo, me ha parecido (desde mi visión de novelista) que sería poco probable que pasaran por allí, so pena de ser descubiertos. En cualquier caso, he preferido que dieran la vuelta completa al Palatino y se acercaran por el valle del Velabro. He dibujado en líneas discontínuas el trayecto, cambiándolas por una línea de puntos allí donde, por la perspectiva del plano, no los podríamos ver, es decir, entrando en el valle del Velabro.
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ResponderEliminarAl menos sabemos que ellos fundarán Roma...
ResponderEliminarEste capítulo nos deja esperando ansiosos el próximo capítulo. Abrazos.
ResponderEliminar¡Qué momento! Qué preciosidad el final de ese capítulo, con esa fiera que aparece por fin. Y una delicia la escena en la que el cesto era mecido por las ninfas en su recorrido por el río :)
ResponderEliminarBuenas noches
Bisous
¿Acca Larentia pudo haber sido la lupa que amamantó a los gemelos?.
ResponderEliminar(Supongo que ahora seguirás con la cueva lupercal).
ya tardas estoy ansioso por leerte.
saludos.
Hola mariajesusparadela, sí, sí, fundarán Roma. Y a qué precio... Besitos.
ResponderEliminarHola fgiucich, ya sabes que eso es la marca de la casa. ¿Escribiría yo si no me quedara alguna intriga por resolver en cada capítulo? Besitos, querido amigo.
ResponderEliminarSaludos, la dame masquée, es que las ninfas han tenido siempre muy buen feeling con las mujeres. De hecho, las mujeres siguieron rindiéndoles culto durante muchos siglos. ¿Y qué otra cosa, si no, son las hadas? Beso su mano, madame.
ResponderEliminarHola dapazzi, seguro que Acca Larentia reaparecerá enseguida por aquí. ¡Es imprescindible! Besos.
ResponderEliminarIsabel con cada capítulo te superas, sé que estás haciendo un trabajo inmenso, aquí está la prueba en tus letras, pero es pura ansiedad la que me entra cuando veo que has publicado un nuevo capítulo y lo devoro casi sin respiración deseando que no se acabe.
ResponderEliminarBesitos
Y a pesar de todo... tienes el don de dejarnos impacientes e intranquilos hasta el siguiente. Gracias por saber hacerlo.
ResponderEliminarBicos
Ayy, yo también lo veo, Acca Larentia con sus pechos rebosantes! :D
ResponderEliminarY ese río tan justiciero. Muerte para el malo, vida para los gemelos.
Ole!
Y ahora...
Queremos más!
:D
Un beso
Ya ve nos tienes a todos pendientes tras apuntar esos pechos rebosantes y esos gemelitos desvalidos. Bss.
ResponderEliminarEsta historia de los gemelos nunca la había leído y sin embargo me parece conocida; creo que todos en el imaginario teníamos una idea de lo que pudo haber sido. ¿Qué le sucedió a Catión, que desapareció así de súbito? Creo que esa escena pudiste explotarla un poco más; aunque para el gran despliegue de imaginación nos dejas a todos asombrados. ¡¡Y Obvio que la fiera es la Loba con su instinto maternal !! Un gran abrazo Isabel
ResponderEliminarNo si ya empieza a cambiar mi sino. De momento los gemelos están en peligro pero no han muerto. Una señal inequívoca de que la narradora quiere ponerse al lado de la historia. En fin, espero que esas fauces amenazadoras arreglen el asunto y acaben con los gemelos.
ResponderEliminarRey Amulio
Un beso
Salud y República
Admiro tu esfuerzo. Sigues creando maravillosamente y dejándonos con ansiedad en espera de la siguiente entrega. Da mucha pena que se acabe.
ResponderEliminarD.
!Aquí estoy dispuesta a que se cumpla Destino! Mi leche no ha de derramarse sin provecho, lo saben las ninfas y lo sabe Tiber, lo intuye la sierpe labrada en la fíbula. Yo misma aún no soy consciente de lo que me espera, algo gozoso, algo que servirá para logran que el mito se cree y crezca.
ResponderEliminarÈvoe Isabel se acerca el momento, mientras, tú con tus sublimes letras has puesto tal intensidad al drama que me he sentido cerca de la orilla, viendo la cesta con los niños.
Pagó Catión con su vida, también pagarán la pareja asesina y Prátex, está dispuesto por los Hados, por dioses y diosas a los que burlaron insensatos malignos.
Besitos, queda menos.
Gracias por tu amable felicitación, amiga.
Y la fiera no será tan fiera. Para bestias algunos humanos se bastan.
ResponderEliminarUn saludo.
¡Por Dios! ¿Cómo nos puedes dejar así? Espeluznante descripción de tamaña bellaquería.
ResponderEliminarUn saludo Isabel.
Vuelvo a ti y te encuentro observando las aguas del Tiber...me sentaré pues a esperar en sus orillas, Roma no tardará en nacer...
ResponderEliminarSalve Isabel bella
Impresiona pensar en esos bebés inermes en manos de semejantes canallas. Pero aplaudo, Isabel, la delicadeza con que nos has llevado, como a los gemelos, a los brazos amorosos del río. Aunque sólo haya sido un breve compás de espera...
ResponderEliminarBesos.
La descripción de los gemelos portados en una cesta y colgando de una vara, llevados a hombros por los dos hombres por el bosque y luego por el río es tan nítida que me la imagino sin ninguna dificultad. La narración ha llegado a un momento cumbre, cuando la loba hace su aparición y dejando de lado su salvajismo, se convierte en madre por encima de todo.
ResponderEliminarUn besazo, Isabel
Menos mal que a uno de ellos Tíber le dio su merecido. Como sabemos que el río los protege, estamos tranquilos. Pero con deseos de seguir leyendo!
ResponderEliminarUn fuerte abrazo, querida amiga.
Hola elysa, desde luego que la historia está en un momento álgido, con esas criaturitas tan maltratadas y tan queridas. Paciencia, porque los siguientes capítulos van a venir rápidos. Besos.
ResponderEliminarSaludos dilaida, me gusta que haya intriga... Besitos, guapa.
Hola áfrica, menos mal que el río se ha vengado de Catión, que con lo malvado que era bien se merecía algo así. Besitos.
ResponderEliminarHola emejota, ya ves que se adivina lo que viene. ¡Ay, esta Roma! Besitos.
Hola el drac, creo que la historia de los gemelos es conocida a medias por el gran público: apenas que fueron amamantados por una loba. De todo lo demás, de lo que su madre hubo de sufrir para traerlos al mundo casi nadie sabe. De ahí el interés por explicarlo. En cuanto a Catión, seguramente tienes razón y podía haberme extendido algo más en su muerte que, por otro lado, me parece adecuada: por sorpresa y rápida. Nuestra amiga alyxandria sotelo faderland me explicó muy detalladamente cómo era una muerte así, en el agua fría. Sin embargo, no he seguido sus indicaciones: quería que todo el mundo lo viera sacar las manos fuera del agua, que de algún modo se notara su sufrimiento. En fin. En cualquier caso, y aceptando plenamente tu objeción, lo cierto es que la novela ya está resultado larga y no quiero alargarme mucho más. Besos, querido amigo.
ResponderEliminarHola rgalmazán, tal como están los reyes (los de antes y los de ahora) casí deberías cerrar el pico de inmediato. Y no te creas que te saldrás con la tuya. Aunque te digo la mayoría de los reyes no son como tú, tan clarividentes... Besazo, querido Amulio.
ResponderEliminarSaludos, dolors jimeno, creo que Rea Silvia y todos los demás personajes merecen ya un descanso... No el eterno, como el malvado borrachín Catión, sino el de un reposo prolongado. Besazos.
Hola natalia tarraco, ahí estás, sí, en tu encarnación de Acca Larentia, generosa, materna, con profunda necesidad de entregarte a la crianza de un hijo o de dos. Esa naturaleza que nos alimenta, que nos viste, que nos hace crecer, que nos acoge en su seno cuando llega nuestra última hora. Eso representa Acca Larentia y es un papel que te cuadra a las mil maravillas. Besos, querida amiga.
ResponderEliminarHola cayetano, qué gran verdad has dicho. Somos los humanos más bestias que muchas bestias. Un abrazo.
ResponderEliminarHola sahara esp, esta es la gracia de las obras por entregas, que se queda siempre uno con ganas de más... Besitos.
Hola iralow, qué alegria que te asomes también a estas aguas del Tíber aunque estos días bajen turbulentas... De ese lugar salvaje procedemos. Un abrazo muy fuerte.
ResponderEliminarHola anna devert, cuántas maravillosas ninfas siguen aún habitando en fuentes y bosques y hemos dejado de invocarlas. ¡Qué torpes somos! En cuanto a los gemelos, ¿qué duda cabe que tendrán la protección de su padre Marte? Besos.
Hola carmenBéjar, creo que el instinto de las hembra recién paridas a cuidar de los cachorros es muy intenso. Y ahí no hacen distinciones entre razas. Y no como nosotros, que llevamos cuenta de todo a la hora de entregar afectos. Besitos.
ResponderEliminarHola mª antonia moreno, menos mal que sabemos que se salvan, porque de lo contrario... Esto sería un sinvivir. Besitos, guapa.
Que interesante!
ResponderEliminarPor cierto soy Pérfida
Un saludo coleguita
Qué gusto que Catión se hunda en el infierno del que había salido, y me parece que peor va a ser el infierno en vida que le espera a Prátex.
ResponderEliminarCongoja sentimos por los gemelos desamparados, víctimas de hambre y frío pero a su vez acunados por las ninfas que los llevan a buen puerto aunque aparezcan precedidas de unas fauces.
Y sufrimiento también grande el que nos produce Acca Larentia que invoca a la Madre Fauna. Esperemos de ella una señal y mucho dulce consuelo.
Qué precioso. Un abrazo, querida.
Bravo por el Tíber. Ya decía yo que siempre me cayó muy bien ese río grandioso.
ResponderEliminarSigo.