De las innumerables desdichas que afligen a los seres humanos, la más terrible de todas es ser apartado de la sociedad. Prohibir a una persona toda relación con su familia o su tribu es, según testimonian los estudiosos de la antigüedad, un castigo antiquísimo, anterior a la pena de muerte. El ya citado Agatocles de Tarento afirmaba en sus Curiosidades latinas: “Así como es natural a las ovejas agruparse en rebaños y a los lobos reunirse en jaurías, así el hombre ha de vivir entre hombres si no quiere perecer. Por eso, en tiempos remotos, la sanción que se imponía a los culpables de delitos capitales era la expulsión de su poblado. Ese castigo era para ellos equivalente a la muerte o peor que la misma muerte: sobrevivir en una soledad forzada es tan contrario a la naturaleza humana que muchos de los condenados, incapaces de soportar el aislamiento, se dejaban morir.”
Desde ese inmenso dolor hemos de contemplar la incomunicación que el rey Amulio había impuesto a su sobrina Rea Silvia, recluyéndola en el bosque de Silana. Un suplicio que precedía a la ejecución de su sentencia de muerte y no era menos duro ni penoso, si bien estaba atenuado por la presencia de la doncella Tuccia y por la garantía de contar con abrigo y alimentos. ¿Cómo soportarían, sin quebrantarse su ánimo, el vivir ignoradas de todos, sin ver, escuchar ni abrazar a las personas amadas, sin noticias de ellas, sin recibir socorro a sus necesidades? Una voz inesperada se convertía en una amenaza, multiplicarían su miedo los murmullos del bosque y la angustia crecería al mismo ritmo que aumentara el vientre de Rea Silvia: cada amanecer estaría más próximo el nacimiento de sus hijos, un acontecimiento fausto e infausto por igual, pues ¿habría algo peor en el mundo que traer a la vida a unas criaturas que serían asesinadas nada más nacer?
Pero no nos detendremos ahora en indagar sobre las penas y las penurias que sufriría la vestal, pues muchas de ellas le estaban aún por descubrir. Gocemos mejor de la alegría que Rea Silvia y su doncella acababan de experimentar al encontrarse ante la cabaña de la hondonada; compartamos su satisfacción por haber convertido aquel techo de paja en un refugio seguro y su alivio al sentirse, por el momento, libres de otros peligros. Y, antes de partir hacia otros parajes dejándolas a solas en el bosque, agradezcamos a la ninfa Silana el maternal amparo que les otorgó, según dejó constancia el cronista oral Urbano Lacio:
“No pueden los dioses cambiar el destino a su antojo / ni librar de males a sus protegidos, / mas Silana, destilando todas sus dulzuras, / transformó su bosque en un regazo materno / y así su fronda sería hogar último de Rea Silvia / y hogar primero de la estirpe romana.”
Sin saber que la hondonada a donde habían sido conducidas en secreto Rea Silvia y la doncella Tuccia se hallaba a corta distancia, Kritubis y Palantea habían permanecido en el bosque de Silana durante toda la noche. Esperaban la llegada del nuevo día para trasladar a la cabaña de Kritubis al pordiosero Alec, herido al caerle la copa de un árbol sobre la cabeza. Habían sido unas horas angustiosas, pues el anciano ardía de fiebre, tiritaba y decía palabras inconexas con gran agitación. Las dos mujeres lo habían velado por turnos, la una vigilándolo y humedeciéndole la frente con paños empapados en agua mientras la otra descansaba, pero los ruidos del bosque o quizá una presencia siniestra les había impedido dormir.
Al amanecer oyeron voces. Kritubis se asomó con cautela por encima de las rocas que ocultaban de la vista al herido Alec, apenas un montón de piedras sueltas a cierta distancia del sendero. Vio entonces a Prátex penetrar en la espesura acompañado del borrachín Catión y se estremeció. ¿Qué harían en el bosque de Silana esos dos indeseables? No alcanzaba a entender lo que decían, pero las ropas de Prátex estaban empapadas en sangre y de su cinturón colgaba una espada que golpeaba su muslo al andar.
- Me inquieta ver a esta gentuza aquí – dijo Kritubis a Palantea tan pronto como Prátex y Catión hubieron desaparecido de su vista –. Vuelve inmediatamente a Alba Longa a buscar a mis criados, estarán en el campo. Que dejen lo que estén haciendo y vengan para trasladar a mi cabaña a este pobre hombre. No deben decir nada a nadie. Explícales bien dónde estamos. Y que procuren no hablar ni hacer ruido cuando entren en el bosque.
- ¿Piensas quedarte sola? ¿Con esos individuos merodeando por aquí?
- ¡Como si nos quedara otra solución…! Llévate contigo la mitad de los cerdos. Si te encontrases con ellos, creerán que los estás pastoreando y no se extrañarán. Yo me quedaré con la otra mitad, por si acaso – respondió Kritubis.
Cuando Palantea hubo reunido unos cuantos cerdos y se disponía a marcharse, su ama aún la retuvo un momento:
– Y otra cosa: cuando hayas dado el recado, ve a mi cabaña, enciende el fuego y pon a hervir un caldero con agua abundante. Hay que hacer un caldo sustancioso para alimentar a Alec. Luego, deja los cerdos en el corral de atrás y vete enseguida al Aventino a buscar a Énule. Es preciso que regrese cuanto antes a Alba Longa. Sin sus remedios y sus artes curativas, dudo que consigamos salvar a este pobre hombre. Y aún así…
- ¡Pero si no he ido nunca! ¿No sería mejor mandar a otra persona que conozca el camino?
- ¿Vas a discutir todas mis órdenes? Eres la más joven de mis criados y tienes buenas piernas. ¡Ea, márchate ya! No estamos para entretenernos…
Hacia el mediodía, con grandes esfuerzos y la ayuda de unas parihuelas, entre varios criados consiguieron sacar del bosque de Silana al herido Alec y transportarlo hasta la cabaña de Kritubis. Allí quedó instalado cerca del hogar.
Palantea se había apresurado a partir aquella misma mañana hacia el Aventino, un lugar donde jamás había estado y al que solo volvería muchos años después. Al pasar por el bosquecillo que crecía junto a la puerta occidental de la muralla se encontró casualmente con Urbano Lacio quien, encaramado a un árbol, observaba unos pájaros.
- ¿Dónde has dejado los cerdos? – preguntó el muchacho, descolgándose de una rama justo delante de ella, con el consiguiente sobresalto de la pastorcilla.
- He de hacer un recado y no puedo llevármelos. Llevo prisa – respondió ella, pasándole por delante.
- Te acompaño.
- No puedes venir. Está bastante lejos.
- ¿Y qué? Tengo mucho tiempo. Así no irás sola.
La pastorcilla dudó, aun sin dejar de andar. Recorrer por primera vez un camino desconocido era inquietante incluso para alguien que, como ella, trascurría mucho tiempo en los bosques acompañada sólo por los cerdos. Urbano Lacio tenía tres años menos que ella y su estatura no era gran cosa, pero al menos iría acompañada.
- Voy al Aventino, así que no me dará tiempo de ir y volver hoy. Dormiré allí – dijo sin comprometerse.
El joven Urbano Lacio se encogió de hombros y le hizo saber que no le importaba dormir una o varias noches fuera de su casa. Él tampoco había visto nunca la colina del Aventino ni el río Tíber y le parecía una ocasión tan buena como cualquier otra para acercarse a ese río del que había oído contar maravillas.
Y puede decirse que fue un feliz azar aquel encuentro, o quizá no fue el azar, sino Fortuna. La diosa que gobierna el timón de las vidas humanas tal vez había decidido ya conceder a Urbano Lacio el alto honor de relatar los orígenes de Roma. Fue, pues, providencial que el muchacho pudiera visitar el territorio en el que nacería la gran urbe cuando ésta aún no existía, en tanto él, por su corta edad, estaba en posesión de todas sus capacidades y deseoso de aprender.
Jamás olvidaría la impresión que causaron en su ánimo aquellos parajes. Sus doce años de vida habían discurrido entre bosques tan espesos que apenas dejaban ver el cielo, en torno al ojo misterioso que era el lago Albano, sereno y estático, en cuya superficie azul los espíritus del mundo subterráneo y los que habitaban la cúpula celeste confluían y se comunicaban entre sí. Era sobrecogedor salir de ese territorio conocido, limitado, impregnado de sacralidad, para adentrarse en otro completamente extraño.
Pronto dejaron atrás el poblado y llegaron a una bifurcación del camino: el ramal de la izquierda conducía a la ciudad de Lavinio; el otro, que continuaba recto, descendía desde las alturas para atravesar un llano extenso e inculto en dirección a las orillas del Tíber y sus colinas. Todo eran matorrales y pastos, piedras sueltas, horizonte. Allí no parecían reinar más señores que la rústica Pales, de quien no se sabía si era dios o diosa, y las divinidades con patas de cabra: Fauno burlón y su esposa Fauna, a quienes los pastores se encomendaban desde tiempos remotos y que, en aquellos espacios abiertos, mostraban su naturaleza más agreste y bestial.
Absorto en la contemplación de aquel paisaje, Urbano Lacio avanzaba siguiendo a Palantea. Veía acercarse los abruptos collados que con el tiempo se convertirían en el solar de Roma, colinas cuyas cumbres estaban salpicadas de bosques aquí y allá. El cielo se expandía sobre ellas amplio y transparente, poderoso. Le pareció muy distinto del apacible cielo albano, aunque no hubiera podido señalar la diferencia. En aquella soledad selvática su alma percibió un hálito divino, un aura espléndida y feroz que infundía respeto. Y supo que también aquel era un lugar sagrado.
- Si sigues andando sin mirar al suelo, te romperás un pie o la cabeza – dijo una voz cerca de él, causándole un sobresalto –. Estás cerca de una fosa.
Urbano Lacio se detuvo como quien despierta de un sueño. Y le falló su intuición: en aquel niño que lo miraba con atención y cierto aire de burla, no fue capaz de reconocer al hombre que se convertiría, con el tiempo, en uno de los artífices de la gloria de Roma.
NOTA: Os dejo el enlace al blog de Urbano Lacio, Justo Serna en la vida real. ¿Real? No, mejor decir en la vida actual.