En la fiesta de los lupercos, con la que terminó la
primera parte de la historia de Remo y Rómulo, los gemelos quedaron separados:
Remo no fue admitido como adulto y se quedó como iniciando en las faldas del
Palatino. Rómulo, que sí ingresó en la sociedad de los adultos, se fue con su
hermano Urco a la cabaña de la vía Salaria para apartarse de los pastores del
Aventino, seguramente ansiosos de venganza.
De todos los días del año, el
más angustioso, peligroso y triste es el 21 de diciembre, solsticio de
invierno. En esa fecha, como muy bien sabéis, el sol parece estar a punto de
ser derrotado por las sombras: su luz es pálida y breve en tanto la oscuridad de
la noche se hace interminable, densa, cerrada, como dispuesta a impedir al sol
volver a imperar sobre la tierra. Están los campos apagados y mustios, los
árboles reducidos a la desnudez, animales y seres humanos constreñidos a
permanecer al resguardo de sus madrigueras o sus cobijos, las aguas quietas
apresadas por una capa de hielo. ¿Quién no ha sentido alguna vez la angustia de
esos días, la sensación de estar aplastado por la pesadumbre, atormentado por
el temor, casi inevitable, de no ver nunca más amanecer?

En la
remota época de la cual hablamos no existía el altar donde ahora veneramos a la
diosa. ¿Qué hacían entonces los habitantes del Septimontium para conjurar un
peligro tan inmenso? No lo sabemos con certeza. Las noticias más antiguas
cuentan que Rómulo fue a Cenina, con otros muchachos y personas importantes del
Septimontiun, para ofrecer un sacrificio en beneficio de la comunidad. Ni
siquiera Urbano Lacio aclara a qué divinidad o con qué finalidad concreta se
realizaba el sacrificio. Mas yo, por mi parte, me pregunto: ¿por qué razón
nuestros ancestros habrían de hacer el sacrificio en una ciudad perteneciente a
los sabinos y no en cualquier otro lugar dentro del territorio latino? Y, por
otro lado, ¿qué otro rito más importante podrían hacer los jóvenes recién
incorporados a la vida adulta, que suplicar y propiciar a la diosa Angerona en
esa noche fatídica? Si en Cenina, como sospecho, contaban con un altar dedicado
a esa diosa, no sería extraño que la juventud de varios pueblos y lugares se
concentrara en torno a él para honrarla y, con el esfuerzo aunado de todos,
alcanzar el prodigio del triunfo solar.


El día de
la fiesta Lupercalia Rómulo había recibido un doble golpe: el desprecio
manifestado hacia él por su hermano Remo, al dejarle sin la carne del banquete,
lo había herido profundamente; no se creía merecedor de una humillación
semejante. Más difícil le resultaba aceptar que su hermano por quien sentía,
además de afecto, una admiración sin límites, no hubiera concluido su
iniciación, rechazado por el sacerdote de Fauno. ¿No era la persona más fuerte,
más valiente, más hábil en la carrera, en la lucha, en el manejo de las armas?
Con
paciencia y buenos argumentos le había hecho comprender Urco la insuficiencia
de esas virtudes para quien ha de vivir en sociedad con otros seres humanos. El
valor es necesario, sí, pero ha de estar al servicio de una causa noble; lo
mismo cabe decirse de la fuerza, pues si su uso no está presidido por un
sentido de la justicia, ¿en qué se diferenciaría una buena persona de un
malhechor? También los bueyes y los lobos son fuertes, pero ¿acaso esperamos de
un hombre que se comporte como esas bestias?

Cuando
aquel 21 de diciembre abrió del todo los ojos, Rómulo recordó que por fin había
llegado el día tan esperado. Y no sólo porque celebraría un sacrificio en Cenina
con sus demás colegas de iniciación. Cuando terminaran esos ritos al día
siguiente, se acercaría al Palatino a ver a su madre antes de retornar a esta
cabaña.
Cuando se
puso en pie, Urco ya tenía preparado el desayuno y le tendió un cuenco
humeante.
- Siento
muchísimo no poder acompañarte a Cenina, hermano - le dijo con cierta
pesadumbre, mientras bebían el caldo sentados ante el hogar.
- También
a mí me hubiera gustado tenerte cerca - respondió Rómulo -. Pero comprendo que
debas esperar a tu amigo.
- Peor
sería que su padre muriese en su ausencia…
- Por eso
no perderemos tiempo. En cuanto Urbano llegue, nos pondremos en camino hacia
Alba Longa. Lo acompañaré, no me gustaría que viajara solo y con tanta
preocupación. Según el mensajero, su padre está ya agonizante. Díselo tu mismo
a nuestro padre, pues él espera verme en Cenina y puede preocuparse mucho si no
me ve. Últimamente se alarma por todo…Pero hablemos ahora de cosas más alegres.
¿Tienes ya todo preparado?
- Sí. En
cuanto avance un poco el día iré al santuario de Quirino a encontrarme con mis
amigos Quintili. Desde allí emprenderemos juntos el camino a Cenina. Gordio ya
ha ido con anterioridad y dice que si vamos a buen paso llegaremos pronto.
Cuéntame, ¿es grande Cenina? ¿Se parece al Septimontium?
Entonces
Urco se explayó hablándole de esa ciudad, nacida sobre un montículo cerca de
las riberas sabinas del río Anio y gobernada con mano sabia por el rey Acrón.
También Acca Larentia se
había levantado al alba en su cabaña del Palatino y había pensado en Remo.
Salió a la puerta. El día más corto del año había amanecido oscuro, plomizo,
con nubes bajas y asfixiantes que amenazaban sofocar su corazón, cargado ya de negros
presagios. Los laureles de la cima del Aventino agitaban sus ramas como si la
saludaran, o como si quisieran burlarse de ella. No oía el viento ulular entre
sus ramas, pero su corazón intuía un son oscuro. La morada de Jano, en cambio,
parecía inmóvil y silenciosa, expectante, como si el dios aguardara algo.
Su
pensamiento voló entonces a Rómulo. Tampoco lo había visto después de la fiesta
Lupercalia, pues se había marchado con Urco a la cabaña de la vía Salaria. No
temía por él, aunque sabía cuánto estaba sufriendo por lo ocurrido a su hermano
gemelo, a quien quería profundamente. Eran iguales en muchas cosas y muy
diferentes en otras. Sin saber el motivo, recordó sus propias palabras cuando
Fáustulo les dio nombre a cada uno de ellos. Le surgió de manera espontánea
decir que Remo estaría muy unido a la tierra. En cambio, a Rómulo le auguró
éxito en el arte de la palabra y en el de las armas. Qué extraño y lejano le
parecía todo aquello y qué poco acertada su inspiración, pues Remo superaba a
Rómulo en el manejo de las armas y en otras habilidades guerreras. Habían sido
tiempos gozosos, pero ¿se habrían equivocado Fáustulo y ella al creer que los
gemelos estarían a salvo para siempre?
Sus ojos
estaban llorosos cuando entró en la cabaña su marido Fáustulo, quien venía a
recoger lo necesario para acudir él mismo a Cenina. Tras mirarse unos
instantes, ambos cónyuges se abrazaron.
“Lágrimas
negras derramó Acca Larentia./ Oscuros presagios atenazaban a Fáustulo./
Quienes guardan en su corazón un secreto/ viven inevitablemente bajo la amenaza
del desvelamiento”, dejó dicho Urbano Lacio.
NOTA: Queridos amigos, éste ha sido el primer capítulo de la segunda parte de la historia de Remo y Rómulo. ¡Espero que os haya gustado!
*Algunas las cuatro fotos han sido sacadas de internet; las restantes, son mías.