Minucia está sentada en el pequeño jardín de su casa una tarde de sol. Tararea una canción dedicada a la diosa Ceres, a cuya gran fiesta de agosto piensa asistir. Aparta un poco la labor para mirarla con cierta distancia y sonríe satisfecha. Será la primera vez que participe, porque sólo pueden hacerlo las mujeres casadas. Ella misma se está confeccionando la cofia blanca con la que se adornan las matronas que acompañan a la diosa en la solemne procesión por las calles de Roma. A sus pies duerme un gato.
Un esclavo le anuncia que ha venido su padre a visitarla. Minucia se olvida de la circunspección que debe tener una matrona romana y se pone en pie de un salto. Cae al suelo el cestillo con la cofia, las agujas y el hilo y el gato sale huyendo. Minucia corre a abrazar a su padre. Lo echa de menos. Él le coge el rostro con las dos manos y lo levanta para mirarla mejor. Con delicadeza le coloca bien una de las ondas del pelo que, con la breve carrera, se le ha desarreglado y luego la besa. A Minucia se le ensancha la boca y le ríen los ojos. Y, de pronto, un agudo pinchazo en el vientre la hace doblarse en dos.
Los gritos y las carreras llenan la casa. Viene una partera y luego otra más. Ha abortado un feto de cinco meses y la hemorragia no cesa. Minucia está pálida y en su angustia llama a su padre, al que las demás mujeres no dejan entrar en la habitación. Cuando por fin las mujeres se rinden, a Minucia sólo le queda un hilo de vida, tan débil y fino, que no servirá para acabar la cofia.
Un esclavo le anuncia que ha venido su padre a visitarla. Minucia se olvida de la circunspección que debe tener una matrona romana y se pone en pie de un salto. Cae al suelo el cestillo con la cofia, las agujas y el hilo y el gato sale huyendo. Minucia corre a abrazar a su padre. Lo echa de menos. Él le coge el rostro con las dos manos y lo levanta para mirarla mejor. Con delicadeza le coloca bien una de las ondas del pelo que, con la breve carrera, se le ha desarreglado y luego la besa. A Minucia se le ensancha la boca y le ríen los ojos. Y, de pronto, un agudo pinchazo en el vientre la hace doblarse en dos.
Los gritos y las carreras llenan la casa. Viene una partera y luego otra más. Ha abortado un feto de cinco meses y la hemorragia no cesa. Minucia está pálida y en su angustia llama a su padre, al que las demás mujeres no dejan entrar en la habitación. Cuando por fin las mujeres se rinden, a Minucia sólo le queda un hilo de vida, tan débil y fino, que no servirá para acabar la cofia.
*En la fotografía, monumento funerario de Minucia, casada, muerta a los 14 años. Dedicada por su padre
s. I d.C.
6 comentarios:
Que pena... era una niña...
Y si efectivamente, en nuestro mundo de quirofanos y hospitales nos olvidamos que no hace mucho (y aun hoy en dia en ocurre en muchos paises), para la mujer la maternidad era un peligro, peligro de aborto, de muerte, de muerte del niño...
Bueno mahaya, es de agradecer la devoción con que empiezas a leer este blog. No sé si yo hubiera tenido tanta voluntad... gracias. Espero que te encuentres a gusto en él y te sientas como en tu casa.Bienvenida.
Isabel, te saludo. pase a visitar tu blog y me llevé una grata sorpresa. La temática y la forma de escribir me engancharon. Yo llevo anos estudiando sobre los griegos, ahora tengo la oportunidad de aprender sobre los romanos...digo las romanas. Vendré seguido.
Es una de las cosas más hermosas que he leído el día de hoy. Yo también adoro la cultura romana clásica y me fascina imaginar como se vivia por aquellos ayeres. ¡Gracias a los númenes por tu inventiva y tu simpar imaginación!
Carmen López y Martí
Hola Isabel
Gracias por tu visita y comentario y a mi blog, me ha sorprendido gratamente el tuyo y para no perderme me he venido al principio, creo que es interesantísimo y pienso volver para poco a poco ir leyéndote...me parece genial tu blog, felicidades.
Un muy cordial saludo.
Minucia parece que era de una familia acomodada, pero cuántas niñas a lo largo de la historia se habrán visto en su situación -algunas muy humildes- sin las atenciones para abortar o para dar a luz dignamente. Y aún hoy hay quien no quiere que la mujer (joven o madura) decida sobre su propio destino.
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