lunes, febrero 28, 2011

COMPÁS DE ESPERA

(VII)


El sol había alcanzado su cénit y, sin embargo, el tiempo parecía haberse detenido en la cabaña real. Ninguna orden había salido de ella para buscar y capturar a los culpables, ninguna medida de protección para la ciudad. Ignorantes de la situación de aislamiento e indefensión de Aurelia, los habitantes de Alba Longa no se explicaban la actitud de su reina y la inquietud crecía. Esa falta de acción irritaba a los parientes de los muertos, que clamaban justicia, y era la comidilla de los grupos de hombres que, enterados de lo sucedido, regresaban de los campos y se reunían espontáneamente.


Apenas le informaron del malestar en las calles, Amulio comprendió las ventajas de poner a la población en contra de la reina. Se ahorraría tener que seguir amenazando a esa terca si toda Alba Longa le exigía la renuncia al trono. ¿Cómo no lo había pensado antes? Rápidamente envió a sus servidores a atizar el descontento y el miedo. Nada une tanto a los hombres ni los vuelve tan ciegos como creer en un peligro inminente.

- ¡No podemos cruzarnos de brazos! – era una de las expresiones más repetidas por los agentes de Amulio –. Si asesinan al hijo del rey y nos quedamos quietos, nuestros rivales nos tacharán de cobardes y nos atacarán.

- ¡Es la ocasión que esperaban los de Lavinio! Se sienten agraviados desde que somos más importantes que ellos – confirmaba otro –. Se aprovecharán de nuestra debilidad. ¡Deberíamos prepararnos!

- Olvidaros de eso. La reina sólo piensa en llorar a su hijo. Y es natural… ¿Qué puede esperarse de una mujer? – añadía con sarcasmo un tercero.

- Está en juego nuestro honor y quizá nuestra propia ciudad. Alguien debería explicárselo a la reina – decían de buena fe algunas personas.

- No seas iluso. Por lo visto, Aurelia desvaría y está a punto de perder la razón. ¡Justo ahora, cuando acabamos de sufrir un ataque contra la casa real y necesitamos ser dirigidos por una mano firme y fuerte! En ausencia del rey Númitor, su hermano Amulio es el único legitimado para hacerlo.

Conversaciones como ésta se repetían por toda Alba Longa, se transmitían de unos grupos a otros y aumentaban la alarma. Y así, quienes al amanecer rogaban a los dioses para que Amulio nunca alcanzara el poder, al mediodía lo consideraban una tabla de salvación.


El corazón de Aurelia sangraba por todas partes. Habían trasladado los cadáveres desde el gran salón a una de las estancias de la cabaña y allí un grupo de siervos enviados por la Vestal Máxima, junto con Tuccia y la propia reina los estaban preparando para el funeral. Rompía el alma ver aquellas vidas truncadas con violencia, sin piedad ni razón. Que hubieran alzado las armas contra ancianas estremecía por su crueldad, cuando habrían merecido morir en sus yacijas rodeadas de cuidados y afecto. Y no dolía menos ver a los jóvenes segados en plena lozanía, hurtados a una vida que podía haber sido plena y útil a sus semejantes, padres y madres de hijos que no llegarían a nacer. Ese era el triste premio a su fidelidad, el pago por compartir la comida y la bebida, honrar a los mismos dioses domésticos, haber nacido y crecido en esa cabaña y ser la familia* del rey.

Un dolor que, siendo insoportable para cualquier ser humano, lo era aún más para Aurelia que había perdido también a su único hijo varón y sabía en peligro a su hija. Al pensarlo, todo su cuerpo se estremecía de pavor. ¿Dónde estaría Rea Silvia? ¿Conseguiría encontrarla y protegerla Camilia? Respecto a su marido, temblaba ante la idea de que su hermano lo hubiera asesinado.


- Solicito ver a la reina Aurelia – anunció la vestal Adriana entrando en la cabaña real. En el salón principal, Amulio y Criseida hablaban con varios de sus secuaces. Habían repuesto los muebles rotos y eliminado los signos de violencia. Todo parecía en orden, como si nada hubiera sucedido.

- Está muy ocupada – respondió Amulio mirando despectivamente a la joven vestal –. Dime qué quieres, y yo mismo se lo transmitiré.

- No es posible, señor. Traigo el ajuar para los ritos fúnebres – dijo señalando a dos siervos que venían tras ella con grandes cestos –. Visto que no puede confeccionarse aquí, he pedido a diversas familias que lo fabriquen. Estos hombres han de negociar el intercambio entre la reina y sus dueños. Ella misma debe hacerlo, pero puedes estar presente, si quieres.

No perdería el tiempo en cuestiones banales, pensó Amulio, ni tenía intención de ver a Aurelia. Prefería hacerlo en presencia del Consejo en el momento de la renuncia al trono. Mientras tanto, más valía que la reina se entretuviese en asuntos mujeriles y no pensara en nada más. Ordenó a uno de sus esbirros que acompañara a la vestal y se quedara allí.

La reina acogió a la vestal con una mirada de esperanza y, a la vez, de interrogación. Adriana se inclinó ante ella y le besó las manos.

- Estate tranquila, señora – murmuró –. Sabemos dónde se esconde Rea Silvia. A estas horas seguramente Énule estará ya con ella y creemos que a salvo. La protegeremos, ten confianza en nosotras.

Aurelia mantuvo el rostro impenetrable, pero las lágrimas asomaron a sus ojos. Se volvió luego hacia los criados que traían el ajuar funerario y pidió ayuda a Tuccia y a la propia vestal para elegirlo. Las mujeres y dos jóvenes imberbes serían inhumados y para ellos eligieron cuencos, vasos y otros recipientes de barro de tamaño común. La reina lloró al añadir un retorcedor para la anciana que hilaba la lana. Los varones que habían muerto luchando serían incinerados y su ajuar de mesa se haría en miniatura.

- Necesitaremos seis urnas de barro en forma de cabaña. ¿Os dará tiempo a modelarlas? – preguntó la reina. Los hombres respondieron que sí –. Las espadas, lanzas y escudos en miniatura los quiero de bronce para mis siervos y de noble hierro para mi hijo. Merecen gozar en el más allá de todo su prestigio guerrero.

Aurelia suspiró, como si haber expresado sus propios deseos la aliviara. De haber sabido entonces cuánto sufrimiento habría de soportar, quizá hubiera preferido estar tan muerta como ellos.




*Ya desde época arcaica, la noción de "familia" hacía referencia a todas aquellas personas que vivían bajo el mismo techo, incluidos siervos y esclavos. De ahí que Aurelia se ocupe de todos ellos, pues son su familia.

Si tenéis curiosidad, aquí viene la entrevista que me han hecho en la revista You coach!

jueves, febrero 24, 2011

ENCUENTRO EN EL BOSQUE

(VI)
Camilia aceleró el paso una vez hubo cruzado de nuevo por entre el gentío, de regreso a la cabaña de las vestales y el templo de Vesta, situados en el centro de la población. Unos instantes antes, desde la puerta de la cabaña real, había dado al público una sucinta explicación de lo ocurrido.
La multitud había quedado conmovida por un crimen despiadado y sin causa aparente. No se explicaba quién o por qué motivo habrían querido atacar con tal saña a la familia real. ¿Serían sicarios al servicio de alguna ciudad latina? Si era así, Alba Longa estaría en peligro y con su rey ausente. Y más allá de la desazón que embargaba sus ánimos, otra duda corría de boca en boca: puesto que el único hijo varón del rey había sucumbido sin descendencia, ¿quién heredaría el trono cuando Númitor muriese? Y pedían a los dioses que su salud resistiera hasta que Rea Silvia le hubiera dado un nieto pues, de lo contrario, sólo quedaría para heredar su hermano Amulio. Amulio, el odioso.



No menos preocupada estaba Camilia cuando llegó a la cabaña de las vestales, donde la esperaban Énule y Amnesis.

- Teníais razón – les dijo al verlas –. La situación es crítica. Y desde luego Amulio y su esposa están detrás de los asesinatos. Temo por Rea Silvia.

- ¿Has podido hablar con la reina? ¿Cómo está? – preguntó Énule. Desde hacía algún tiempo la reina recurría a sus servicios como experta conocedora de hierbas y remedios medicinales y se profesaban mutuo afecto.

- Esos dos, Amulio y Criseida, la tienen aislada y vigilada. Pese a todo, he podido comunicarme con ella – dijo mientras se llevaba la mano al hombro donde se había colocado la fíbula de Aurelia y con un dedo repasaba su contorno –. No en vano somos amigas desde la infancia. Cuando éramos pequeñas y alguna de nosotras tenía problemas, solíamos intercambiar nuestras fíbulas. Era como si cada una se pusiera en el lugar de la otra y compartiera su carga. Nos aliviaba mucho. Acabo de cambiarle su fíbula y ahora ya sabe que he comprendido la situación y tendrá mi ayuda.

Pero basta de cháchara: hemos de proteger a Rea Silvia. Os daremos provisiones y ropa de abrigo y se las llevaréis al bosque de Silana. Quedaos con ella. De ningún modo puede volver a Alba Longa, porque su vida aquí corre grave peligro. Y ahora, dispensadme, he de resolver muchos asuntos antes del mediodía.


El crujido de una rama sobresaltó a Rea Silvia. De nuevo su corazón inició un galope ciego, una carrera desenfrenada que la puso en pie de un salto y la hizo adherirse a la pared de la cueva en penumbra. No había podido apartar de su recuerdo la lucha a muerte que había visto en su propia casa, y el grito desesperado de su madre retumbaba en su cabeza. No debió haber huido, sino quedarse con su familia, ayudarlos en lugar de obedecer la orden de ponerse a salvo. Dudaba sobre la conveniencia de regresar a Alba Longa cuando ese ruido inesperado la había devuelto al bosque de Silana y la enfrentaba a su propio riesgo. Conteniendo la respiración aguzó el oído.

Entonces inundó el bosque una música liviana y suave semejante a la que Favonio provoca con su soplo cuando, al empezar la primavera, hace cantar las hojas de las encinas y los castaños y los incita a dar frutos: alegre como el aleteo de las mariposas y más dulce que la miel de las abejas. Evocaba también otros sonidos: el goteo del agua sobre una piedra, el chasquido de la hojarasca bajo las pisadas diminutas de las aves y su picoteo, el lento transcurrir del tiempo. Era tan hermosa aquella melodía que apaciguaba el espíritu y hacía olvidar los pesares. Sin darse cuenta, Rea Silvia se había ido acercando a la entrada de la cueva y, con cautela, miró al exterior.

Dándole la espalda, sentada sobre un viejo tocón entre la niebla, una muchacha tocaba la siringa. Vestía una túnica parda y dos trenzas castañas se anudaban por encima de su cabeza dejando la nuca desnuda. A su alrededor unos cuantos cerdos hocicaban en la espesura buscando las bellotas que tardíamente habían caído a tierra. Se quedó inmóvil escuchando mientras su corazón recuperaba el ritmo normal y se serenaba. Luego, despacio para no asustarla, se le acercó. La muchacha se sobresaltó y dejó de tocar.

- ¿Eres la ninfa Silana? – preguntó Rea Silvia, subyugada por aquella música divina. La joven le dirigió una mirada de asombro y se miró luego sus propias ropas y sus pies descalzos.

- Es la primera vez que le hacen esa pregunta a una pastora de cerdos – dijo sonriendo. Se le formaron dos hoyuelos en las mejillas y sus ojos parecían reír. – La neblina no te deja ver bien. Me llamo Palantea ¿y tú?

- ¿Vienes de Alba Longa?

- No. Vivo en una cabaña cerca de aquí – dijo. Y al ver el rostro de decepción de Rea Silvia, le hizo sitio en el tocón y con un gesto de la mano la invitó a sentarse.

- Siempre toco la siringa como ofrenda a Silana a cambio de su permiso para que pasten mis cerdos – dijo antes de empezar a tocar otra vez. Rea Silvia, sentada a su lado, la escuchó en silencio.

- Nunca te había visto – dijo Palantea dejando por fin la siringa sobre su regazo. – ¿Qué haces aquí? Y aún no me has dicho tu nombre.

- No puedo decírtelo. He huido de mi casa y quisiera volver a Alba Longa pero sin que nadie me reconozca.

Permanecieron un rato calladas, cada cual sumida en sus pensamientos. Luego Palantea se puso de pie, silbó para llamar a los cerdos y observó a la desconocida detenidamente. Debían tener una edad similar, aunque Rea era más alta. A juzgar por la albura de su piel, su túnica clara y sus sandalias, debía pertenecer a una familia rica. Sin embargo, no era engreída ni orgullosa. Incluso se había sentado a su lado.

- Mi padre decía que el mejor lugar para esconder una bellota era ponerla en un cesto de bellotas.

- ¿Qué quieres decir? – preguntó Rea Silvia, despertando de su ensimismamiento.

- Que si te vistieras y olieras como todas las pastoras, nadie se fijaría en ti. Así podrías volver a Alba Longa – respondió Palantea.

- ¿Me ayudarías? – preguntó Rea Silvia con el rostro iluminado –. Puede ser peligroso para ti.

- ¿Mas que vagar sola por los bosques, expuesta a los deseos de dioses y hombres? Vamos, mi casa está cerca.

Agradezco a las amigas Mayte e Isabel Martínez Barquero que se hayan hecho eco en sus blogs de esta iniciativa. Gracias a ambas.

lunes, febrero 21, 2011

UNA AYUDA INESPERADA

(V)
- ¡Llega la Vestal Máxima! – gritó hacia el interior uno de los hombres de vigilancia.

Amulio torció el gesto y se giró rápido hacia Aurelia.
- Dile que renuncias al trono.
- No sin tener a mi hija.
- ¡Te va la vida!
En el umbral apareció Camilia, Vestal Máxima de Alba Longa, acompañada por la vestal Adriana y dos sirvientas. La multitud le había abierto paso con un sentimiento general de aprobación y alivio. El prestigio de esta dama los tranquilizaba. Con ella presente, parecía menos grave cualquier cosa que hubiera podido suceder: no en vano era la suprema sacerdotisa de la diosa Vesta, protectora de su ciudad y de cada uno de sus hogares. A su altísima dignidad pública, la Vestal Máxima sumaba el ser una persona honesta y poco inclinada a andarse con secretos, más allá de los exigidos por el ejercicio de su sacerdocio.
Apenas su vista se adaptó a la penumbra del interior, le estremeció una escena espantosa: diez o doce cadáveres de hombres y mujeres yacían junto a una pared y, un poco separado de los demás, estaba el del hijo de Númitor. Las ropas desordenadas daban entender que habían sido arrastrados y dejados en ese lugar sin el menor cuidado ni respeto, sin atender a su dignidad, con los ojos abiertos y los rostros desencajados, cubiertos aún de sangre espesa, sucios. En el aire flotaba un olor casi irrespirable, mezcla de miedo y sangre, sudor y muerte.


Sentada en medio de la estancia estaba, imagen de la desolación, la reina Aurelia. Los ojos de Camilia se cruzaron con los de la reina y leyeron en ellos una señal de alerta, o una súplica o una demanda de contención. No le pasó desapercibida la actitud hostil de Amulio y su esposa, aunque esta última tenía una mano puesta sobre el hombro de su cuñada. Se dirigió hacia Aurelia y le tomó las manos:

- ¿Qué ha ocurrido, Aurelia? ¿Qué es todo esto?

- Una desgracia terrible, Vestal Máxima – intervino Amulio –. Como ves, mi sobrino ha muerto. Un quebranto para mi familia y para Alba Longa. Y no sé cómo se tomará mi hermano esta noticia. Mal, muy mal, seguramente. Tememos por su salud. Por ese motivo, la reina Aurelia quería hacer una declaración. Íbamos a llamarte.

- Voy a renunciar al trono en nombre de Númitor, Camilia. Estábamos esperando a que llegase mi hija para hacerlo – añadió Aurelia. Sintió los dedos de su cuñada clavársele con saña en el hombro. – Ya ves cómo se ha cebado la desgracia en nosotros. Y aún debo agradecer a los dioses que Rea Silvia haya logrado huir. ¡Quién sabe si a estas horas no estaría muerta ella también…!

- Pero ¿Quién ha hecho esto? ¿Cómo ha ocurrido?
- No sé cómo ha empezado, porque yo estaba terminando de vestirme en mi cuarto. Al oír gritos he acudido y me he encontrado en medio de una refriega. Mi pobre hijo me ha defendido con su propia vida… No he reconocido a ninguno de los atacantes. Por fortuna, ha llegado Amulio y han salido huyendo…

- ¿Has enviado a alguien en busca de Rea Silvia? ¿Y has avisado a Númitor? – preguntó la Vestal Máxima, tras unos instantes de silencio. Sentía las manos de Aurelia temblar entre las suyas.

- Todos mis criados están muertos, Camilia, ¿no lo ves? Te ruego que lo hagas tú.

- Lo haré. Y, por grande que sea tu dolor, Aurelia, es preciso actuar. El pueblo de Alba Longa debe saber lo ocurrido. Y no podéis estar aquí, los tres, sin hacer nada por dar a estos difuntos el trato digno que merecen. Hay que avisar a sus familias. Enviaré siervos para que los purifiquen y los preparen para las honras fúnebres.
Mi sierva Tuccia se quedará contigo, necesitas quien te acompañe y te ayude. Entiendo que tu hijo se merece el funeral de un guerrero y eso exige también algunos preparativos. Y tú misma, mi reina, debes sobreponerte. Anda, dame tu fíbula pues veo que se ha manchado y toma mientras ésta mía. Me encargaré de limpiártela. También en la apariencia y el vestido hay que buscar la dignidad adecuada al momento.

Mientras Camilia, con la ayuda de Tuccia, quitaba la fíbula de bronce que sujetaba la túnica de Aurelia en el hombro derecho y la sustituía por la suya, las lágrimas fluyeron de los ojos de la reina como un río.

- No conviene, dadas las circunstancias, que se retrase la renuncia de Aurelia – intervino Amulio conteniendo su rabia a duras penas –. Tú que tienes mucho sentido práctico, Camilia, comprenderás la necesidad de contar enseguida con una autoridad real que tome las riendas del gobierno, averigüe con exactitud lo ocurrido, busque a los culpables y los castigue – dijo, fijando los ojos en Aurelia –. No creo indispensable la presencia de Rea Silvia.
- No, no lo es – respondió Camilia –, pero sería cruel que su madre hubiera de afrontar todo esto sola.

- ¡Ay, yo solo espero que esos asesinos no la hayan perseguido y matado también a ella! – dijo con falsa compunción Criseida.

- ¿Y por qué habrían de hacerlo? – respondió rápida Camilia, girándose hacia Criseida –. ¿Sabes algo que los demás ignoramos? ¿Pretendes decir que ha sido un ataque deliberado y no un intento de robo que ha terminado de esta manera nefasta?

- No, no, Camilia. Es un temor infundado. Las madres solemos ser muy temerosas… – se apresuró a contestar. Pero en su rostro se reflejaba el odio, un rencor creciente hacia esa estúpida Vestal que se había presentado sin ser llamada y les estaba complicando los planes. Ojalá Prátex hubiera cumplido ya sus órdenes y hubiera tenido la prudencia de ocultar el cadáver de Rea Silvia.


Noticias acerca del comienzo de esta novela en algunos blogs amigos: Sobre poética. , mariajesúsparadela. , Rafa Almazán , Antonio Martín Ortiz , Javier Pellicer ¡GRACIAS A TODOS, AMIGOS

jueves, febrero 17, 2011

LA REINA AURELIA ANTE UN DILEMA

(IV)

Muchos creen, en nuestros días, que a los dioses no les interesan los asuntos humanos y nuestra suerte les es indiferente. Sin embargo, en tiempos más antiguos los seres humanos y los divinos se unían y se entremezclaban con frecuencia. Ocupaban los mismos espacios: los campos anchurosos, los pastos y los labrantíos, las selvas, el aire, los riachuelos. Allí donde se dirigiese la vista había una deidad y, bajo su protección, crecían los rebaños y las cosechas aumentaban; se conocía que un dios o una diosa andaba cerca porque se estremecían las hojas de los árboles y las cañas emitían un lamento dulce. El ser humano sabía reconocer la divinidad allí donde se hallara y le rendía tributo. A su vez, los dioses recompensaban a sus protegidos concediéndoles una descendencia gloriosa. Porque mortales e inmortales compartían, también, pasiones idénticas.

“Silana, levantando un espeso muro de niebla,/ impidió a los perseguidores de Rea Silvia el acceso a su bosque./ No salvó de sus espadas a una virgen/ sino a toda la estirpe de Marte/ que de ella desciende”. Así relataba Urbano Lacio en su crónica oral parte de lo sucedido durante las primeras horas de aquel día nefasto. Y afirmaba, porque era muy minucioso, haber tomado ese testimonio de la joven Énule, que aquella famosa mañana recogía hierbas medicinales para sus remedios cuando Rea Silvia, que siempre se mostraba tranquila, había pasado por su lado corriendo con el pánico reflejado en el rostro y había penetrado en el bosque de Silana. Vio llegar poco después a unos desconocidos que parecían perseguirla e hicieron intento de entrar en esa misma arboleda. Con sus propios ojos observó cómo, en un instante, el encinar hasta entonces despejado y franco, se había cubierto de una niebla tan espesa que era imposible ver más allá de dos pasos. Tras un par de intentos, los desconocidos desistieron de buscar allí y tomaron otra dirección.


Sabiendo a Rea Silvia resguardada en el bosque, Énule se cargó al hombro su bolsa de esparto con las hierbas y regresó a Alba Longa para hacer averiguaciones. Le había parecido todo muy extraño y tampoco le había pasado desapercibido el color cárdeno del cielo. Buscó a su hermana Amnesis y ambas se dirigieron al ensanchamiento, situado al pie nororiental de la muralla, donde campesinos y pastores intercambiaban sus productos. No había en Alba Longa un lugar mejor para enterarse de las noticias, pues en el mercado siempre corrían de boca en boca los últimos sucesos, las habladurías y los rumores.

Ese día todo el mundo tenía algo que contar: desde el pordiosero Alec que, como cada mañana, había ido a la cabaña real a por su torta de espelta y se había encontrado la cocina más vacía que su vientre, hasta Espórtula, cuya lengua temía todo el mundo. A voz en grito despotricaba contra la jefa de cocina de la reina Aurelia, porque, después de haberle encargado el día anterior un saco de coles, esa mañana había ido a llevárselo y se había hartado de esperarla en la calle sin que ni ella ni ninguna otra persona se hubieran dignado salir a recogerlo.

Sumadas las quejas y comentarios de unos y otros, resultó que quienes frecuentaban la cabaña del rey Númitor se habían encontrado ese día una situación anómala: no habían visto a ninguna de las personas que vivían allí; no se oían ruidos ni se apreciaba movimiento alguno, hecho desusado en una cabaña donde siempre había actividad y siervos entrando y saliendo; de los guardias de la puerta no había señales. Sin embargo, su lugar lo habían ocupado hombres de Amulio y no permitían la entrada. La inquietud era creciente. Quienquiera que pretendiera ocultar algún secreto, había fracasado. ¿Desde cuándo podía pasar inadvertido algo tan extraño en una ciudad de mil cabañas?

Alrededor de la vivienda de Númitor se había congregado una multitud. Énule y Amnesis acudieron allí, se mezclaron entre el público y escucharon. Había versiones muy contradictorias: algunos afirmaban que el rey Númitor había muerto en Corioles y estaban preparando un viaje para ir a recoger su cuerpo. Otros, que una enfermedad misteriosa había atacado a los moradores de la cabaña. Mucha gente opinaba que, cualquier desgracia que hubiera ocurrido, no sería ajena a las maquinaciones de Criseida, malvada entre las malvadas. También se decía que Amulio quería comprar el trono a su cuñada y ante ese rumor muchos torcían el gesto. Nadie, entre todos los reunidos, pensó que tanto misterio se debiese a algo bueno. Las noticias felices vuelan como las palomas y las desgraciadas reptan igual que las serpientes.

- Ya hemos oído bastante – dijo Énule a su hermana –. Vámonos. Nos conviene actuar aprovechando este momento.

Ajena a la multitud que aguardaba a las puertas, la reina Aurelia hacía esfuerzos sobrehumanos para mantenerse firme y no hundirse en la desesperación. En apenas unas horas, la casa de Númitor se había venido abajo: su hijo vilmente asesinado; su hija en peligro de sufrir la misma suerte; aniquilada la servidumbre, personas queridas a quienes conocía casi desde su nacimiento. ¡Qué bien habían sabido los usurpadores planearlo todo, aprovecharse de la ausencia de Númitor! La habían dejado sola, aislada, sin nadie que pudiera ayudarla. Temía por Rea Silvia, por esos catorce años de inocencia que su propio tío quería truncar. Necesitaba protegerla. Y, así, se negaba obstinadamente a la pretensión de Amulio de renunciar al trono si antes no le devolvían a su hija sana y salva.

– Se ha acabado el tiempo, Aurelia –. Criseida le lanzó una mirada encendida de odio y desprecio –. ¡Escúchame bien, porque no te lo repetiré! Si no renuncias al trono inmediatamente, te acusaremos de haber sido tú misma quien ha provocado estas muertes. Diré que tu hijo te ha sorprendido con un criado en el lecho y, ante sus amenazas de descubrir tu infidelidad y denunciarte, has ordenado a tu amante asesinarlo. ¡Serás una reina adúltera y parricida! ¿No pedías morir hace un momento? Pues sigue negándote a hacer lo que te pedimos y ya lo creo que morirás: ajusticiada, repudiada por tu marido y maldita en toda la tierra. No habrá sepultura para tus huesos.

- Quiero aquí a Rea Silvia – acertó a repetir con voz exánime Aurelia, con la mente ofuscada y sobrecogida por el mazazo de esta nueva amenaza.

- No hay tiempo para eso. Decídete ya.

- ¿Me das a elegir, entonces, entre la vida de mi hija y la mía? – preguntó al fin.

- ¡No tienes esa suerte!: has de elegir únicamente cual de las dos morirá antes.

Un silencio mortal descendió sobre la cabaña.

lunes, febrero 14, 2011

NO SE DISIPA EL PELIGRO

(III)
Con la mente aturdida por una mezcolanza de emociones, Rea Silvia, al borde del camino, dudó mientras recuperaba la respiración. ¿A dónde huiría? ¿No sería mejor volver atrás? Vista desde la distancia, la ciudad de Alba Longa parecía haberse despertado tranquila. Sin embargo, la cabaña real estaba sumida en un caos de lucha y sangre. Volvió a escuchar en su cabeza el grito de su madre y se estremeció. No, no volvería aún. Estaba a un paso del bosque sagrado de Silana y lo conocía bien. Allí buscaría resguardo.


“Oh ninfa Silana, demando tu protección pues estoy en peligro. Acógeme en tu bosque como una madre acoge en su regazo a sus retoños. Prometo ofrendarte tantas coronas de flores como días tiene el verano.” Diciendo esta plegaria penetró en el bosque y se dirigió a toda prisa hacia la cueva oculta donde nacía la fuente de Silana. Mientras cruzaba el umbral de la caverna y se purificaba las manos y el rostro con sus aguas, una nueva inquietud se apoderó de su pensamiento. ¿Cuánto tiempo habría de pasar allí? Si se mantenía escondida ¿cómo se enteraría de lo ocurrido a su madre y su hermano? Otra oleada de angustia le atenazó el corazón: ¿y si ellos necesitaban su ayuda?
Sintiendo la boca seca, unió ambas manos para formar un cuenco y beber. Al inclinarse sobre la superficie, el estanque le devolvió su propia imagen. Las mejillas se habían encendido de rojo por el esfuerzo de la carrera, pero la frente era nívea, tersa sobre las finas cejas y los ojos castaños. Sorbía el aire a través de los labios entreabiertos, bordes rosados de una boca perfecta, y el cabello caía en ondas a ambos lados queriendo tocar el agua. En su mirada brillaban el miedo y la inquietud. Entonces la luz de Silana relampagueó sobre su reflejo como un rayo y del remanso emanó un efluvio sedante. Sin embargo, los ojos de Rea Silvia permanecerían el resto de su vida abrumados bajo el peso de la incertidumbre.
Entretanto Pratex y sus secuaces registraban el camino buscando huellas o signos del paso de Rea Silvia. Cerca del lindero del bosque de Silana vieron unas hierbas aplastadas, como si alguien hubiera estado allí de pie. Pratex pensó que merecía la pena echar un vistazo entre las encinas. Llamó a un par de hombres para que le acompañaran y a los demás les ordenó seguir rastreando por los alrededores. Desenvainó la espada y penetró en los dominios de la ninfa.


En la cabaña real, delante del cadáver de su hijo y en presencia de sus asesinos, la reina Aurelia probaba las diversas heridas que puede resistir un ser humano. Igual que un insecto atrapado dentro de una copa de vidrio vuela lleno de desesperación y se estrella contra las paredes, así su ánimo daba tumbos y tropezaba contra un dolor y otro. A la herida insoportable por la muerte del hijo se añadía, como un puñado de sal, el desprecio hacia el difunto. No era menor su agonía por el peligro que amenazaba a Rea Silvia, en cuya persecución ya habían salido los sicarios de Amulio. Así, su corazón se desgarraba entre el dolor por la muerte ya vivida de su hijo y el asesinato inminente de su hija.
- ¡Ten piedad de Rea Silvia, Amulio! – exclamaba –.
¡Ten piedad tú, Criseida, pues eres madre también! ¿Qué mal os han hecho mis hijos? ¿En qué os hemos ofendido su padre y yo?

- ¡Ya basta, Aurelia! – dijo destempladamente Criseida –. Me cansa oírte. ¿No sabes callarte como todas las mujeres? Si todavía no has comprendido lo que ha pasado, no merece la pena explicártelo. ¡Vamos, marido, terminemos lo que hemos venido a hacer!

Amulio examinaba los cuerpos de los criados y ordenaba a uno de los etruscos rematar a los que aún estaban con vida. Al oír las palabras de su esposa levantó la cabeza e hizo un gesto al sicario para que continuara solo.

- Escúchame, bien cuñada – dijo acercándose a la reina Aurelia y poniéndosele delante –. Ya no eres reina, ni mi hermano es rey. Ahora mismo vas a preparar una declaración para anunciar, delante de testigos, que mi hermano Númitor se encuentra fatigado de las tareas de gobierno y renuncia al trono en favor mío.

- Y ¿cómo les convencerás de semejante patraña, con el cadáver de mi hijo aún caliente, con todos mis criados asesinados por tus hombres?

- Los vas a persuadir tú. ¿Quién ha dicho que mi mujer o yo tengamos algo que ver con esta matanza? La culpa es de tu hijo. Se ha trastornado. En un rapto de locura ha atacado a sus propios sirvientes. Ellos se han defendido y, por voluntad de los hados, han resultado todos muertos.

-¿Pretendes que represente una farsa? –. Aurelia se había puesto en pie y, con los ojos repentinamente secos, miraba desafiante a su cuñado. – Jamás declararé que mi hijo se haya vuelto loco y matado a esas personas.

- Di a Catión que entre – ordenó Amulio al esbirro. Éste salió de la cabaña real un instante y volvió a entrar acompañado de un hombre mal vestido y encarado, con la nariz y las mejillas surcadas de venillas moradas.

- Bien, Catión, repite delante de la reina lo que has visto estos días.

- He visto a tu hijo, señora, durmiendo al mediodía a la sombra de un ciprés – dijo el hombre, tambaleándose y despidiendo un fuerte olor a vino.

- Eso es mentira – aulló Aurelia.

- Es el testimonio de este hombre, sencillo pero respetable – rebatió tajante Criseida –. El dios Fauno ha vuelto loco a tu hijo como castigo por haberle quitado su lugar favorito para dormir la siesta. No es el primer impío que enloquece.

- Matadme si queréis. O aunque no queráis, ¡matadme! Jamás diré tal falsedad. Mi hijo ha muerto empuñando la espada, sí, pero defendiéndose de los asesinos que habéis mandado vosotros.
- Debes pensar mejor las cosas, Aurelia – insistió Criseida acercándose a su cuñada y girando desafiante en torno suyo –. Tu palabra carece de valor, porque ya no eres nada. ¡Nada! Estás viva, pero tu suerte puede empeorar.
- No me asustas, Criseida – respondió la reina –. Después de lo ocurrido ¿qué me importa a mí mi suerte?
- ¡Pero qué necia eres, cuñada! Ya lo creo que te importará.





Aquí podéis leer cómo se ha recibido la noticia de que estamos por fundar Roma en distintos blogs: Reyes , Elena y la Domus Baebia Saguntina.

Este post pertenece a la serie en que va a relatarse los mitos de la Fundación de Roma. No puedo ponerlo en el título, porque google me "castiga" por la reiteración, así que iré numerando cada post con números romanos y quedarán agrupados bajo la etiqueta "Fundación de Roma (1ª parte)

jueves, febrero 10, 2011

CORRE, REA, CORRE.

(II)

El día en que el futuro de Rea Silvia se truncó, el cielo amaneció de color cárdeno sobre los tejados de paja de Alba Longa. Un aura insólita envolvía los castañares que rodeaban la ciudad y se extendían por las cumbres de los montes Albanos. Malos augurios se olfateaban en el aire.


Ya en los días precedentes el joven Urbano Lacio, quien vivió de cerca los acontecimientos y dejó una crónica oral de la que beben todos los estudiosos, había sido testigo de un fenómeno: una cerda había parido un lechón blanco y otro negro y éste último impidió mamar al otro hasta que desfalleció. ¿Pudo ser un presagio de lo que estaba a punto de suceder? Al morir unos años atrás, el rey Procas de Alba Longa había dejado una herencia dividida de manera imprudente: al primogénito Númitor le había legado el trono, mientras que al hijo menor, Amulio, lo había hecho dueño de su ingente fortuna. La riqueza abre todas las puertas, no hay obstáculos para sus pretensiones. Quien la posee ansía, casi siempre, alcanzar el poder. Y Amulio se aprestaba a cogerlo.

En ausencia del rey Númitor, que había ido a tratar una alianza con el rey de Corioles, su esposa, la reina Aurelia, regía los destinos de la ciudad. Aquella mañana despachaba junto a su único hijo varón un problema de lindes cuando unos forasteros cargados de bultos solicitaron audiencia. La reina los recibió con agrado y les ofreció los dones de la hospitalidad. Dijeron ser mercaderes etruscos y mientras uno de ellos exponía a madre e hijo su deseo de asentarse en Alba Longa, los otros, de improviso, destaparon sus fardos y los sorprendieron con un ataque.

Acababa de alzarse del lecho Rea Silvia cuando oyó el escándalo. La cabaña real estaba dividida en varias dependencias y las voces y ruidos de armas que llegaban hasta su cuarto procedían del salón, así que calzándose a toda prisa, se dirigió hacia allí.

- ¡Corre, Rea, corre, hija mía! ¡Vete, vete! – le gritó su madre sin volverse a mirarla, empujándola hacia atrás con el cuerpo y las manos, en dirección a la cocina.

La joven, paralizada por la sorpresa, no acertaba a moverse ni a hablar, pese a las órdenes desesperadas de su madre. Un grupo de desconocidos armados con escudos y espadas luchaba cuerpo a cuerpo contra algunos criados, pues los soldados que vigilaban la puerta y habían intentado reducirlos yacían en tierra. Había sangre en el suelo y en las paredes; el trono, utilizado como defensa y como arma arrojadiza, tenía las patas rotas; vasijas hechas añicos, telas desgarradas, mesas caídas en desorden, gritos y más gritos se mezclaban en aquella escena de saña y furor. Su propio hermano, con la espada desenvainada, se había colocado delante de su madre y la protegía con su cuerpo. También él le gritaba a Rea que se pusiera a salvo.

No fueron esos gritos, sin embargo, los que sacaron a Rea Silvia del salón, sino las manos de las esclavas de la cocina, que la agarraron y tiraron de ella, y entre ruegos y empujones la hicieron salir por la puerta de servicio. Desde el umbral oyó quebrarse la voz de su madre en un grito espantoso y corrió presa del pánico, debatiéndose entre el deseo de huir y el de regresar. Rebasó la muralla, alcanzó en pocas zancadas el camino del santuario de Júpiter Latiario y se alejó de la ciudad. No se atrevía a imaginar lo que habría ocurrido: sólo pensaba en correr, en no hundir los pies entre las rodaduras de los carros ni tropezar.

Junto al linde del bosque sagrado de Silana se detuvo un instante y miró atrás, hacia Alba Longa, para verificar si la seguían. Sólo vio, a lo lejos, las tenues columnas de humo elevándose por encima de las cumbreras de las cabañas. Pensó que los pastores habrían conducido ya el ganado a los pastos y en los hogares únicamente quedarían las mujeres. Una joven con un cesto de esparto recogía hierbas en un terraplén próximo al lindero y tras ella, sobre las aguas del lago Albano, lisas como una lámina de plata, la luna se desvanecía apagada por los primeros destellos del sol.

Su hermano no volvería a ver el lago, ni el sol, ni la luna. Sus ojos se habían quedado fijos, vacíos al mismo tiempo que por su cuello fluía incontenible la sangre. Los gritos de su madre, sus besos, sus súplicas para que volviese a la vida tropezaban con un muro de silencio. La lucha había terminado. Los criados estaban malheridos o muertos, las esclavas de la cocina, degolladas. Sólo quedaban con vida la reina Aurelia y los agresores, que aún resoplaban sentados en el suelo tras haber concluido su funesto trabajo. Hablaban entre ellos en lengua etrusca.

Con pasos rápidos penetró en la cabaña real Amulio, se acercó a donde gemía de rodillas su cuñada y contempló el cadáver de su sobrino. La reina Aurelia levantó la cabeza y sintió alivio al verlo. Pero duró apenas un instante: había algo ofensivo y despiadado en la actitud de Amulio, una frialdad mortal. Ni siquiera se inclinó un momento ni le habló. Al contrario, le dio la espalda y, dirigiéndose al cabecilla del grupo, sin hacer caso del grito de dolor que brotó de la garganta de Aurelia, preguntó:

- Pratex, ¿dónde está la muchacha?

- Ha escapado – respondió el aludido.

- Id a buscarla y traedla.

- ¿Qué locura es ésta, Amulio?– gritó la reina, poniéndose en pie –. ¿Qué tienes tú que ver con esos hombres? ¡No le hagas daño a mi hija! Es casi una niña…

- ¿Aún te atreves a dar órdenes, Aurelia? – dijo entrando en ese momento Criseida, la esposa de Amulio, con la boca fruncida –. ¡Ay, tu niña…! Traedla enseguida, sí. Y será mucho más ventajoso para vosotros que llegue muerta.

martes, febrero 08, 2011

1.- EL BOSQUE DE SILANA



A la izquierda del camino que unía Alba Longa con el santuario de Júpiter Latiaris aún crece un bosque de encinas consagrado a la ninfa Silana, de la cual le deriva el nombre. Los orígenes de esta ninfa son tan remotos que nadie sabe qué dios la engendró, ni si su madre fue de ascendencia humana o divina. Debió ser divina, pues es sumamente hermosa y quienes penetran con buena voluntad en sus dominios sienten enseguida un ligero frescor, si es verano, o un calor reconfortante en invierno. La intensidad y dulzura de esas sensaciones delatan de inmediato la presencia de Silana y su benevolencia.

Se dice, en efecto, que ha amado mucho y ha preservado sus amores intactos en el corazón. De ahí la tierna acogida a sus visitantes, la penumbra o claridad que les ofrece según convenga a la estación del año, e incluso el rumor con que regala sus oídos: un susurro de hojas y de piar de pájaros que semeja música, o poesía – pues a veces parecen pronunciar palabras –, o las dos cosas a la vez. Hay quien la ha visto fugazmente deslizarse entre los árboles, zigzagueante, deteniéndose un instante para asegurarse de ser vista y seguida. Así guía hasta la caverna donde tiene su morada a quienes nunca antes se habían adentrado en la espesura.

Allí, al fondo de esa cueva, surge un borbotón de agua transparente y se forma un remanso en la misma cavidad. En él se refleja el color rojizo de la roca, el verde del musgo que crece en las paredes y, a veces, el rostro de la ninfa misma. No se sabe ese líquido a dónde va, pues ni el manantial cesa de brotar, ni el remanso se desborda nunca. Y así, muchos creen que alimenta las aguas del lago Albano, del cual no se conocen otras fuentes.

Rea Silvia – también llamada por algunos Ilia – corrió a refugiarse allí una brillante mañana de primavera, recién cumplidos los catorce años. Llegó con el corazón latiéndole en el pecho y en las sienes, casi sin respiración, la angustia y el miedo asomándole a la cara. Se había despertado contenta y con la intención de recoger flores silvestres para llevarlas al altar de Pomona y pedir a la diosa frutos abundantes. No pudo hacerlo. La ambición y la muerte se alzaron amenazadoras ante ella. Ese día se torció irremediablemente la senda de su vida y, también, visto con la perspectiva del tiempo, comenzó a cambiar el mundo.

¡Qué ingenuas somos al imaginar que cuando la naturaleza se muestra benévola y alegre refleja una suerte de armonía entre los seres humanos y el destino! Nadie teme una desgracia en un día de sol. Y así, lo disfrutamos tranquilas creyendo estar a salvo, como si el color azul del cielo fuera una señal de paz.

La experiencia, sin embargo, nos enseña que las buenas noticias pueden llegarnos en lo más crudo del invierno y las malas también. Que el mismo rayo que resquebraja el cielo en una noche de tormenta puede hallarnos alumbrando a un hijo o velando a un difunto. Y así como desde la infancia aprendemos cuál es el curso del sol y el orden en que transcurren las estaciones, en los asuntos divinos permanecemos ignorantes toda la vida. La voluntad de los dioses es imprevisible y oscura: a veces, lo que parecía ser un bien resulta ser un mal y aquello que empezó de una manera aciaga se convierte, inesperadamente, en nuestra salvación.

Algo semejante pudieron pensar Rea Silvia, Acca Larentia y Hersilia la primera y única vez que estuvieron juntas, reunidas en aquel bosque sagrado de Silana que había sido refugio y prisión de Rea Silvia durante muchos años. Cada una de ellas llevaba inscrita en el alma la marca del destino: las habladurías y el descrédito, Acca Larentia; la separación violenta de los suyos, Hersilia; el ser víctima de los excesos de otros, Rea Silvia. Ésta última había sido la más perjudicada, pues cuando su padre, el rey Númitor de Alba Longa, fue destronado por su propio hermano Amulio, ese pariente cruel no tuvo piedad de ella.

El hado había unido a estas tres mujeres con un vínculo poderoso, hecho mitad de sangre y mitad de afecto. Como si hubieran nacido al mismo tiempo y crecido juntas, al encontrarse se abrazaron igual que el padre abraza a sus hijos al volver de un largo viaje. Ávidas de conocerse, hablaron, hablaron y hablaron como sólo saben hacerlo las mujeres, poniendo el corazón en las palabras. Compartieron sus recuerdos, lloraron sus penalidades y sus gozos, rieron. Mezclaron las cosas importantes con otras nimias, si puede considerarse nimio hablar del fruto que crecía dentro del vientre de Hersilia y, ya antes de nacer, era amado por esas tres mujeres. También hubo silencios.

Y me pregunto si, de no haber sido por ellas, se habría fundado esta ciudad magnífica, esta urbe privilegiada siempre por los dioses pese a haber sido concebida mediante los crímenes más horribles, engaños y traiciones.

No. Roma no hubiera existido. O, en todo caso, no hubiera existido la Roma que conocemos.
***

NOTA 1: La primera foto muestra el lago Albano y, al fondo, el monte Cavo, donde se hallaba el Santuario de Jupiter Latiaris. Éste fue un gran centro religioso y de unión de los pueblos latinos. Hacia la parte superior izda. se cree que estuvo, a media ladera, la ciudad de Alba Longa.

NOTA 2: Queridos amigos, he de pediros comprensión si no os visito tanto como me gustaría. Esta aventura que empezamos hoy me exige un esfuerzo muy grande y, ante el riesgo de no poder llegar a todo, prefiero ir visitándoos a unos y a otros de vez en cuando más que tratar de visitaros a todos al mismo tiempo. Sé que lo comprenderéis.
NOTA 3: Aquí va la lista de las nuevas incorporaciones. Faltan algunas personas que o bien me han pedido que les asigne personaje yo misma (y lo estoy pensando), o bien les falta ponerse un nombre. Para el próximo post trataré de incluir el listado completo. Pero os pido paciencia, pues preparar el listado y los enlaces da muchísimo trabajo.
ADRIANA, una vestal.. Ana Trigo Alonso
ARADO fundacional.. Joanna
AURELIA, esposa del rey Númitor. Aurelia González.
CAECUS, ciego.
Franki
DIANA, diosa. Amparo Andrés Machí
EMILIA, una joven sabina. Mª Pilar
FÍBULA, broche de bronce. Dolors Jimeno
JANO BIFRONTE, dios protector.
Alberto Rodríguez y Aquí
MARTE, dios de la guerra.
El navegante
MATRONA de espíritu filosófico. Gloria
MELVIUS, consejero de Rómulo. Vicente Valero Costa
MENENIA, joven sabina. Loli Sáiz
MERCADER cretense.
Ángel Molledo
MERCURIO, dios alado.
Hermes
MOSCA, insecto común.
El Sexo de las moscas.
NAN, enano. Nan
SERVIUS, augur. José Carrión Quílez.
PALATINO, colina. Teresa Silvestre
PASTOR.
Xibeliuss
PRAXTEX, malhechor. Spok
REMO, uno de los gemelos..¡ Kurtz
RÓMULO, uno de los gemelos. Maik pimienta
SILIUS, trabajador de la piedra. Carlos César Álvarez
TARPEYA, una vestal. Ana Sabater
TRACIUS, un comerciante.
Fab-golem.
VALERIA, una orfebre. Amparo Devesa.