viernes, abril 28, 2006

CIBELES Y ROMA ( III).- Claudia se dirige a Ostia

La vestal Claudia cruza el atrio de la Casa de las Vestales para ir a su cuarto. La mañana es ventosa y el agua del estanque, rizada en pequeñas ondas, refleja un cielo sin nubes. Sin perder tiempo, Claudia cambia su túnica por otra limpia y la ciñe con el largo cinturón regalado por su madre en las pasadas fiestas saturnales. Se sienta en su sencilla banqueta y pide a su esclava que le rehaga las ocho trenzas que componen el anticuado peinado de las vestales y que se ha desordenado durante la larga y angustiosa noche. Se coloca sobre los hombros un manto fino y, por último, el velo con el que se cubre la cabeza. Todas esas operaciones son maquinales, una forma de sentirse segura y mantenerse serena. Junto a la puerta la esperan las demás vestales y salen juntas a la calle, donde les aguarda un carro.
El foro está, como siempre, lleno de público, y también la vía que conduce a Ostia. Claudia no habla. Tiene el cuerpo revuelto y el traqueteo del camino le produce angustia. Puede morir. De hecho, la multitud la ha observado salir de Roma en silencio y la ha mirado inquisitivamente, como si quisiera descubrir en su rostro indicios de culpabilidad. Trata de dominarse pensando en la diosa Cibeles cuya imagen está en el barco encallado en medio del río, quizá a punto de hundirse. Ella no tiene la culpa de esa desgracia, porque es inocente. Pero si el barco se hunde, si la diosa es engullida por el fango, nadie la librará a ella de ser engullida a su vez por la tierra. La sacuden intensos temblores.
Cuando llegan a Ostia, pide a la Vestal Máxima ir directamente al puerto. No sabe con exactitud por qué ha venido aquí, sólo que ha sentido un impulso muy fuerte, casi irresistible, de salir al encuentro de la madre Cibeles. Ambas están en peligro. Sólo que la diosa es poderosa e inmortal y ella no es más que una simple mujer asustada. Bajan del carro al llegar a la orilla. El barco está escorado, con el agua peligrosamente a punto de asaltar la cubierta y varias chalupas dan vueltas a su alrededor, sin osar acercarse. La nave
se va a hundir. La arena del fondo cede de repente, y el flanco se hunde un palmo más. Claudia da un grito. Se deja caer al suelo y toca la tierra con la frente. Sus compañeras se agachan a ayudarla, pero ella las rechaza con un gesto de la mano y se levanta sola, muy despacio. Está transformada. Pide que ordenen acercarse a la orilla a una de las chalupas. Por primera vez en varios días, su rostro revela serenidad y determinación. Ahora ya sabe lo que quiere hacer.
* Fotografía del atrio de la Casa de las Vestales. Al fondo, tres puertas de las habitaciones de las vestales.
* Fotografía de una pintura mural romana.

miércoles, abril 26, 2006

CIBELES Y ROMA ( II ).- La vestal Claudia Quinta



Cuando los primeros rayos de sol alcanzaron el templo de Vesta el día catorce de abril del año 204 a.C., Claudia Quinta esperaba junto a la puerta y, antes de participar en las ceremonias matinales del templo, pidió a la Vestal Máxima y a las otras cuatro vestales que le dieran su apoyo, que implorasen a la diosa por ella y la acompañaran a Ostia. Su rostro joven, fino y alargado, habitualmente sonriente, está alterado desde hace varios días. Alguna persona malintencionada, quizá un enemigo mortal de su familia, ha hecho circular por Roma un rumor insidioso: que ella tiene un amante. Claudia no descansaba, ni de noche ni de día, desde que llegó a sus oídos esa murmuración. La situación, sin embargo, se agravó ayer por la tarde cuando llegaron las nefastas noticias de que la nave de la diosa Cibeles había encallado y se encontraba en riesgo de naufragar. Aún no se han formulado cargos en su contra pero, de tomarse en cuenta y si ella no consigue defenderse con la eficacia necesaria, le costará la vida.
Claudia ha permanecido toda la noche en el templo de Vesta, un recinto pequeño, casi diminuto, que abraza con columnas un ara sencilla. Sobre ese altar arde incesantemente el fuego sagrado que garantiza la pervivencia de la ciudad y que ella, junto a las demás vestales, ha de mantener encendido. Fue consagrada a Vesta con ocho años recién cumplidos, hace ya doce inviernos, y no ha faltado jamás a sus obligaciones. Sin embargo, en los tiempos difíciles como los que vive Roma, los ciudadanos buscan explicación a sus desdichas y se preguntan si habrán ofendido de algún modo a los dioses. E invariablemente miran en dirección a las vestales, cuya virginidad se consagra a Vesta durante treinta años. Que una vestal falte a su castidad es un crimen de dimensiones extraordinarias que implica a toda la ciudad. Cuando eso ocurre, los dioses ocultan sus rostros y dejan a los romanos librados a su suerte.
Durante su vela nocturna, Claudia ha hecho los mayores esfuerzos por olvidar que ella misma entró como vestal para sustituir a Opimia, que se había quitado la vida al ser declarada culpable de impiedad. Eso ocurrió cuando, en Cannas, Aníbal aniquiló a más de cincuenta mil legionarios romanos y dejó a la república indefensa. Evita pensar en ella, acerca de cuya culpabilidad no está segura, y más todavía elude el recuerdo de Floronia, que en aquellas mismas fechas sufrió el espantoso castigo reservado a las vestales: ser enterrada viva. Ha intentado, con todas sus fuerzas, concentrar sus pensamientos en la diosa, en implorar su ayuda divina, en pedirle alguna luz que le marque el camino. Varias veces se ha sentido desfallecer, agitado su pecho por los latidos desbocados de su corazón. La muerte está rondando su puerta.
Cuando, al amanecer, han acudido al templo las demás vestales, Claudia, sin saber muy bien por qué, se ha arrojado a los pies de la Vestal Máxima y ha besado el borde de su túnica. Luego ha levantado hacia ella sus ojos nublados por las lágrimas y le ha jurado que es inocente y quiere probarlo. La anciana vestal la ha ayudado a levantarse del suelo. No alcanza a comprender para qué quiere ir a Ostia Claudia, pero confía plenamente en ella. Da órdenes a las esclavas de la Casa de las Vestales para que esté listo un carruaje dentro de una hora. Irán todas juntas: Claudia gozará de una oportunidad.
* Fotografía. Estatua de una virgen vestal.
** Fotografía. Templo de Vesta en el foro romano.

lunes, abril 24, 2006

CIBELES Y ROMA ( I ) La diosa Cibeles en el puerto de Ostia


Una mañana de abril del año 204 a.C. un correo enviado desde el puerto de Ostia había cabalgado hasta Roma para anunciar al Senado que se avistaba la nave que traía desde Frigia la imagen de la diosa Cibeles. El anuncio se hizo público en el foro y corrió de boca en boca por los mercados, los talleres y las tabernas, se difundió por las laberínticas y atestadas callejuelas de la ciudad. Los esclavos corrían a avisar a sus amas, los músicos se apresuraron a ir a los templos para acompañar con sus flautas los sacrificios que, previsiblemente, se harían de inmediato y en los alrededores del foro boario, donde se vendían los animales, aumentó la animación. Cada cual, según sus posibilidades, quería comprar una gallina, un cerdo, una paloma, o un buey para manifestar su agradecimiento a los dioses. Esta era la noticia más esperada y deseada, aquella por la que con más fervor se había implorado a las divinidades en los últimos meses.
La segunda guerra que los romanos libraban contra los cartagineses duraba ya 16 años y había asolado gran parte de la península itálica. Las legiones romanas habían experimentado graves reveses, entre ellos la desastrosa derrota en Cannas, en la que perdieron la casi totalidad del ejército. Aníbal había llegado incluso ante las mismas puertas de Roma unos años antes, aterrorizando a la población. La sangría de soldados era interminable, se agotaba el dinero, la ciudad estaba exhausta y, con ella, todo el suelo itálico. Cibeles era su esperanza desde que las Sibilas, encargadas de leer e interpretar los mensajes oraculares de los Libros Sibilinos, habían dictaminado que la diosa debía estar en Roma para vencer a Aníbal. Y ese día estaba a punto de llegar.
Muchos romanos de manera espontánea, otros organizados en grupos por corporaciones, las matronas encargadas del culto de la diosa Fortuna de las Mujeres, una delegación del Senado, personas de toda edad y condición, se pusieron en camino para llegar a Ostia y recibir a la diosa en la misma desembocadura del Tíber, antes de que su nave remontara la corriente hasta el puerto fluvial de Roma donde le esperaría la recepción oficial.
Y cuando muchos estaban ya a mitad de camino, un rumor se fue extendiendo y saltando de grupo en grupo de caminantes para alcanzar Roma casi al mismo tiempo que los mensajeros y golpear a la ciudad como un mazazo: la nave había encallado a la entrada del río. Un presagio funesto. La alegría se transformó en angustia y más tarde en miedo cuando se supo que todos los esfuerzos para desencallar la nave habían fracasado. Y como siempre, en los momentos de crisis, los ojos asustados e inquisitivos de los romanos se dirigieron hacia las vírgenes Vestales. Quizá alguna de ellas había faltado a su castidad y los dioses, enojados, volvían la espalda a Roma. Cibeles se negaba a entrar.

jueves, abril 20, 2006

MINUCIA

Minucia está sentada en el pequeño jardín de su casa una tarde de sol. Tararea una canción dedicada a la diosa Ceres, a cuya gran fiesta de agosto piensa asistir. Aparta un poco la labor para mirarla con cierta distancia y sonríe satisfecha. Será la primera vez que participe, porque sólo pueden hacerlo las mujeres casadas. Ella misma se está confeccionando la cofia blanca con la que se adornan las matronas que acompañan a la diosa en la solemne procesión por las calles de Roma. A sus pies duerme un gato.

Un esclavo le anuncia que ha venido su padre a visitarla. Minucia se olvida de la circunspección que debe tener una matrona romana y se pone en pie de un salto. Cae al suelo el cestillo con la cofia, las agujas y el hilo y el gato sale huyendo. Minucia corre a abrazar a su padre. Lo echa de menos. Él le coge el rostro con las dos manos y lo levanta para mirarla mejor. Con delicadeza le coloca bien una de las ondas del pelo que, con la breve carrera, se le ha desarreglado y luego la besa. A Minucia se le ensancha la boca y le ríen los ojos. Y, de pronto, un agudo pinchazo en el vientre la hace doblarse en dos.


Los gritos y las carreras llenan la casa. Viene una partera y luego otra más. Ha abortado un feto de cinco meses y la hemorragia no cesa. Minucia está pálida y en su angustia llama a su padre, al que las demás mujeres no dejan entrar en la habitación. Cuando por fin las mujeres se rinden, a Minucia sólo le queda un hilo de vida, tan débil y fino, que no servirá para acabar la cofia. 
*En la fotografía, monumento funerario de Minucia, casada, muerta a los 14 años. Dedicada por su padre
 s. I d.C.

lunes, abril 17, 2006

PRESENTACIÓN

Hola a todas/os:

Me propongo hablar de las mujeres de Roma, de todas en general y de algunas de ellas en particular. Me apasionan. Y me disgusta el olvido al que están sometidas. Si habéis estado en Roma (o si pensáis ir alguna vez) os daréis cuenta que tanto las guías turísticas escritas como las/los guías que se pueden contratar allí rara vez hablan de mujeres. De emperadores y papas, todos los que se quiera, pero de mujeres muy poco. Como si nunca hubieran existido o no hubieran contribuido a la construcción de esa ciudad.
Hablar de las mujeres de Roma es hacerlo de todas las mujeres de nuestra cultura occidental, porque no en vano somos sus herederas. La lengua, las leyes, muchísimas costumbre, proceden de la antigua Roma, y hay que decir que la iglesia católica romana también se ha hecho sentir con gran intensidad y ha afectado durante siglos a nuestro vivir cotidiano. Así que estamos en casa. Aquellas mujeres tuvieron las mismas dificultades que nosotras, los mismos conflictos, el mismo valor y entereza, el mismo olvido... Por mi parte, las quiero recordar.