martes, noviembre 29, 2011

HACIA EL AVENTINO


(XII)

Resumen: Habíamos dejado a Rea Silvia y su doncella Tuccia en la cabaña que Amulio había hecho construir para ellas en una hondonada oculta del bosque de Silana. Allí cerca estaba también el pordiosero Alec, herido, a quien estaban socorriendo Kritubis, sacerdotisa de Diviana, y la pastorcilla Palantea.
De las innumerables desdichas que afligen a los seres humanos, la más terrible de todas es ser apartado de la sociedad. Prohibir a una persona toda relación con su familia o su tribu es, según testimonian los estudiosos de la antigüedad, un castigo antiquísimo, anterior a la pena de muerte. El ya citado Agatocles de Tarento afirmaba en sus Curiosidades latinas: “Así como es natural a las ovejas agruparse en rebaños y a los lobos reunirse en jaurías, así el hombre ha de vivir entre hombres si no quiere perecer. Por eso, en tiempos remotos, la sanción que se imponía a los culpables de delitos capitales era la expulsión de su poblado. Ese castigo era para ellos equivalente a la muerte o peor que la misma muerte: sobrevivir en una soledad forzada es tan contrario a la naturaleza humana que muchos de los condenados, incapaces de soportar el aislamiento, se dejaban morir.”
Desde ese inmenso dolor hemos de contemplar la incomunicación que el rey Amulio había impuesto a su sobrina Rea Silvia, recluyéndola en el bosque de Silana. Un suplicio que precedía a la ejecución de su sentencia de muerte y no era menos duro ni penoso, si bien estaba atenuado por la presencia de la doncella Tuccia y por la garantía de contar con abrigo y alimentos. ¿Cómo soportarían, sin quebrantarse su ánimo, el vivir ignoradas de todos, sin ver, escuchar ni abrazar a las personas amadas, sin noticias de ellas, sin recibir socorro a sus necesidades? Una voz inesperada se convertía en una amenaza, multiplicarían su miedo los murmullos del bosque y la angustia crecería al mismo ritmo que aumentara el vientre de Rea Silvia: cada amanecer estaría más próximo el nacimiento de sus hijos, un acontecimiento fausto e infausto por igual, pues ¿habría algo peor en el mundo que traer a la vida a unas criaturas que serían asesinadas nada más nacer?
Pero no nos detendremos ahora en indagar sobre las penas y las penurias que sufriría la vestal, pues muchas de ellas le estaban aún por descubrir. Gocemos mejor de la alegría que Rea Silvia y su doncella acababan de experimentar al encontrarse ante la cabaña de la hondonada; compartamos su satisfacción por haber convertido aquel techo de paja en un refugio seguro y su alivio al sentirse, por el momento, libres de otros peligros. Y, antes de partir hacia otros parajes dejándolas a solas en el bosque, agradezcamos a la ninfa Silana el maternal amparo que les otorgó, según dejó constancia el cronista oral Urbano Lacio:

“No pueden los dioses cambiar el destino a su antojo / ni librar de males a sus protegidos, / mas Silana, destilando todas sus dulzuras, / transformó su bosque en un regazo materno / y así su fronda sería hogar último de Rea Silvia / y hogar primero de la estirpe romana.”



Sin saber que la hondonada a donde habían sido conducidas en secreto Rea Silvia y la doncella Tuccia se hallaba a corta distancia, Kritubis y Palantea habían permanecido en el bosque de Silana durante toda la noche. Esperaban la llegada del nuevo día para trasladar a la cabaña de Kritubis al pordiosero Alec, herido al caerle la copa de un árbol sobre la cabeza. Habían sido unas horas angustiosas, pues el anciano ardía de fiebre, tiritaba y decía palabras inconexas con gran agitación. Las dos mujeres lo habían velado por turnos, la una vigilándolo y humedeciéndole la frente con paños empapados en agua mientras la otra descansaba, pero los ruidos del bosque o quizá una presencia siniestra les había impedido dormir.

Al amanecer oyeron voces. Kritubis se asomó con cautela por encima de las rocas que ocultaban de la vista al herido Alec, apenas un montón de piedras sueltas a cierta distancia del sendero. Vio entonces a Prátex penetrar en la espesura acompañado del borrachín Catión y se estremeció. ¿Qué harían en el bosque de Silana esos dos indeseables? N
o alcanzaba a entender lo que decían, pero las ropas de Prátex estaban empapadas en sangre y de su cinturón colgaba una espada que golpeaba su muslo al andar.

- Me inquieta ver a esta gentuza aquí – dijo Kritubis a Palantea tan pronto como Prátex y Catión hubieron desaparecido de su vista –. Vuelve inmediatamente a Alba Longa a buscar a mis criados, estarán en el campo. Que dejen lo que estén haciendo y vengan para trasladar a mi cabaña a este pobre hombre. No deben decir nada a nadie. Explícales bien dónde estamos. Y que procuren no hablar ni hacer ruido cuando entren en el bosque.

- ¿Piensas quedarte sola? ¿Con esos individuos merodeando por aquí?

- ¡Como si nos quedara otra solución…! Llévate contigo la mitad de los cerdos. Si te encontrases con ellos, creerán que los estás pastoreando y no se extrañarán. Yo me quedaré con la otra mitad, por si acaso – respondió Kritubis.

Cuando Palantea hubo reunido unos cuantos cerdos y se disponía a marcharse, su ama aún la retuvo un momento:

– Y otra cosa: cuando hayas dado el recado, ve a mi cabaña, enciende el fuego y pon a hervir un caldero con agua abundante. Hay que hacer un caldo sustancioso para alimentar a Alec. Luego, deja los cerdos en el corral de atrás y vete enseguida al Aventino a buscar a Énule. Es preciso que regrese cuanto antes a Alba Longa. Sin sus remedios y sus artes curativas, dudo que consigamos salvar a este pobre hombre. Y aún así…

- ¡Pero si no he ido nunca! ¿No sería mejor mandar a otra persona que conozca el camino?

- ¿Vas a discutir todas mis órdenes? Eres la más joven de mis criados y tienes buenas piernas. ¡Ea, márchate ya! No estamos para entretenernos…

Hacia el mediodía, con grandes esfuerzos y la ayuda de unas parihuelas, entre varios criados consiguieron sacar del bosque de Silana al herido Alec y transportarlo hasta la cabaña de Kritubis. Allí quedó instalado cerca del hogar.



Palantea se había apresurado a partir aquella misma mañana hacia el Aventino, un lugar donde jamás había estado y al que solo volvería muchos años después. Al pasar por el bosquecillo que crecía junto a la puerta occidental de la muralla se encontró casualmente con Urbano Lacio quien, encaramado a un árbol, observaba unos pájaros.

- ¿Dónde has dejado los cerdos? – preguntó el muchacho, descolgándose de una rama justo delante de ella, con el consiguiente sobresalto de la pastorcilla.

- He de hacer un recado y no puedo llevármelos. Llevo prisa – respondió ella, pasándole por delante.

- Te acompaño.

- No puedes venir. Está bastante lejos.

- ¿Y qué? Tengo mucho tiempo. Así no irás sola.

La pastorcilla dudó, aun sin dejar de andar. Recorrer por primera vez un camino desconocido era inquietante incluso para alguien que, como ella, trascurría mucho tiempo en los bosques acompañada sólo por los cerdos. Urbano Lacio tenía tres años menos que ella y su estatura no era gran cosa, pero al menos iría acompañada.

- Voy al Aventino, así que no me dará tiempo de ir y volver hoy. Dormiré allí – dijo sin comprometerse.
El joven Urbano Lacio se encogió de hombros y le hizo saber que no le importaba dormir una o varias noches fuera de su casa. Él tampoco había visto nunca la colina del Aventino ni el río Tíber y le parecía una ocasión tan buena como cualquier otra para acercarse a ese río del que había oído contar maravillas.

Y puede decirse que fue un feliz azar aquel encuentro, o quizá no fue el azar, sino Fortuna. La diosa que gobierna el timón de las vidas humanas tal vez había decidido ya conceder a Urbano Lacio el alto honor de relatar los orígenes de Roma. Fue, pues, providencial que el muchacho pudiera visitar el territorio en el que nacería la gran urbe cuando ésta aún no existía, en tanto él, por su corta edad, estaba en posesión de todas sus capacidades y deseoso de aprender.

Jamás olvidaría la impresión que causaron en su ánimo aquellos parajes. Sus doce años de vida habían discurrido entre bosques tan espesos que apenas dejaban ver el cielo, en torno al ojo misterioso que era el lago Albano, sereno y estático, en cuya superficie azul los espíritus del mundo subterráneo y los que habitaban la cúpula celeste confluían y se comunicaban entre sí. Era sobrecogedor salir de ese territorio conocido, limitado, impregnado de sacralidad, para adentrarse en otro completamente extraño.
Pronto dejaron atrás el poblado y llegaron a una bifurcación del camino: el ramal de la izquierda conducía a la ciudad de Lavinio; el otro, que continuaba recto, descendía desde las alturas para atravesar un llano extenso e inculto en dirección a las orillas del Tíber y sus colinas. Todo eran matorrales y pastos, piedras sueltas, horizonte. Allí no parecían reinar más señores que la rústica Pales, de quien no se sabía si era dios o diosa, y las divinidades con patas de cabra: Fauno burlón y su esposa Fauna, a quienes los pastores se encomendaban desde tiempos remotos y que, en aquellos espacios abiertos, mostraban su naturaleza más agreste y bestial.

Absorto en la contemplación de aquel paisaje, Urbano Lacio avanzaba siguiendo a Palantea.
Veía acercarse los abruptos collados que con el tiempo se convertirían en el solar de Roma, colinas cuyas cumbres estaban salpicadas de bosques aquí y allá. El cielo se expandía sobre ellas amplio y transparente, poderoso. Le pareció muy distinto del apacible cielo albano, aunque no hubiera podido señalar la diferencia. En aquella soledad selvática su alma percibió un hálito divino, un aura espléndida y feroz que infundía respeto. Y supo que también aquel era un lugar sagrado.

- Si sigues andando sin mirar al suelo, te romperás un pie o la cabeza – dijo una voz cerca de él, causándole un sobresalto –. Estás cerca de una fosa.

Urbano Lacio se detuvo como quien despierta de un sueño. Y le falló su intuición: en aquel niño que lo miraba con atención y cierto aire de burla, no fue capaz de reconocer al hombre que se convertiría, con el tiempo, en uno de los artífices de la gloria de Roma.



NOTA: Os dejo el enlace al blog de
Urbano Lacio, Justo Serna en la vida real. ¿Real? No, mejor decir en la vida actual.

domingo, noviembre 27, 2011

CORINA SE VENGA DE OVIDIO


Enterada de la aventura amorosa de Ovidio en el circo, su amada Corina le envía una nota:

Te quejabas hace unos días de que el vestido de una muchacha, por envidia, tapara sus piernas que tú tanto deseabas ver. No insultes a los vestidos, poeta insigne, grandísimo Ovidio, pues tú les debes mucho: gracias a tu propia túnica tejida en casa - todo hay que decirlo - , esa muchacha a la que cortejabas no pudo ver lo exiguo de tus viriles atributos. ¡Y aún te lamentas de que las telas dejen oculto lo que, de otro modo, te haría enrojecer…!

UN VESTIDO ENVIDIOSO OCULTA UNAS PIERNAS





Así dice el poeta Ovidio a una muchacha sentada junto a él en el circo (sin que se entere su amada Corina):

“Pero el manto te cuelga demasiado y te arrastra por el suelo, recógetelo; o mejor yo mismo te lo levanto con mi mano. ¡Envidioso eras, vestido, pues ocultabas unas piernas tan hermosas para mirarlas tú mejor; envidioso eras, vestido! (…) Así pintan las piernas de [la diosa] Diana cuando va vestida con túnica corta y persigue a las fieras, más vigorosa ella misma que las fieras. Sin verlas ardía yo de amor, ¿qué sucederá después de haberlas visto? Echas fuego sobre fuego, derramas agua en el mar. A la vista de ellas sospecho que también lo demás, que bien oculto se esconde bajo la ropa ligera, ha de agradarme.”

OVIDIO.- Amores

Traducción de Vicente Cristóbal López


Ante este descaro de Ovidio, así le contestaba, su amada Corina.




NOTA: Queridos amigos, disculpad mi tardanza en seguir con la historia de la Fundación de Roma, prometo retomarla cuanto antes.

Mañana viernes, 25 de noviembre, a las 19,30 horas, en el Bibliocafé, tendré el honor de presentar el nuevo libro de relatos de Elena Casero titulado "Discordancias". Quedáis todos invitados.



¡OS ESPERAMOS!

lunes, noviembre 21, 2011

¿EN QUÉ EDAD ESTAMOS?


Así nos habla el poeta Ovidio de las distintas edades o generaciones a través de las cuales fue pasando la humanidad:

"Fue creada la primera edad, la de oro que, sin responsable alguno, por propia iniciativa, sin leyes, cultivaba la lealtad y la rectitud. El castigo y el miedo estaban ausentes y no se entrelazaban palabras amenazadoras (…) ni la suplicante muchedumbre temía la cara de su juez, sino que estaban seguros sin garantes(…)

(…) Llegó la generación de plata, inferior al oro, más valiosa que el rojizo bronce (…)

(…) Después de ella llegó la tercera generación, la de bronce, más cruel de carácter y más dispuesta a las terribles armas, sin embargo, no manchada de crímenes.


De duro hierro es la última. Al punto irrumpió (…) toda iniquidad, huyeron el pundonor y la verdad y la lealtad; su lugar lo ocuparon los engaños, las mentiras, las emboscadas y también la violencia y el criminal deseo de poseer(…)"


Que cada cual juzgue.


OVIDIO.- “Metamorfosis”

Traducción de Consuelo Álvarez y Rosa Mª Iglesias.




NOTA: Para quienes no lo hayan visto en el post anterior, os dejo invitación para dos eventos en los que tendré el honor y la fortuna de acompañar y presentar a dos buenas amigas y excelentes escritoras:

El primero, tendrá lugar en Castellón el próximo miércoles 23 de noviembre, a las 19 horas, en Ámbito Cultural de El Corte Inglés. Mª Pilar Queralt del Hierro presentará su nuevo libro "Las mujeres de Felipe II", ganador del Premio Algaba.




El segundo, tendrá lugar en Valencia, el viernes 25 de noviembre, a las 19,30 horas, en el Bibliocafé. Elena Casero presenta su libro de relatos "Discordancias".



¡OS ESPERAMOS!

jueves, noviembre 17, 2011

A UN DIOS O UNA DIOSA DESCONOCIDOS


"Seas un dios, seas una diosa, esta es mi súplica: que mis ojos nunca miren con desprecio a quien tiene menos que yo, ni mi mano se niegue a ayudar a quien lo necesite. No permanezca mi boca muda ante las injusticias. Que las monedas no pesen en mis decisiones más que los rectos dictados de mi corazón. No me convierta en sierva de los poderosos ni, para halagarlos, vuelva la espalda al sufrimiento ajeno. Seas un dios, seas una diosa, concédeme ser humana cada día y, hasta el fin de mis días, mantenerme humana.

Este altar lo consagra Claudia Hortensia en vísperas de las elecciones consulares."














NOTA 1: La fotografía corresponde a un altar de mármol travertino, hallado en el Velabro, probablemente en su emplazamiento original, y está dedicada a un dios o una diosa desconocida. Parece que los romanos utilizaban esta fórmula ritual incierta sobre todo para ocultar al enemigo el verdadero nombre de la divinidad tutelar, de modo que éstos no pudieran tratar de propiciarla en su favor. Este altar (y no, desgraciadamente, el de Claudia Hortensia, actualmente perdido) se encuentra en el Antiquarium del Palatino, en Roma.
NOTA 2: Os dejo invitación para dos eventos en los que tendré el honor y la fortuna de acompañar y presentar a dos buenas amigas y excelentes escritoras:

El primero, tendrá lugar en Castellón el próximo miércoles 23 de noviembre, a las 19 horas, en Ámbito Cultural de El Corte Inglés. Mª Pilar Queralt del Hierro presentará su nuevo libro "Las mujeres de Felipe II", ganador del Premio Algaba.



El segundo, tendrá lugar en Valencia, el viernes 25 de noviembre, a las 19,30 horas, en el Bibliocafé. Elena Casero presenta su libro de relatos "Discordancias".



¡OS ESPERAMOS!

martes, noviembre 15, 2011

UN NUEVO HOGAR.



(XI)
Apretadas la una contra la otra, no para protegerse del frescor de la noche, sino para alentarse mutuamente, Rea Silvia y Tuccia habían pasado la noche en vela hasta que, cerca del alba, se habían rendido al sueño. El sol estaba ya alto cuando sus rayos, abriéndose paso entre el follaje, se posó en sus rostros y reprodujo en ellos el contorno de las hojas, la sombra veloz de un ave.
Rea Silvia abrió los ojos y se incorporó despacio. A su lado, Tuccia aún dormía. Se puso de pie para desentumecer el cuerpo y miró a su alrededor. Se hallaban en un calvero de pequeñas dimensiones, apenas un ensanchamiento entre los troncos de las encinas, porque las ramas se extendían y se entrecruzaban sobre ella formando una ligera bóveda. La dulzura que emanaba de la soledad y placidez de aquel lugar, le confirmó que seguían en el bosque sagrado de Silana. Trenzó una diminuta corona con ramas de un romero que crecía allí cerca. La dejó sobre una piedra como ofrenda a la ninfa mientras renovaba en voz baja la promesa que le había hecho al entrar en sus dominios la noche anterior.

Un grito lejano la sacó de su ensimismamiento. Breve y ronco. Quizá el gruñido de un animal salvaje. Y luego, casi enseguida, otro diferente, más agudo, perturbador. Tuccia se despertó al oírlo pero, al mismo tiempo, de la espesura les llegó un rumor de pasos y voces conocidas, un peligro inmediato. En dos saltos la doncella se colocó al lado de Rea Silvia. Esperaron en pie la llegada de sus guardianes, cogidas del brazo, aparentando entereza.

- ¿Qué han sido esos gritos? – preguntó Rea Silvia apenas vio asomar a Catión. El hombrecillo andaba titubeante, la sonrisa más torcida que de costumbre.
- Nada que deba preocuparte. A Prátex le gusta matar… animales – respondió. Y soltó una carcajada secundada por el individuo que llevaba los fardos la noche anterior. – Vamos, andad ligeras, que a vosotras no os queda mucho, pero este hombre y yo aún tenemos que volver a Alba Longa.

Con la angustia atenazándoles el pecho, se pusieron en marcha. Catión abría camino. No seguían ninguna senda, pero finalmente llegaron a un punto que Rea Silvia reconoció: era el fondo del bosque, el punto en que la ladera se empinaba tanto que no era factible continuar. Caminaron entonces en paralelo a ese terraplén y, al poco rato, notaron que el terreno se ensanchaba y descendía con suavidad. A través de los árboles vislumbraron la hondonada rodeada de paredes rocosas y, en el centro, la cabaña.

-
Aquí vivirás hasta el fin de tus días – dijo Catión extendiendo los brazos en un gesto teatral –, es decir, poco tiempo.

A Rea le brillaban los ojos. Apretó la mano de Tuccia y ésta le respondió con la misma fuerza. Después del miedo pasado, aquello se les antojaba la salvación.

- Ninguna de las dos podrá moverse de aquí. Os traeremos agua y provisiones un día de cada siete. Si necesitáis algo más, tú – dijo Catión dirigiéndose a Tuccia – subirás por este camino hasta que te encuentres con uno de nosotros. Allí siempre habrá alguien de vigilancia, así que más os vale obedecer.

Sin dar más explicaciones, arrojaron los bultos al suelo, volvieron sobre sus pasos y se internaron de nuevo en el camino jalonado de encinas.

Cuando los perdieron de vista, las dos jóvenes se abrazaron y se echaron a reír. Gritaron, dieron vueltas alrededor de la cabaña, tocaron con las manos los murallones de piedra que la rodeaban, ciñeron con los brazos, uno a uno, los árboles más próximos a la cabaña y besaron sus cortezas rugosas. Las lágrimas corrían por sus rostros, se miraban la una a la otra, sonreían y volvían a abrazarse. Al fin, vencidas por el hambre, trasladaron los bultos hasta un costado de la cabaña y los abrieron en busca de alimentos. Sacaron queso y tortas de harina de espelta y de ambas cosas hicieron una
ofrenda a Silana. Comieron sentadas en el suelo, donde había huellas visibles del reciente trabajo: trozos de cuerda, astillas de madera en abundancia, varios montones de paja, martillos, un hacha y útiles de todo tipo. Quienesquiera que hubiesen trabajado allí, no se habían molestado en recoger las herramientas.

Antes de entrar en la cabaña, Rea Silvia quería realizar cuantos rituales estuvieran a su alcance para hacer de él un hogar seguro y propicio. No disponía de muchos medios: el agua que les habían dejado aquellos hombres no era pura, pues aunque procediera de la fuente sagrada de Silana, la habían tocado y acarreado sujetos impuros y violentos. Tampoco crecían laureles allí cerca, una planta necesaria para las lustraciones. ¿De dónde sacaría los pigmentos para trazar en las jambas y el dintel de la puerta símbolos que las protegieran? También precisarían grasa. Lejos de desanimarse por las dificultades, Rea Silvia se tomó tiempo para buscar soluciones.
Finalmente concluyó que debían adaptarse a las circunstancias y confiar en el valor de las palabras rituales. En primer lugar, consagró el umbral a la diosa Vesta, encomendándose a ella y rogándole que impidiera el paso a las fuerzas malignas. Luego, vertió agua de un recipiente a otro haciéndola pasar por las manos de Tuccia, como si fuera un tamiz. Esperaba que el corazón limpio de la doncella tuviera poder para purificar el líquido. Mojó en esa agua unas ramas de encina cargadas de hojas, entró en la cabaña saltando por encima del umbral, y con ellas asperjó el suelo y las paredes. Untaron a continuación los goznes de la puerta con unas gotas de aceite, a falta de grasa de lobo, y ataron a ellas un trozo de lana.
- ¿Cómo pintaremos las jambas? – preguntó Tuccia –. No sé de dónde podríamos sacar algún pigmento.

- Trae un cuenco y un cuchillo – respondió Rea. Tomó un puñado de tierra y lo redujo a polvo triturándolo en un mortero. Añadió agua poco a poco, hasta conseguir una pasta compacta.

- ¿No es el lobo el más feroz de los animales, el más eficaz para ahuyentar los peligros que vienen de fuera? ¿Y no está consagrado a Marte? Pues infinitamente más poderoso que el lobo es su Señor.

Y mientras decía esto, se cortó en la yema de un dedo con el cuchillo y vertió unas gotas de su sangre sobre la pasta de tierra y agua.

- Sirva mi sangre, que es la de mis hijos y los hijos de Marte, para repeler todos los maleficios, maldiciones, males de ojo, bebedizos, filtros de todo género, sortilegios, y cualquier otra clase de maldad que venga contra los habitantes de esta casa. Que lo dañino no cruce el umbral.

Con los dedos dibujaron entonces la silueta de dos lobos con las fauces abiertas, sinuosas serpientes y una cabeza de dragón. Terminado este rito, de inmediato se puso Rea Silvia a la tarea de encender el fuego sagrado de Vesta, colocarlo en un pequeño altar al lado de la puerta y, con una de sus brasas, prender la primera hoguera dentro de la cabaña. El anochecer las encontró exhaustas.
Por primera vez en muchos meses, Rea Silvia durmió esa noche libre de miedo.


- ¡Kritubis, Kritubis! – gritaba la pastorcilla Palantea acercándose a todo correr a la choza de su ama.

Ésta, al oír los gritos, salió a la puerta. Vio llegar a Palantea resoplando, sujetándose el costado con una mano y sin los cerdos. La muchacha se apoyó en la jamba y trató de recuperar el aliento.

- Vengo del bosque de Silana – dijo –. He encontrado al pordiosero Alec. Bueno, lo han encontrado los cerdos. El caso es que está malherido, sólo pide agua y no dice nada más… Parece que la copa de un árbol le ha caído encima, no me explico cómo, porque el resto del árbol no se ve…

- Deberíamos avisar a Énule. Puede ser peligroso moverlo – respondió Kritubis.

- No está en Alba Longa. Se marchó acompañando a Númitor y Aurelia.

Kritubis dudó un instante y miró el sol que corría veloz hacia el ocaso.

- Ya es tarde – dijo –. Ayúdame.

Se metieron en la cabaña y mientras Palantea llenaba de agua una calabaza y preparaba algunas provisiones, la sacerdotisa de Diviana sacaba vendas de lana de un rincón, acopiaba algunas hierbas, aceite, vinagre y tres o cuatro recipientes de barro. Lo envolvieron todo en un hatillo y salieron. Aún tuvo que regresar la pastorcilla a coger unas brasas y una tea, porque con las prisas las habían olvidado.
Hallaron el bosque de Silana silencioso. Las aves se habían retirado a sus nidos y los animales nocturnos no habían abandonado todavía sus madrigueras. Pidieron permiso a la ninfa para entrar y le rogaron que protegiera a Alec, un buen hombre siempre respetuoso con los dioses. “Si te ha ofendido cortando un árbol sin tu consentimiento, es justo que lo castigues, divina Silana” – dijo Kritubis –. “Es viejo, quizá se ha olvidado de las fórmulas necesarias para obtener tu beneplácito. Pero si no te ha faltado en nada, sé compasiva y auxílialo”.

La oscuridad aumentaba a medida que se espesaba el bosque, tornándose tan intensa que Palantea se desorientó y temió no encontrar el lugar donde yacía el anciano. Por fortuna, la diosa Diviana, respondiendo a una súplica de Kritubis, hizo gruñir a los cerdos y ese sonido las guió. Alec estaba aturdido y no lograba articular palabra. Sin embargo, bebió con avidez el agua que le ofrecieron y, cerrando los ojos, se sometió a los cuidados de las dos mujeres.

NOTA: Os dejo un enlace para que conozcáis al verdadero
Alec el pordiosero , que no es otro que nuestro amigo El Drac


domingo, noviembre 13, 2011

ANTO ABRE LOS OJOS

(X)
Hubo gran consternación en la casa de las vestales cuando, al día siguiente, hacia media mañana, algunas criadas echaron de menos a la doncella Tuccia. Desde que había ido a la cabaña real con la Vestal M
áxima Camilia la tarde anterior, no habían vuelto a verla. La estera en la que se acostaba permanecía enrollada en un rincón del cuarto que había sido de Rea Silvia y era evidente que no había dormido allí.

Fue entonces cuando la vestal Adriana comenzó a preguntarse por qué el rey Amulio, al convocar a su presencia a Camilia, había ordenado que acudiera también Tuccia. Conmocionadas por todo lo ocurrido a Rea Silvia, el peligro que ellas mismas habían corrido al ayudarla habían quedado olvidados o desdibujados. Sin embargo, haciendo memoria, recordaba que el día anterior Tuccia había estado callada e incluso un poco temblorosa y torpe. Quizá temía recibir algún castigo.
Advertida de su ausencia, la Vestal Máxima encargó a Adriana ir a la cabaña real a averiguar las razones por las que no había regresado Tuccia. Acompañada de un criado, Adriana salió de la casa de las vestales y caminó inmersa en la actividad de la ciudad. Las matronas aprovechaban el buen tiempo para hilar y tejer la lana fuera de sus chozas y realizar con sus criadas otras tareas: quienes elaboraban quesos frescos, quienes molían el grano, o vigilaban el horno donde se cocían las escudillas, las tazas y demás piezas de barro que acababan de moldear. Animales y niños correteaban por todas partes estorbando a los ancianos y poniendo en riesgo el equilibrio de los cántaros de agua que las doncellas traían sobre la cabeza. Una niña cruzó corriendo la calle y estuvo a punto de ser arrollada por una acémila provocando el pánico en su madre y las protestas airadas del dueño del animal, pues éste se había asustado y parte de la carga había caído al suelo.

La vestal Adriana puso paz entre las partes, les recordó que debían dar gracias a los dioses por haberlos librado de un daño aún mayor y le pareció que sería suficiente compensación para el dueño del asno que la madre de la niña le ayudara a cargarlo de nuevo. Ambos, que se habían tranquilizado al ver a la vestal y más al reflexionar sobre sus palabras, consideraron que era una propuesta justa y en un momento volvió a estar despejada la calle.
Siguió su camino la vestal Adriana y, muy cerca ya de la cabaña real, se encontró de frente con la noble Anto, que salía de ella. Andaba de prisa con la cabeza gacha, sin levantar la vista del suelo, quizá para evitar que la gente descubriera en su rostro las huellas del llanto. Adriana la llamó y la joven, apenas levantó los ojos y la vio, se arrojó en sus brazos y la abrazó con tanta fuerza como si no la hubiera visto desde hacía siglos, el pecho tembloroso, la emoción apenas contenida. Buscando un lugar apartado donde poder hablar, Adriana vio a poca distancia una cabaña sin nadie en el exterior. Tomó a Anto del brazo y la llevó hacia allí, colocándose en uno de los costados protegido de las miradas ajenas.

El desconsuelo de la joven estaba justificado. Había acudido muy temprano a la cabaña real para hablar con su padre, el rey Amulio, e interceder por Rea Silvia. La había hecho esperar mucho tiempo, algo inusual en él, y cuando por fin la había recibido, había sido severísimo: en cuanto pronunció el nombre de su prima Rea, le había dirigido una mirada fulminante y ordenado callar.
- Jamás había visto tanta ira en los ojos de mi padre. Daba miedo.

Y las manos le temblaban relatando a Adriana con qué violencia el rey se había levantado de su sitial, cómo ella se había arrojado a sus pies suplicando clemencia para su prima y él le había gritado que se levantara y se marchara antes de que sus guardias la sacasen de allí por la fuerza.

- No parecía mi padre – se lamentaba entre sollozos –. Nunca antes me había tratado así.
Cuando se hubo tranquilizado, la vestal Adriana le explicó que, a su pesar, debía dejarla. Iba a la cabaña real a preguntar por la doncella Tuccia, que se había quedado allí la tarde anterior para recibir instrucciones de la reina Criseida y no habían vuelto a tener noticias de ella. Anto reaccionó al escuchar el nombre de su madre. Se secó las lágrimas y respiró hondo antes de pedirle a Adriana que le permitiese acompañarla.

Juntas se encaminaron al bosquecillo de arces junto al prado, donde encontraron a la reina. Ésta se levanto para recibir a su hija con los brazos abiertos y miró de soslayo a la vestal. Tras los saludos, la vestal Adriana explicó el motivo de su visita: la doncella de Rea Silvia no había regresado a la casa de las vestales. ¿Sabía la reina cuándo había abandonado la cabaña real? ¿Era ya noche cerrada? ¿La había acompañado algún criado? Si había sido así, ¿podría hablar con él para obtener detalles?
Criseida la escuchaba con una luz de burla en los ojos y la cabeza inclinada a un lado.

- Déjame preguntar a mí ahora – dijo cuando calló la vestal Adriana –. ¿Se te ocurre una ocupación mejor para una doncella que acompañar y atender a su ama? Quien ayuda a una sacrílega ¿no debe correr su misma suerte? Contéstate tú misma. Y mira, pese a tu impertinencia, te responderé. Era noche cerrada, sí, cuando salieron de aquí. Y las acompañaron no uno, sino varios criados. No puedo decirte a dónde iban, pero a la casa de las vestales seguro que no.

- ¿Tuccia está con Rea Silvia?

- ¡Lo has entendido! Eres más lista que otras vestales.

- No alcanzo a comprender, mi reina, porqué no se lo advertiste a la Vestal Máxima Camilia.
- Rectifico lo dicho: no eres tan lista. Y ¿quién eres tú para interrogarme de este modo? ¿Acaso quieres acompañarlas tú también? Porque no me creo que ninguna de vosotras ignorase el embarazo de la sacrílega. ¡Decís servir a la diosa Vesta y sois poco menos que basura!
Anto escuchaba atónita esta conversación. Se había quedado atrapada en un punto: su madre había hablado en plural al referirse a la marcha de Tuccia. El corazón le palpitaba cada vez a mayor velocidad, a medida que una idea se abría paso en su mente.

- Así que Rea Silvia y Tuccia fueron trasladadas anoche… – dijo en voz baja, como si estuviera hablando para sí. Y levantando la cabeza, se encaró con su madre – Ayer por la mañana me engañaste. Me hiciste creer que Rea Silvia ya no estaba aquí.

Criseida frunció la boca, consciente de haber cometido un error, pero ya no tenía remedio. Anto la miraba como si la viera por primera vez, con la incredulidad pintada en el rostro.
- Fue por tu bien, hija mía. No puedes ayudar a tu prima de ninguna manera. Debe morir. Casi está muerta. Te conviene olvidarla cuanto antes. Además, una sacrílega no merece ser recordada por nadie.
- Entonces lo hiciste a propósito para impedirme hablar con ella ¿Es así? No querías que yo escuchara sus explicaciones y mucho menos que la ayudase. Eres muy cruel, madre.

Y con esas palabras volvió la espalda a la reina y se marchó. Atravesó el prado caminando deprisa, tan rápido como los latidos de su corazón. Sentía una opresión en el pecho, un dolor que hasta entonces no había conocido. La cabeza le daba vueltas, los ojos empañados apenas le permitían ver por dónde iba. Llegó a su casa sin saber cómo, guiada por la costumbre, arrastrada por una suerte de desesperación. Allí sólo estaba la criada Cora. Sin mirarla siquiera, le ordenó marcharse y no regresar antes del anochecer.

De pronto, las explicaciones que había escuchado con anterioridad en su casa para informarle de las razones por las que su padre había accedido al trono, se le antojaban vacías y
falsas: “la delicada salud de tu tío Númitor”, “la muerte de tu pobre primo”, “los riesgos de una guerra inminente”… Cuando había regresado a Alba Longa y Rea Silvia le había explicado lo ocurrido en realidad, ella no acababa de creerla. Le parecía que Rea estaba dolida y que le resultaba difícil aceptar que, con frecuencia, el infortunio se ceba en una familia sin que pueda culparse a nadie. Su padre jamás haría daño a otra persona conscientemente, menos aún a su propio hermano Númitor. Tampoco su madre, a pesar de su carácter desabrido.
Ahora comprendía, con amargura, cuánto se había equivocado. Su padre podría haberse mostrado ofendido, o dolido, o decepcionado, o disgustado con Rea Silvia. O estar apenado por la suerte que le aguardaba. Podía compadecerse de su hermano Númitor y su cuñada, buscar alguna forma de perdonar. Podía haber tratado de consolarla a ella misma, hacerle comprender con afecto la gravedad de lo ocurrido con Rea. Nada de eso se había manifestado en él. Al contrario, había odio, un odio profundo, en la mirada de su padre. Un sentimiento tan intenso no nace de repente, no se improvisa. Crece poco a poco, lentamente, y va adquiriendo fuerza hasta su estallido. Y ese estallido de odio no iba dirigido contra ella.
En su madre siempre había confiado menos, pero igualmente la había sorprendido. ¡Cómo había sabido fingir, cómo la había engañado con sus patrañas! Era una persona falsa y sin sentimientos.

Anto lloró durante el resto del día. Se hizo mil reproches, pues por haber creído los embustes de su madre no había podido abrazar a Rea. Aún se desesperó más al recordar otro detalle: ella misma había dicho a las vestales que Rea ya no estaba en la cabaña real. Y así, quienes la vigilaban para seguirla y descubrir dónde la iban a ocultar, habían levantado la guardia. Se había perdido las trazas de Rea Silvia y todas las esperanzas de encontrarla
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jueves, noviembre 10, 2011

CANTO E INVOCACIÓN A LA DIOSA LUNA

Dedicado a Isabel Zarzuela



Canto que entonaban las jóvenes de Alba Longa en otoño, durante las noches de luna llena, de camino hacia el bosquecillo de arces situado junto a la puerta occidental de la ciudad, donde celebraban el culto a Luna:

¡Ea, vayamos al claro del bosque! Dancemos antes que el frío del invierno se abata sobre nosotras dejando adormecidos nuestros cuerpos y nuestros corazones.

¡Ea, vayamos al claro del bosque! Báñanos en tu luz poderosa, madre Luna, regálanos el don de tu sapiencia y tu fertilidad. Haz realidad en nosotras esta verdad: no hay mayor sabiduría que aquella extraída de nuestra propia alma y de las fuerzas que tú y otras divinidades femeninas depositan en ella.

¡Ea, vayamos al claro del bosque! Llevaremos con nosotras la alegría y la danza. Giraremos y giraremos en un corro redondo como el rostro lleno de Luna, como su vientre preñado de futuro y de humanidad.

¡Ea, vayamos al claro del bosque! Vengan con nosotras el amor y la vida. Venga la risa. Vengan el viento y los cantos que cantaban nuestras abuelas. Escúchanos madre Luna: ven a danzar con nosotras y danos para siempre tu serena placidez y tu dulzura.


NOTA: Isabel Zarzuela es Luna en la novela de la fundación de Roma (además de ser mi nuera).

martes, noviembre 08, 2011

MIEDO Y ALIVIO


Resumen: Rea Silvia se había enfrentado a su tío el rey Amulio. Éste tenía previsto entregarla a ella y a su doncella Tuccia a Prátex esa misma noche para que las llevara al escondrijo secreto preparado para aislarla. A tal fin había citado en la cabaña real a la Vestal Máxima y a Tuccia.
(IX)
Cuando la Vestal Máxima Camilia y la doncella Tuccia llegaron a la cabaña real, los centinelas de la puerta, como venían haciendo con todos los visitantes que habían acudido a ver a los reyes ese día, les impidieron la entrada. Les sugirieron dar la vuelta a la cabaña y dirigirse hacia el prado que se extendía por su parte trasera. Aunque no había caído la noche, la reina Criseida había ordenado encender las antorchas que iluminaban la hierba y el bosquecillo de arces junto al cual había permanecido toda la jornada. Las llamas ondulantes arrojaban sombras sobre su rostro, acentuaban sus rasgos más duros, el ceño fruncido, la boca contraída. Una desagradable sonrisa le asomó a los labios cuando vio acercarse a la vestal.
- No creo que Alba Longa haya contado jamás con una Vestal Máxima tan incapaz como tú – fueron las despectivas palabras que espetó a Camilia, sin ponerse en pie siquiera para mostrarle respeto.

La vestal no dio signos de sentirse afrentada. En silencio y muy erguida, tomó asiento en un escabel que le llevaron los criados. La doncella Tuccia dejó en el suelo el hato que había hecho con la ropa de Rea Silvia y se quedó de pie, justo detrás de Camilia, manteniendo los ojos bajos y sin atreverse a mirar a la reina.

- El rey Amulio me ha ordenado venir aquí. ¿Crees que tardará mucho en atenderme? – preguntó Camilia con voz calma.

- ¡No sirves ni para llegar a tiempo a una convocatoria! El rey te ha ordenado que vinieras al atardecer y ya es casi de noche. Ahora está muy ocupado y no puede recibirte. Vuelve mañana. Y lleva cuidado, no vaya a descarriársete entretanto otra vestal.

Sin responder a la provocación, Camilia hizo ademán de levantarse, pero la reina la detuvo con un gesto.

- Conmigo no te hagas la digna – estalló –. Tú sabías de los amores sacrílegos de Rea Silvia, conocías su embarazo y lo has ocultado deliberadamente. Tienes mucha culpa, por no haberla vigilado como era tu obligación.
- ¿Me crees capaz de impedir que se cumpla la voluntad del dios Marte? En tal caso, estás menos informada de lo que creía – respondió la Vestal Máxima Camilia – pues ni yo, ni ninguna otra persona tiene poder para oponerse a los designios de los dioses.

- ¡Designios de los dioses…! ¿Ahora se llama así al hecho de que una vestal se revuelque con un hombre como las cerdas?

- Con tus palabras pretendes transformar en algo sucio y repugnante un acto de voluntad divina: Marte ha engendrado dos hijos en el vientre de Rea Silvia. Pronto lo verás. ¿Te ríes? – siguió diciendo la Vestal Máxima, viendo la burla instalarse en la boca de Criseida –. ¿Tan pronto has olvidado la profecía de la adivina Celia?

- ¿Te refieres a esa vieja loca y deslenguada? – la reina se enderezó en su asiento y crispó las manos –. ¡Si no sabe ni decir su nombre...! Me río de sus estúpidas palabras y me asombra que tú, que te crees tan lista y tan piadosa, te tragues sus simplezas.

- Creo la profecía de Celia, sí. Y, aunque te pese, muchos albanos la recuerdan, porque la pronunció en público el día del funeral del hijo de Númitor. Te señaló con el dedo, para que no hubiera dudas, y dijo: “Tus crímenes no quedarán sin castigo. La venganza vendrá de la mano de los nietos de Númitor”. Puesto que Rea está encinta, se ha cumplido ya una parte, ¿no te parece? – añadió, al ver el rostro cada vez más congestionado de la reina, que apretaba los dientes y los puños.
- ¡No sé cómo mi marido no ha ordenado arrancarte la piel a tiras! – logró decir Criseida entre dientes.

- Tu marido, señora, es más prudente que tú – respondió Camilia, sabiendo que aún la enfurecerían más esas palabras –. Y ahora, me marcho. Volveré mañana como me has aconsejado.

- ¡Vete, sí, vete en mala hora! Tu criada, en cambio, que se espere. Le daré algunas instrucciones sobre la ropa y objetos que necesita preparar para llevarle a Rea Silvia.

Camilia inclinó la cabeza en señal de asentimiento y de despedida, se levantó de su asiento y le indicó a Tuccia que esperase, tal como había ordenado la reina.

Cuando la Vestal Máxima desapareció de su vista, Criseida dio rienda suelta a su rabia: golpeó con el puño la madera del banco, se puso en pie, caminó con pasos cortos, arriba y abajo, mascullando palabras ininteligibles.

La estúpida Camilia tenía razón, ¿y si se estaba cumpliendo el vaticinio de Celia? ¡Su marido era un tonto y ella misma también! No debería haberle permitido que dejase a Rea Silvia con vida hasta el parto. ¿Era de mal augurio matar a una embarazada? ¡Menuda estupidez! ¿Qué le importaban a ella los augurios? Mil veces más peligroso era dejarla parir.
Si se obraba el prodigio de que alumbrara gemelos, con más fuerza creerían todos en la patraña de que eran hijos de un dios. Y, además, ¿quién le aseguraba a ella que su marido se mantendría firme, que no vacilaría en hacerlos matar, que no rectificaría su decisión de arrojarlos al río si, ante un parto doble, llegara a creer que los hijos de Rea eran de estirpe divina?

Ella no creía que Rea fuera a tener gemelos, pero la muchacha había demostrado ser muy lista y hábil para los engaños. ¿Y si conseguía otro recién nacido para juntarlo con el suyo y fingir que había parido dos? No, no pensaba arriesgarse. Y mucho menos le comunicaría sus temores a su marido. Lo que era preciso hacer, debía decidirlo y llevarlo a cabo ella misma, con sus propios medios. Debía pensar, pensar y pensar, buscar el modo de impedir que Rea alumbrara a su hijo. Ese infante jamás vería la luz. No sería tarea fácil conseguirlo, pues Amulio se había negado incluso a decirle dónde pensaba ocultar a Rea Silvia. Sin embargo, estaba decidida a conseguirlo y no cejaría en su empeño. Como que su nombre era Criseida, ese niño no nacería.


La Luna, misteriosa y materna, bañaba de plata el lago Albano y los bosques que rodeaban la ciudad de Alba Longa, cuando se abrió la puerta del cuarto de Rea Silvia y una voz áspera le ordenó salir.

Se incorporó ella del lecho, donde estaba reposando a oscuras, y obedeció sin decir nada. El salón principal estaba en sombras, iluminado apenas por una solitaria tea junto al sitial, vacío, del rey. Un estremecimiento le recorrió la espalda y la hizo vacilar al ver ante sí la figura de Prátex. Sujetaba una antorcha con la mano derecha, dejando ver en el brazo levantado la potencia de sus músculos. Más que distinguirle los ojos, adivinaba su brillo oscuro, la crueldad en sus labios. Recortado por la luz contra un fondo oscuro, aún parecía más alto y amenazador. El cabello largo le confería un aspecto selvático.

- Sígueme sin hacer ruido ni hablar – le dijo –. Te amordazaré si dices una sola palabra.
¿Qué significaría esto? ¿Por qué le daba órdenes ese asesino? ¿Dónde estaban Amulio y Criseida? El hielo congelaba las venas de Rea Silvia y por un instante se sintió invadida por el pánico. Quizá su tío, encolerizado por el enfrentamiento que habían tenido poco antes, había decidido matarla. “Dios Marte, padre y esposo mío, socórreme, no me abandones. Madre Vesta, ven en mi ayuda.” Eso susurraba para sí, con las manos cruzadas sobre el vientre en un gesto protector, mientras seguía a Prátex a través del salón y de la cocina para salir al prado por la puerta trasera. Allí vio brillar otra antorcha. Y a su luz, la silueta encogida de Tuccia.

Sin pensarlo, echó a correr hacia ella, adelantándose a Prátex. Tuccia, asombrada, la vio venir y le salió al encuentro. Se fundieron en un abrazo que duró apenas unos instantes, pues la manaza de Prátex tiró violentamente del brazo de Tuccia y las separó.
- Ya tendréis tiempo de abrazaros. ¡Os hartaréis de veros las caras! – dijo –. Ahora, callaos y andad. No os separéis de Catión, caminad rápido y sin aspavientos. No quiero ruidos. Yo iré detrás y tumbaré de un golpe a la primera que me desobedezca.

Un hombre al que no conocían recogió las antorchas, las fijó en unos soportes clavados en la hierba del prado y a continuación se cargó a la espalda varios bultos apilados allí. Tuccia también llevaba en la mano el hato con el que había venido a la cabaña real acompañando a la Vestal Máxima Camilia.

- ¡En marcha! – gruñó Prátex sin alzar la voz, dando un empujón a Tuccia.
Era evidente que, para no llamar la atención, caminarían a oscuras. Rea buscó la mano de Tuccia y ambas se las apretaron para darse ánimos. El paso vacilante de Catión no le impedía ir deprisa, forzándolas a seguir su ritmo. A sus espaldas oían las pisadas del hombre que llevaba los bultos y la respiración abominable de Prátex. Pronto salieron de la ciudad y alcanzaron el camino del santuario de Júpiter Latiaris.

El corazón de Rea era un tumulto de emociones. ¿Iba de camino a la muerte? ¿La llevarían a un lugar escondido para asesinarla? El rey Amulio había dicho que hasta el momento del parto la mantendría bajo su custodia y, apenas un rato antes, le había escupido en la cara que pensaba ejecutarla él mismo, con sus propias manos. Quizá había decidido matarla enseguida. Pero, en tal caso, ¿por qué estaba con ella Tuccia? Alzó los ojos al cielo y vio la faz pálida de Luna. ¿Desde cuándo estaría allí en el cielo, propiciando la fertilidad de las mujeres, protegiendo sus partos, transmitiéndoles su serenidad?
En ese instante Catión abandonó el camino principal y tomó el que penetraba en el bosque de Silana. Rea Silvia le dirigió de inmediato una plegaria: “Acógeme, ninfa Silana, como has hecho siempre. Líbrame de una muerte inmediata. Protege a los hijos de Marte y yo te prometo que jamás abandonaré tus frondas. Te rendiré culto todos los días de mi vida y tu nombre será pronunciado con reverencia por mis hijos y los hijos de mis hijos y sus descendientes mientras nuestra sangre perdure en el mundo”. Una oleada de calor le confortó todo el cuerpo y supo que Silana aceptaba de buen grado su promesa.

NOTA: Queridos amigos, aquí os dejo un enlace para que vayáis conociendo al terrible
Prátex.