jueves, octubre 25, 2007

EL ADIÓS A CARTAGO (X).- Imilce para los pies al poeta Trailo.



- Hace días que no lees la continuación de tu historia en la plazuela del granado, señora Imilce – dice la tejedora Amneris mientras toma asiento debajo de la higuera –. Tus seguidores están impacientes.

- ¡Pues que se aguanten! – replica mi nuera saltando como si le hubieran pinchado en el trasero con la punta de un clavo.

Todo el mundo se ríe al escucharla. No por burla, sino por la pasión de su respuesta. ¡Quién me iba a decir que se convertiría en mi defensora más acérrima…! Está muy pendiente de mí y me colma de pequeñas atenciones. Incluso por las tardes me trae una copa de vino sin pedírsela e insiste mucho en que descanse. Me parece haber conquistado su respeto y ese empieza a ser un sentimiento mutuo.

- Hay mucha expectación, es cierto – interviene el poeta Trailo cuando terminan las risas –. Y algunas habladurías…

- Ah ¿si? – respondo enarcando las cejas – ¿Y de qué tratan, si puede saberse?

- De ti y de mi – concreta Trailo –. Dicen que no quieres darme la oportunidad de incluir en tu historia mi versión sobre el conflicto entre Dido y Eneas. Es decir, que no te interesa conocer la opinión de los troyanos.

- ¡En la vida he oído una falsedad tan grande! ¿A quién, sino a esta vieja, se le ocurrió incorporar a esta historia textos tuyos sobre los troyanos? – le respondo muy enfadada –. ¿No he tolerado esa fábula de que Eneas llegó a Cartago envuelto en una nube de niebla? ¿No he callado cuando dijiste que era hijo de la diosa Venus y hermano de Cupido? ¡Eneas era nieto de Júpiter, según tú! Y a todo ello, yo he opuesto la humanidad de Dido. No he dicho que la reina fuera perfecta, ni le he inventado ascendientes divinos. Era una mujer. Y Eneas un hombre. Y ese es un hecho que no te permitiré manipular. Además, de lo ocurrido entre ellos ya he hablado yo.

Mi explosión ha dejado mudos a todos en el patio. Nadie se mueve ni articula una palabra. Quizá algunos de mis amigos han pensado en algún momento como Trailo: Parepidemos tal vez, o el comerciante Caius Pertinax, tan interesado en publicar la historia. Sin embargo, ahora todos están de mi parte, incluso el propio poeta troyano, aunque le hayan escocido mis palabras.

- Tendrás la oportunidad de lucirte enseguida – le digo a Trailo, con mayor contención –. Me gustará saber qué pensaban los troyanos al abandonar Cartago. ¡Estarían muy orgullosos de zarpar estando a la puertas del invierno y dejándonos a nosotros a merced del rey Yarbas! Por lo demás, puedes meter en la nave de Eneas a todos los dioses del Olimpo, si es tu gusto. ¡Y que tengan buen viaje!

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El reencuentro de la reina con la vieja nodriza Barce se sella con un abrazo y muchas lágrimas. La anciana siente estremecerse el cuerpo de Dido y su alma se llena de piedad. ¡Pobre niña...! Cuánto sufrimiento se habría ahorrado si hubiera puesto riendas a su corazón, si hubiese frenado la pasión en lugar de dejarla correr como un caballo desbocado. Ahora el daño está hecho y sólo cabe restañar las heridas, dejar que las adormezca la mano sanadora del tiempo.

Cuando, agotada por tantas emociones y dolores, Dido se tiende por fin en el lecho, cae en un estado de excitación. No deja de revolverse a un lado y a otro, su piel arde. De vez en cuando, en un arrebato se arranca los paños húmedos que Barce le coloca en la frente y pronuncia palabras inconexas. En otros momentos, su mano se extiende sobre el lecho y lo palpa en busca de su amante y, al no hallarlo, gime de desesperación. Sólo se aquieta con las primeras luces del alba.


- Psssss... – sopla Barce poniéndose el índice sobre los labios y acercándose a la puerta del cuarto al oír aproximarse voces.

- ¿Es Acus? – pregunta con voz clara y sosegada la reina, sorprendiéndola –. Dile que pase.

Acus la encuentra incorporada, con el cabello revuelto y la tez macilenta. Sus ojos, sin embargo, están secos y lo miran con la determinación de antaño.

- Envía una embajada al rey Yarbas – le ordena –. Es urgente aplacar su ira y tranquilizarlo. O mejor, ve tú en persona. Convéncele de que no necesita un ejército: dile que la reina de Cartago comprende perfectamente la situación y se somete gustosa a su destino.

- ¿Es esa tu voluntad, mi reina? – duda Acus. Un cambio tan radical le extraña.

- Repítele mis palabras, tal cual te las he dicho. No pierdas tiempo. Y tú, Barce querida, ayúdame a levantarme. Tengo mucho que hacer.

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Anna va al encuentro de su hermana, la reina, con el corazón hecho jirones. No ha conseguido dormir en toda la noche, angustiada por su doble fracaso: el primero, haberla alentado a entregar su corazón a Eneas; el segundo, no haber sido capaz de convencer al príncipe troyano del peligro real que significa el rey Yarbas para los cartagineses. Eneas fue ayer inflexible, cerró los oídos a sus súplicas y menospreció la amenaza libia. Incluso respondió, y eso fue para ella lo más doloroso, que ya era hora de que la reina de Cartago tomase un marido.

- Se bienvenida, hermana – son las palabras de saludo que le dirige la reina apenas la ve traspasar el umbral de su cuarto –. Necesito tu ayuda.

No esperaba encontrarla así, tan llena de energía. ¡Qué contraste con la Dido de anoche, abatida por el desamor y la humillación! Anna se alegra y corre a darle un beso. ¿Ha hablado con Acus? ¿Sabe ya qué hará para afrontar la amenaza de Yarbas?

- Déjate de preguntas y confía en mí – responde Dido permitiéndole apenas rozarle la mejilla y soltándose enseguida de su abrazo –. Tengo prisa por deshacerme de todo lo que haya tocado él. No quiero nada suyo.

Se inclina sobre uno de los baúles abiertos, saca una túnica corta de lino y la suelta en los brazos de Anna, como si le quemase. Era una de las que solía ponerse Eneas para ir a cazar. Así, recoge de todas partes ropa, sandalias, fíbulas, cinturones, peines, el escabel sobre el que se sentaba, su espejo de bronce, el saco de tela que protegía sus armas y conservaba dentro un peto de piel de vacuno.


- Sacaremos estos bártulos al patio y haremos un montón para prenderles fuego – afirma Dido muy excitada –. Añadiremos el triclinio. Y la mesa de los banquetes, incluidos su copa y sus escudillas. Vete ahora mismo con Ula al templo de Juno y pide a la vestal Crisea que unos esclavos traigan mi trono. El traidor se ha sentado muchas veces en él. ¡Vamos, vamos, no te quedes embobada mirándome! Lo entregaré todo a las llamas.

Anna abandona el patio para cumplir la orden de la reina. Entonces Dido, exhausta, se deja caer en el banco de obra. Y reflexiona que no debe quedar nada, absolutamente nada, de Eneas.


* Detalle de columnas. Pompeya.
**Cabeza masculina. Villa Albani. Roma.
***y*****Naranjos en invierno. Jardines secretos del príncipe. Villa Borghese.
**** Detale de cabeza de amazona. Museo Centrale Montemartino. Roma.
******Detalle de figura femenina. Museo Centrale Montermartino. Roma.
*******Detalle de una coraza. Museos Capitolinos. Roma.
********Hojas otoñales. Pompeya.

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jueves, octubre 18, 2007

EL ADIOS A CARTAGO (IX).- Última tentativa.

La noticia cae en el palacio de Cartago con la violencia de una tromba de agua: el rey Yarbas de Libia se ha enfurecido por la última negativa de la reina a casarse con él y está reclutando hombres para presentarse en Cartago con un ejército e imponerle el matrimonio por la fuerza. Su actitud indigna y causa temor y contrariedad en la cocina. Todo el mundo habla a la vez, se lamentan de la indefensión de las mujeres, siempre expuestas a abusos y brutalidades. Ese Yarbas puso todos los inconveniente posibles para impedir que los fenicios se asentasen aquí y ahora quiere enseñorearse de su ciudad. Porque, lo quiera o no, Dido habrá de casarse con ese sujeto tan desagradable, una desgracia de hombre por muy rey que sea.

- No hay que alarmarse tanto – comenta Sofonisba en voz baja a la nodriza Barce quien, desde su ruptura con la reina, pasa los días junto a los fogones –. Los troyanos nos defenderán.

La anciana mueve dubitativamente la cabeza y calla. Ha visto cómo la vestal Crisea y la noble Diana ayudaban a la reina a atravesar el patio para ir a sus aposentos. Nunca la había visto tan descompuesta, con el rostro demudado y sin fuerzas para caminar. Algo muy grave ha ocurrido. Si fuese únicamente la amenaza de Yarbas, no estaría así. Dido se crece ante las dificultades, jamás se ha rendido ante ellas. Esta mañana, en cambio, parecía una mujer vencida.

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Anna ha acudido al aposento de su hermana en cuanto ha tenido noticia de su regreso. La encuentra en un estado de estupor, como si las palabras no acabaran de llegar a sus oídos o llegaran a través de un cojín. La noble Diana y Crisea la han obligado a recostarse sobre el lecho y le frotan las manos. Acus pasea arriba y abajo mientras va desgranando en voz alta las dificultades y la gravedad de la situación.

Si el rey Yarbas llega a Cartago con un ejército, será muy difícil salvarse. Hay áreas muy desprotegidas porque no está terminada la muralla. La mayor parte de los hombres en edad de combatir están mercadeando en diversas ciudades de la costa y no regresarán hasta la primavera. No más de doce soldados componen la guarnición que protege Cartago, insuficiente para defenderla en estas condiciones. Si no logran contener el conflicto, la situación será desesperada. Nadie lo dice, pero todos piensan que la reina se habrá de doblegar.


Sin embargo, la verdadera dimensión de la amenaza sólo puede calibrarse en el corazón de Dido. Aunque está profundamente perturbada, ve las afiladas aristas de esa roca que le está cayendo encima y va a aplastarla. No sólo ha perdido al hombre de su corazón y con él todo deseo de luchar, sino que la salvación de su pueblo depende ahora de un matrimonio indeseado cuya sola idea le repugna. ¿Cómo salir con bien de un laberinto semejante? ¿Cómo conciliar su ser mujer con su deber de reina?

Y cuando pensaba que nada podía ser peor, su hermana la golpea con otro argumento: la necesidad de pedir ayuda a los troyanos. Dido extrae de su interior toda la energía que aún le queda para oponerse rotundamente. Se sienta en el lecho y levanta la voz: No. Toda relación con esos hombres ha quedado rota y sin posibilidad de recomponerse. Jamás se rebajará a pedir favores que sabe negados de antemano. Es una propuesta descabellada y no quiere ni oírla

- Comprendo tu negativa a ver a Eneas. Pero deja, al menos, que me entreviste yo con él – insiste una y otra vez Anna –. Dido, tú sabes cuánto me estima y con cuánta libertad solemos hablar. Lo pondré al corriente de la amenaza de los libios, necesitamos su ayuda.

- No harás tal cosa – responde Dido con la misma perseverancia –. Eneas ha muerto para mí. Y por designio de los hados, tampoco a él podré rendirle honores fúnebres. ¡Ay, si nunca lo hubiera conocido! ¡Si me hubiera mantenido fiel a la memoria de Siqueo, como era mi propósito…!


Se alzan muchas voces, muchas razones y ruegos. No quedará dañada su dignidad porque el socorro que pide es para su pueblo, no para ella misma. El sufrimiento personal y las ofensas deben dejarse a un lado cuando está en peligro un bien muy superior, como es la seguridad de Cartago o, incluso, su supervivencia. El propio Acus apoya a Anna. Está fuera de lugar que él mismo o el Príncipe del Senado vayan a hablar con Eneas para no dar señales de debilidad, menos todavía después de los malestares de los últimos tiempos. Pero la propuesta de Anna es justa y oportuna, deben intentarlo todo.

Al fin, contrariando a su propio instinto, la reina cede y autoriza a su hermana a ir a buscar a los troyanos en su campamento. No hay tiempo que perder, pues hasta el niño Ascanio y su acompañante Cirene han abandonado ya el palacio. Para no darle un carácter oficial, Anna irá acompañada por sus amigas, bajo la discreta protección de Iskias y Nismacil, las dos amazonas fieles a la reina.

Tras la partida de Anna, el ánimo de Dido lucha y se enfanga en un lodazal. Todos sus esfuerzos por taponar las heridas que le ha inflingido Eneas han fracasado. A ese dolor, que nace en el fondo de su pecho y le estalla en las sienes, su suman ahora la angustia por la amenaza de Yarbas y la incertidumbre, aún mayor, por la reacción del príncipe troyano ante la petición de ayuda. Toda ella está en efervescencia, enredados en una misma madeja los sentimientos más opuestos. A pesar de la aflicción y la rabia, de su amor propio pisoteado, de la respuesta desdeñosa que ha recibido a su entrega y devoción, aún desea que Eneas se quede en Cartago. Y su corazón hecho pedazos se rompe más todavía y se disgrega en minúsculos segmentos: unos rechazan y otros desean, éstos temen, unos pocos sienten esperanza y, aquellos, desesperación.

El mediodía transcurre sin noticias. La reina no prueba bocado, pese a la insistencia de Crisea y Diana, quienes se esfuerzan en hablar para atraer su atención. Pasan las horas y, siguiendo su curso implacable, la tarde empieza a declinar. Dido no sabe cómo interpretar esta tardanza. Aguarda a su hermana con la zozobra y agitación de quien espera escuchar una sentencia, de quien sabe que, de un momento a otro, un solo juez va a decidir sobre su vida o su muerte.

Cuando la noble Diana da orden de prender las luces, Anna entra en el aposento y se arroja a los pies de la reina. Oculta el rostro entre las manos, pero las sacudidas de sus hombros son mil veces más elocuentes que mil palabras.

Después de unos instantes eternos, durante los cuales pueden tocarse con las manos la humillación y el suplicio de la reina, ésta habla sin levantar la vista.

- Anna, tranquilízate. Ve en busca de Barce y dile que la necesito. Marchaos vosotras ahora, queridas amigas, y descansad. No os preocupéis por mí. Acus, retírate también y al despuntar el día, ven y te daré la respuesta para Yarbas.

*Detalle de escultura de mujer. Jardines de Viveros. Valencia.
**Detalle de una fuente en la Avda. Blasco Ibañez. Valencia.
***Reflejo en la taza de la fuente de las Cuatro Estaciones. Valencia.
****Escultura de mujer. Jardines de Viveros. Valencia.
*****Detalle de figura femenina en la fuente de las Cuatro Estaciones. Valencia.
******Seto. Jardines de la Alameda. Valencia.

domingo, octubre 14, 2007

EL BLOG ACTION DAY dedicado al medio ambiente y LA RUINA MONTIUM



Ruina Montium, así denominó Plinio el viejo (siglo.I d.C.) la técnica mediante la cual los romanos explotaron algunas minas de oro en Hispania: la destrucción de los montes. La técnica consistía en cavar túneles verticales y horizontales en una porción de monte, llenar luego esos túneles con agua (de manera violenta o no), de modo que la presión y la fuerza del agua disgregaba los materiales y provocaba el derrumbamiento total de la zona tratada.

La aplicación de esa técnica en la explotación de las minas llamadas de Las Médulas, en la provincia de León (España) transformó por completo no sólo el territorio, sino también las vidas de sus habitantes, quienes se vieron obligados a trabajar en esas minas en condiciones inhumanas. La explotación duró 200 años y después la mina fue abandonada. Hoy, Las Médulas son Patrimonio de la Humanidad, lo que en nada debe ocultar el hecho de la masiva destrucción del paisaje y los daños irreparables e irreversibles que produjo.

En la actualidad, las agresiones al medio ambiente se han multiplicado y extendido por todos los países y siguen teniendo el mismo objetivo: el enriquecimiento de unos pocos a costa de una destrucción que afecta ya a todo el planeta. Esas prácticas destructivas no sólo ponen en peligro la vida de la población mundial actual, sino que comprometen gravemente el futuro.

Ojala entre todos seamos capaces de transformar positivamente esta situación y dejar a nuestros descendientes un mundo apto para la vida y habitado por seres a quienes se pueda llamar humanos.

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Una de las maneras de suscitar el respeto hacia el medio ambiente, el patrimonio paisajístico y el patrimonio histórico y cultural, que constituyen el todo en el cual estamos insertos, es conocerlo. Por mi parte, he contribuido a darlo a conocer junto con mi hijo, mediante la publicación de la guía turística Valencia y su provincia. Este libro se presentará en Valencia (España) el miércoles día 17 de octubre, a las 19:00 horas en Ámbito Cultural de El Corte Inglés, c/ Colón nº 27. Me encantaría contar con la presencia de bloggeros valencianos. Ahí va la invitación.




*Las Médulas. Vista desde el mirador de Orellán.

**Vista lateral, donde se ve la boca de la cueva de Orellán.

***Portada de la guía Valencia y su provincia.

lunes, octubre 08, 2007

EL ADIOS A CARTAGO (VIII).- La situación se agrava entre Dido y Eneas.

La inesperada irrupción de la reina Dido en su campamento, en plenos preparativos para abandonar Cartago, causa sobresalto y recelo en los troyanos. La reina se ha plantado delante de una cabaña, frente a Eneas, en actitud desafiante. Su pecho sube y baja aceleradamente, el color se ha retirado de su rostro y los nudillos de sus manos tienen la blancura del hielo.


La reina busca los ojos de Eneas. Necesita examinarlos, hurgar en sus descontentos, indagar en sus profundidades cuál es su propósito al mentirle. Le es preciso transmitirle su furia y su amor inmenso, su miedo y su esperanza. Quiere rastrear en ellos la alegría de tantas horas de amor y reclamar para este momento su dulzura. Vano intento. Como una piedra arrojada contra una peña, su mirada se estrella en las impenetrables pupilas del príncipe troyano y, en el mismo instante del choque, Dido intuye su fracaso: no hay en los ojos ni en el rostro de Eneas sorpresa, ni vergüenza, ni asomo de piedad. Sólo un rastro de condescendencia asomando en el pliegue de su boca, en un esbozo de sonrisa que quiere ser cortés y a ella le resulta hiriente. Dido hace un esfuerzo sobrehumano para contener su deseo de gritar y llorar, de abrazarse a ese malnacido y borrarle la sonrisa a besos, de desgarrarle la carne con las uñas y estrecharlo contra su corazón.

- ¿No te ibas de cacería? – dice al fin, sin poder ocultar su furia –. Si es así, ya pueden correr a esconderse las alimañas, porque ninguna es tan traicionera como tú. ¿Qué significa todo esto, Eneas? ¿Qué otras falsedades urdes?

- No me juzgues antes de tiempo, reina Dido. No es propio de ti.

- ¡Claro que no! Lo propio de mí es ser generosa sin límites, dar cuanto tengo a quienes no tienen nada, acoger al vagabundo y hacerle un hueco en mi hogar. Eso es lo propio de la reina Dido, todo el mundo lo sabe. Y ¿qué crees tú que es propio de una persona de bien? ¿Huir a escondidas como los ladrones?

Eneas le sostiene la mirada sin inmutarse. No ha perdido la compostura ni se siente violento por estas acusaciones. Se acerca a ella, la toma del brazo e insiste en entrar en la cabaña. Hace frío fuera. Dido se deja conducir, porque la desazón y el dolor le producen debilidad en las piernas, se siente insegura.

- Tienes fama de ser muy generosa – dice Eneas una vez se han sentado y le ha ofrecido un poco de agua –. Nosotros los troyanos somos un ejemplo de ello. Pero dime: ¿es generoso pretender coartar la libertad de los demás? Si un día me acogiste, ¿habré de ser siervo tuyo toda la vida? Algunas cualidades se vuelven vicios cuando no se emplean bien. Te estaré eternamente agradecido, puedes estar segura. Pero ahora, debo partir.

La reina rebate con indignación sus palabras: le ha ofrecido compartir su trono y esa propuesta no contiene ninguna servidumbre, sino reconocimiento y respeto hacia su ascendencia de sangre real. Responde Eneas hablando de la necesidad de los troyanos de fundar su propia ciudad, dedicarla a sus dioses ancestrales, hacer de ella la heredera y continuadora de la destruida Troya. A esta explicación opone Dido la oferta de consagrar Cartago a los dioses troyanos, incluso de cambiar el nombre a la ciudad. Y además, a ellos dos los une un profundo afecto y la felicidad experimentada juntos. Frente a ese amor, que asegura considerar deseable y hermoso, Eneas apela a su deber para con su sangre y con su pueblo.

Igual que una noria gira y gira arrastrada por un asno con los ojos vendados, la reina y el príncipe troyano repiten una y otra vez los mismos argumentos, el uno para marcharse y la otra para hacerle desistir. Dido se encoleriza, ruega, acaricia la mano al príncipe, le habla con rudeza, busca sus ojos, se levanta encolerizada y le vuelve la espalda, tan pronto llama en su auxilio a la razón como al corazón. Pero Eneas se ha revestido de una coraza capaz de resisitir todos los asaltos y no cede ni un ápice.

La emoción de la reina ha convertido sus facciones en una carta naútica donde están dibujadas todas las corrientes, los escollos, los abismos. Se siente desarmada y desesperada por los razonamientos del troyano. Un cúmulo de turbación y angustia le impide pensar con claridad. Al final, una sola idea se enseñorea de su cabeza: retrasar la partida de su amado, retenerlo siquiera durante unos meses. Quizá en ese tiempo pueda concebir un hijo, así no se quedaría sola ni lo perdería del todo. Ojala sus palabras fueran fuego, lanzas o espadas capaces de atravesar el muro de frialdad que ha levantado Eneas.

- Me duele esta disputa – le dice por fin con la mayor docilidad, tendiendo sus manos hacia las de él –. Ven, volvamos al palacio y hablemos con sosiego. Todo quedará acordado entre nosotros y olvidaremos este desencuentro.

- No puedo acompañarte, Dido – responde el troyano – Estamos concluyendo los preparativos para zarpar y soy necesario aquí.

- ¿Insistes en tu desvarío? – se altera de nuevo Dido –. Nadie en su sano juicio se arriesgaría a navegar en esta estación. ¡Mira cómo están de turbias y revueltas las aguas! ¿Has visto un cielo más amenazador? Espera al menos a la primavera, cuando el océano vuelva a ser navegable.

- No insistas tú, reina Dido. Yo voy a seguir mi propio rumbo.

- ¿Tu rumbo? Ofrecí mi ciudad a los tuyos antes incluso de conocerte, cuando ellos te daban por perdido y muerto en un naufragio. ¿No lo recuerdas? Me contaste luego qué gran enemigo había sido para vosotros el mar, cuánto sufrimiento os había producido. ¿Y ahora te confías a él, desdeñando la seguridad de Cartago? ¿Qué rumbo es ese del que hablas? ¿Uno que te lleve directamente al fondo del océano? ¿Es allí, en sus abismos, donde piensas construir el templo a tus dioses penates?

- También me has oído hablar de las costas del Lacio – responde Eneas .

- Eso fue antes de convertirte en mi esposo, cuando no tenías patria ni hogar. Ahora es distinto: tú y yo hemos compartido el tálamo con la bendición de los dioses, somos ya una familia. No puedes marcharte de tu propia casa.

- Yo no soy tu marido ni te he hecho promesa de matrimonio – dice el troyano clavando el aguijón de su despecho en el alma de Dido – . Te entregaste a mí por tu propia voluntad, sin que yo te lo pidiera.

Si en ese instante le hubieran cruzado la cara con un látigo, no se habría dado cuenta Dido. No habría oído derrumbarse una montaña, ni notado temblar el suelo bajo sus pies. Una ola gigante podría haberla arrastrado a las profundidades sin encontrar en ella resistencia. Es tan aguda y punzante su herida, que el mundo entero lo ocupa su corazón escarnecido. Al fin, en medio de un silencio de muerte, recupera la voz.

- Jamás pensé oír de tu boca semejantes palabras. Todo ha quedado dicho entre nosotros.

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Como en un sueño enfrebrecido regresa la reina Dido a su palacio. Le llevan las riendas del caballo, pues ella misma no es capaz de sujetarlo. El aire se resiste a penetrar en su pecho, los árboles y las montañas se burlan de ella cambiándose de sitio a cada momento. Todo se mueve y, a la vez, está inmóvil en su mente. Lo que ocurre a su alrededor no le concierne, es completamente ajeno a ella. Sólo es una sombra, un espíritu carente de materia a la que agarrarse, un ser sin entidad suspendido en el tiempo.

- Palemón acaba de llegar de la ciudad del rey Yarbas, mi reina – anuncia el noble Acus saliendo al encuentro de Dido sin ocultar su preocupación –. Trae noticias muy alarmantes.

- Estoy muerta, Acus. Nada en el mundo me puede afectar.

*Detalle de relieve en un sarcófago. Museo Massimo alle Terme. Roma.
**Detalle de figura femenina con una máscara, relieve en un sarcófago. Museo Massimo alle Terme. Roma.
***Detalle de la columna de Marco Aurelio en la plaza Colonna. Roma.
****Detalle de relieve en el Ara Pacis. Roma.
*****Detalle de escultura masculina. Museo Massimo alle Terme. Roma.
******Detalle de decoración de una urna cineraria. Museo Aula Octógona. Roma.
*******Enredadera en la plaza de Santa Trinità dei Monti. Roma.