domingo, septiembre 30, 2007

EL ADIOS A CARTAGO (VII).- Los planes de Eneas son descubiertos por la reina Dido.


Dido se siente como si la hubieran arrojado al interior de un frasco de vidrio y se hallase flotando dentro de él, sin ver del exterior más que sombras extrañas y deformes a través de las paredes de cristal; sin saber dónde es arriba y dónde es abajo, ni derecha ni izquierda. Un zumbido cada vez más alto y agudo brota de su propio cerebro y presiona sobre sus oídos con tal intensidad que su estallido parece inminente. Le flaquean los músculos, la vista se le enturbia más.

La vestal Crisea y la noble Diana le cogen las manos. Se le han quedado heladas y sin fuerza y un violento temblor le estremece todo el cuerpo. Le ofrecen una copa con agua, pero ella la rechaza. Ahora no podría tragar. Quizá no pueda volver a tragar nunca, porque su estómago y su pecho han sido atacados por una manada de leones. Le clavan los colmillos, las uñas le desgarran la carne.

- No puede ser – dice con un hilo de voz.

Y se sabe delatada por la propia debilidad de su protesta. Sí, su corazón le había advertido, estaba temeroso del momento de la despedida. Pero era un temor difuso, lejano como un eco, ese temor del cual nadie se libra cuando ama. ¡Cuántas veces se ha repetido a sí misma que era infundado…! Y aún lo sigue siendo, aunque los hechos parezcan negarle la razón. Un hombre de la nobleza de Eneas no puede comportarse así. Es un héroe de la guerra de Troya, un príncipe de sangre real, el último de la estirpe de Príamo. Puede que le costara contraer matrimonio, pero Eneas no huiría a escondidas de una mujer. Cuanto más piensa en ello, más se reafirma en que debe tratarse de un error.

- No puede ser, Crisea – repite. Se suelta de las manos de sus amigas y se yergue en el taburete –. Zoe te ha mentido. O le han mentido a ella. Al fin y al cabo ¿quién es ese Náufrago? Una persona estrafalaria a quien nadie toma en serio.

- ¿Te habríamos dado este disgusto sin asegurarnos antes? – responde Diana.

- No dudo de vosotras. Pero hay alguna explicación, estoy segura. En cualquier caso, no voy a quedarme aquí, lamentándome, sin hacer nada.

Al abatimiento provocado por el mazazo de la sorpresa, le opone una actividad febril. Reclama la ayuda de Crisea y Diana para borrar de su rostro las marcas de las lágrimas, componerse el cabello y la figura, cambiarse de túnica. Insiste en adornarse el cuello con el hilo de perlas regalado por Eneas, aquel que perteneció a su prima Ilíone y él había rescatado de la destrucción de Troya. Conviene que el príncipe recuerde su llegada a Cartago siendo un vagabundo sin patria ni hogar; cómo le brindó Dido refugio y apoyo a él y a su pueblo acogiéndolos como sus iguales; debe acordarse del banquete de bienvenida cuando él mismo, invocando a los dioses y poniéndolos por testigos, hizo votos de amistad eterna entre troyanos y cartagineses y la colmó de regalos, casi reliquias, de su propia familia.


Acompañada de Crisea, la noble Diana y un cortejo de servidores, la reina galopa hacia el campamento troyano. Qué distinto de aquella cabalgada durante la cual les sorprendió una tempestad y ella se entregó a Eneas por primera vez…! Hoy el cielo está tan despejado como aquel día y su ánimo turbado y expectante. Sin embargo, si hoy estalla una tormenta no será de lluvia y viento, sino un cataclismo capaz de transformar por completo su vida. No habrá un final gozoso si Eneas le ha mentido. Alcanzan la cumbre de la colina desde la cual se divisa el campamento y el corazón de Dido se detiene.

Allá abajo brillan muchas hogueras. Protegidos por cubiertas de paja, colgados de largas sogas como si fueran ropa, se ahuman cientos de pescados. Algunas mujeres alimentan las brasas y añaden troncos verdes para espesar el humo. Desde el bosque, jóvenes colocados en fila acarrean gruesas ramas y las amontonan junto a un cobertizo. Allí los carpinteros fabrican los remos, y una vez les han dado la forma deseada, otros los recogen y los sostienen con horcas por encima de las hogueras para endurecerlos al fuego. Grandes telas triangulares cubren la arena y a su alrededor se afanan muchas manos: unas atan cabos de cuerda en los extremos, éstas remiendan, aquellas enrollan. Los fardos se amontonan en las puertas de las cabañas, muchos carros están cargados.

La reina cierra los ojos unos instantes. Quizá sus propios recelos le han traicionado y es mentira lo que ha visto, una alucinación fruto de su miedo. Se oyen en la lejanía alegres cantos para modular el ritmo del trabajo y comprende que nada habrá cambiado cuando vuelva a abrir los ojos. Se equivoca, porque ha habido un cambio significativo en el paisaje humano: allí está Eneas, de pie ante una cabaña, hablando con Palinuro, su timonel. Si aún quedaba algún resquicio para la duda, los gestos de Palinuro señalando hacia el horizonte, los taponan.

Sin pronunciar una palabra, Dido espolea su caballo y desciende hacia el campamento. Descabalga sin esperar la ayuda de nadie y se planta delante del príncipe troyano. Trae arreboladas las mejillas y sus ojos arden. Los clava como un punzón de fuego en los de Eneas.

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- No creo que fuera buena idea ponerse ese collar – interrumpe Karo. Es su forma de decirme que necesita descansar un poco. Deja a un lado las tablillas y se pone de pie. Sacude en el aire una pierna y luego la otra y al mismo tiempo agita los brazos y las manos. Parece una bailarina vieja relajando los músculos antes de comenzar la danza. También yo me levanto y doy un pequeño paseo alrededor de la higuera.

- Lo digo porque ese fue el collar que le anudó al cuello el niño Ascanio la noche del banquete. O el mismísimo dios Cupido, si creemos al poeta Trailo – insiste –. ¡Quién sabe si tendría restos de veneno de amor…!

- El amor había emponzoñado por completo el corazón de la reina y trastocado sus sentidos, Karo; no hacía falta ninguna dosis adicional. Según Barce, había dejado de ser ella. Sin embargo, yo empiezo a pensar que mi abuela estaba equivocada. Tal vez en esa crisis afloró una Dido desconocida para nosotras y no supimos cómo interpretar sus palabras ni sus gestos. Ojala seamos capaces de comprenderla ahora.




* Detalle de pintura mural. Pompeya.
**Detalle de pintura mural. Catacumbas de Domitilla. Roma.
***Detalle de un relieve del monumento a Anita Garibaldi. Roma.
****Detalle de escultura femenina. Museos Capitolinos. Roma.
*****Detalle de pintura mural. Museo Massimo alle Terme. Roma.
******Ruinas de Pompeya. Foto de Diana Coca.
*******Detalle de mosaico mural. Museo Massimo alle Terme. roma.
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viernes, septiembre 28, 2007

Duelo



Esta página está de luto. Nuestro amigo y compañero Carlos A. Gamboa ha sufrido una terrible pérdida. En un accidente de tráfico ha muerto su hija de 12 años y han resultado heridos su esposa y su hijo pequeño. No hay palabras suficientes para consolarlo a él y a su familia, pero al menos podemos expresarle nuestro pesar y hacerles llegar nuestra solidaridad y afecto, decirles que no están solos. Un abrazo enorme para ellos.

lunes, septiembre 24, 2007

EL ADIOS A CARTAGO (VI).- La reina Dido se queda esperando a Eneas.


- Iskias era una amazona de los pies a la cabeza – afirma con orgullo la tejedora Amneris –. Mi madre la adoraba. Decía que era la mejor combatiendo, la más valiente y hábil. Sólo la reina Pentesilea la superó en fama en la guerra de Troya. Y tenía un carácter noble, no conocía la doblez. Siempre fue sincera y directa.

- La recuerdo como si la viera ahora: alta, brava y bien plantada. ¡Y qué mata de pelo…! Le llegaba por debajo de la cintura. Todas las muchachas soñábamos con tener un pelo así – respondo con un suspiro.

- Es la primera vez que te oigo decir esas tonterías, señora Imilce – interviene mi ayudante Karo –. Hablar de la apariencia de Iskias cuando acaba de tener semejante bronca con Eneas me parece una frivolidad.

Sus palabras me golpean como una bofetada en pleno rostro. Rechazo su ayuda para levantarme y entro en la casa a fin de ocultar el daño con la excusa de buscar una capa que quiero mostrarle a Amneris. Desde la cocina la oigo reñirle a mi ayudante.

- Lo está pasando mal ¿No te das cuenta? – le dice –. Imilce vivió todos estos acontecimientos en primera fila aunque era una niña. Pero no estaba en un teatro, sino en el centro del conflicto, al lado de la reina. Es muy duro para ella revivir todo esto. Y más cuando se está esforzando en reconstruir el sufrimiento de Dido. Si no relaja la tensión de vez en cuando, el corazón va a reventarle.

Se me forma un nudo en la garganta oyendo a Amneris. Es una mujer muy sensible y no sólo una gran artesana del telar. A excepción de Kostas, es quien mejor percibe mi angustia y la respeta. Conoce las dificultades de meterse en la piel de otra persona, porque ella misma hubo de hacerlo para comprender a su madre. Como buena amazona, Nismacil no consintió en casarse ni en vivir con Igres, así que Amneris no pudo disfrutar de una familia como las demás.

Ella intuye que pienso mucho en Dido. Pero también pienso en mi abuela Barce y la pena que arrastró hasta su muerte. Se hacía muchos reproches. Eran injustificados, incluso absurdos, pero siento la necesidad de descargarla de su culpa, pues en cierto modo me la ha transmitido a mí. Y es como si al poner esta historia en palabras pudiera aliviarla a ella, liberar su espíritu de un peso. Y también aligerar el mío. Esto es algo que Karo no puede comprender.

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- El príncipe Eneas te presenta sus respetos, señora. Me manda decirte que no vendrá esta noche y estará ausente unos días – dice Acates, compañero inseparable de Eneas.

A la reina le sorprende y le contraría este mensaje. Es ya media tarde y estaba esperando al príncipe para dar con él un paseo a caballo por los alrededores. Debería haberle avisado más temprano, ahora empieza a oscurecer y sería una imprudencia salir. Y además ¿por qué motivo no viene?

- No tendrá ningún problema, espero.

- En absoluto, señora. Antes de que empeore el tiempo, nuestros hombres quieren ir de caza y conservar la carne. Es mejor apresurarse ahora.

La reina Dido despide a Acates mandándole sus mejores deseos a Eneas y unos cestos con viandas. Una cacería para aprovisionarse constituye una razón de peso, se repite para sí. Sin embargo, se le instala un hormigueo en el vientre. Desde que su marido Siqueo salió para una cacería y no regresó nunca, desconfía de todas aquellas en las cuales no participa ella misma. Pero ¿qué puede pasar? No hay ningún peligro ni es raro que Eneas comparta unos cuantos días con sus hombres. Un príncipe debe estar cerca de los suyos, participar con ellos de los asuntos importantes. Y asegurarse la comida para el invierno, lo es.

Mira por la ventana. Ya lo echa de menos. Desea que pasen a toda velocidad los días para tenerlo de vuelta. ¿Qué hará ella sola? ¿Con quien charlará y disfrutará esta misma noche, y mañana, y pasado? El lecho estará muy frío, el palacio triste.

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- ¡Eh! ¿Qué haces aquí? ¿No te dejé bien claro que no quería volver a verte?

- ¡Atiéndeme un momento, Zoe, y no grites! – dice el Náufrago en voz muy baja. Pega su cuerpo flaco a la pared del templo de Juno, como si quisiera confundirse con la piedra. Es un gesto innecesario, porque la tarde ha caído ya y no se han encendido las antorchas. No podría distinguirse ni el color del pelaje de un gato.

En otro momento, Zoe lo hubiera despachado sin contemplaciones. Pero hay en la voz del troyano una firmeza desconocida y eso la hace contenerse.

- Mi corazón pertenece ya a otra mujer. No volveré a molestarte – dice el hombre.

- Te felicito. ¿Y a qué vienes, entonces?

- Quiero saldar una deuda. Fui un estúpido dando por sentado el matrimonio de la reina con Yarbas delante de Eneas. Estabas en lo cierto: le he causado a ella mucho daño y he decidido amarla para siempre como compensación. Pero temo que no sea bastante.

- No creo que tu amor valga mucho, desde luego. ¿Y qué otra tontería se te ocurre?

- Nos vamos. Díselo.

Zoe calla durante unos instantes. No acaba de comprender las palabras del Náufrago. ¿Quiénes se van? ¿Y cuándo?

- Eneas ha dado orden de partir. Estamos haciendo los preparativos sin que nadie lo sepa, ni siquiera la reina. En dos o tres días dejaremos Cartago.

La muchacha se queda sin respiración. ¿Qué clase de persona es el Náufrago, un hombre capaz de colocar su amor a la reina por encima de la lealtad debida a su príncipe? Quizá se ha equivocado al despreciarlo. Abre los brazos y lo atrae hacia sí. Ofrece sus senos a los labios del Náufrago, siempre sedientos, y ciñe su cuerpo al suyo. Bien merece navegar por sus ondas, penetrar en todas sus cavernas antes de caer víctima de un nuevo naufragio.
Mañana por la mañana dará su mensaje a la reina.




*Jardines de las Catacumbas de San Calixto. Roma.

**Figura masculina. Detalle de un sarcófago. Museos Capitolinos. Roma.

***Relieve de un caballero de caza. Iglesia de San Saba. Roma.

****Detalle de relieve en la plaza de los Caballeros de Malta. Roma.

*****Detalle de marco dorado. Museos Capitolinos. Roma.

******Detalle de la escultura "Apoxímenos". Museos Vaticanos. Roma.

*******Escultura femenina. Aula Octógona. Roma.

********Detalle de relieve en la plaza de los Caballeros de Malta. Roma.

jueves, septiembre 20, 2007

EL ADIOS A CARTAGO (V).- Cambios en la vida de la reina Dido



A la reina Dido no le sirve de mucho tomar baños con aceites aromáticos, aplicarse los ungüentos que le prepara Morgana para refrescar la piel y ataviarse con sus mejores túnicas y alhajas. Eneas la mira distraído e, incluso, a veces, parece observar algo situado más allá de ella, como si su carne fuera transparente. El troyano ya no busca su cuerpo con el mismo ardor, aunque ella se esfuerza en inventar nuevas caricias y se le ofrece de la manera más gentil y seductora. Las risas y los juegos en el lecho han sido sustituidos por la premura y la rutina, una exigencia carnal que se agota en sí misma y ya no produce besos tiernos, confidencias, alegres competiciones en las que se disputa sobre quién ama más a quien.

La reina ya no tiene dudas: quien más ama es ella. Y con creciente angustia trata de recuperar el terreno perdido. Redobla sus atenciones, está pendiente de satisfacer los más pequeños deseos de su amante, incluso antes de ser formulados. El más leve signo de contrariedad en el rostro de Eneas desencadena sus temores y le produce una aguda desazón. No le ha pasado desapercibido el distanciamiento cada vez mayor entre troyanos y cartagineses. Para zanjarlo, ordena al Príncipe del Senado y al noble Acus no contrariar a Eneas en nada y rechaza escuchar sus apelaciones al sentido común y a sus responsabilidades.

Crecen a su alrededor las miradas de reproche. O eso le parece. Incluso su mejor amiga, la noble Diana, quien tanto le apoyó en sus amores con el príncipe troyano, ha variado su actitud. Sutilmente le ha ido haciendo advertencias acerca del peligro de una pasión desenfrenada. Dido protesta: ¿Quién tiene autoridad para fijar los límites y las dimensiones del amor? Nadie señala a una madre hasta dónde debe llegar la devoción por sus hijos. Ninguna persona en el mundo se atrevería a ordenar a una hija que moderase su amor por sus padres ni le impediría sacrificarse por ellos. Y el amor entre un hombre y una mujer ¿por qué habría de ser diferente? ¿Cómo exigir al corazón y al alma que se entreguen sólo un poco, una parte nada más, como si fueran divisibles?

Desde el día de su disgusto con Barce, Dido se siente, además, muy sola. Añora los cuidados y la compañía de la vieja nodriza, su capacidad para guardar silencio y su manera afectuosa de estar al lado suyo. Es, seguramente, la persona que mejor y más íntimamente la conoce, aquella a quien nada se le puede ocultar. Pero aún le escuecen sus palabras, tan injustas hacia Eneas, y de ningún modo piensa en una reconciliación. “Lo más importante ahora es mantenerme tranquila, estar serena”, se repite a sí misma. El tiempo juega a su favor. Tiene todo el invierno por delante para resolver los pequeños desencuentros con Eneas y celebrar bodas con él. Debe concentrar en esto su tesón y energía, desplegar todas sus armas de mujer.

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- Nos vamos – dice Eneas.

Está de pie en medio de la cabaña de paja que ha servido durante meses de alojamiento a sus colaboradores principales, sentados ahora en torno a él sobre cajas y escabeles. Por entre los postes que sostienen la techumbre se vislumbra la playa, embestida por los lametazos de un agua gris y opaca, turbulenta. Cada día crecen en intensidad el olor salino y el fragor de las olas.



- ¿Quieres que nos hagamos a la mar ahora? – pregunta su lugarteniente Ícarus, a quien esta declaración ha tomado por sorpresa –. Hemos pasado meses y meses de ociosidad y pretendes embarcar justo cuando estamos a las puertas del invierno. ¿Quieres hundir del todo a la nación troyana?

- Quiero irme, nada más. Y no me ayudan tus sarcasmos. Si tienes miedo…

- No soy un gallina, bien lo sabes – responde Ícarus –. Y todos deseamos largarnos de una vez. Pero dudo que sea prudente el hacerlo ahora.

- Si nos damos prisa, podríamos cruzar hasta las costas de Italia en unas cuantas jornadas – interviene Palinuro. Sus palabras tienen mucho peso, pues no en balde es el timonel más experimentado y seguro de la flota.

- ¿Y, si alcanzamos esas costas, nos dará tiempo de construir refugios y conseguir comida para afrontar el invierno? – reflexiona en voz alta Cloanto, cuya mayor edad lo hace especialmente vulnerable a las penurias.

- Siempre que no lo desperdiciemos discutiendo aquí – contesta con sequedad el príncipe –. Además, nos llevaremos de Cartago la mayor cantidad posible de provisiones. Y otra cosa muy importante: todos los preparativos han de realizarse deprisa y en el más absoluto secreto.

Pese a lo sorprendente del anuncio y la brusquedad con la cual se está desarrollando la reunión, algunos rostros empiezan a manifestar alegría y, poco a poco, se va contagiando a otros. La idea de partir les resulta estimulante, pese a las dificultades. Como si salieran de un letargo, el propósito de fundar la nueva Troya abandona la bruma en la cual ha estado envuelta en los últimos meses y cobra fuerza en sus corazones. Un sentimiento de euforia los empuja a hablar todos a la vez, felicitándose, animándose a emprender esta próxima aventura.

- ¿Por qué tanta prisa y tanto secreto, Eneas? – dice la amazona Iskias. Y sus palabras suenan como el granizo al rebotar contra el metal de los escudos. Todos los asistentes callan.

- Dime, Iskias ¿Desde cuando le exiges explicaciones a un príncipe?

La amazona hace un esfuerzo para contenerse. Con gusto le habría respondido: desde que lo veo comportarse como un villano. Pero no quiere provocar una disputa grave.

- Te confundes: no me dirijo al príncipe, sino al hombre. Y lo hago porque me extraña tu conducta, cuando tantos dones y tantos favores has recibido de la reina y de Cartago.

- Mis razones no te conciernen. Ya me entenderé yo con la reina.


Los ojos de ambos echan chispas como cuando en un combate a muerte chocan las espadas. Ninguno de los dos cede a ese enfrentamiento, cuya violencia espanta a todos.

- Yo me quedo – dice al fin la amazona.

- Haz lo que quieras. Pero no saldrás de esta cabaña sin jurar antes que no dirás una palabra de nuestros planes a nadie. Estás obligada a mí por lazos de lealtad.

- Lo juro. Y con este juramento quedo libre de los lazos que nos unen.


* Detalle de escultura. Museos Capitolinos. Roma.

**Detalle de relieve con figura femenina. Museos Capitolinos. Roma.

***Detalle de pintural mural. Museo Massimo alle Terme. Roma.

****Maqueta de la cabaña de Rómulo. Anticuarium del Palatino. Roma.

*****Detalle de la escultura del emperador Augusto (supuesto descendiente de Eneas). Museos Capitolinos. Roma.

******Detalle de relieve en terracota. Anticuarium del Palatino. Roma.

*******Detalle de mosaico. Museos Capitolinos. Roma.

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lunes, septiembre 17, 2007

EL ADIOS A CARTAGO (IV).- Discusiones y malestares en torno a la reina Dido.



- ¡Menuda arpía era Utyke! – exclama Karo con evidentes signos de malhumor. Deja a un lado sus útiles de escritura y se levanta –. Traeré algo de beber para refrescarnos.

- Que sea vino de higos, si aún os queda – dice Kostas.

Antes de darle lectura pública, he querido dar a conocer esa últlima parte a mis amigos y oir sus opiniones. No me resulta fácil reflejar con claridad los conflictos y desajustes que, sin ser en apariencia graves, amenazaban a la reina. Y a todos, porque era imposible desligar nuestro bienestar del suyo. En Cartago circulaban muchos rumores y ninguno de ellos era favorable a los troyanos. Sus naves ocupaban nuestra playa desde la primavera y estaba a punto de entrar el invierno. Demasiados meses disfrutando de la hospitalidad de la reina y su favor. Lo más inquietante, sin embargo, era desconocer sus planes inmediatos. Dado lo avanzado del otoño, todo el mundo daba por sentado que pasarían el invierno aquí. Y esa perspectiva no era del agrado de los cartagineses: la gente de Eneas era como un huésped que se resiste a partir y convierte en hastío el regocijo con que fue recibida su llegada.

- A mí quien más me indigna es Eneas – dice Jacinta cuando ya hemos apurado varias veces nuestras copas –. Si su intención era continuar su ruta, debería haberlo dicho con claridad desde el principio.

- Quizá no lo sabía cuando llegó – alega el poeta Trailo.

- ¡Ja! Tú mismo, en tus textos, afirmas una y otra vez que se dirigía a las costas del Lacio. Y que los dioses le tenían prometido un reino allí. No lo vayas disculpando ahora. Eneas no tenía planes de casarse con Dido, eso es obvio, pero alimentó sus ilusiones y se dejó querer. ¡Y bien que supo aprovecharse de su magnanimidad, sus riquezas y su amor sin límites!

- Con el mayor respeto por la reina, en este asunto cometió un error – dice Parepidemos el peregrino –. Fue muy imprudente por su parte no haberle exigido matrimonio antes de meterlo en su lecho.

- ¿Siempre han de tener la culpa las mujeres…? – dice mi nuera con una pasión desconocida.

- Pues sí, esa es la realidad. ¿Qué hombre en sus cabales rechaza disfrutar de los placeres de Venus con una buena hembra, o, si lo apuran, con cualquier hembra aunque sea más horrible que la Parca? Dido debió ser más honesta, o más lista, y guardarse mejor – remata Trailo. Y levanta a su alrededor un griterío.

- ¡Eneas fue desleal y tú lo sabes! – le espeto al poeta troyano cuando me lo permite el alboroto –. Y es una vileza de tu parte poner en cuestión la honorabilidad de Dido. Me repugnan los seductores de mujeres que, una vez satisfechos sus instintos, se vuelven contra ellas. “¡Qué liviana fuiste…!”, dicen, “Las mujeres deben ser castas y no entregarse al primero que llama a su puerta“ y los muy sinvergüenzas tienen los nudillos desollados de tanto llamar. Más verdad saldría de sus bocas si dijesen: “Fui muy astuto en el engaño y supe ocultarte que no era de fiar. ¿Por qué me amaste, si yo no lo merecía?”. Pero no voy a discutir contigo. Nuestra reina amó a Eneas por encima de todo, más que a nadie en el mundo, y su amor, aunque fuera una locura, merece el mayor de los respetos.

Amneris y Kostas tratan de calmar los ánimos. Le echan la culpa del acaloramiento al vino de higos y a nuestra mucha implicación en la historia. Todos tenemos algo de razón, dice Amneris. Y me recuerda cuántas veces me he lamentado de la intervención de los dioses y les he achacado la desgracia de la reina. Eso es cierto. Sin embargo, cuanto más avanzo en la reconstrucción de la historia, con más claridad veo los aspectos humanos y más desdibujados aparecen los caprichos de las divinidades.

Hemos bebido agua en abundancia y recobrado la serenidad, aunque aún hay muchas caras largas. Trailo se levanta para despedirse, muy cabizbajo. Espero haberle chafado la cresta a ese gallito.

- Una cosa te diré antes de irte – le digo –: Eneas no traicionó solamente a la reina, traicionó a todo Cartago.

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- Ojalá nos marcháramos pronto – confiesa la viajera Cirene a la amazona Iskias. Vienen del campamento troyano de visitar al Náufrago, sumido en un silencio melancólico desde que Zoe lo expulsó de las escaleras del templo de Juno.

- ¿Tan a disgusto estás aquí?

- Me preocupa el niño Ascanio. Su infancia ha sido desastrosa. No recuerda nada de su madre, le afectó mucho la muerte de su abuelo y desde que llegamos a Cartago, Eneas no le presta atención. Nunca ha sido muy alegre, pero últimamente tiene un ánimo sombrío.

- No veo en qué puede mejorarlo echarse al mar, a la ventura ... – observa Iskias.

- Ayer bajó a la playa con su grupo de amigos, y yo los acompañé. Jugaron durante un rato y luego nos acercamos a donde están nuestras naves. Imilce se colocó delante de él y empezó a hacerle reverencias. Ya sabes cuánto le gusta bromear. Y lo declaró “Ascanio I, rey de la flota troyana”. Se lo tomó muy mal. Dijo que él no sería nunca rey de nada si su padre se comportaba como un esclavo encadenado a la pata del lecho de la reina. Los jóvenes troyanos lo celebraron palmoteándole la espalda. Fue muy violento. Anna trató de restar importancia al asunto, pero los gestos eran elocuentes y las palabras ya estaban dichas. Y no me gusta lo que revelan. ¿Te imaginas, si Eneas engendrase un hijo en Dido?

- ¡Menuda situación! El hijo de Dido se convertiría rey de Cartago y Ascanio, siendo el mayor, no tendría derecho a nada…

- La idea le resulta insoportable. Y se siente, con razón, despojado de su herencia. Lo mismo piensan otros compañeros. ¿Qué sentido tiene permanecer aquí, Iskias? Yo misma me sumé a este grupo porque quería participar del nacimiento de la nueva Troya, y no para contemplar pasivamente cómo otros construyen sus ciudades.

Acaban de entrar por la puerta de la muralla, cuando les sale al encuentro un emisario. El príncipe Eneas las convoca a una reunión secreta al día siguiente, a media mañana, en el campamento. Absolutamente nadie debe enterarse.



*Detalle de pintura mural. Catacumbas de Domitila. Roma.
**Ninfeo de Egeria. Valle della Cafarella. Roma.
***Figura masculina en el patio interior de una casa. Roma.
****Detalle de busto de mujer. Museo Altemps. Roma.
*****Detalle de pintura mural. Catacumbas de Domitila. Roma.
******Escultura femenina. Amazona. Museos Capitolinos. Roma.
*******Composición sobre un detalle de pavimento de las Estancias Borgia. Museos Vaticanos. Roma.

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miércoles, septiembre 12, 2007

EL ADIOS A CARTAGO (III).- La sobrina del sacerdote de Hércules, ataca.


- ¡Vaya un modo de hablar a tu príncipe! – reprocha Zoe al Naúfrago cuando Eneas se aleja. Ha oído toda la conversación desde su silla plegable junto a un lateral del templo –. Si Eneas tuviese el genio del rey Yarbas, te habría estrangulado. Y aún puede que te estrangule yo.

- ¿Pero qué he dicho? –. El Naúfrago se queda atónito ante esta reacción. Mira fijamente los pechos desnudos de la prostituta sagrada. Hay en su mirada deseo y veneración. Y también una tristeza muy honda.

- Que otro hombre se va a llevar al lecho a su hembra ¿Te parece poco? – responde Zoe enojada.

- ¡Si es la verdad…!

- La verdad es que has comprometido a la reina, idiota – Zoe está muy alterada y comienza a hablar a gritos –. ¿No podías contentarte con escuchar lo que me hacen y lo que me dicen otros y tener la boca cerrada…? No quiero verte más por aquí, ¿me oyes?

- No te entiendo, Zoe – responde el Naúfrago.

- Pues te lo diré más claro: como la reina se lleve un disgusto por tu culpa, no te lo perdonaré. ¿Te enteras? Y ahora, ¡lárgate!

Zoe vuelve a su sitio y trata de contener su furia. Está muy agradecida a Dido pues, hace unos meses, unos desconocidos la agredieron y la reina ordenó curarla y le brindó su protección. Por primera vez desde que su familia la destinó a ese oficio cuando contaba doce años, alguien se preocupaba por su bienestar. A nadie le importan las prostitutas, aunque ejerzan en un templo. Ella corresponde a la reina en la medida de sus posibilidades: fue enviada aquí como espía del sacerdote de Hércules y su sobrina Utyke, y procura darles la información que, a su parecer, no perjudica a la reina. Sin embargo, no está tranquila, porque en Cartago hay otras orejas y lenguas a sueldo de los libios.

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- Se me está poniendo mal cuerpo, señora Imilce – dice mi ayudante, interrumpiendo el trabajo –. ¿Qué va a pasar si hasta una persona inocente como el Naúfrago hace daño a la reina? Sin quererlo, desde luego, pero la perjudica.

- Ya ves cómo se fueron complicando las cosas. En ciertos momentos, ni el afecto ni la buena voluntad sirven de nada. Mira Barce: quería proteger a Dido haciéndole ver su equivocación y sólo consiguió distanciarse de ella y cargar con un peso en el corazón el resto de su vida. Y no se me va de la cabeza una pregunta: ¿Pudo alguien, en algún momento, ayudar a la reina?
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En la ciudad del rey Yarbas, la sobrina del sacerdote de Hércules pasea impaciente por el jardín de la casa de su tío. Odia esperar. Lleva toda su vida esperando. Desde niña se propuso ser la esposa de Yarbas y lo hubiera conseguido de no haberse presentado la reina fenicia. Lo hizo en malahora, ocupando tierras de Yarbas sin ningún derecho, burlándose de él con la maldita piel de toro. Y el muy necio, aún le pidió matrimonio. Utyke nunca había sufrido una humillación tan insoportable y no la piensa perdonar.

- Ya han regresado, sobrina –. El sacerdote de Hércules irrumpe en el jardín con este anuncio. Trae una cara bastante alegre.

- ¿Y bien?

- Otra negativa. No los ha recibido la reina en persona, sino el Príncipe del Senado. Lo cual ha enojado mucho a Yarbas. Un agravio más. Y les ha dado la misma excusa de siempre: el luto por su marido. En cuanto al asunto de los troyanos, los embajadores han seguido nuestras instrucciones y no le han dicho nada al rey.

- Perfecto. Quiero decirselo a mi manera.

Utyke recorre en pocos pasos la distancia entre la casa de su tío y el palacio. Ya desde el portalón se percata del silencio sepulcral, signo inequívoco de la cólera del rey. Nadie se atreve ni siquiera a moverse cuando tiene uno de sus ataques de ira. Salvo Utyke. Se dirige al patio, donde le han informado que se encuentra entrenándose con las armas. Es una forma de hablar, porque Yarbas esgrime una estaca en la mano y con ella golpea furiosamente una gran piedra colocada en el suelo. La joven espera con paciencia la aparición de signos de cansancio. Al poco rato los movimientos del rey se vuelven lentos y, al final, arroja contra una pared la estaca. En ese momento, Utyke se acerca a él ofreciéndole un lienzo para enjugarse el sudor.

- He venido enseguida para felicitarte, mi rey. He sufrido mucho por ti estas últimas horas.

Yarbas suelta una sarta de improperios y patea un escabel, pero Utyke no se inmuta.

- Llegué a temer que la reina Dido aceptara tu propuesta, lo cual habría sido desastroso. ¡Cuando pienso que tu honor podría estar ahora por los suelos, me estremezco! Mañana mismo ofreceré un sacrificio a Hércules por este gran favor.

- No se de lo que hablas, Utyke, ni me importa – grita Yarbas –. Y por mí, puedes sacrificar a todos los habitantes de Libia cortándoles el pescuezo.

- Lo haría con mucho gusto, porque han sido tus súbditos quienes te han puesto en esta situación. Nunca debiste dejarte convencer para darle tierras a esa fenicia. Pero ya está hecho. Y lo importante, ahora, es que te has librado de casarte con una meretriz. ¡Mientras simula estar guardando luto por su marido, se revuelca en el lecho con un vagabundo troyano!

- ¿Qué dices? –. Las mandíbulas de Yarbas están tan apretadas que parecen una tenaza de metal.

Utyke finge sorpresa. Se lleva las manos al pecho y dirige al rey una mirada inocente.

- Creí que lo sabías – responde con lentitud –. Ayer mismo me lo contó Talibán, tu siervo, a quien encontré casualmente. La reina ha metido en su palacio al jefe de esos troyanos que llegaron a su ciudad hace unos meses y vive en concubinato con él. ¡Y pretende hacerte creer que es una viuda apenada! No tiene vergüenza, ni palabra, ni honor. ¿No te han dicho nada tus embajadores? ¡Deberías castigarlos, pues era su deber informarse del asunto y retirar tu propuesta!

Yarbas alza los puños al cielo y aúlla. Sus rugidos atraviesan el aire del desierto libio y estremecen a los propios leones ocultos en sus cuevas; huyen los pájaros de los nidos, se esconden los perros, el mundo entero se espanta, salvo Utyke. Ella lo escucha sin perder la calma y sonríe para sí: acaba de ganar el trono de Libia, ya puede considerarse reina. Yarbas grita por última vez con voz de trueno:

- ¡Juro por todos los dioses, reina Dido, que serás mi esposa!

*Detalle de relieve. Ara Pacis. Roma.
** Detalle de escultura femenina. Ara Pacis. Roma.
***Detalle de mosaico. Museo Massimo alle Terme. Roma.
****Detalle de suelo de mármol. Museos Capitolinos. Roma.
*****Detalle de escultura Agripina la Menor. Museo Centrale Montemartino. Roma.
******Detalle de busto del emperador Caracalla. Museo Centrale Montemartino. Roma.
*******Reflejo en el Tíber junto a la isla Tiberina. Roma.

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domingo, septiembre 09, 2007

EL ADIOS A CARTAGO (II).- Aparecen más nubes en el horizonte.



- ¿Sabes qué, señora Imilce? Eneas sería un gran guerrero en Troya, pero aquí demostró ser bastante estúpido. ¡Si a mí me amase Salma con tanta intensidad como lo amaba a él la reina…! – dice mi ayudante cuando se marcha Jacinta. Da un gran suspiro y pone los ojos en blanco.

Hace unos meses, me habría sido imposible contener una carcajada, porque pone una cara de bobo verdaderamente cómica. Ahora lo besaría si lo tuviese más cerca. La ingenuidad de su enamoramiento me inspira ternura. En cierto modo, veo a Karo como un reflejo mío: a su edad, yo era tan activa y descarada como él, impaciente y curiosa. Sin embargo, ya había experimentado esa clase de enamoramiento infantil y había conseguido sepultarlo. Un trabajo agotador e inútil, porque algunos sentimientos afloran a la superficie por mucha tierra que arrojemos sobre ellos. Son como el aceite en una taza de agua.

- De tanto pensar en la desdicha de la reina, olvido recordar lo felices que fuimos durante algunos meses – digo lanzando también un suspiro –. ¿Me creerías si te digo que la reina despedía luz? No había visto nunca a una persona tan radiante. ¡Si hasta cuando entraba en la cocina palidecían los fogones…! Siempre andaba pidiéndole a Sofonisba pequeños caprichos culinarios para sorprender a Eneas. Y Sofonisba, claro, se desvivía por darle gusto. Y no solo eso: todos a su alrededor estábamos contentos. Era como si la llegada de los troyanos fuera un prodigio o un regalo de los dioses, un motivo de continua alegría. Florecieron entonces muchos amores.

- ¿Entre cartagineses y troyanos?

- ¡Entre hombres y mujeres, niño! ¿Qué más da a cual de los pueblos pertenecieran? Amores, en general.

- ¡Sé más concreta, señora Imilce! ¿Se enamoró Anna, por ejemplo?

- ¿Anna? Volaba por el aire sin que nadie la pudiera atrapar, como una mariposa. Nos reíamos y éramos felices. Varios jóvenes troyanos se unieron a nuestro grupo y pasamos el verano nadando, saliendo al mar a pescar y trotando por el bosque. Por las tardes, la reina solía organizar banquetes en la playa. A los pequeños y jóvenes nos permitían asistir y cenábamos tumbados en la arena. Luego, contemplábamos a las muchachas de Chipre tocar música y danzar a la luz de las antorchas. ¡Tratamos de imitarlas muchas veces, y hasta Dada nos hizo instrumentos de caña y nos enseñó a tocar algunas melodías!

- ¡No te imagino bailando, señora Imilce! – salta Karo.

- Hay muchas cosas de mí que no conoces. Ni te las pienso contar. Y ya basta de cháchara. ¡Coge el cálamo, y escribe!


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- Lo siento, mi reina, pero el príncipe Eneas no debe recibir a los enviados del rey Yarbas. Está fuera de lugar – dice el Príncipe del Senado, apenas la reina le da audiencia. El otoño está a punto de concluir y un velo de nubes grises oprime el ánimo y la atmósfera del patio del palacio. Sentada en uno de sus bancos de caliza, se diría que el rostro de Dido es una piedra más. Después de unos minutos de silencio, levanta la mirada.

- ¿Por qué razón? A todo el mundo le molesta Eneas últimamente, según parece.

- Es una cuestión diplomática. Yarbas envía su embajada para reiterar su oferta de matrimonio y obtener respuesta de nuestra parte. Si no puedes recibirlos tú, delega en mí o en Acus.

- ¡Estoy cansada ya de este juego! No quiero a Yarbas como marido. Díselo así.

El anciano senador calla y espera. Otras personas pueden dudar de la reina, pero él conoce muy bien a Dido, su instinto de gobernante y su profundo sentido del deber. Ahora está dolida. Barce le ha contado, entre lágrimas, el grave desencuentro que acaban de tener a causa del príncipe troyano y su falta de decisión. La anciana está deshecha, lamenta haberle hablado de un modo tan crudo, incluso falto de respeto. Sin embargo, sólo ha puesto en palabras lo que todo Cartago piensa, lo que piensa la propia reina.

- Está bien – dice ella al fin –. Con la necesaria delicadeza, dale este recado a Eneas de mi parte: me apetece cabalgar esta mañana y preciso su compañía. Incluso nos daría tiempo de cazar si viene con rapidez. En cuanto al asunto de Yarbas, haz como siempre: obsequia a sus embajadores, expresa nuestro aprecio por el rey y asegúrales que tomaré una decisión cuando termine el luto por mi difunto esposo.

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Eneas recibe el recado de la reina cuando está ya a las puertas del templo de Juno. Le causa una mezcla de alivio y malestar. Alivio, porque últimamente la reina lo abruma encargándole tareas propias de un gobernante, pese a que él no deja de ser una persona ajena a Cartago. Como no conoce a fondo los asuntos de esta ciudad, se encuentra en una posición incómoda y, además, se ve obligado a pedirle instrucciones a ella. Se alegra, pues, de ser relevado del engorroso encargo de recibir a los libios.

Y se siente molesto por las mismas razones. No encaja en esta ciudad. Dido le ha pedido varias veces que se quede. Incluso en el banquete de bienvenida, cuando acababan de conocerse, hizo ante los dioses el ofrecimiento de hacer de Cartago una ciudad común para troyanos y cartagineses. Sin emgargo, es ella quien la gobierna, quien goza de toda la estima y autoridad. Entonces, ¿qué papel podrían desempeñar en ella los troyanos? De asentarse en Cartago, ¿quedaría él mismo reducido a ser el lugarteniente de la reina? Ha sobrevivido a una guerra cruel y a siete años de vagabundeo por los mares y tanto esfuerzo se merece algo más. Todos los troyanos se merecen tener una ciudad propia, un lugar del cual ser amos y señores aunque hayan de conquistarlo por las armas.

- Salud, príncipe Eneas – dice una voz. Sentado en uno de los escalones que conducen al templo, está el Náufrago. Es un compatriota con fama de excéntrico, pues se siente más feliz cuanto mayor es su desgracia. Ha abandonado su adoración a la amazona Iskias por otra más frustrante: ahora se dedica en cuerpo y alma a sufrir de amor por Zoe. Es la prostituta del templo y Juno cuenta con muchos devotos. Todos gozan de ella, menos él. Alega que Juno siempre protegió a los griegos y estuvo abiertamente en contra de los troyanos. No va a ofrecerle a la diosa el tributo de su semen.

- ¿Cómo van tus asuntos? – responde Eneas.

- Es duro ver entregarse a otros a la mujer que se ama. Sufro mucho, pero me conformo. Y tú deberás hacer lo mismo. El rey Yarbas vuelve a pedir en matrimonio a la reina Dido y, al final, ese casamiento habrá de realizarse. Al menos, esa es la opinión general que aquí se escucha. Los hombres hablan mucho con Zoe.

La expresión de Eneas se torna dura. Así pues, ese ha sido el motivo de la llamada de la reina. Ha querido apartarlo de esa embajada, ocultarle información. Sabrá pagarle con la misma moneda. Es evidente, y acaba de demostrarse, que Cartago no es su sitio.


* Cupido y Psique. Detalle de un sarcófago. Museo Termas de Diocleciano. Roma.
**Detalle de pintura mural de Anibale Carraci. Palacio Farnese. Roma.
***Flores.
****Detalle de escultura femenina. Museo Termas de Diocleciano. Roma.
*****Nubes sobre el foro romano.
******Detalle de escultura masculina. Museo Massimo alle Terme. Roma.
*******Detalle de un sarcófago. Museo Termas de Diocleciano. Roma.

martes, septiembre 04, 2007

EL ADIOS A CARTAGO (I).- El amor de Dido no da fruto.

(4ª parte de Dido y Eneas)


Tendida de espaldas sobre el lecho, Dido abre los ojos a tiempo de disfrutar de las primeras luces del amanecer y su juego de sombras sobre el rostro de su amado. Con el dedo índice suspendido en el aire, recorre amorosamente su perfil. La frente está iluminada, tersa y hermosa como un valle entre colinas: a un lado, el cabello desordenado en grandes ondas, doradas como campos de trigo; en el opuesto, la línea de la nariz firme y quizá orgullosa, apuntando al cielo de la estancia. A continuación, los labios entreabiertos exhalan un aliento cálido, profundo. Si pudiera, Dido respiraría el aire que él despide, ella misma se transformaría en aire para ser aspirada por él y anidar dentro de su pecho, acurrucada junto a su corazón. Luego, tras el labio inferior, sigue una pequeña depresión y enseguida una loma de cumbre redonda. Si la rozara con sus dedos, la encontraría áspera. No la toca.


- ¿Ya estás despierta? – la sorprende Eneas sin abrir los ojos. Atrapa la mano de ella en el aire y la dirige hacia su vientre –. Aquí está mucho mejor.

Dido acepta la incitación con gozo. Toda ella se expande en los abrazos, se multiplica en el placer. No hay un rincón de Eneas que sus manos no conozcan; ningún pliegue, por oculto o minúsculo que sea, puede escapar a sus besos. Nunca había amado así, con tanta delectación y tanta entrega, tan libre de ataduras y prejuicios. Su amor por el troyano no tiene límites, aumenta sin cesar.

A su lado, los meses han transcurrido plácidos y tersos como una nave sobre la superficie del mar cuando la vela se despliega hinchada por el viento. Plenitud, luz, alegría, pasión, se han instalado en el espíritu de Dido y lo gobiernan: sólo su amor le importa y colma su vida de satisfacción. Lo demás, fama y honor, ciudad, futuro, autoridad, estima, han perdido para ella toda importancia.
Únicamente, a veces, una nube que transita solitaria por el cielo de su dicha oscurece una porción de felicidad durante un rato. Ella cierra los ojos a esa advertencia y le vuelve la espalda con terquedad: sabrá como retener a Eneas. Él es su hombre, su esposo en el lecho, el rey de su corazón.
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- Te he preparado la túnica nueva – dice Barce a la reina mientras le aplica aceites sobre la piel.

- Me la pondré por la noche. No tengo ninguna ocupación hasta la hora del banquete.

- Tienes audiencia con unos enviados del rey Yarbas, según me informó el Príncipe del Senado. Entendí que los recibirías en el templo de Juno…

- He enviado a Eneas en mi lugar. Deben acostumbrarse a él. Todo el mundo debe hacerlo.

Barce respira hondo y refrena su deseo de darle una respuesta contundente. Le irrita esta situación. Desde hace meses, la reina delega en Eneas muchas de sus funciones y, sin embargo, no se habla de matrimonio. A los fenicios les disgusta también: es desconcertante y molesto recibir órdenes del príncipe troyano. ¿Quién es él, o qué títulos posee para imponer su voluntad en Cartago? Si al menos hubiera solicitado casarse con la reina, como han hecho otros pretendientes, la autoridad que exhibe aún podría ser considerada como parte de las tareas del futuro marido. Es inexplicable su actitud. ¿Qué se propone? ¿Qué quiere?

Cuando él y sus naves llegaron exhaustos y empobrecidos a estas playas, la reina fue muy generosa, incluso les ofreció quedarse y hacer de su ciudad un hogar común a cartagineses y troyanos. Eneas juró entonces a la reina eterna amistad entre sus pueblos, pero no ha dado un solo paso en ninguna dirección: aunque él y algunos de los suyos están instalados en el palacio de Dido, el resto de los troyanos sigue viviendo en el campamento de la playa de levante, al otro lado de la colina que la separa de Cartago. Si han de permanecer aquí, deberían construir casas dentro de la muralla antes del invierno. Si piensan irse, ¿por qué se pavonea Eneas como si fuera el dueño de la ciudad? Solo el afecto y la lealtad a Dido los contiene.

- ¿Te contó alguna vez tu hemana su conversación con Eneas sobre tu difunto marido? – pregunta Barce a la reina. Le está retirando el aceite de la espalda con una espátula.

- Anna siempre anda detrás de Eneas, parloteando sin cesar. Y a él le gusta. No me cuentan sus conversaciones.

- Pues él quiso saber cómo era el rey Siqueo. Si era bello, valiente, si tenía sentido de la justicia, si los fenicios lo amaban. Anna se moría de risa contándome la cara de vinagre que puso cuando le aclaró que Siqueo no fue rey, sino sacerdote de Melqart y esposo tuyo.

- ¡Ya basta, Barce! – interrumpe la reina.

- No, no basta. Mira qué pronto te has ofendido. Eneas es ambicioso, tú lo sabes. Y le puede el orgullo. Es hijo de la ciudad de Troya, la más grande de las grandes ciudades, aunque ya solo sea un montón de ruinas. Le das atribuciones que jamás tuvo Siqueo, y eso que entonces eras muy joven y carecías de experiencia. Crees poder conquistarlo de ese modo y estás muy equivocada. Le has entregado sin reservas ni condiciones tu corazón y tu cuerpo y él ¿te ha pedido siquiera en matrimonio?

- Por tu boca habla la nodriza llena de rencor – responde Dido con la mayor frialdad – . Ya no preciso tus servicios, Barce. Estás vieja.

- Y tú ciega, mi reina. Quieran los dioses devolverte los sentidos y la sensatez, si no es ya demasiado tarde.
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- Ya puedes mirar, señora Imilce – dice Jacinta con su voz cantarina. Sostiene entre las manos un gran plato de arcilla roja y lo mantiene de cara a mí, para que pueda verlo bien sin levantarme –. ¿Qué te parece?

Ha dibujado en el centro, con líneas negras, dos figuras grandiosas, ambas en pie. La reina está a la derecha, y los pliegues de su túnica caen con elegancia hasta el suelo después de haberle marcado el muslo y la rodilla. Lleva ceñido su cinturón de escamas y una diadema le rodea la frente. La otra figura es Eneas, desnudo salvo por el escudo y el casco con una pluma ondeante y, anudada al cuello, una breve capa griega. Hay una espada entre ambos: la reina la empuña con su mano derecha, aunque se la está ofreciendo a Eneas.

Ignoraba la intención de Jacinta de representar esta escena en su cerámica. Me ha sorprendido su agudeza y conmovido profundamente su elección. Por un instante, me he sentido como cuando el corazón nos golpea con un presagio.

- ¿No resulta una composición un poco rara? – insiste Jacinta ante mi silencio –. Quizá debería colocar la espada en posición horizontal y hacer que la reina se la ofrezca sobre un cojín.

- ¡Ni hablar! – le contesto enseguida –. Está perfecta así. Refleja muy bien el carácter de la reina. Estaba enamorada cuando le regaló la espada, pero nunca fue sumisa. Sólo era un obsequio adecuado para un guerrero, no significaba nada más.

- ¡Ojala se la hubiera clavado al troyano! – dice mi ayudante. Y con la indignación, se le desparraman por el suelo las tablillas sobre las que estamos trabajando.

- Sí, ojala.
*y** Detalles de frescos de Anibale Carraci en el Palacio Farnese. Roma.
***Detalle de escalera de acceso al Museo de la Civiltá Romana. Roma.
****Detalle de la Venus Capitolina. Museos Capitolinos. Roma.
*****Detalle de busto de mujer anciana. Museos Capitolinos. Roma.
******Detalle de mosaico. Museo Massimo alle Terme. Roma.
*******Detalle de pintural mural en Pompeya.
********Detalle de cenefa. Musos Capitolinos. Roma.