(I)
Cada año, a principios de la primavera, todas las ciudades del Lacio celebraban juntas la fiesta de Júpiter Latiaris en su santuario del monte Cavo, cuya imponente cima se alzaba no muy lejos de Alba Longa. Precisamente por ser ésta la ciudad más importante, a su rey correspondía fijar anualmente la fecha en que debía celebrarse el festival. La primera vez que el rey Amulio hizo uso de ese privilegio fue el año siguiente al derrocamiento de su hermano y su propio ascenso al trono de Alba Longa. Eligió celebrarlo el veintitrés de marzo.
Esa fecha quedaría grabada a fuego en el corazón de Rea Silvia y en el de todas las personas, humanas y divinas, que la amaban. Marcó un antes y un después, una transformación radical en su vida, aunque, como sucede con todos los cambios esenciales, ella misma no se diera cuenta hasta más adelante. No la protegió el padre Júpiter, aunque quizá el rey de los dioses no era el más indicado para velar por una doncella si es cierto, como se dice, que no sabía amar y para gozar de mujeres y de diosas recurría al estupro y al engaño. Mas no es éste el lugar ni el momento de reprochar la conducta de Júpiter, sino de dejar testimonio de cuán sola y desamparada estuvo Rea Silvia mientras miles de personas celebraban su fiesta.
¿Cómo es posible que ella viviera confiada? ¿Cómo es que no estaba alerta, en guardia siempre? Quizá porque apartamos de nuestra mente aquello que nos duele o nos confunde y lo sepultamos bajo un manto de olvido, la profecía de la adivina Celia se había borrado de su memoria igual que las olas borran las huellas de los cormoranes en la arena de la playa. Nadie en Alba Longa recordaba ya el vaticinio de Celia pronunciado un año antes: los nietos de Númitor vengarían los crímenes del usurpador rey Amulio y de su esposa.
Pero el único hijo varón de Númitor había sido asesinado sin descendencia y su hija, Rea Silvia, había sido consagrada a Vesta. La virginidad de una vestal es sagrada y quien osa trasgredir esa norma es sancionado con la muerte, sin que puedan escapar a ese castigo ni la vestal, ni su amante. Era evidente que Númitor no tendría nietos. Y así, la profecía de Celia parecía de imposible cumplimiento y pronto Rea Silvia la olvidó.
En realidad, todos la olvidaron, todos creyeron estar a salvo. Ese error quedó resumido en la crónica oral de Urbano Lacio con palabras llenas de sabiduría: “No temían nada Amulio y Criseida,/ a quienes los augurios habían anunciado grandes males./ Pese a conocer las profecías, vivía serena la vestal Rea Silvia:/ ignoraba haber sido elegida por los hados/ para castigar la maldad de los usurpadores/ y así caminaba despreocupada hacia el futuro/ sin pensar que el destino/ para todos se cumple.”
Mas sea cual fuere la debilidad de la memoria, o el aturdimiento propio del corazón humano, o su ignorancia, lo dispuesto por los hados sigue su curso y se cumple con inexorable precisión. Y me pregunto – con la perspectiva que nos dan los más de siete siglos trascurridos – si no se equivocaría en su juicio nuestro cronista oral Urbano Lacio. Según sus palabras, Rea Silvia habría sido un instrumento para castigar a Amulio y su esposa. Y, sin embargo, intuyo que fue todo lo contrario: Amulio y Criseida fueron los instrumentos de los que se valió el destino para preservar la virginidad de Rea Silvia y reservársela a un dios. También para forjar su alma en las adversidades y hacerla fuerte y resistente. Era a todas luces necesario que Rea Silvia desarrollase una gran fortaleza de ánimo, pues de otro modo no hubiera sido elegida para gestar en su vientre una estirpe divina.
Ya desde la víspera de la fiesta las calles de Alba Longa se desbordaron de visitantes. Los rediles se quedaban pequeños para acoger a tantas ovejas y cerdos, y sus balidos y gruñidos llenaban la ciudad de música campesina. Los zurrones rebosaban de quesos y por todas partes se amontonaban recipientes de madera y de barro para llevar al santuario las ofrendas de leche. Muchos pastores se acomodaron en las cabañas de sus parientes, pero otros habrían de dormir a la intemperie y, para darse calor, encendieron hogueras en las calles, en torno a las cuales se sentaban hombres y perros. Circulaban entre ellos tortas de harina, vino de los viñedos que se criaban en el Lacio y durante toda la noche se escucharon historias, canciones y risas.
Con Fáustulo habían venido a Alba Longa su esposa Acca Larentia y algunos de sus hijos. Catorce había alumbrado esta matrona, aunque sólo la mitad había superado la primera infancia. Pese a contar con alojamiento junto a los establos reales, Acca, igual que numerosas familias, había preferido quedarse fuera de la muralla, en la explanada donde se celebraba el mercado. No era una mujer corriente: amaba la libertad de los campos y desde su niñez disfrutaba recorriéndolos. Conocía como la palma de su mano las colinas junto al río, las quebradas, los valles y las hondonadas donde a veces, en el suelo embarrado y pantanoso, se atascaban las ovejas. Suyo era el aire límpido de las cumbres y el sonido agudo que a veces jugaba a estampar contra las rocas para escuchar la respuesta de la ninfa Eco. Había en ella algo selvático y generoso, un ansia de libertad irrefrenable.
Aquella noche muchas personas vieron resplandecer sobre Alba Longa una doble luna llena, redonda y tersa como dos pechos.








