La casa estalló en un clamor. Al llanto de la esposa, los familiares y los esclavos más antiguos, se sumaron las palabras de condolencia y las conversaciones de los muchos vecinos que deseaban presentar sus respetos a la viuda y pronto ocuparon el atrio y el pequeño jardín. La noble Emilia, aunque muy afectada, mantenía el control sobre sí misma y apretaba con cariño las manos que le tendían a modo de saludo. Algunas matronas la obligaron a sentarse en una silla y se colocaron cerca de ella, lloraban con ella y controlaban con gesto severo a quienes entraban o salían, un flujo que fue aumentando a medida que se difundía la noticia.
El fallecimiento de su marido Publio Cornelio Escipión se le antojaba a Emilia prematuro. Cierto que su vida de soldado había sido muy dura, que superaba largamente los cincuenta y no había estado bien de salud en las últimas semanas. Pero con todo, le pareció que la muerte se había presentado demasiado deprisa. Sintió de pronto un vacío en el pecho, una sensación que la llenó de miedo. Toda su vida había transcurrido a la sombra de él y le era difícil imaginarse cómo sería el futuro en su ausencia.
- ¡Madre! – dijo con voz ronca Cornelia al entrar. Emilia alzó los ojos y, al ver a su hija, se levantó para ir a su encuentro. Se unieron en un abrazo que parecía hacer más diminuta a Emilia, más frágil y endeble. Se aferró con fuerza al cuello de su hija y lloró sin consuelo.
- ¡Madre! – dijo con voz ronca Cornelia al entrar. Emilia alzó los ojos y, al ver a su hija, se levantó para ir a su encuentro. Se unieron en un abrazo que parecía hacer más diminuta a Emilia, más frágil y endeble. Se aferró con fuerza al cuello de su hija y lloró sin consuelo.
- La buena de Emilia – murmuró una de las matronas tocando con el codo a la que tenía a su lado, mientras madre e hija continuaban abrazadas –. ¿No te parece que se excede un poco?
- ¿Qué pretendes decir? – le contestó la otra.
- Bueno, todo el mundo sabe que Escipión tenía una concubina... No creo que un marido así se merezca tantas lágrimas.
- No conoces a Emilia. Lo estimaba mucho.
- Bueno, bueno, no sería tanto. Y en cualquier caso, ¡razón de más para llorarlo un poco menos! Supongo que se deshará cuanto antes de esa mujer. ¡Sé muy bien lo que yo le haría si se hubiera encamado con mi marido! Un castigo ejemplar, eso es lo que se merece. Que vayan aprendiendo otras...
Emilia volvió a sentarse entre las matronas, con su hija a su lado. Se sentía más confortada al tenerla a ella allí. Era como estar junto a su marido. Cornelia había heredado los rasgos de su padre, la misma nobleza en el mentón y la mirada, el carácter decidido y enérgico e idéntica tranquilidad. Sí, Publio Cornelio había sido bondadoso y tranquilo. Quién lo diría de un hombre que a los veinticuatro años ya dirigía el ejército de Hispania contra Aníbal. Pero así era. Emilia sentía por él mucho afecto, una mezcla de admiración y cariño fraguados a lo largo de un matrimonio sin querellas.
Le había dolido que él tomara una concubina, eso era cierto. No era algo extraño a las costumbres romanas, pero parecía contener un reproche hacia la esposa legítima, como si a ella le faltara algo o fuera incapaz de satisfacer a su marido. Se sintió entonces muy humillada, y más todavía al saber que quien ocuparía su lugar en el lecho era su propia doncella, Antistia. Una niña cuando él la compró y la trajo a casa para que la sirviera.
- ¿Era esto preciso? – le preguntó llorando, cuando Escipión le comunicó que Antistia iba a ser su concubina. – ¿No te basta acostarte con ella discretamente? A veces creo, Publio Cornelio, que mi padre se equivocó al casarme contigo.
Pese a los reproches y las lágrimas de Emilia, Escipión mantuvo su decisión. Trató de hacerle comprender que el amor y el respeto que sentía por ella eran compatibles con el afecto que sentía por Antistia, cuya juventud le alegraba el espíritu.
Fue un trago muy amargo de beber. Mucho. Sin embargo, Emilia fue capaz de digerirlo y retomar con él una relación amable y afectuosa. Pese a sus defectos, Publio Cornelio sabía hacerse querer.
Todos esos recuerdos, surgidos al mirar a su hija, habían pasado por la mente de Emilia como un relámpago. Pensó de pronto en cuántas vueltas da la vida, cuántos reveses y zigzagueos. De la noche a la mañana todo había cambiado: la muerte devolvía a cada cual a su sitio. Cuando dentro de siete días hubieran concluido las ceremonias por el funeral de su marido, decidiría qué hacer con Antistia.
* Soldado romano. Museo de las Murallas. Porta di San Sebastiano
** Matrona romana. Museo de las Termas de Diocleciano