lunes, mayo 30, 2011

INDECISIÓN

(IX)
Conmocionada ante el descubrimiento del estado de gravidez de Rea Silvia, la Vestal Máxima Camilia creyó necesario retirarse unos instantes para recuperar la serenidad. Era un golpe muy duro. Si se hubiera derrumbado el techo de la cabaña sobre ella, no se habría sentido más aturdida y confusa. Le parecía imposible que esa joven tan dulce, tan alegre y confiada, tan decidida también, hubiera entregado su castidad a un amante. Y, sin embargo, ella misma había tocado la redondez de su vientre y visto su seno hinchado, al que la naturaleza preparaba para amamantar.
Igual que una ola al romperse contra los escollos lanza espuma en todas direcciones, así sus pensamientos se disgregaban y salpicaban dolorosamente todos sus afectos y sus temores. Sentía un puñal en el corazón al pensar en su amiga Aurelia que, tras haber presenciado el asesinato de su hijo, tendría que sufrir el ajusticiamiento atroz de su hija Rea. Le repugnaba el solo recuerdo de Criseida y Amulio, cuyos ojos veía ya brillar de alegría y de triunfo ante la desgracia de su sobrina. Temía la venganza de la diosa Vesta, gravemente ofendida por la conducta de una vestal, y aún le era más penoso detenerse en Rea. Había sido consagrada a Vesta por empeño suyo, como la única forma posible de hurtarla a una muerte que sus infames tíos estaban a un paso de dictar. ¡Y pensar que aquella solución de la que se había sentido tan orgullosa, se convertiría ahora en la causa de su muerte…!
Esos pensamientos y otros muchos se entremezclaban en su corazón y su cabeza mientras se dirigía hacia la parte derecha de la cabaña, tras haber dejado a Rea Silvia junto al hogar. Aislada y protegida por un doble tabique de adobe, estaba la celda circular destinada al culto a la diosa. La imagen de Vesta, una piedra toscamente labrada, presidía el recinto desde una hornacina y ante ella, sobre un altar, ardía el fuego sagrado. Camilia entró en el recinto e indicó a la vestal que en ese momento lo custodiaba que saliera y esperase junto al umbral.

La oscuridad era casi absoluta y en el silencio envolvente sólo se oía el crepitar de las llamas de un pequeño fuego en el centro del ara. Diminutas lenguas rojas y amarillas danzaban elevándose hacia el techo y eran alcanzadas y engullidas por otras nuevas y éstas por otras, y éstas por otras más, y todas eran a la vez viejas y nuevas. Una danza hipnótica y eterna, inmutable en su variación, inagotable, fuente de calor y de vida. Un fuego sacrosanto, arrebatado a los dioses, cuyo dominio sólo los seres humanos poseían. Pero no era un dominio completo: el fuego en su estado natural, como el rayo, el trueno, el viento o la lluvia, era indomable.
Al igual que el fuego, la vida era para los humanos un dominio incompleto, sometido siempre a la voluntad de los dioses que tanto podían darla como aniquilarla. Y la voluntad divina era insobornable, pues en lo fundamental no se plegaba a los deseos ni a las demandas de los mortales sino que, siguiendo su propio curso y capricho, atendía a unos designios que sólo algunos privilegiados poseían el don de vislumbrar. Eso había hecho la adivina Celia, según recordó entonces Camilia, anunciando a Amulio una venganza a manos de los nietos de su hermano Númitor. Y esos nietos futuros sólo podían ser hijos de Rea Silvia. Así pues, si estaba en los planes divinos el que Rea Silvia fuera madre, ¿cómo oponerse a ellos u obstaculizarlos? ¿Cuál sería el camino a seguir? La turbación de Camilia iba en aumento. Su cometido como Vestal Máxima no la autorizaba a aventurar cuál sería la intención de los dioses, sino que le exigía ser leal con Vesta, la diosa a quien servía. Cerró los ojos y suplicó su ayuda.


El corazón de Rea Silvia retumbaba rítmico y sus latidos sonaban como la piel de un pandero al ser golpeada por una mano experta. Allí de pie, en el centro de la cabaña de las vestales, sin moverse un ápice del lugar donde la Vestal Máxima Camilia le había ordenado quedarse, aguardaba su regreso. Con ella vendría la luz o la oscuridad, pues sólo cabía esperar de Camilia dos respuestas: o su protección, o la denuncia a las autoridades de Alba Longa por sacrilegio.

En esa ansiedad se hallaba cuando su criada Tuccia, al ver que no regresaba a su cuarto, salió en su busca. Al encontrarla allí de pie, junto al hogar del centro de la cabaña, con el rostro demudado, se le acercó enseguida. Bastó un cruce de miradas entre ellas para que en la suya se reflejara el pánico.
- La Vestal Máxima lo sabe – dijo lacónicamente Rea. Tuccia corrió a traer un escabel e hizo que la vestal se sentara. Le llevó luego un cacillo con agua, y mientras bebía, se atrevió a preguntarle por la reacción de Camilia.

- Me ha ordenado no moverme de aquí. Creo que ha ido al altar de Vesta. No sé lo que puede pasar, Tuccia, aunque es muy probable que me denuncie. Urge que me hagas un recado – dijo Rea Silvia presa de una repentina agitación, como si hasta ese momento hubiera estado dormida o paralizada por el miedo –. Ve a donde la orfebre Valeria y dile que venga enseguida. Necesito hablar con ella cuanto antes, ahora mismo si puede ser. El tiempo corre en mi contra.


- La Vestal Máxima me manda decirte que te espera en el altar de Vesta. Debes ir ahora mismo – le dijo a Rea la compañera a quien le correspondía el turno de vigilar el fuego sagrado y había sido sustituida por la propia Camilia. No había inquietud ni sospecha en su voz.

Obedeció Rea Silvia con las piernas temblando. Penetró en el recinto consagrado a la diosa y, cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, vio a Camilia en pie a la izquierda del ara. Ésta, al verla entrar, le indicó con la mano que se colocase frente a ella, al otro lado del altar, de modo que entre ambas quedaba el fuego sacro.

- ¿Conoces la ley, Rea Silvia, hija de Númitor y Aurelia, consagrada a la diosa Vesta?

- La conozco, sí – respondió.

- ¿Sabes que faltar a tu castidad constituye un sacrilegio y sólo puede expiarse con tu muerte y la de tu amante?

- Sí, sé que el castigo es la muerte.

- No una muerte cualquiera, Rea. Una muerte con dolor, con deshonor y vergüenza, pues serás expuesta en la plaza pública y azotada con varas hasta expirar. Y el mismo fin le aguarda a tu amante.
Rea restó en silencio. Escuchaba las palabras de Camilia con una extraña serenidad, con una entereza que estaba lejos de sentir apenas dos meses antes, cuando había rechazado la oportunidad de deshacer su embarazo y ocultar lo ocurrido.

- Delante de Vesta, a quien estamos consagradas, dime ¿cómo es que has faltado a tu castidad? Y recuerda, antes de responderme, que no es posible engañar a la diosa.

- Vesta conoce mi inocencia – respondió –. Los hijos que llevo en mi vientre han sido engendrados por Marte estando yo dormida. Él mismo se identificó.

Explicó entonces la vestal cuanto le había ocurrido el día de la fiesta de Júpiter Latiaris. Su soledad al entrar en el bosque sagrado de Marte para purificar los instrumentos sacrificiales en su fuente; su repentino calor, su sueño y ese despertar aturdido cuando el propio dios le anunció que nacerían de ella dos varones superiores a los demás hombres y famosos por sus hechos. Camilia le hizo muchas preguntas y escuchó con atención las respuestas. Confesó Rea Silvia los nombres de las personas que estaban al corriente de lo sucedido y la habían ayudado, solicitando para ellas clemencia.
- Estás muy tranquila, Rea – observó Camilia, admirada de su fortaleza, tanto más llamativa por ser tan joven y por pender sobre su cabeza un castigo tan cruel.

- Tengo miedo, Camilia – confesó entonces la joven –. Sin embargo, he sido escogida por un dios para crear un nuevo linaje y no me siento avergonzada ni culpable de ello, antes bien estoy agradecida y orgullosa. Si lo he ocultado ha sido por temor a que no permitieran a mis hijos nacer. ¡Que nazcan! Y si luego he de pagar su vida con la mía, que así sea.

- Márchate ahora y no cuentes a nadie lo que hemos hablado – concluyó Camilia –. Mañana, al alba, te comunicaré mi decisión.




domingo, mayo 29, 2011

ANTES DE QUE MI AMOR POR TI


Así se expresa Virgilio:

“Antes se hará dulce lo amargo, blando lo duro, los ojos verán blanco lo negro, diestro lo izquierdo, emigrarán a otros ajenos los átomos de los cuerpos, antes de que mi amor por ti salga de mis médulas. Aunque seas fuego, aunque agua, siempre te amaré, pues siempre podré acordarme de mis gozos contigo.”


VIRGILIO.- Imprecaciones.



Traducción de Arturo Soler Ruiz.

jueves, mayo 26, 2011

NUEVOS O VIEJOS PLANES


(VIII)

¡Qué largos transcurrían los días en la casa de las vestales, sin ver la luz del sol, sin respirar aire puro ni perderse en el bullicio de las calles! El interior de las cabañas era oscuro, pues la claridad sólo entraba a través de la puerta y de dos respiraderos abiertos en lados opuestos junto al tejado. Todo lo demás quedaba en sombras, alumbrado apenas por el resplandor del fuego central. Y así, la prisión que voluntariamente se había impuesto Rea Silvia para no exponerse a las miradas de los albanos tenía como límite intangible un umbral de luz. Por la intensidad de ésta y por el movimiento de la sombra en el suelo la vestal percibía el paso de las horas.
Recibía a diario la visita de sus amigas y de su prima Anto, a la cual, pese al afecto que le profesaba, no le había hablado de su estado. Sí, en cambio, se había confiado a la vestal Adriana quien, tras la angustia y la conmoción que le produjo la noticia, se ofreció a sustituirla en la celebración de los ritos e incluso en el cuidado del altar de Vesta, de modo que sus faltas no llamaran demasiado la atención. Rea se envolvía en ese ambiente de penumbra casi permanente y pasaba mucho tiempo en su habitación, dificultando así que las demás vestales y las criadas apreciaran las transformaciones de su cuerpo.

Al entrar en el cuarto mes de gestación, desaparecieron los mareos y las náuseas y su aspecto mejoró.
- Hoy tienes mejor cara – le dijo la Vestal Máxima Camilia una mañana, tras oficiar los rituales –. Te haría bien salir y tomar el aire si te encuentras con ánimo. ¿Por qué no acompañas a Adriana a visitar a su madre? Prometió regalarnos una torta especial siguiendo una receta sabina y la va a cocer hoy.

Rechazó Rea Silvia la propuesta alegando haber dormido mal y, cuando ya se marchaba a su cuarto y Camilia a sus ocupaciones, la Vestal Máxima volvió sobre sus pasos y la detuvo.

- Espera un momento – dijo. Y entonces se llevó la mano al hombro izquierdo, se quitó la fíbula y se la mostró –. ¿La recuerdas? Es la fíbula de tu madre. La intercambiamos el día del asesinato de tu hermano. Ya sabes que solíamos hacerlo de niñas, eso de cambiarnos las fíbulas, cuando alguna de nosotras estaba en apuros. Era la manera de decirnos que nos ayudaríamos mutuamente, que estábamos dispuestas a compartir la carga.
Rea cogió la fíbula de las manos de Camilia y la contempló con afecto a la luz del fuego que ardía en el centro de la cabaña, junto a ellas. Claro que la recordaba. Era una serpiente de bronce muy finamente grabada que, con los ojos cerrados, parecía dormir. No se mordía la cola sino que, tras formar un círculo perfecto, cabeza y cola se acercaban sin tocarse, dejando entre ellas un espacio libre. El círculo respiraba. Permitía entrar y salir. Evocaba la redondez de un vientre: protegía y, a la vez, dejaba abierta la puerta que conducía al mundo y a la luz.

- Los acontecimientos se sucedieron con tanta rapidez, que no tuvimos tiempo de devolvernos nuestras fíbulas antes de que ella fuera obligada a abandonar Alba Longa… - explicó Camilia sacando a Rea Silvia de sus cavilaciones –. La he usado todo este tiempo. Pero creo que a tu madre le gustaría que ahora la tuvieras tú. Dame una tuya y hagamos el cambio – dijo, tendiendo su mano. Y con un matiz afectuoso, añadió: – Cualesquiera que sean tus preocupaciones o tus males, Rea Silvia, debes saber que no estás sola.
Y entonces, al quitarse Rea la fíbula con que se sujetaba la túnica en el hombro, no acertó a coger bien el extremo de la tela, y ésta cayó hacia delante dejando al descubierto su pecho. Camilia vio brillar, a la luz rojiza del fuego, un abultado seno con el pezón hinchado y la areola oscura destacando contra la piel blanca y tersa. Instintivamente, avanzó la mano y la posó sobre el vientre de Rea. La apartó como si le quemara, tras haber notado su redondez. Dio un paso atrás y, con rotundidad pero sin alzar la voz, le ordenó:

- No te muevas de aquí.



El rey Amulio y su esposa Criseida disputaban, una vez más, en el salón principal de la cabaña real. El motivo del desacuerdo era también antiguo: su sobrina, la vestal Rea Silvia. Ambos esposos rivalizaban en el odio que sentían contra ella, difiriendo en el modo de satisfacerlo. Criseida, más impaciente, deseaba para Rea una muerte rápida a través de un veneno; su marido, en cambio, se inclinaba por un asesinato menos evidente, una muerte justificada o aparentemente accidental. En Alba Longa no se habían apagado los rumores sobre el misterioso ataque a la familia de Númitor, incluida la muerte violenta de su hijo, y debían actuar con cautela para no avivarlos. La cuestión que los enfrentaba en ese momento era el empeño de su hija Anto en que invitaran al rito de su casamiento a Rea Silvia y a sus tíos Aurelia y Númitor.
- Deben venir – sostenía Criseida con energía –. Conviene vigilar de cerca a los enemigos, verlos de vez en cuando.

- ¿Verlos? Con las noticias que me envía mi mayoral Fáustulo tengo bastante, no necesito mortificarme. Mi hermano vaga por los campos como un perturbado. Dice estar componiendo un tratado sobre las abejas, una ocupación tan estúpida como inofensiva. No tengo ganas de encontrarme con él, y menos en una celebración tan importante.

- ¡Fáustulo, Fáustulo! ¿Acaso se trata de un buen guerrero o de un espía? Es un simple pastor y basta – replicó Criseida –. Yo sí que quiero ver a tu hermano con mis propios ojos, comprobar cuánto ha envejecido y si se ha recuperado de su enfermedad. Y, además, por nada del mundo me perdería la cara de Aurelia al entrar aquí, en la cabaña real, sabiendo que no volverá a ser su casa…
- Mezclas las cosas, mujer – respondió Amulio –. No voy a arriesgarme a que los albanos vean a Númitor y se acuerden de la blandura de su gobierno, sólo para darte el placer de humillar a Aurelia. ¿No les prohibimos pisar Alba Longa para evitar el contacto con sus antiguos súbditos?

- ¿Y qué, si lo ven? A la gente le da lo mismo quién sea su rey, igual que a nosotros nos da lo mismo la gente siempre que obedezca.

Se enzarzaron en una nueva discusión, mientras los criados avivaban el fuego en silencio. El salón no había cambiado mucho desde el año anterior. Habían limpiado de las paredes las manchas de sangre y una nueva capa de tierra bien apisonada había ocultado las del suelo, allí donde habían caído luchando el hijo de Númitor y todos sus criados. Un sacerdote había purificado la cabaña después de la masacre, expulsando cualquier espíritu que hubiera querido permanecer allí. El trono había sido sustituido por uno nuevo y sobre él se hallaba sentado Amulio, aunque al calor de la discusión se levantaba a veces y recorría la estancia.

- … Y otra cosa más a mi favor – decía Criseida –: A Rea Silvia la han visto durante todo el año y no ha pasado nada…

- Pero, ¿por qué te empeñas y se empeña tu hija en que venga aquí? ¿Queréis que nos amargue la fiesta esa boba?
- Anto la quiere mucho, ya lo sabes. ¡Y qué le vamos a hacer, si tu hija es aún más tonta que ella…! – respondió muy enojada la reina –. Con todo, hace tiempo que Rea Silvia no sale de la casa de las vestales. Cuando le pregunto a tu hija, me contesta que no le pasa nada importante, que sólo tiene molestias en el vientre. Pero no sé… Mi instinto me dice que es algo más.

- Ve a verla tú misma y compruébalo – dijo Amulio con sorna –. Se alegrará mucho de
tu visita.

- ¡Tonterías! En la casa de las vestales sólo la vería yo. En la boda, en cambio, habrá de mostrarse en público. Y si todo el mundo la ve desmejorada, ¿a quién le va a extrañar que se muera en breve? Además, conviene que los albanos crean que entre tu hermano y tú no hay enemistad. Celebrar juntos la boda de nuestra hija, como una familia bien avenida, acallará las habladurías.

Con ésta y otras consideraciones, para mal de Rea Silvia, el rey Amulio cedió. El propio soberano dio instrucciones a Pratex, su esbirro de confianza, para que al día siguiente partiera hacia las posesiones de Númitor en las riberas del Tíber. Debía transmitirle la orden terminante de asistir a los ritos del matrimonio de Anto, la única hija del matrimonio real.




miércoles, mayo 25, 2011

COLUMNA TRAJANA




"No todavía. Otro milenio de pie para contar en espiral la fábula a los triunviratos, tetrarcas y dictadores futuros. Fija e inmutable la Columna Trajana se yergue y mira los gobiernos y los credos, resistiendo las coronaciones sucesivas, la apropiación de su verticalidad tallada con la victoria. La derrota dacia no previó que aquella resignación fuera inmortal."



ANTONIO PORTELA: "Ciudadano romano".



*Fotografía de Rafael Lillo. Columna trajana en Roma.

lunes, mayo 23, 2011

CONSEJO


(VII)


Así como las hojas revolotean y las ramas se estremecen y se inclinan a uno u otro lado según el viento sople de levante o de poniente, así el corazón de Rea Silvia oscilaba y mudaba de dirección: estaba segura de llevar en su vientre un fruto divino y un momento después se le antojaba imposible; por la mañana juzgaba una locura seguir con el embarazo y por la tarde le parecía aún más descabellado ponerle fin y, en su desorientación, no acertaba a resolver sus dudas ni se decidía a confiarse a otras personas y pedir su consejo. En ese estado, atrapada en un torbellino de pensamientos y sentimientos contrarios, había permanecido recluida en su cuarto de la casa de las vestales durante un ciclo lunar completo.
Al fin una madrugada, después de una noche insomne por la agitación y la inquietud, oyó el ulular del lobo. Un lamento largo, profundo, al cual siguió la respuesta lejanísima de un compañero. ¿Sería la llamada de un macho a una hembra? Volvió a oírlos, esta vez más próximos: primero uno y luego, tras una pausa, el timbre más agudo del otro. Rea Silvia presentía sobre Alba Longa ese primer resplandor con el cual el alba anuncia a la noche su derrota y aún le pareció más extraña la presencia de las fieras. Al poco tiempo, los animales aullaron tan cerca, que parecían estar justo al otro lado del muro de adobe que separaba su cuarto de la calle. Sintió un escalofrío y, por primera vez desde su violación, invocó en su corazón a Marte, a quien el lobo está consagrado: “Dios resplandeciente, protégeme. Tú que eres guía para los mortales, muéstrame el camino. Dame una señal de tu benevolencia si es cierto que, por tu causa, voy a dar la vida y a perderla”. Durante un instante brillaron frente a su lecho los ojos oscuros de los lobos y enseguida la imagen se desvaneció. Una sensación de calor le invadió todo el cuerpo y cayó dulcemente en el sueño.
Se levantó Rea Silvia al amanecer sin una sombra de duda: Marte reconocía como suyo el fruto de su vientre. No podía interpretar de otra manera la presencia de los lobos esa madrugada ni su proximidad prodigiosa. Elegida por el dios para crear lazos de sangre con los seres mortales, su semilla divina cobraba forma en ella, crecía en su interior. Se sintió fuerte y ligera de espíritu, como si durante el sueño alguien la hubiera despojado de un peso. Habría dado cualquier cosa por tener a su lado a Palantea y escuchar su música. Necesitaba respirar, vivir, experimentar de nuevo la alegría de sus quince años, corretear por el campo y ver volar los pájaros. ¡Ah, los pájaros! Ellos eran los dueños del cielo.
Saltó del lecho. Le apetecía salir después de tantos días de reclusión entre las cuatro paredes de su dormitorio. Y lo haría con un propósito: pedir consejo a la adivina Celia. Ella había profetizado que los nietos de Númitor tomarían venganza por los crímenes de Amulio y Criseida, y debía referirse, sin duda, a los varones que ella estaba gestando. Sí, hablaría con la anciana. Era una mujer sabia y justa y la ayudaría a prepararse. Llamó a su doncella Tuccia y le confió sus planes: quería reunirse con Celia esa misma mañana en un lugar apartado y discreto, donde no pudieran ser vistas ni oídas. Asombrada de ver a Rea Silvia tan animosa, la doncella fue de inmediato a dar el recado y regresó al poco tiempo con la respuesta: Celia la esperaría poco antes del mediodía en la fuente del bosque de Silana.
Así pues, Rea Silvia y su doncella Tuccia atravesaron la ciudad y abandonaron Alba Longa por la puerta occidental de la muralla para ir al bosque sagrado de Silana, donde brotaba la fuente. La primavera había reverdecido las arboledas, el aire olía a limpio, a vida nueva y, a sus pies, el sol arrancaba destellos dorados a las ondas del lago albano. Recogieron flores silvestres de los bordes del camino y cada una compuso una corona para ofrecérsela a la ninfa. Antes de penetrar en su espesura, Rea Silvia se detuvo un momento, respiró hondo y cerró los ojos. El mundo entero cabía en su pecho.

Como había prometido, la adivina las esperaba en el umbral de la cueva donde manaba la fuente. Ofrendaron las coronas a Silana arrojándolas al agua y después, tras los saludos y el agradecimiento por la prontitud en atenderlas, las recién llegadas se sentaron a su lado.
- Necesito tu ayuda – dijo Rea –. Tú sabes por qué, pues la última vez que nos encontramos lo leí en tus ojos.

- Dime qué clase de ayuda necesitas y te la daré si está a mi alcance.

- Eres sabia y bondadosa, Celia, así que no vengo a ti en calidad de vestal, ni de sobrina del rey de Alba Longa, ni de hija de un rey destronado. Es una muchacha sin experiencia en la vida la que te pide consejo. Dámelo como si fueras mi madre, puesto que no puedo refugiarme en ella.
La anciana entonces le cogió la mano y la puso entre las suyas, dando a entender que aceptaba su petición.
- Los hijos que llevo en mi vientre han sido engendrados por Marte y no por mi voluntad, sino por la suya – dijo Rea tras una pausa –. Lo sé porque esta madrugada me ha enviado una señal. Hasta ayer mismo, dudaba si poner fin a mi embarazo, como me aconsejaban mis amigas, para ocultar la pérdida de mi virginidad y librarme de una muerte atroz. Hoy estoy decidida a parir a esas criaturas de estirpe divina aun a costa de enfrentarme a una muerte cierta, pues quizá ni siquiera permitan a mis hijos nacer. Y si nacen y no sucumbo al parto, como tantas mujeres, seré ejecutada por sacrílega. Y, ¡ay! muerta yo, aún temo más por mis hijos. No sé qué puedo hacer.

La serenidad de las palabras de Rea Silva no restaba tristeza a sus ojos, donde no quedaba rastro de la anterior alegría. Tuccia tembló al escuchar la decisión de Rea, consciente de la tragedia que se cernía sobre la vestal.

- ¿No apagáis las vestales el fuego sagrado el último día del año y luego lo volvéis a encender para simbolizar la muerte y el renacer? – respondió la anciana –. Vida y muerte son parte de una rueda infinita. A las mujeres se nos ha concedido un gran poder: somos generadoras de vida, la humanidad no existiría sin nosotras. La transmitimos continuamente para que se renueve y lo hacemos con gran riesgo de la nuestra. Sin embargo, no está dicho cuando ha de morir cada una. Venid, demos un paseo.
Se levantaron y caminaron tras la anciana por entre los árboles centenarias, sin hablar, oyendo el piar alegre de los pájaros y ese rumor hecho de silencio y vida oculta que se escucha en los bosques. Llegaron a una zona donde constantemente soplaba el viento. Allí los troncos y las ramas de las encinas eran muy cortos y crecían leñosos y casi tumbados, con las hojas cayendo hacia atrás como una cabellera.

- Ningún campesino habría plantado árboles aquí, por temor a que el viento los arrancase – dijo Celia deteniéndose ante ellos –. Y porque en nuestra ignorancia creemos que las cosas sólo pueden ocurrir de una manera. Sin embargo, mira estas encinas silvestres: apenas alcanzan la altura de un matorral, pero tienen hojas y flores y cada año dan fruto. Son un ejemplo de la sabiduría de la naturaleza. ¿Habrían sobrevivido si, en vez de doblegarse a la fuerza y la dirección del viento, hubieran tratado de resistir erguidas? No temas doblegarte tú también, Rea, porque es la única manera de salvarte.

- No sé si te he comprendido.
- Acepta lo que los hados han decretado para ti pues, lo quieras o no, ha de cumplirse. Sin embargo, igual que un riachuelo puede ser atravesado por numerosos sitios, lo que el hado ha dispuesto es susceptible de realizarse de infinitas maneras. No tengas miedo, pero tampoco estés desatenta: deja fluir los acontecimientos, se prudente y no te muestres. Y, sobre todo, practica esta sabiduría: no opongas resistencia; al contrario, inclínate para agarrarte a la vida con todas tus fuerzas y, cuando llegue el momento, defiéndete y defiende a tus hijos, porque nada está ganado ni perdido y, tú y tu fruto sois la misma cosa.

- Entonces, ¿sobreviviremos mis hijos y yo? – preguntó Rea acariciando con una mano las hojas de las encinas.

- Esto es lo que sé: que tus hijos vengarán al rey Númitor, tu padre. Lo demás es incógnita, pues todo está por suceder.

Rea Silvia tomó las manos de la anciana y las besó. Regresaron a la fuente y allí se despidieron. La vestal entró en la cueva y se purificó las manos y la cara con el agua sagrada, invocando a Silana. Su reflejo mostró, envolviendo la incertidumbre de sus ojos, un aura de determinación.

sábado, mayo 21, 2011

REFLEXIÓN




Nos mandas reflexionar hoy todo el día
como si se tratase ¡Oh maravilla! de un acto único y singular.
Perdona que no me dé por aludida, Marcelo:
yo reflexiono todo el año.

NOTA: Disculpad el retraso, amigos, he tenido algunos problemillas. El lunes seguimos con Rea Silvia.

lunes, mayo 16, 2011

CERTEZAS Y DUDAS

(VI)


Serpientes de bronce devorando su propia cola fue lo último que vio Rea Silvia antes de desfallecer. Además de Tuccia, varias personas acudieron a socorrerla. Valeria soltó el collar que estaba mostrando en ese momento a Anto, sacó a toda prisa un pequeño escabel que llevaba siempre consigo y ayudó a la vestal a sentarse. Su ayudante, Aiara, extrajo de un fardo un trozo fino de corteza de alcornoque y, moviéndolo con las dos manos, comenzó a hacerle aire. Muchas personas se acercaron a averiguar lo ocurrido y Anto les rogó que se apartaran un poco para no agobiarla más. Una mujer sugirió que le quitaran el velo, porque el sol calentaba mucho y convenía airearle la cabeza, otra proponía bañarle los pies en agua, todo eran consejos.
- No deberías haber salido hoy después de haber pasado tan mala noche por culpa de la sopa de coles – dijo Tuccia a Rea Silvia en tono de reproche y con voz suficientemente alta para que la oyera todo el mundo.

- Es culpa mía, por haberle insistido tanto – declaró muy compungida Anto que, agachada delante de la vestal, le frotaba las manos.

Rea no escuchaba a nadie. Le zumbaban los oídos, inmersa en un puchero ardiente donde borboteaban y estallaban como burbujas las ideas más nefastas: el dolor y la vergüenza de sus padres, el rostro de Vesta, su espalda desnuda ante las varas con que la azotarían hasta la muerte, el silencio de los albanos, su propio miedo, el muchacho resplandeciente. Giraban a su alrededor caras, muecas, ojos de
compasión, miradas cargadas de odio, funesta alegría. Quería emerger de esa vorágine que la succionaba y la arrastraba a un abismo de insoportable angustia, pero no hallaba una salida.

-… Respira hondo – oyó decir junto a su oído. Y así como el náufrago se agarra a una tabla con todas sus fuerzas y fía a ella su salvación mientras implora a los dioses, así Rea Silvia, haciendo un esfuerzo sobrehumano, se agarró a esa orden para no hundirse en la desesperación y volver a la vida.



Antes de llegar a la casa de las vestales, a donde regresaron en cuanto Rea Silvia se encontró con fuerzas para caminar, la noticia de su repentino malestar y su desmayo se había propagado de un extremo a otro de Alba Longa.
Prátex se la comunicó de inmediato a la reina Criseida y esta la recibió sin disimular su satisfacción. En espera de sonsacarle a su hija los detalles, la noticia le alegraba el día. ¡Si su marido no hubiera sido tan blando, Rea Silvia estaría muerta desde hacía mucho tiempo! Era la mejor manera de acallar los rumores y las especulaciones en torno a esa venganza que, según había propalado la adivina Celia, tomarían sobre ella y su marido los nietos de Númitor. ¿Qué nietos? – le había preguntado con ironía su esposo, el rey Amulio, cuando se lo contó en su momento. Ninguno. Númitor no tenía nietos igual que ya no tenía trono ni corona, pero mientras su hija Rea Silvia viviese, existiría el riesgo de que concibiera hijos.
Y no olvidaba tampoco Criseida la maldición que había tenido la osadía de lanzarle esa Kritubis, una mujer desagradabilísima con quien se había cruzado varias veces por la calle desde que la maldijo y cuya sola presencia le resultaba insufrible. Y aunque ella no creía en chácharas de viejas, su sentido práctico le decía que era mucho mejor deshacerse cuanto antes de su sobrina. Como solían repetir los albanos, los pastores duermen tranquilos cuando el lobo está muerto. Si la vestal se enfermara de gravedad… Se recreó pensando que el mejor regalo de boda que podría hacerle a su hija Anto sería celebrar un funeral por Rea Silvia. Un regalo secreto, desde luego, porque Anto adoraba a su prima y jamás comprendería las razones que aconsejaban y urgían su muerte.



Por su parte, la Vestal Máxima Camilia había hecho llamar a Énule y ambas acudieron a la puerta de la casa de las vestales para recibir a Rea Silvia. Al igual que la cabaña real, la de las vestales se dividía en varias estancias, teniendo asignada cada vestal una propia. Rea Silvia fue conducida a la suya y, a petición de Énule, las dejaron solas en compañía de Tuccia.
- ¿Has tenido tu flujo menstrual? – preguntó Énule mientras Rea se recostaba en su lecho. Y le bastó ver las lágrimas en los ojos de la muchacha para saber cuál era la respuesta. Le preguntó si llevaba mucho retraso, qué otras molestias había sufrido y si notaba tensión en sus senos. Se informó luego, a través de Tuccia, de su apetito, de los alimentos que tomaba, si el aliento le olía mal.

- La vida y la muerte se suceden, Rea – dijo Énule después de prender una nueva lucerna, quemar nueve granitos de simiente de alhelí y recitar algunas palabras secretas –. La una es precisa para la otra y no se sabe dónde está la frontera entre ellas. Si quieres, puedo darte un remedio para conseguir que vuelvas a sangrar – añadió –. Es bastante seguro. No puedo prepararlo ahora, pues necesito leche de perra y otros ingredientes que no llevo conmigo, pero quizá mañana o…
- Debo pensarlo – respondió Rea Silvia sin dejarla acabar. Y ella misma se sorprendió de lo tajante de su respuesta.

- ¿Qué tienes que pensar? – intervino Tuccia –. Es lo más prudente que puedes hacer. Nadie se enterará de lo ocurrido. De lo contrario, si sigues adelante con el embarazo, no habrá modo de ocultarlo. ¿No te das cuenta? Tu madre te daría el mismo consejo, si estuviera aquí.

- Eso significa que no me creéis.

La tranquilidad con que Rea Silvia pronunció esas palabras tuvo la virtud de paralizar a las dos mujeres. Desconcertada, Énule la miró, dejando de lado la bolsa mientras Tuccia se arrodillaba junto a la yacija y desmentía enérgicamente que hubiera dudado jamás de ella.
- Entre los adornos que he visto en el puesto de la nueva orfebre, había unos muy curiosos – dijo Rea Silvia, sin que las acompañantes comprendieran por qué cambiaba de conversación –. Eran unas serpientes escamosas que se mordían su propia cola. Tenían los ojos grandes y muy abiertos. Y, sin embargo, no veían que se estaban engullendo a sí mismas.

Énule puso su mano sobre la frente de la joven para comprobar su temperatura. Estaba helada.


- Vosotras no creéis que haya sido un dios quien me ha violado – y ante las protestas de ambas, insistió –. Si lo creyerais, no me aconsejaríais que actuara contra el fruto que él ha dejado en mi vientre. No os lo reprocho. También yo dudo y me atormento, pues no entiendo qué habría querido de mí una divinidad y, en cambio, sé lo que buscan en una virgen los hombres. Sin embargo, me visteis con vuestros propios ojos en el bosque sagrado de Marte, os disteis cuenta de mi aturdimiento y conmoción, os conté lo que aquel joven deslumbrante me había dicho: que de mí nacerían dos varones. Si fue un dios y, desde luego, lo parecía, o uno de esos jóvenes latinos que andaban por los bosques buscando leña para la hoguera sagrada, ¿cómo podría yo saberlo? Y, ante la imposibilidad de averiguarlo, ¿por qué no dar crédito a su palabra?
Desde ese día en mi corazón sólo hay miedo y tinieblas, incertidumbre, pesar, una carga insoportable que a duras penas resisto. Pero ¿qué ocurrirá si me devoro a mí misma, si destruyo mi propio fruto y resulta ser de la simiente de un dios? Pensáis que si los dejo crecer en mi vientre me arrastrarán a la tumba, pues delatarán mi crimen y seré castigada. Yo, en cambio, me pregunto ¿y si, pese a todo, fueran mi salvación? Y, además, si al sacrilegio que ya se ha cometido en mi persona contra la diosa Vesta añado una ofensa a Marte o a quienquiera que fuese esa divinidad ¿dónde me esconderé de su ira? ¿Habré destruido la posibilidad de que vivan mis hijos, si de todos modos sufriré un castigo divino?
Énule y Tuccia guardaban silencio llenas de admiración al advertir en Rea Silvia esta nueva entereza, como si la confirmación de su embarazo le hubiera insuflado energía.

- Mientras tomas tu decisión, te beberás unas tisanas para aliviarte de los vómitos y los mareos – dijo Énule al fin. Sacó de su saco unas hierbas y se las entregó a Tuccia. Ésta las recibió con lágrimas en los ojos, pues sabía que no hay en el mundo una tisana capaz aliviar el horror.

lunes, mayo 09, 2011

CONMOCIÓN

(IV)


Al oír los gritos de sus amigas, Rea Silvia salió de su estado de estupor. Se incorporó y la invadió una oleada de pánico, una angustia que le brotaba del vientre y trepaba hasta su garganta, atenazándola. Le temblaba todo el cuerpo, la cabeza le daba vueltas y retumbaba con los latidos de su corazón. El estómago se le contrajo por una arcada y la hizo doblarse con violencia. Desanudada, se deslizó hasta el suelo la cinta que le sujetaba el cabello como signo de virginidad.
En un instante Énule estuvo junto a ella, la obligó a tumbarse de lado y encoger las piernas. Las lágrimas corrían por las mejillas de Rea humediendo la tierra dura. Tuccia se quitó su manto y la tapó, pero la vestal seguía estremeciéndose y gimiendo, de su garganta brotaban lamentos más lastimeros y agudos que los del viento que soplaba frío entre los árboles y rizaba en diminutas ondas el agua de la fuente. Se tumbó Palantea a su lado y la abrazó por la espalda para darle calor y tranquilizarla, mientras las demás, a su alrededor, la contemplaban con zozobra y compasión. Pasó un tiempo interminable hasta que, poco a poco, cedieron sus sollozos. Giró el rostro y miró a sus amigas.
- Me ha pasado una cosa horrible – les dijo con los ojos húmedos –. Tengo miedo, muchísimo miedo

- Cálmate ahora y luego nos contarás qué ha sucedido – respondió Énule. La ayudó a incorporarse y a ponerse la túnica que había quedado abandonada en el suelo. Amnesis le trajo un poco de agua de la fuente y la hizo beber. Finalmente la doncella Tuccia la peinó y le limpió la cara con una punta de su propia capa humedecida. El sentirse rodeada de amigas tan solícitas, conmocionó aún más a Rea.

- Deberíais apartaros de mí – dijo sin mirarlas –, porque soy indigna de vuestra amistad.

Se levantó un coro de protestas. ¿Cómo se le ocurría decir una barbaridad semejante? Debía quitarse esa idea absurda de la cabeza. Ella era la criatura más dulce y honesta que habían conocido nunca. Y nada de lo que hubiera ocurrido cambiaría esa realidad. Lo mejor era que confiara en ellas, que se desahogase y ya vería cómo las cosas no eran tan graves como pensaba.
- Ha sido extraño y terrible – dijo Rea Silvia por fin –. No sé si acertaré a explicarlo… Tenía mucho calor cuando he llegado aquí y, como no había nadie, me he quitado la ropa y me he metido en la fuente. He visto reflejado en el agua a un muchacho resplandeciente, hermosísimo, y me he girado rápidamente, pero estaba yo sola. Asustada, he corrido hacia la orilla para taparme… Debería haber huido, correr a buscaros, pero no tenía fuerza, las piernas no me sostenían y, aún no sé cómo, me ha invadido el sopor…

- ¡No es tan grave dormir a la orilla de una fuente, como los corderitos! – dijo Palantea con voz cantarina para restar dramatismo al momento.

Las lágrimas volvieron a aflorar en los ojos de Rea Silvia. Otra vez sus hombros y su espalda se estremecieron sacudidos por los sollozos mientras se cubría la cara con las manos. Énule hizo gesto a las demás para que callasen. No le había pasado desapercibido el estado que presentaba Rea cuando la habían encontrado. Sus pezones estaban erectos, el pecho y el vientre de un color rosado que ella, por su dedicación a curar dolencias de todo tipo y en especial las que afectaban a las mujeres, conocía muy bien. Incluso el rostro parecía cambiado. Había examinado discretamente el suelo: una mancha rojiza teñía la tierra cerca de donde había estado el pubis de la vestal. Ésta se enjugó las lágrimas.
- He visto otra vez al joven radiante, pero ya no sé si fue durante el sueño o después; si era real o una visión o una pesadilla… ¡Ay, todo es muy confuso! Me miraba, inclinado sobre mí. No tengas miedo, me ha dicho, porque te has unido a la divinidad y de ti nacerán dos varones superiores a los demás hombres en ímpetu guerrero y en valor. Y he dejado de verlo. Pero sus palabras me aterrorizan. Estoy dolorida y revuelta… Eso significa… Quiere decir que ha abusado de mi cuerpo…

Las mujeres, sentadas y arrodilladas a su alrededor, contenían la respiración. Una le sujetaba las manos, otra le protegía la espalda con su brazo, unos dedos acariciaban su cabello. Énule había trazado con una piedra un círculo en el suelo que las comprendía a todas. Juntas formaban un escudo de fuerza y de protección frente a la hostilidad exterior. Estaba en peligro la vida de Rea Silvia. Su castidad afectaba y comprometía a toda la comunidad y el haber sido mancillada, aunque de manera involuntaria, constituía un sacrilegio que ofendía a Vesta y sólo podía expiarse con la muerte.

- ¿Con qué males nos castigará Vesta? ¿Qué pensaran los albanos de mí, cuando conozcan mi crimen? Despidámonos ahora, amigas mías, para que no os alcance mi vergüenza… Ay, ¿qué hado ha puesto a una perra herida en mi camino, pues para salvarla a ella yo misma he quedado expuesta al estupro y a una muerte prematura y vergonzosa?
- Jamás renegaremos de ti – respondió Tuccia.

- Tu secreto está seguro con nosotras – añadió con energía Énule, levantándole el rostro por la barbilla y haciendo que la mirase a los ojos –. No dirás ni una palabra a nadie. Debes ser cauta y no precipitarte, sino dejar obrar al tiempo… Aleja de ti la tristeza y el pesar, Rea: si has ofendido a la madre Vesta, ha sido por causa de otra divinidad, no por deseo ni negligencia tuya. Contén las lágrimas y sonríe, para que nadie se fije en ti o sospeche que te ha ocurrido algo. ¿Has purificado los instrumentos del sacrificio? En tal caso, que sea Palantea quien lo haga, puesto que es virgen aún. Ve dictándole tú las fórmulas necesarias.
Y así, en un momento Rea Silvia y Palantea se miraron a través del reflejo en el agua de la fuente, las cabezas unidas, mientras la pastorcilla limpiaba de sangre el cuchillo sacrificial y repetía las palabras rituales que la vestal pronunciaba cerca de su oído. Se sintieron como aquel día en que Rea se había disfrazado de pastora y entre las dos lograron burlar a los asesinos que la perseguían. No habían hablado de ello desde el pasado invierno, cuando murió la vieja Espórtula y fueron a su cabaña a honrarla. Habían recordado entonces aquella noche pasada en la cueva donde la anciana dibujaba cada día el rostro de su amado. Rea se había sentido triste, pues como vestal jamás podría tener un amado. Ahora le rondaba de nuevo la muerte y no parecía factible eludirla. De los rostros de ambas cayeron al agua lágrimas.







¡Con cuánta frecuencia los humanos vivimos experiencias de difícil comprensión! Entonces nos asalta la desazón y el desánimo, nos hundimos en las oscuridades del alma y vagamos por laberintos en cuyos angostos recovecos nos sentimos abandonados por los dioses. Mucho más dura se torna esa vivencia cuando debemos responder de nuestra conducta ante los demás, explicarles que no ha sido fruto de nuestra voluntad, sino que obedecía a la de los dioses y sus secretos designios. Las mujeres aún sufrimos más por ello, pues estando sujetas a las leyes de los hombres y siendo éstas muy severas hacia las de nuestro sexo, nuestras faltas, aunque sean involuntarias, resultan agravadas por la desconfianza y la lacra el deshonor.
Cuánto padecería Rea Silvia, violentada por un dios, mientras su cuerpo estaba consagrado a una diosa. En ese triángulo con dos vértices divinos, ella era la única humana, la única vulnerable y frágil, receptáculo y sangre para una nueva estirpe a costa del sacrilegio, víctima propiciatoria para recuperar el favor de Vesta. Y así, su corazón se anegaba de angustia, le pesaba como un fardo de plomo y no alcanzaba a comprender. ¿Acaso un niño de dos años puede explicar cómo se construye un acueducto? Pues respecto de los dioses, nosotros somos más ignorantes que un recién nacido.

Con ese lastre regresó Rea Silvia al santuario de Júpiter Latiaris tras salir del bosque sagrado de Marte. En él dejaba su virginidad y se llevaba, a cambio, todo el dolor y toda la incertidumbre de las mujeres del mundo.

jueves, mayo 05, 2011

PODEROSO MARTE

(III)


“Marte poderoso, dios de los dioses, el que guía, el resplandeciente. A tu bosque acudo en busca de agua pura. Cuando mis manos se hundan en tu fuente, no te ofendas. No te enojes si se enrojece la corriente con la sangre del toro sacrificado a Júpiter. Señor de la primavera y de los hondos surcos, dios de la lluvia y la tormenta, permíteme usar tu agua y acepta a cambio vino mezclado con miel.” Así invocaba Rea Silvia la benevolencia de Marte mientras se adentraba en el bosque que le estaba consagrado.

Pronto dejó de oír el bullicio de los peregrinos diseminados por el monte. Las hojas de los castaños tamizaban los rayos de sol y trazaban un sendero luminoso y serpentino hacia la fuente. En el silencio se oían los ruidos más leves: el siseo de una lagartija al zigzaguear sobre una piedra, el zumbido de las abejas que libaban las flores del romero, sus propios pasos cuando pisaba una hoja. A través de la espesura llegaba el lejano repiquetear de un pájaro carpintero. Parecía detenido y leve el aire, tan ligero que Rea Silvia se sentía flotar; tan apacible que daban ganas de cerrar los ojos y dejar al corazón sumergirse en su dulzura.

La fuente manaba silenciosa de un saliente rocoso. Brillaba el agua al deslizarse por la piedra y se remansaba sobre un lecho de roca viva formando un estanque claro y poco profundo, delicia de los animalillos. Un repentino destello junto a la ribera paralizó un momento a Rea Silvia. Quizá había sido efecto de un rayo de sol al quebrarse contra una arista. Continuó hasta llegar a la orilla y dejó su cesto en el suelo. Del interior extrajo un pomo de barro conteniendo la ofrenda de vino y miel prometida a Marte, formó con guijarros un pequeño círculo y la vertió en su centro mientras repetía la invocación.


Junto a ella, viéndola derramar la miel, escuchándola y contemplando la suave curva de sus mejillas, la delicadeza de sus manos, los ojos entornados al pronunciar la invocación, estaba Marte. Y sintió deseos de besar esa boca cuyos labios se movían apenas, de estrechar contra el suyo aquel cuerpo virginal. ¡Ay, la blancura de sus brazos y esos botones rosados, tiernos como brotes de almendros, que remataban sus senos y él veía a través de la túnica! Nunca una mortal había despertado tanto su deseo, nunca hasta entonces había experimentado amor y piedad al mismo tiempo. Sí, piedad, porque era hermosa y delicada y se cubría el cabello con el velo de las consagradas a la diosa Vesta. No quería hacerle daño, pero sí poseerla. Determinó, pues, llamar en su auxilio a Somnus.

La proximidad de Marte inflamado de amor perturbó a Rea Silvia. Sentía sobre su cuerpo un aliento de fuego que dulcemente quemaba. La vestal miró a su alrededor y, no viendo a nadie, se despojó de su túnica y su velo y se metió en el agua a refrescarse. Fue entonces cuando el estanque la sorprendió con un reflejo divino: el cuerpo joven y hermoso de un muchacho desnudo, sonriente, en cuyos cabellos ondulados se había prendido el sol e inundaba de luz sus ojos oscuros y hermosísimos, su semblante perfecto. Sobresaltada, se giró y no vio a nadie. Salió con premura del agua, cogió su túnica y, sentándose en la orilla, se cubrió con ella. Y entonces Somnus, que había acudido presto a la llamada de Marte, acercó sus labios a la frente de ella y le sopló con suavidad en los ojos. Rea Silvia parpadeó. Al instante sus miembros perdieron fuerza, se le apoderó el deseo de reclinar la espalda en el suelo y un sopor cada vez más intenso le cerró poco a poco los párpados.

La diosa Vesta, sobrecogida, se cubrió el rostro.







Aulló la perra de dolor. Varios intentos para ayudarla a salir de la zanja habían fracasado y las mujeres estaban consternadas. Por fin habían conseguido arrastrar un tronco grueso y meter uno de los extremos en una esquina de la zanja, apoyando el otro en el borde contrario, en diagonal, con la esperanza de que el animal pudiera subir por él. Resultó inútil, pues el tronco era demasiado estrecho y su inclinación imposible de remontar para un perro, incluso estando sano, peor todavía teniendo la pata herida. Urco se movía agitado, no soportaba la idea de dejarla morir allí. De pronto, cambió el tiempo: unas nubes taparon el sol, se oscureció el cielo hasta entonces radiante y una ráfaga de viento se movió entre los árboles y agitó sus túnicas y sus mantos haciéndolos volar. Urco dio un grito.

- ¡Ya lo tengo! – dijo muy excitado – ¡Por favor, dejadme vuestros mantos!

Las mujeres se miraron entre sí, sorprendidas, pues no comprendían esa petición ni la excitación en el rostro del niño. Acca Larentia fue la primera en quitarse el suyo, de tela basta, y tendérselo con mirada interrogante. Luego Urco cogió el que le brindaba Palantea y, tomando por sus extremos la parte inferior de ambos, los anudó, formando con ello un trozo de tela mucho más largo. Y a ese se sumaron del mismo modo los de Tuccia, Énule y Amnesis, resultando así una gran tela ancha y alargada. Una vez bien atados los mantos, les explicó su plan.

- Ahora, yo bajaré a la zanja. Cuando esté abajo, me echaréis la tela sin soltarla de los extremos. Agarradla con mucha fuerza. Pondré a la perra sobre ella y la iremos subiendo poco a poco, tirando de la tela.

- Y luego, ¿cómo subirás tú? – preguntó Amnesis.


- Treparé por el tronco, igual que ahora bajaré por él.


Con gran agilidad, ayudándose de pies y manos, descendió Urco. La perra lo contemplaba acurrucada en un rincón y apenas el niño se agachó para tranquilizarla y cogerla, le lamió la mano. Echaron las mujeres la tela, cuyo centro tocaba el suelo, y sobre ella depositó Urco a la perra con mucho cuidado. La sujetó con las manos y ayudó a izarla hasta que rebasó la altura de su cabeza. Continuaron recogiendo la tela las cinco mujeres y por fin pudieron depositar a la perra en el suelo, sana y salva. El animalito no se había movido en todo el tiempo, consciente de estar recibiendo un beneficio. Para cuando se dieron cuenta, Urco ya estaba otra vez junto a la perra.


Todo fueron felicitaciones y alegría por haber concluido con bien el rescate. Estaban admiradas de la inteligencia y la habilidad de Urco, un niño tan pequeño y ya tan decidido y diestro. Entre Énule y Acca Larentia, examinaron las heridas de la perra, las limpiaron y le pusieron algunos emplastes con las hierbas que siempre llevaba en un saquito Énule. La pata no estaba rota, pero había recibido un fuerte golpe que le dificultaba andar. Era evidente que la perra estaba en celo y también que los golpes no habían sido casuales, quizá la habían arrojado a la zanja de una patada. Acca Larentia pronunció una maldición para quien hubiera hecho eso y agradeció la ayuda a las amigas de la vestal. No podía esperar a que ésta regresara, pues debía atender a sus hijos pequeños, pero les rogaba que le dieran también las gracias. Urco cogió en brazos a la perra y madre e hijo se marcharon.


- Es increíble que un niño tan pequeño haya sido capaz de resolver este problema – dijo Amnesis mientras volvía a colocarse su manto –. Si no lo hubiera presenciado yo…


- Tarda mucho Rea Silvia ¿no os parece? – interrumpió Palantea, arrebujándose en el suyo –. ¡O se ha adormilado, o ha lavado el monte entero…! Se ha vuelto frío.


- Vamos, no vaya a ocurrir que nos esté esperando para disfrutar de la tranquilidad de la fuente y se haya quedado helada – añadió Tuccia.


Y, charlando, continuaron camino abajo hacia el bosque sagrado de Marte. Había sido una fiesta preciosa, más bonita que otros años, era justo reconocerlo. Rea Silvia había estado muy digna en su papel y apenas se le había notado los nervios. Sólo la había traicionado la emoción un momento, cuando su tío, el rey Amulio, había ofrendado el toro a Júpiter. Toda su vida había visto a su padre presidir esa ceremonia y constituía un gran dolor su ausencia. La muchacha no se quejaba nunca del cruel destino que le había arrebatado a su único hermano, despojado a su padre del trono de Alba Longa y convertido a ella misma en virgen vestal, condenándola a no tener hijos. Pero sufría. Y así, hablando, hablando, llegaron a la vista de la fuente.

Cuando vislumbraron a Rea Silvia desnuda y tendida en la orilla, gritaron su nombre y corrieron desesperadamente a auxiliarla.