jueves, febrero 16, 2012

CUENTA ATRÁS


(XXVIII)
Anto le había pedido a su padre, el rey Amulio, que matara a Rea Silvia cuanto antes para evitarle sufrimiento. Un enjambre de abejas había atacado a Prátex y Cora, para impedir que sorprendieran a Rea Silvia recibiendo la ayuda de sus amigas.

Rea Silvia y Tuccia comieron hasta quedar ahítas pues, por primera vez en varios meses, tenían provisiones en abundancia. La vestal no recordaba haber probado jamás un manjar tan tierno y apeti
toso como unas tortas al estilo sabino endulzadas con miel, aseguró mientras devoraba una tras otra. Ni ella ni Tuccia tenían ganas de tejer, sino de charlar y examinar las maravillas que les habían traído sus amigas. Tras la frugalidad y pobreza en que habían vivido, sus regalos les parecían de un valor extraordinario.

- ¡Qué mantos más cálidos! – exclamó alegre Tuccia, al abrir un envoltorio y sacar dos prendas de piel de oveja – Estoy deseando probar uno.

- Hazlo antes de que empiece a llover – la animó Rea –. No tardará mucho. Y, ya que sales, podrías dejar una ofrenda a Silana para agradecerle el regreso de las abejas. Cuando he visto salir a todo el enjambre, creí que no volverían más…

Se proveyó pues Tuccia de una torta y un recipiente de agua, y envolviéndose en uno de los mantos, salió de la cabaña y se dirigió hacia la encina que albergaba la colmena. Estaba arrodillada vertiendo el agua alrededor de la torta troceada en pedazos, cuando sintió en su nuca el calor de un aliento. Se volvió y apenas pudo ver una sombra fugaz apartarse velozm
ente de su espalda e internarse en la espesura. Ocurrió tan rápido, que ni pudo identificar al animal ni tener la certeza de haberlo visto. Sin embargo, lejos de asustarse, sintió un confortable calor recorrerle todo el cuerpo.

Cuando regresó al interior de la cabaña, Rea Silvia sonreía sentada frente al fuego. La vestal, a fuerza de ejercitar su voluntad, había aprendido a apartar de su mente los pensamientos funestos y a recrearse en los propicios y así, miraba la alegre cuna de esparto y sentía que ella y sus hijos eran las personas más afortunadas del mundo. El amor del dios Marte se revelaba mucho más cercano y potente que los odios humanos. Un agudo pinchazo en el costado la hizo contraerse. Respiró hondo y se le pasó. No sería nada.


Tuccia se asomó varias veces por el ventanuco a lo largo de la tarde. No le había contado a Rea Silvia lo del extraño animal pero, sin poder evitarlo, escrutaba entre los árboles por si aparecía otra vez. Quizá su presencia fuera un buen presagio. Durante su permanencia allí, habían realizado incontables ritos para ganarse el favor de las divinidades más poderosas y, en los últimos días, todos los necesarios para que Luna y Diviana propiciaran un parto benigno a la vestal. En todo lo demás, estaban protegidas. No en vano en las jambas de la entrada habían pintado, con la propia sangre de Rea Silvia, que era también la de los hijos de Marte, signos mágicos y dibujos de lobos y dragones para invocar su protección. Ningún mal traspasaría la puerta.
Ni siquiera la tempestad, de violencia creciente. Un vendaval sacudía las copas de las encinas y arrancaba un rumor sordo a la paja del tejado. En poco tiempo, las nubes habían oscurecido tanto el cielo que parecía casi de noche y a unos cuantos pasos de distancia era imposible distinguir otra cosa que sombras. Empezaba a llover.

- Viene alguien – se asombró Tuccia cuando volvió a mirar por la ventana. Apenas veía una silueta avanzar contra el empuje del viento.

A Rea Silvia este anuncio inesperado le oprimió el corazón. La asistencia que podía esperar del exterior ya la había recibido esa mañana. Entonces, ¿quién vendría? ¿Y por qué? El bienestar de las últimas horas se desvanecía como una nube de polvo y retornaban con toda su crudeza las amenazas más terribles. Sintió un pinchazo en el pubis y un fuerte dolor en los riñones le cortó la respiración.
- ¡Es la criada de Anto! – exclamó Tuccia dirigiéndose a la puerta para desatrancarla.

Cora cruzaba los brazos por delante del pecho para sujetarse la ropa y protegerse del frío. Dos rostros atónitos la recibieron al traspasar el umbral y ella, al advertirlo, sonrió y agradeció la rapidez con que le habían abierto.

- Me envía tu prima, la noble Anto – dijo a modo de explicación mirando a Rea Silvia. Ésta dejó escapar un suspiro de alivio pero, aún así, la situación era extraña. ¿Conocía su prima este escondite? ¿Y de qué manera había conseguido esa mujer llegar allí? En el aire flotaban desconfianza y sorpresa.

- Mirad cómo traigo la ropa – dijo la astuta Cora quitándose el manto y mostrando la túnica con algunos desgarros y enganchones –. Llevo todo el día escondida en el bosque, esperando una distracción del hombre que vigila el camino. ¡Incluso he tenido que meterme entre las zarzas para esquivarlo!

La vista de algunas gotas de sangre y arañazos en los brazos y en el cuello de Cora hicieron reaccionar a la vestal.

- Prepara un poco de agua de tomillo para limpiarle los rasguños, Tuccia – dijo.
- Vengo a ayudarte en el parto, y resulta que me tienes que ayudar tú a mi – respondió Cora con una sonrisa de apariencia cándida.

- Siéntate, por favor – se apresuró a decirle Rea y enseguida se puso a buscar un trozo de lana adecuado para la cura – ¿Cómo está mi prima?

- Bien de salud, pero preocupada por la tuya. Sin embargo, te veo con buen aspecto.

Tuccia había apartado ya unas brasas llevándolas hasta el borde del hogar y colocado sobre ellas un cuenco con agua limpia y ramas de tomillo. Se acordaba bien de Cora: le había abierto la puerta de la casa de Anto cuando ella misma había acudido a pedirle ayuda para Rea Silvia. Ya entonces le había desagradado su actitud arrogante. No se fiaba de esa mujer y, por otra parte, jamás había oído decir que fuera partera. La observó de reojo. Aunque con disimulo, Cora paseaba su mirada escrutadora por toda la cabaña.

- Habría estado mucho más tranquila tu prima – dijo – de haber sabido que vivías en tan buenas condiciones aquí.

Esta observación hizo que Rea Silvia y Tuccia se mirasen un instante, pero no respondieron. Fingiendo buscar algo, la doncella dejó caer una tela sobre la cuna para ocultarla, y la empujó con el pie hacia el lugar donde Rea y ella extendían para dormir las pieles de cordero. Ayudaron a Cora a lavarse las heridas, bebieron una taza de caldo y poco después, aduciendo agotamiento, se acostaron.


Cora se tumbó junto a la pared de enfrente, al otro lado del hogar. Pensaran lo que pensaran la sacrílega y su doncella, que la habían recibido con escasa alegría, ella ya estaba allí y cumpliría cabalmente su misión. La reina Criseida se enfadaría muchísimo cuando supiera lo bien abastecidas que estaban de ropa y comida. Una vergüenza. El rey Amulio estaba resultando más blando de lo que pensaba y eso justificaba el encargo de la reina: era necesario que Rea se muriera con su criatura dentro. De lo contrario, peligraba el futuro.

Antes de llegar a la cabaña, había observado la hondonada desde el bosque para hacerse una idea del lugar. No era gran cosa aunque estaba bien escondido, era justo reconocerlo, y la presencia de las abubillas contribuía decididamente a aislarlo. En cuanto a las abejas… ¡Ojala se murier
an todas, empezando por su reina! De haber tenido a mano una antorcha, las habría quemado vivas. Hubiera sido un buen espectáculo socarrarlas allí, mientras colgaban como un racimo a la entrada de la gruta. Hasta bien entrada la tarde no se habían ido. Prátex y ella aún habían tardado un rato más en atreverse a salir. ¡Un día desperdiciado!

Bueno, no malgastado del todo, porque había aprovechado para pensar dónde ataría con un nudo la cinta que habría de impedir el parto de la vestal. Había descartado atársela a su propio cuerpo, en un brazo o una pierna, pues le parecía muy fácil de descubrir si se le movía la túnica. Debía buscar un sitio lo suficientemente cerca para que surtiera efecto y lo suficientemente escondido como para que ellas no lo viesen. Pero esa noche estaba rendida. Al día siguiente revisaría a fondo la cabaña hasta dar con el lugar adecuado. Pronto se le cerraron los ojos y se hundió en el sueño.


La lluvia era ya torrencial cuando empezaron a desgarrar el cielo los relámpagos. Su gélida luz alumbraba de manera siniestra el interior de la cabaña antes de que los truenos retumbaran en la hondonada, tan espantosos como si se estuviera fracturando el monte y un diluvio de rocas fuera a caer sobre ella.

Rea Silvia se incorporó con una sensación de angustia y un fuerte dolor en el vientre. Tuccia la notó moverse y se irguió también. Le puso una mano sobre la espalda: estaba empapada en sudor.

- Creo que ha llegado el momento.

- ¿Estás segura? Aún faltan unos días…

- Mis gemelos no van a esperar.
- ¡Hay que deshacer todos los nudos! – dijo Tuccia, quitándose la cinta con que se sujetaba el pelo y soltándoselo también a Rea. Con una brasa encendió tres o cuatro lucernas que habían reservado para la ocasión, y se puso a desanudar los fardos donde guardaban la comida y la ropa. Con ese trajinar, se despertó Cora.

- ¿Qué pasa? – dijo abriendo con dificultad los ojos.

- Ha empezado el parto – respondió Tuccia sin mirarla –.Deshaz el nudo de tu hatillo, por favor.

Cora se levantó deprisa y obedeció. Estaba contrariada. ¡Aún no había tenido tiempo ni de pensar dónde anudar la cinta, cuando ya la sacrílega iba a parir! Debía actuar con rapidez. Tuccia le dirigía miradas de soslayo, desconfiaba de ella. Tenía que pensar. Pensar. Deprisa.

La tempestad provocaba pavor. Rea Silvia, despojada de su túnica, se había tumbado de lado y gemía en voz baja. Tuccia añadía troncos al hogar para prender el fuego y poner una caldera a hervir.
- ¡No tenemos aquí bastante agua! – exclamó destapando un cubo mediano. Dirigiéndose a Cora, añadió –: He de salir fuera a por más. Necesito que me ayudes con la puerta.

Estas palabras iluminaron a la falsa partera con tanta rapidez como los rayos alumbraban el cielo. Esa era su oportunidad.

- Es muy importante que la parturienta no se enfríe – dijo –, así que saldré yo. Tú estás acostumbrada a manejar esta puerta y puedes abrirla y cerrarla más fácilmente e impedir que se escape el calor ¿Dónde está el agua?

- En una tinaja con tapa de madera que hay en el exterior, entre la puerta y la ventana – respondió Tuccia, aliviada al ver a Cora dispuesta a colaborar –. Llévate el cubo y esta antorcha.

Al tiempo de coger su manto, la mujer tomó también una de las cintas de lana que tenía preparadas, la ocultó entre sus ropas y salió. Tuccia cerró la puerta tras ella. El viento estuvo a punto de derribarla, pero la antorcha y el cubo la ayudaron a recuperar el equilibrio. Fijó la tea en un soporte que había en la pared con esa finalidad y dejó el cubo en el suelo.
Con precaución se acercó hasta el ventanuco, abierto en la misma pared junto a la cual se tumbaba Rea Silvia. Rascó un poco el muro, construido con una mezcla de barro y paja, y pronto quedó a la vista una de las ramas del entramado horizontal que sustentaba el barro. A ella anudó con fuerza la cinta. Con esa tempestad y aquel frío, Tuccia no saldría. Y, aunque saliera, no encontraría la cinta jamás. Cuando hubiera muerto la sacrílega ya se encargaría ella misma de retirarla para evitar sospechas.

Llenó el cubo con agua de la tinaja, dejó la antorcha en el soporte, como había acordado hacer para avisar a los compinches de Prátex y volvió a entrar. Le dijo a Tuccia que el viento le había arrebatado la antorcha y con los dientes castañeteando se acercó a calentarse al fuego.

Ya podía Rea Silvia retorcerse de dolor, invocar a todas las diosas y agotarse en esfuerzos inútiles. Tardaría en morir porque estaba fuerte. Pero Cora no tenía ninguna prisa: ella ya se sentía victoriosa.

*Las fotos de las pinturas y la tormenta están tomadas de internet. El resto son mías.


NOTA: Estimados amigos: sigo promocionando mi novela "Dido reina de Cartago".
Él próximo miércoles 22 de febrero de 2012, a las 19,15 horas, se presentará en:

Intersindical Valenciana
c/ Juan de Mena, nº 18,
Valencia

Junto con la autora, intervendrán: Dª Carmen Aranegui, professora d’Arqueologia de la Universitat de València y Dª Isabel Morant, professora d’Història de la Universitat de València.

¡OS ESPERAMOS!

martes, febrero 14, 2012

CUPIDO Y LA FIDELIDAD

A los amantes fieles.



¿Quién te ha roto las alas, dios Cupido?
Sea hombre o mujer, desde hoy lo condeno
pues una crueldad tan grande no merece el perdón de los dioses.
Menos aún el tuyo.
Pero si has sido tú mismo quien, al quebrarte las alas,
has puesto freno a las veleidades de tu corazón
para entregarte sólo a quien te ama,
te ensalzare ante tus seguidores:
- “Mirad” – diré –: “el dios Cupido ama tanto
que ha decidido, por fin, sacrificar sus caprichos
ante su propio altar”.


*Cupido de espaldas. Museo Massimo alle Terme. Roma. La foto es mía.

lunes, febrero 13, 2012

ANTO RECLAMA COMPASIÓN



(XXVII)
La víspera del nacimiento de los gemelos, Prátex y Cora estaban a punto de sorprender a Rea Silvia recibiendo socorro de sus amigas y Kritubis había iniciado un conjuro para impedirlo. El rey Amulio había aceptado recibir a su hija quien, junto a su marido, había ideado un plan para salvar la vida de Rea.
La noche se había hecho eterna para Anto. Una y otra vez había repasado con Nipace las palabras que pronunciaría ante su padre, el rey Amulio. El insomnio y el nerviosismo habían dejado huellas en los rostros de ambos, pero también había crecido en ellos la determinación. Poco después del alba, tal como habían acordado, Anto acudió a la casa de las vestales a explicarles su plan. La recibió la vestal Adriana, pues Camilia había partido ya hacia el Aventino.

- Han ocurrido muchas cosas, noble Anto, desde que estuviste aquí antes de ayer – le dijo muy excitada Adriana –. Hemos encontrado por fin el lugar donde el rey Amulio tiene oculta a Rea Silvia. Gracias los dioses Tuccia la acompaña y ambas se encuentran bien. Ahora mismo nuestras amigas estarán entregándoles provisiones y ropa.

El rostro de Anto se iluminó de alegría. Conocer el paradero de su prima era un alivio, pues la rescataba del centro de una espesa bruma para devolverla a la vida real y, con ello, a la posibilidad palpable de ser auxiliada.
- La otra noticia…Tu tía Aurelia ha empeorado – añadió Adriana –. Númitor le ha pedido a Camilia que vaya al Aventino a cuidar de ella, dada la amistad que las une, para que Énule pueda venir aquí y ayudar secretamente a Rea Silvia en el parto. Él también vendrá. Quiere estar cerca de su hija e interceder ante el rey. Si no surgen contratiempos, los tendremos en Alba Longa esta misma noche.

Anto sintió aflorar de nuevo sus temores, llenársele el pecho de angustia y los ojos de lágrimas. Su cabeza era un hervidero de dudas. Recordó, sin embargo, las palabras de su marido: nada podía empeorar la situación de Rea. Si consiguiera sembrar en el ánimo del rey la semilla que quería… En tal caso, hasta la cólera que Númitor pudiera desatar en él, sería útil para su propósito. Así, dejó a un lado sus aprensiones y reclamó la atención de Adriana.

- Tú estabas presente cuando la Vestal Máxima Camilia me habló del odio de mi padre hacia Númitor y Rea. Oíste lo mismo que yo, Adriana. Camilia piensa que no hay salvación para mi prima, porque el odio de mi padre es superior a cualquier sentimiento de compasión o piedad. La matará. Por eso, dándolo todo por perdido, Nipace y yo hemos ideado una estratagema. Quiero que la conozcas y,
salga bien o fracase, sepáis todas que lo hago por amor a Rea Silvia.

Le relató, a grandes rasgos, cuál era la idea y el modo de llevarla a cabo. La vestal la escuchaba atónita, porque nunca había oído nada parecido, y terminaron llorando las dos y dándose ánimos mutuamente. Puesto que Anto se presentaría ante el rey esa misma mañana, apenas saliera de la casa de las vestales, Adriana sugirió encomendarse a la diosa Vesta. Fueron juntas a la celda donde se le rendía culto y se recogieron unos momentos ante la rústica imagen y su fuego sagrado. Suplicaron con fervor a la diosa auxilio para Rea Silvia. Con el crepitar de la llama diminuta sentía la noble Anto crecerle las fuerzas y tranquilizársele el corazón. Abandonó la casa de las vestales serena y confortada.


También la sacerdotisa de Diviana, Kritubis, estaba en ese momento invocando a Vesta junto a otras diosas, mientras giraba y giraba con los ojos cerrados. La ayuda divina y su propia magia debían ahuyentar un peligro inminente: los más viles servidores de Amulio y Criseida estaban a punto de sorprenderlos prestando ayuda a Rea Silvia.

Tan cerca estaban, que Prátex tenía ya a la vista el refugio de paja construido por los hombres que, noche y día, vigilaban el acceso a la hondonada donde ocultaban a la vestal. El esbirro detuvo un momento su marcha y se volvió para instruir a Cora.
– Las órdenes del rey son éstas: en cuanto la vestal se ponga de parto deberás advertirnos colocando una antorcha encendida en el exterior de la cabaña, si es de noche, o viniendo a buscarnos en persona si se produce de día. Así los vigilantes tendrán tiempo de avisarme. Hemos de estar preparados para quitarle al hijo apenas nazca.

- ¡Si lo dejáis un rato oliendo este pestazo, él solito se morirá! – respondió la mujer, agitando la mano inútilmente para apartar el mal olor de las abubillas – ¡Vaya un lugar nauseabundo!

Terminaba de decir esto, cuando oyeron un grito espantoso y vieron correr hacia ellos al hombre de guardia. El desgraciado aullaba y se llevaba las manos a la cabeza, como si se sujetase un gorro de color oscuro y contornos inciertos.
Y un momento después, ellos mismos echaron a correr por donde habían venido con los ojos llenos de espanto. Un zumbido atronador y una espesa nube negra se les venían encima y los azuzaban, obligándolos a saltar entre los matorrales y desgarrarse las ropas y la piel en las zarzas y en la corteza de las encinas, hasta que hallaron refugio en la cueva de la fuente sagrada. En el umbral se detuvo una abeja escuálida y oscura y todas las demás formaron a su alrededor un cono invertido que, con un aleteo permanente, se mantenía colgado sobre la entrada sin dejarlos salir.

Jamás se había visto a las abejas abandonar sus colmenas en invierno ni atacar de manera tan feroz.



Tembló Anto al cruzar la puerta de la cabaña real. Se sentía como una extraña, incapaz de reconocer como propia la casa en la que había vivido durante casi un año y conocía desde la niñez. ¡Cuántas veces había jugado allí con su prima Rea Silvia! ¡Cuántas conversaciones y confidencias infantiles, cuántas risas cuando estaban aprendiendo a tejer y se gastaban bromas enredando los hilos! Ahora, y no por juego, los hilos del destino formaban un nudo, una trabazón monstruosa que rompía toda armonía. Giró un instante la cabeza para buscar la mirada tranquilizadora de Nipace, que entraba tras ella.
El gran salón estaba lleno de gente y el fuego que ardía en el centro, junto con varias antorchas encendidas, llenaba el espacio de una luz entre amarilla y rojiza. Desde su sitial, el rey Amulio escuchaba las peticiones de sus súbditos o mediaba en sus litigios usando su autoridad para zanjar las disputas entre ellos. No dio señales de haber visto entrar a su hija y su yerno pero, poco después, a un gesto suyo sus siervos despacharon a los albanos que aún esperaban, ordenándoles volver al día siguiente. En un momento se despejó el salón y se retiraron los criados.

- ¡Vamos, Anto! – dijo Nipace a su oído, pues la joven se había mantenido con la cabeza cubierta y gacha durante la espera.

Avanzó despacio y cuando tuvo frente a sí los pies de su padre, se postró ante él tocando el suelo con la frente y permaneciendo en esa postura.

- Noble rey – dijo Nipace –, mi esposa se humilla ante ti y pide ser escuchada.

Siguió un largo silencio en el que sólo se oía el crujir de los troncos que alimentaban el fuego y de vez en cuando caían produciendo un ruido seco y una nube de chispas. El corazón de Anto corría más veloz que un caballo desbocado.

- Habla – dijo, por fin, Amulio.

Anto irguió el busto, sin abandonar su posición de rodillas. Con los ojos mirando al suelo, respondió.

- He sido obstinada, desobediente e indigna de ti, mi rey – declaró –. Ciega a causa de la ignorancia; necia por no haber comprendido la razón de tus decisiones; despreciable y mezquina al anteponer mis afectos a los altos deberes que tienes como soberano. Aunque no lo merezco, suplico tu perdón.

- ¿Significan estas palabras que has entendido por fin que tu prima debe ser castigada? ¿Qué no volverás a molestarme intercediendo por ella? – la voz de Amulio era seca.
- Reconozco mis errores, señor – respondió Anto sumisa –. Me equivoqué creyendo que estaba en tu mano perdonar a Rea Silvia, sin comprender que, habiendo quebrantado una ley divina, son los dioses quienes exigen su castigo y no tú.

Que su hija atribuyera el castigo a las divinidades complacía mucho a Amulio, pues lo liberaba de toda responsabilidad. Brillaba en sus ojos cierta luz de satisfacción, aunque permaneció callado.

- No has respondido a mi segunda pregunta – dijo al fin.

- No intercederé para que salves la vida a mi prima, si es eso lo que quieres saber – dijo Anto –. Antes bien, me atrevo a suplicarte humildemente que aceleres su castigo.

- Curioso cambio de opinión – dijo el rey enarcando las cejas.

- Padre mío – exclamó Anto, levantando un instante el rostro hacia su padre con mirada suplicante –. No pienses que soy una persona sin juicio ni dura de corazón. Mi afecto por Rea Silvia no ha disminuido un ápice. Pero he comprendido que, siendo culpable de un sacrilegio, debe morir.

- En eso estamos de acuerdo.

- Mátala cuanto antes – se apresuró a decir Anto bajando la vista otra vez –. Concédemelo y te juro que no volveré molestarte con este asunto.
- Antes no querías que muriera y ahora me pides que la mate enseguida…

- ¿Qué sentido tiene, padre, hacerla padecer? No esperes siquiera a que nazca su hijo: mejor es que pierda la vida con él en su seno – Anto se interrumpió unos instantes y se enjugó las lágrimas. Cambió el tono de su voz, no ya suplicante, sino profundamente dolorida –. Vosotros, varones, no sabéis bien qué significa un hijo para una madre. Lo es todo. Por él sería capaz de morir y de matar; se ofrecería como víctima en lugar suyo; se arrancaría la comida de la boca para dársela a él o se sacaría los ojos si él los necesitase. No hay dolor más intenso y cruel que ver padecer a un hijo, o perderlo.

- ¿Ha de pagar Rea Silvia con su vida? – prosiguió Anto en medio de un silencio sepulcral –. Sea como establecen las leyes. Mas ninguna de ellas impone un sufrimiento mayor del que procura el acto mismo de morir. ¿Cómo podría ella soportar que unas manos rudas le arrancasen de los brazos a su recién nacido? ¿Cómo aguantar la angustia al no saber si la criatura aún alienta o es ya pasto de las alimañas? Saber que tu propio hijo muere por tu culpa, por haber ofendido a los dioses cometiendo un sacrilegio ¿quién lo resistiría? ¿Y de qué modo acallar la esperanza de que la criatura, pese a todo, haya sobrevivido? No saber con certeza, imaginar los horrores sufridos, ir de la desesperación a la impotencia, estar siempre en duda, tener supurante esa herida … De todos los males posibles, la incertidumbre es el peor porque, como una rata odiosa, roe noche y día el corazón y la mente, no concede tregua ni descanso. ¡Cuánto mejor será para todos saber que Rea Silvia ha muerto, porque con ello se ha puesto fin a todo sufrimiento!
Anto volvió a interrumpirse para tomar aire. No se atrevía a mirar a su padre, pero su silencio le daba alguna esperanza.

- Sólo te pido esto, padre y rey mío: porque es sangre de tu sangre y por afecto a tu hermano Númitor, no le impongas a Rea Silvia un castigo más duro que la propia muerte – concluyó.

- Puedes marcharte – fue la helada respuesta del rey, mientras se alzaba repentinamente del trono –. Y nunca más, ¿me oyes?, nunca más te atrevas a hablarme de este asunto.

Con pasos temblorosos salió Anto de la cabaña real, sostenida del brazo por su marido. Todo cuanto podían hacer, estaba hecho. Sólo cabía esperar que Nipace tuviera razón.


domingo, febrero 12, 2012

ADIVINANZA SENCILLA

A Claudio Tiberio Germánico, llamado Británico, muerto un día como hoy.





Creciste huérfano de madre
con sólo medio padre como amparo y, en heredad,
un extenso imperio cuyo gobierno deseaban los ambiciosos.
¿Quién, desde siempre, tiene más poder: la tierna oveja o el lobo?
La respuesta es sencilla, pues te clavaron sus colmillos espumeantes
la víspera de tu decimocuarto cumpleaños.



*Foto de una escultura de Mesalina y Británico, tomada de internet.

NOTA: Británico murió el 11 de febrero del año 55 d.C. Califico al emperador Claudio como "medio padre" porque, siendo su padre biológico, no lo supo apreciar ni defender. Os dejo un enlace a Wikipedia para quien tenga curiosidad por saber quien fue este
joven asesinado por Nerón.

viernes, febrero 10, 2012

SOBRE EL VIENTO


(XXVI)
Las amigas de Rea Silvia la habían localizado ya. La reina Criseida había convencido a su marido Amulio para enviar a Cora con Rea Silvia para vigilar el parto. El Tíber se había desbordado.
Si los dioses nos hubiesen concedido la gracia de ensillar una ráfaga de viento como se ensilla un caballo y embridarla para dirigirla a nuestro antojo; si sobre esa cabalgadura hubiéramos recorrido el cielo al amanecer, la víspera del día del nacimiento de los gemelos Remo y Rómulo, habríamos visto al padre Tíber arrastrar una gran masa líquida y fangosa.
Aquietada ya en la superficie, sin crestas espumeantes ni remolinos, el agua se extendía como dedos entre las colinas, se remansaba en los valles y formaba lagos en las planicies vecinas a su cauce. En la cumbre del aislado Palatino, Acca Larentia depositaba el cadáver de su recién nacido en una diminuta fosa al lado del umbral de su puerta y le añadía, como humilde ajuar, una tacita de barro y una fíbula infantil. Fáustulo le apoyó una mano en el hombro hasta que ella se levantó y se apartó a un lado para observar cómo las paletadas de tierra sepultaban a su hijo postrero.

Al otro lado del valle de Murcia, en la ladera del Aventino más próxima a los montes Albanos, Númitor miraba correr las nubes oscuras, empujadas por el viento hacia Alba Longa. Sus ojos inquietos escrutaban las alturas, quizá buscando una señal, un mensaje divino en el vuelo de las aves, en la silueta de un nimbo o en un sonido imprevisto. Una honda preocupación ensombrecía su rostro, envejecido y estragado por el dolor. Su corazón iba de una muerte a otra, ambas inminentes: la de su esposa, la de su hija.
A su encuentro iba la Vestal Máxima Camilia cuyo vehículo, avanzando trabajosamente por el barro, descendía por el camino que comunicaba los montes Albanos con el Tíber. Acudía a la cabecera del lecho de su amiga Aurelia para acompañarla en el trance de la muerte. Su soledad se palpaba, se apreciaba en los campos desiertos y grises, extendidos como un rústico manto al que unas cuantas piedras, distribuidas aquí y allá, sujetaran para evitar que el viento se lo llevase.

Dirigiéndonos hacia el sureste, nos habría deslumbrado la luz púrpura que aquella mañana aureolaba el bosque sagrado de Marte y la cima del monte Cavo, confiriéndoles un aspecto irreal. Un cielo color de plomo parecía a punto de derrumbarse sobre el lago Albano, en el que se reflejaba la ciudad de Alba Longa, soberbia corona engarzada sobre uno de sus bordes.

Por el camino que unía esta ciudad con el santuario de Júpiter Latiaris transitaba un grupo de mujeres, cada una cargada con un bulto, dos cerdos delante y un muchacho cerrando la comitiva detrás. Se detuvieron un momento y miraron en todas direcciones antes de entrar en una selva colindante con el bosque de Silana y desaparecer. La vegetación crecía allí tan apretada y espesa que ni siquiera desde el aire eran visibles sus trochas.

Enseguida se incorporaron a ese camino dos figuras más. Avanzaban discretamente, ciñéndose a la orilla diestra, donde la vegetación les procuraría un escondite en caso necesario. Había faltado poco para que descubrieran a las amigas de Rea Silvia meterse en la selva cercana. Por fortuna no las habían visto. La manera engreída de caminar delataba a
Prátex, quien iba delante y a paso ligero. Le seguía Cora con un hatillo en la mano. Pasaron junto al hueco por donde había desaparecido el grupo y, unos pasos más adelante, penetraron en el bosque de Silana.

A esa marcha, el secuaz de Amulio y la falsa partera enviada por Criseida llegarían a la cabaña de la vestal antes que sus amigas. O, peor aún, cuando éstas ya estuvieran allí entregándole las provisiones. De ser sorprendidas en ese momento, se desencadenaría una tragedia. No sólo Rea Silvia y Tuccia quedarían sin socorro, sino que sus auxiliadoras serían ejecutadas con ellas: tal es el castigo reservado a quienes ayudan a un condenado a muerte.

Prátex y Cora se acercaban peligrosamente al camino de la hondonada mientras, ignorantes del peligro, Rea Silvia y Tuccia seguían recibiendo los fardos que les traían sus compañeras y se comunicaban algunas noticias. Si no mediaba un prodigio o una intervención divina, Urbano Lacio y aquellas mujeres estaban perdidos.


A Cora no le gustaba caminar al trote detrás de Prátex. Era muy desconsiderado. Desde que, al alba, habían salido de la cabaña real, ni una sola vez se había dignado girar la cabeza para comprobar si ella lo seguía. Como si no existiese. Mejor. Así se ahorraba el darle explicaciones o disimular, porque el muy estúpido ignoraba la misión que le había encomendado la reina. Si la cumplía con éxito, como esperaba, Criseida la recompensaría dándole algún puesto importante y ese Prátex la tendría que tratar con más respeto.

Hacía rato que habían abandonado el camino del santuario de Júpiter Latiaris, desierto a esas horas, para adentrarse en el bosque sagrado de Silana. Acababan de dejar a su izquierda el desvío que conducía a la fuente sagrada y seguían penetrando en la espesura aunque la senda, invadida por hierbas y matojos, se había desdibujado hasta perderse. Era desagradable andar por allí, deberían haberla advertido. De pronto, el olor fétido de las abubillas le golpeó el olfato. Frunció la nariz y se la tapó a toda prisa con la manga. ¡Vaya una ninfa pestilente! pensó.
Prátex, que la oyó bufar a sus espaldas, decidió detenerse allí mismo.

- ¿Por qué te paras aquí?

- Eres muy delicada tú – respondió Prátex con la burla en la boca –. Si te molesta el mal olor de unos simples pájaros, no sé cómo resistirás estar al lado de una sacrílega y ayudarla a parir un hijo infame.

- No es asunto tuyo, y además… – Cora se contuvo a tiempo. Había estado a punto de decirle que Rea Silvia no pariría, pero un destello en los ojos del hombre le había advertido que quizá pretendía hacerla hablar –. Además, he ayudado a parir a algunas cerdas en apuros, no creo que ésta sea peor.

- Tú sabrás – respondió Prátex encogiéndose de hombros y retomando la marcha.
Cuando el rey Amulio le había ordenado llevar a esta mujer a la cabaña de Rea Silvia, no le había parecido buena idea. El lugar donde la ocultaban sólo era accesible por un camino que él y sus hombres vigilaban constantemente. La presencia de la partera sólo complicaría las cosas. Querría dar órdenes a los guardianes o los molestaría con exigencias absurdas. ¿Y qué necesidad había de prestar ayuda a la sacrílega? Si por él fuera, le habría rebanado el pescuezo cuando quedó preñada, no sin antes haberle demostrado varias veces que él violaba más y mejor que el mismísimo Marte.

Apresuró el paso. A juzgar por la negrura de las nubes no tardaría en llover y lo que menos deseaba era calarse hasta los huesos por culpa de esa mujer. Menos mal que el puesto de guardia estaba cerca. Y desde allí a la hondonada habría cincuenta o sesenta pasos. Cora era torpe andando por el bosque, pero la haría recorrer esa distancia en menos tiempo del que tarda un zorro en cazar a una liebre.


¿Es preciso describir el júbilo de Rea Silvia mientras veía descender desde lo alto de las rocas, suspendida de una cuerda que la bajaba poco a poco, la cuna de esparto que Amnesis había confeccionado para sus hijos? No encontraríamos las palabras adecuadas, pues produce una emoción especial el ver y tocar aquellas cosas – ropa, sonajero, cuna – que no siendo aún de nadie, aguardan impacientes la llegada de su futuro dueño. Igual que el sonido del agua, al avisarnos de la proximidad de una fuente la hace real aunque no la veamos, así el rozar con las manos o las mejillas esos objetos anticipa la presencia del no nacido y, a través de ellos, existe y lo amamos ya.

Con los brazos alzados para recibir la cesta estaban Rea Silvia y Tuccia, cuando Urbano Lacio, a quien sus correrías en busca de presagios habían convertido en experto trepador, se colocó en bandolera uno de los fardos y comenzó a bajar agarrándose a las hendiduras de la roca. Las jóvenes profirieron más de un grito, temiendo que cayera. Sin embargo él mantuvo su pulso firme y llegó al suelo sano y salvo. Abrazó a Tuccia en un impulso y no se atrevió a hacer lo mismo con Rea Silvia, aunque le tomó las dos manos y se las besó.

“Redondo de luna llena era aquel vientre;/ los ojos vivos como dos ascuas/ emitían un intenso calor./ ¿Dónde estás, padre de mi prole, poderoso Marte?,/ decía sin palabras su boca./ ¡Ay, cuán triste ha de ser que una estirpe nueva/ haya de nacer de la muerte de otra!”. Pese a la melancolía de estos versos, aquel encuentro fue alegre.
Mientras Urbano acarreaba los bultos al interior de la cabaña, las amigas hablaban por señas y palabras sueltas. Lo hacían con gritos sofocados para no ser oídas por el vigilante de Amulio. Tuccia les hizo saber que ya tenían preparadas las tiras de lana para envolver a los gemelos. Rea Silvia sonreía y no soltaba la cesta. Ya veía a sus hijos dentro, envueltos en la calidez de las pieles que la forraban por el interior, protegidos de la humedad y de las desgracias: sujetos al trenzado de la cesta mediante unas cuerdas finas, Valeria y Aiara habían colocado sendos amuletos.

Se habían esforzado mucho para confeccionarlos. Tal como habían acordado tiempo atrás, cuando aún no había sido descubierto el embarazo de Rea, el trabajo debía combinar adorno y amuleto en una única pieza. Ahí estaba el resultado: dos discos de bronce, ahuecados, en cuyo interior habían colocado los objetos mágicos: piedrecillas de diversas clases, polvo de huesos y vegetales que habrían de protegerlos del mal de ojo, los venenos, la envidia y tantos peligros que acechan al ser humano y procurarles salud y una larga vida. Una vez depositados dentro, habían soldado los dos discos por el borde: era imposible, así, que se perdieran los talismanes. Un cordoncillo de hilo, pasado a través de un orificio, permitía colgarlo al cuello.
En alabanzas, intercambios y trasiegos estaban, cuando Kritubis se llevó repetidamente el dedo índice a los labios, indicando que debían callar y luego, rápidamente, hizo un gesto con las manos para que nadie se moviese. Algo había captado, quizá un ruido, o un movimiento entre las encinas. Presentía un peligro. Muy grave. Muy cercano. Cerró los ojos y alzó las manos al cielo. En voz baja invocó a las diosas protectoras de Rea Silvia para que acudieran en su ayuda: “Dulce Silana, madre Vesta, Diviana misteriosa, poderosa Luna: ¡No hagáis más duro el trance por el que ha de pasar Rea Silvia!” repitió tres veces. Se separó del borde de las rocas. Afianzó ambos pies, un poco separados, sobre un trozo de tierra limpio de hojas y empezó a dar vueltas sobre sí misma. Su garganta emitió un sonido sordo, fluido, que iba creciendo en intensidad mientras giraba cada vez más deprisa, más deprisa, con los brazos abiertos, rotando como una peonza.




*Las fotos de los frescos están tomadas de internet. El resto, son mías.

jueves, febrero 09, 2012

PRODIGIOSOS GEMELOS


“En las sociedades primitivas y en las civilizaciones superiores, el nacimiento de gemelos ha representado siempre un prodigio. De ahí la idea de que fueran detentores de poderes mágicos especiales, a veces positivos (portadores de abundancia) y otras veces negativos y, por tanto, se debían marginar y aislar. (…) También en el mito de Remo y Rómulo el hecho de ser gemelos los caracteriza como héroes antes incluso de que cumplan la empresa para la cual están predestinados”.

CARANDINI.- “La leggenda di Roma”, vol. I.
Traducción de Isabel Barceló



Nota: Mañana viernes colgaré un nuevo capítulo de la Fundación de Roma.


*Sarcófago romano. Museos Capitolinos. Roma. La foto es mía.

lunes, febrero 06, 2012

INEVITABLE DOLOR


(XXV)
Anto y Nipace habían concebido un plan para ayudar a Rea Silvia. En el Aventino, Acca Larentia estaba sola y a punto de dar a luz. Rea Silvia y Tuccia se habían reencontrado con sus amigas y éstas les habían prometido llevarles ayuda.
Por fin, tras una última contracción, la criatura de Acca Larentia cayó en el hueco que ella misma había cavado en el suelo de la cabaña y forrado con telas. Sin abandonar su posición en cuclillas, Acca retrocedió un poco y lo acomodó bien. Era un niño. Tendió la mano y, casi a tientas,
cogió dos hilos de lana que tenía preparados y los anudó al cordón umbilical, separados por una distancia de dos dedos. Un trozo afilado de cerámica, resto de una taza rota, sirvió para cortar el cordón entre los dos nudos. Cogió luego al niño y con mano diestra lo puso boca abajo y le palmeó en las nalgas suplicando al dios Vaticanus que lo hiciera gemir. De su garganta salió apenas un quejido, una protesta tan débil como el piar de un pajarillo al romper el cascarón. Lo depositó de nuevo en el hueco e hizo un esfuerzo más para expulsar la placenta.

El pequeñuelo se movía muy poco, tenía la piel de color violáceo y los labios casi morados. Se tendió a su lado Acca y lo abrazó contra su pecho para darle calor. Con sumo cuidado le frotaba la espalda con una mano, le acariciaba la tierna cabecita. Se sentó luego y poniendo al niño envuelto en un paño de lana sobre su regazo, lo limpió poco a poco con agua caliente. Invocaba a Carna mientras le daba suaves fricciones en las piernas, en los pies, en los brazos y manos, sin descanso. Le hablaba, como si su voz pudiera insuflarle las fuerzas que no tenía. En un rincón, Bona y su cachorro Seius los miraban.
Acca Larentia no quería pensar. Frotaba y frotaba con los dedos el cuerpo de su hijo y trataba de apartar de su cabeza la violación y la paliza que le habían dado Prátex y Catión unos meses antes, cuando lo estaba gestando. Pero olvidarlo era un empeño imposible ante aquel recién nacido débil y falto de energía. Aquellos miserables se la habían robado a golpes. Contemplando su rostro diminuto de rasgos perfectos, su pecho se encendía de afecto por él y de rabia contra sus agresores. Recordó haber suplicado venganza al padre Tíber cuando se purificó en sus aguas para limpiar de su piel el rastro del oprobio. Ahora el río gorgoteaba allá abajo, hinchado de furia, rugiente. Un Tíber indignado por semejante crimen.

Se estaba quedando fría y su criatura también. Añadió unos troncos al fuego y alcanzó su túnica para ponérsela, pues se había quitado la ropa para que no le estorbara durante el parto. Su vista tropezó entonces con la fíbula que había intercambiado con Palantea, una bellísima serpiente con los ojos entreabiertos. Según le había dicho la pastorcilla, la serpiente protegía a las madres y a sus criaturas. Se la puso enseguida esperando que obrara un prodigio y apretó al pequeño contra su corazón.

Declinaba la tarde y de Fáustulo no había noticia.


El rey Amulio hizo esperar a su yerno. Estaba de pésimo humor. El que Rea Silvia se hubiera burlado de él una vez más, como afirmaba Criseida, había sido un mazazo a su orgullo. Su aborrecimiento hacia la vestal seguía creciendo y en su mente buscaba qué formas más terribles de venganza hallaría para hacerle pagar. Casi era noche cerrada cuando un criado le recordó que el noble Nipace aún esperaba ser recibido. Decidió atenderlo, bien para distraerse un poco de sus pensamientos, bien para descargar su rabia.

- ¿Qué quieres? – preguntó secamente cuando Nipace estuvo ante él.

- Soy un yerno afligido, señor – respondió con humildad el joven –, y un marido irritado, a decir verdad.

Amulio no respondió.

- La terquedad de tu hija me exaspera. No ha aprendido todavía cuál es su lugar y, quizá porque la habéis educado en Lavinio, lejos de ti y de su madre, no comprende bien cuáles son los deberes del trono.

La velada acusación que contenían estas palabras no pasó desapercibida a Amulio. Se removió en su asiento, acentuando más, si cabía, su actitud altiva.
- Algo intolerable, lamento decirlo, en la hija de un rey. Ayer, cuando supe que te habías visto obligado a prohibirle presentarse de nuevo ante ti…– Nipace respiró hondo, como si se esforzara en contener su furia –. La reprendí severamente y le advertí que no consentiré comportamientos de ese género en mi casa. Para que aprenda, le he anunciado que no volveré a compartir el lecho con ella hasta que obtenga tu perdón. Y voy a ser inflexible.

El rey Amulio, que hasta entonces había escuchado a Nipace con desinterés, se irguió en el sitial. ¡Sólo le faltaba verse privado de herederos al trono por la insensatez de su hija y su marido!

- No me parece buena idea – dijo, para tantear el terreno –. La carne tiene sus exigencias y la juventud también. Si fallas, perderás toda autoridad sobre ella. Castígala de otra forma.

- No fallaré, puedes estar tranquilo. Tener un hijo es lo que más desea Anto, así que no hay castigo más eficaz. Por lo pronto, ha prestado atención a mis reconvenciones y ha comprendido mis argumentos.

- Y esos argumentos son… - dijo Amulio enarcando las cejas.

- Que tus motivos para castigar a tu sobrina son justos y están de acuerdo con los usos ancestrales albanos. Es intolerable que ella, a fuerza de llorar, pretenda que un rey incumpla sus obligaciones.
- Muy cierto, yerno – respondió Amulio, complacido.

- Si alguien se lo hubiera explicado antes, no te habría ofendido tan gravemente… – añadió Nipace y el rey volvió a sentirse aludido y algo incómodo –. Apenas le he hecho ver su aberración, se ha sentido espantada. La he dejado en casa deshecha en lágrimas pues cree que, habiendo sido tan injusta y desconsiderada contigo, no la perdonarás jamás. Está muy arrepentida. Con todo, su castigo sigue en pie: hasta que no recupere tu afecto y tu favor, seguiré sin yacer con ella – concluyó Nipace.

Amulio, a quien le urgía tener nietos para afianzarse en el trono y evitar que la falta de herederos de su propia sangre alentara las aspiraciones y las conspiraciones de la nobleza albana, concluyó que debía zanjar este asunto.

- Si es como dices – respondió – y ella me demuestra el arrepentimiento y el respeto debidos, la perdonaré. Dile que venga mañana por la mañana y hablaremos. Acompáñala tú, para que seas testigo del encuentro y actúes después conforme al resultado.

Nipace dio las gracias al rey por su benevolencia y se despidió.


Bona irguió de pronto las orejas y se sentó sobre los cuartos traseros. Sus ojos brillaban en la oscuridad como tizones. Se acercó lentamente a la puerta de la cabaña. Empezó a rascar la puerta con la pata y a gemir.

- ¿Qué ocurre, Bona?

Acca Larentia se había quedado dormida con su hijito en brazos. Debía ser muy tarde. Alguien, desde el exterior, tocaba a su puerta. Miró un largo instante a la criatura, la dejó en un cesto que le tenía preparado, y se acercó al umbral. Pese al bramar del viento sobre el tejado de paja, reconoció la voz de Fáustulo. Quitó la estaca que atrancaba la puerta y abrió. El mayoral de Amulio se cubría la cabeza y el cuerpo con pieles curtidas y era casi irreconocible a la luz de la antorcha de resina que llevaba en la mano.

Entraron con él un frío intenso y un pedazo de noche tan negra que daba miedo. Acca añadió leña al hogar e hizo aire a las brasas para que prendiese el fuego. Del caldero que colgaba sobre él, llenó una escudilla con caldo caliente y se lo dio a beber. Ella misma bebió otro poco. Fáustulo vio el cesto con el niño y se inclinó a mirarlo. Luego fijó la mirada en su esposa.
- Ha muerto hace un rato – dijo ésta.

- Tú ¿estás bien?

Afirmó con la cabeza. No quería que le saltaran las lágrimas ni que le traicionara la voz. Era una madre curtida, había enterrado ya a varios hijos. Sin embargo, éste había sido especial. Pensaba que sería el último y, con él, la última vez que amamantaría a una criatura, la vería medrar en sus brazos, robustecerse y alejarse de ella. Las mujeres dan la vida y se quedan solas. Sus senos se estaban colmando, para nadie, de leche nutricia.

- ¿Cómo vienes tan tarde? Con tanta oscuridad y el mal tiempo podías haber extraviado el camino.

- Llevo toda la vida pastoreando aquí, no me perdería ni aun queriéndolo – respondió Fáustulo –. Ayer el rey Amulio me llamó a Alba Longa y tuve que ir. Cuando he vuelto esta tarde a la cabaña de la vía Salaria, Urco me ha dicho que el parto se presentaba mal. He dejado a nuestros hijos al cuidado de Arpando para venirme.

- Eres un buen marido, Fáustulo, y un buen padre.

- Al menos, quiero a los míos y trato de darles lo mejor – respondió con tono melancólico, sin apartar la mirada del fuego, hacia el cual tendía unas manos grandes y curtidas. Profundas arrugas en la fre
nte y las mejillas delataban que tenía ya cierta edad y que había pasado la mayor parte del tiempo a la intemperie. Sus rasgos nobles y firmes reflejaban bien su carácter, discreto y justo, cumplidor de la palabra dada. Reflexivo, jamás actuaba con precipitación y gustaba de escuchar todas las opiniones. Era un hombre sabio, respetado y obedecido no sólo por los criados de Amulio, sino por todos los pastores de las colinas del Tíber.

Acca llevaba tantos años con él, que podía interpretar cada gesto de su cara, cada matiz de su voz.

- ¿Ha ocurrido algo con Amulio? – preguntó.

- Nada en concreto, rumores y habladurías entre los criados. Quiere mal a su sobrina, la hija de Númitor y algo prepara contra ella. Es una vestal.

- Sé quién es. La vi de lejos en la fiesta de Júpiter Latiaris.

Permanecieron un rato callados. Acca Larentia pensaba en su hijito muerto y la congoja le oprimía el pecho. Se sentó al lado de la cesta a contemplarlo, inmóvil y pálido, pero ya no lo cogió.

- Mañana le daré sepultura fuera, junto al umbral – dijo. Agotada, se tendió y cerró los ojos. Acudió a su llamada Somnus, ese dios compasivo, y tomando un velo temporal de olvido, lo extendió sobre sus párpados.





* Excepto las pinturas murales, que están tomadas de internet, el resto de fotografías son mías.

domingo, febrero 05, 2012

VER ROMA



"No puede decirse que se haya visto Roma cuando no se han recorrido las calles de sus barrios con espacios vacíos, jardines llenos de ruinas, recintos con árboles y viñas en su interior, claustros donde se levantan palmeras y cipreses, los unos se asemejan a mujeres orientales, los otros a religiosas de luto."

CHATEAUBRIAND.- Tomado del libro “A Journey to Rome”, con textos seleccionados de Dickens, Shelley, etc. por Danièle Ohnheiser. Traducción del italiano de Isabel Barceló.

*La fotografía es de la antigua Viña Barberini, en las pendientes del Palatino, donde se halla la iglesia de San Sebastiano al Palatino (fachada de la izda). Es lo más semejante que he visto en Roma a un jardín mediterráneo, con palmeras y naranjos. He elegido el ciprés... Sobre este terreno estuvo parte de la Domus Aurea de Nerón.


NOTA: Queridos amigos, sigo inmersa en las aventuras de Rea Silvia y sus amigas. Mañana nuevo capítulo.

jueves, febrero 02, 2012

ALGUNA LUZ



(XXIV)
La Vestal Máxima Camilia había enviado a Urbano Lacio al Aventino a entrevistarse con Númitor. El río Tíber se había desbordado y Acca Larentia, sola en su cabaña, estaba a punto de parir. Criseida había convencido a Amulio de enviar a su partera con Rea Silvia para controlarla.
Anto se secó una lágrima y recibió con aparente aplomo a un criado que traía un mensaje de la reina: la criada Cora debía presentarse inmediatamente en la cabaña real, pues la reina Criseida necesitaba contar con sus servicios durante unos cuantos días. Asintió Anto sin hacer preguntas. Ordenó a Cora preparar lo que necesitara y marcharse para no hacer esperar a la reina.
- ¡Al fin podremos hablar con tranquilidad en nuestra propia casa! – exclamó cuando la criada se hubo marchado. Esa mujer no le gustaba –. ¿Para qué la querrá mi madre?

- Qué más da – respondió Nipace, sentándose a su lado junto al fuego –. Quien importa ahora es tu padre. ¿Te sientes con fuerzas para llevar a cabo nuestro plan?

- Tenga o no tenga fuerzas, he de hacerlo. De lo contrario jamás viviré tranquila. Y no lo llames así: desde ayer no tengo padre…

Las lágrimas asomaron de nuevo a sus ojos y Nipace le pas
ó un brazo por la cintura y la abrazó. Tras la conversación que había mantenido con la Vestal Máxima Camilia, Anto estaba destrozada. Al principio se había resistido a aceptar que el rey Amulio abrigara un odio tan monstruoso hacia su propio hermano y su sobrina Rea Silvia. Sin embargo, a medida que discurrían las horas y las lágrimas, el repaso de los acontecimientos de los dos últimos años ponía en evidencia que Camilia no había errado en su juicio. Su padre era un hombre despiadado, carecía de escrúpulos, y sus actos estaban guiados por su voluntad de hacer mal.
- Tendrás que ser muy convincente – dijo Nipace –. No será fácil hacer creer al rey Amulio que has cambiado de parecer.

- Puedo hacerlo, no lo dudes. ¿Sería hija suya si no supiera fingir? – respondió con amargura. Y hubo de interrumpirse de nuevo por el llanto.

- No eres como él, ni te pareces a él, Anto querida. Al contrario, eres la persona más bondadosa y dulce que he conocido jamás. Soy muy afortunado.

- En realidad, habré de mentir poco…– prosiguió Anto pensativa. Pero de nuevo la angustia se apoderó de ella –. ¿Y si fracasa nuestro intento? ¡Sería espantoso que saliera mal!

- Hemos examinado este asunto muchas veces: para tu prima todo está perdido. Nada puede empeorar su situación. Si Camilia ha juzgado el carácter de Amulio con acierto y yo, por mi parte, no me equivoco en mis previsiones, creo que nuestro plan saldrá bien. Ten confianza en ti misma y en las divinidades que protegen a Rea.

Volvió a abrazarla y le murmuró al oído palabras de ánimo. Luego le cogió el rostro entre las manos para que lo mirase y añadió:

- Deséame suerte, esposa. ¡También yo he de hacer bien mi papel! Voy a pedir audiencia al rey.

Anto asintió y lo ayudó a colocarse un manto para salir. Una ráfaga de aire helado se coló por la puerta abierta y agitó violentamente las llamas del hogar. Se encogió con un estremecimiento. Desde que su marido y ella habían decidido actuar a la desesperada, una fiera salvaje le desgarraba el vientre; su pecho era un mar revuelto por el temor y las dudas; la idea de reencontrarse con el rey le producía nauseas y un gran desasosiego. La repugnancia de Anto era comprensible: iba a pedirle a su padre que matase a Rea Silvia.



“Lágrimas de dolor derramaban los cielos/ noche, muerte, furia, fango,/ el Tíber era una espada de agua/ y el corazón de Aurelia un muñón sangrante.” Con estos oscuros versos resumió Urbano Lacio su viaje a la cabaña de Númitor en el Aventino. Poco más dijo, aunque sabemos por otras fuentes que el encuentro con Númitor y Aurelia le causó una honda impresión. Agotado, empapado de agua y sucio, temblando de frío, arribó el futuro cronista oral a la cabaña de Númitor pasado el mediodía, tras un penosísimo viaje por caminos embarrados y azotados en el último tramo por una lluvia torrencial.
Más helado aún habría de quedarse: Aurelia se hallaba a las puertas de la muerte. Aquella mujer enérgica, ejemplo de entereza y modelo de reina, había claudicado. Eso le dijo Énule en voz baja, mientras le daba una taza de caldo muy caliente y lo obligaba a quitarse la ropa empapada delante del fuego.

- Se está dejando morir – dijo con dolor en la voz.

- ¡No puede hacerlo! ¡No puede abandonar a Rea Silvia! – respondió Urbano Lacio con pasión.

- Aurelia cree que por culpa suya Rea fue descubierta y va a ser ejecutada. Carece de fuerzas para enfrentarse a la muerte de su hija y sus nietos. No quiere sobrevivirlos.

- Pero debe hacerlo. Precisamente traigo un recado de la Vestal Máxima Camilia: creemos saber dónde ha escondido el rey Amulio a Rea Silvia y su doncella Tuccia. Es preciso que vengas, Énule, hallaremos el modo de que la puedas asistir en el parto. Y después, ya veremos…

Énule se lo quedó mirando un instante y luego lo estrechó en un abrazo. Aún estaban comentando detalles de la noticia, cuando llegó Númitor y el joven se apresuró a repetir el recado.
- Traes la esperanza a un hogar habitado por sombras y donde todo futuro se reduce a la muerte – dijo Númitor. Énule asintió y dirigió la mirada hacia el rincón de la cabaña donde estaba el lecho de Aurelia. Tenía los ojos cerrados y la respiración lenta. Con voz quebrada, Númitor añadió:

- Ya ves cómo está mi esposa. No podemos dejarla sola en este estado. Ve y dile de mi parte a la Vestal Máxima Camilia que venga mañana. Es la mejor amiga de Aurelia, la mejor compañía en estos momentos de zozobra y dolor. Cuando ella llegue y se haga cargo de atenderla, Énule y yo partiremos hacia Alba Longa para estar lo más cerca posible de mi hija. Si lo hacemos como digo, mañana por la noche estaremos allí.

No añadió nada más. Sus ojos reflejaban una profunda tristeza. ¿Quería también el destino que este hombre, tan maltratado por su propio hermano, hubiera de perder al mismo tiempo a su mujer y a su hija?

Cuando Urbano Lacio salió de la cabaña, la lluvia había cesado y el aire límpido permitía ver un panorama extenso. Decidió subir rápidamente a la cumbre del Aventino para contemplar el espectáculo del río desbordado. Bajo el precipicio que caía en vertical sobre el camino de Ostia y el cauce, el Tíber bramaba. Los espumarajos que salían de sus fauces, turbios de fango, rompían contra la escarpadura a la colina. Sobrecogido y fascinado por la potencia del río, Urbano Lacio se dirigió a la vertiente que daba al valle de Murcia.
No quedaba rastro de los depósitos de sal, ni de la llanura donde se celebraba el mercado, ni señal alguna del Ara Máxima de Hércules. Todo lo invadía el agua. Miró hacia la colina del Palatino, aislada como un peñasco en medio del mar, y buscó en la cima la cabaña de su amigo Urco. Allí estaba, solitaria y fantasmal, con una fina voluta de humo ascendiendo desde el tejado. La escalera de Caco sufría las horrísonas acometidas del agua: la espuma trepaba con violencia por ella y se hundía luego en un caldo fangoso. Al lado, la gruta donde los pastores veneraban al dios Fauno abría su boca negra.

Urbano sacudió la cabeza para sustraerse al hechizo del río. Echó una última ojeada al paisaje desolado y regresó a la cabaña de Númitor donde se despidió. Iría cuanto antes a Alba Longa a comunicar la respuesta a Camilia.


La doncella Tuccia hilaba la lana de oveja que habían recibido el día anterior mientras Rea Silvia, sentada ante un telar rudimentario construido por ellas mismas meses atrás, tejía a buen ritmo. Trabajaban a la luz de la lumbre, pues reservaban el aceite de las lucernas por si les hacía falta más adelante, cuando nacieran los gemelos. Las llamas y su calor reconfortante les enrojecían las mejillas. De vez en cuando cantaban una canción como hacen las campesinas para marcar el ritmo del trabajo, hablaban de personas conocidas o recordaban una tarea pendiente. Era ya media tarde cuando Rea Silvia se puso en pie, se colocó las palmas de las manos en los riñones y se irguió arqueando hacia atrás los hombros y la espalda.
- ¿Cambiamos? – propuso a Tuccia, pues solían turnarse en la rueca y el telar. Mientras la doncella terminaba un cabo, Rea dio unos cuantos pasos por la cabaña para estirar las piernas. Salvo para coger los madroños, no habían salido de la cabaña en todo el día, pues el frío era intenso. Se arrimó al ventanuco para mirar al exterior. Le pareció oír algo y acercó más la cabeza a la abertura con expresión desconcertada. Tuccia le habló, pero ella le hizo un gesto con la mano para que callara y la doncella se apresuró a acercarse. En su aislamiento, cada ruido tenía su significado.

Lo que parecía al principio el canto de un ave, se transformó en una melodía dulcísima. Otra vez el ave. Y de nuevo un sonido que recordaba el repiqueteo de la lluvia sobre los charcos y, después, el zureo de una paloma. Siguió un son alegre y sofocado como la risa de una adolescente que acaba de conocer el amor y, tras él, la voz de un cuco derivaba en lamento.

- ¡Es Palantea! – gritó Rea Silvia. Y salió a la puerta sin detenerse un instante a coger el manto. Tuccia la siguió, le echó sobre los hombros la piel de oveja y volvió a entrar a toda prisa para ponerse el suyo.
La explanada de la cabaña estaba desierta, nada se movía tampoco en el cinturón de árboles a su alrededor, ni en el camino. Giraron sobre sí mismas, mirando hacia todas partes, desconcertadas. Sonó la música con mayor claridad, muy suave. Parecía llegar desde algún punto alto y cercano. Levantaron entonces la vista y las vieron: sobre uno de los farallones de roca a cuyos pies crecían los madroños, Palantea tocaba la siringa mientras las demás movían los brazos a modo de saludo.

Corrió Tuccia al pie de la roca con los ojos llenos de lágrimas, y Rea Silvia la siguió con dificultad. Lloraban y reían al mismo tiempo, felices de reencontrarse con sus amigas. Desde lo alto del muro rocoso las lágrimas caían también como la lluvia y se mandaban besos por el aire y sonrisas y gestos de alegría y aprobación.

- Hay un hombre vigilando – dijo Tuccia, haciendo bocina con las manos y tratando de no alzar mucho la voz, aunque la pared tenía tres o cuatro veces la altura de Rea Silvia.

- Sí, si – respondió de igual modo Kritubis –. Por eso hemos dado la vuelta.
- Mañana os traeremos comida, ropa y la cuna para los gemelos – dijo Palantea.

- ¡Y los amuletos! – susurró Valeria.

Durante un rato intercambiaron palabras sueltas y gestos. Rea Silvia señaló repetidamente con el dedo hacia su derecha, para indicar a sus amigas la existencia de unas rocas de menor altura. Y ellas por señas le contestaron que sí, que las habían visto y tratarían acercarse por ese lado. Al fin se despidieron porque la tarde avanzaba deprisa y era peligroso que la oscuridad les sorprendiera en aquella selva.

Pese a la excitación y la alegría, hacía mucho tiempo que las amigas no dormían tan profundamente como lo hicieron esa noche, unas en Alba Longa, otras al amparo del bosque de Silana.

miércoles, febrero 01, 2012

EL SILENCIO DEL BOSQUE


Esto dice Pedro García Barreno en su texto “Mitología de los bosques”:

““Estos bosques sagrados – escribía Séneca a Lucilo – poblados de árboles añosos y gigantescos, cuyas ramas se entrelazan ocultando el cielo; la impresión que produce en nosotros esta sombra profunda que se extiende en lontananza, ¿no nos sugiere la idea de que allí reside un dios?” Plinio manifestaba que “no menos que en las estatuas divinas en donde resplandece el oro y el marfil, adoramos los bosques sagrados y en ellos el silencio mismo”. Pero en ninguna parte del mundo antiguo se conservó quizá mejor esta forma de religión ancestral que en Roma. (…) El culto a los bosques iba generalmente unido al del agua; con frecuencia, una fuente de origen prodigioso tenía su origen en un bosque y, como él, estaba consagrada”.

¡Ay, Silana, dulce ninfa a quién ha sido consagrada la fuente y el bosque que llevan tu nombre! Sé propicia a Rea Silvia. Y ya que no puedes alterar su destino, haz, al menos, que
nazcan sus hijos.

*La foto está tomada en Palazuolo, donde estaba el extremo de Alba Longa más próximo al monte Cavo. Allí encontré esta cueva, desgraciadamente inaccesible, donde podemos imaginar que brotaría la fuente sagrada de Silana.

NOTA: Queridos amigos, dejaré programado un nuevo capítulo de la fundación de Roma para mañana jueves 2 de febrero, pues desaparezco unos días: son las fiestas de moros y cristianos de Sax, y ya sabéis que no puedo faltar. Besos.