martes, noviembre 27, 2007

LOS PERSONAJES DE LA HISTORIA DE DIDO TIENEN LA PALABRA. (I).- SOFONISBA

NOTA PREVIA.- He realizado una propuesta a nuestros amigos que han participado como personajes en la historia de Dido. Consiste en que cada uno de ellos escriba un breve texto para darnos a conocer algo más de su personaje de ficción. Por ejemplo, cual fue su futuro, o su pasado, o qué opinó o sintió respecto a los acontecimientos narrados. Puede hacerlo del modo que mejor le parezca. Por mi parte, iré colgando esos textos en esta página hasta final de diciembre y es compatible con que cada cual ponga su texto en su propia página. Con el interés de que esta experiencia pueda resultarnos interesante y atractiva, sólo os pido dos cosas: una) que el texto sea breve, porque es posible que necesite poner dos o más textos en alguna entrada; dos) que os ciñáis al objetivo principal, que es hablar de vuestro propio personaje. En cualquier caso, gracias a todos. Y aquí va la primera aportación.


ÚLTIMO BANQUETE OFRECIDO A DIDO POR SU COCINERA SOFONISBA

Desde aquel fatídico día, el tiempo pasa más despacio, ya nada es igual,…hasta mi cocina parece distinta. Sentada ante el fuego, jamás hubiera pensado que mis pucheros no me proporcionarían la alegría de antaño y que la ilusión por elaborar platos nuevos ya no sería el objetivo de mi existencia.

El crepitar del fuego me trae a la memoria recuerdos de un pasado feliz, en el que la llegada de un nuevo día, con el traqueteo de las cacerolas, indicaba la puesta en marcha de mi cocina, seguido de un ir y venir para que todo estuviera a punto.

En este momento, un vacío inunda mi alma y sólo me queda recordar los momentos vividos. En mi mente está grabado el brillo de sus ojos al pedirme que preparara un menú de bienvenida para Eneas, portador de tanta alegría y tristeza a la vez.

Jamás hubiéramos imaginado el trágico final que nos deparaba el destino y que ese menú sería el principio y el final de una vida. Pero no quiero que mi reina parta de este mundo sin recibir de su cocinera un último servicio; una cena digna de la reina de Cartago.

Para empezar, mi reina, he aquí esos cogollos de col que tanto te agradaban y que me solicitabas con una sonrisa que iluminaba toda tu cara. Aún recuerdo cómo los partías para buscar en su interior los puerros rehogados con pasas. Para acompañar estas verduras, aquel vino de pasas que degustabas con los ojos cerrados y una inspiración profunda que me llenaba de alegría.

Para continuar, pollo asado a la Numidia, relleno de pimienta, comino, cilantro en grano, benjuí, ruda, dátiles, piñones, garum, vinagre, miel y aceite, al que acompañabas con un vino tinto rebajado con agua para que el sabor agridulce del ave no se perdiera al mezclarse con la bebida.
Y para terminar, uno de tus postres favoritos, estos membrillos cocidos en miel y servidos con frutos secos. Siempre me pedías que te presentara los membrillos sobre una base de pétalos de rosas y que los acompañara con una copa de tu caldo preferido, un sugerente vino de rosas, para que tu boca quedara impregnada por el aroma cautivador de esa flor.


Querida reina Dido, ya en el oscuro reino que habitas ahora, recibe de Sofonisba, tu fiel cocinera, esta postrera ofrenda y esta libación de vino puro para que los olores y sabores, aunque no te puedan alcanzar, te hagan recordar tiempos de felicidad plena cuando la esperanza de un amor eterno llenaba tu vida.

Mi anhelada Dido, que te acompañe en tu nueva andadura este himno. La diosa Venus cegó tus ojos con la venda del amor:

“Voy a cantar a Citerea, nacida en Chipre, la que
concede a los mortales presentes gratos como la miel.
En su deseable rostro siempre hay una sonrisa.
Y deseable es también la flor que lleva sobre sí.
Salve, diosa protectora de Salamina, la de hermosas construcciones,
y de toda Chipre. Concédeme un canto que mueva a deseo,
que yo me acordaré también de otro canto y de ti."


Escrito por SOFONISBA, Jefe de cocina del palacio de la reina Dido.(Charo Marco).- Enlace a su página en la columna de la derecha.
* Detalle de figura femenina. Museo Altemps. Roma.
**Cuadro de John Waterhouse. Aportación de Sofonisba.
***Detalle de mosaico. Museo Massimo alle Terme. Roma.
****Detalle de pintura mural. Museo Massimo alle Terme. Roma.

jueves, noviembre 22, 2007

EL ADIOS A CARTAGO.- (y XIV).- La señora Imilce y Karo ponen el punto final.

- Pensaba ya en ir a buscarte a tu casa, señora Imilce. Llevamos un buen rato esperándote ¡Eres la invitada más importante…! – dice el poeta Trailo saliendo a mi encuentro.

Le dedico una sonrisa amplia, tanto como le es posible sonreír a una vieja sin que sus mejillas se conviertan en un océano de arrugas. Me he propuesto ser hoy amable con el troyano y no enfadarme con él por mucho que me provoque. Al fin y al cabo, celebrar esta fiesta fue una idea suya.

Desde la cuesta por la cual descendemos se ven los alegres entoldados instalados en la playa. Gran parte de la chiquillería está jugando en la arena o metida hasta el cuello en el agua y algunas madres se desgañitan llamando a sus hijos al orden. No parecen tener mucho éxito, como es natural. No conozco a ningún hijo que obedezca de inmediato a sus progenitores. Salvo Eneas, claro. Pero de eso hace ya tanto tiempo…

- Ven – insiste –. Te acompañaré hasta tu toldo. Hemos elegido para ti un lugar muy fresco, a la sombra de los pinos.

- Estupendo – respondo –. Así no se me calentará la cabeza.

Karo me da un codazo. Lo he hecho partícipe de mi propósito de buena conducta y se lo ha tomado muy en serio. Temo que me someta a vigilancia y en todo el día no se despegue de mí. Lo miro y me doy cuenta de cuánto ha madurado mi ayudante en estos meses. Ha crecido gallardo como un árbol, alto y recio.


Una ovación nos recibe al penetrar bajo el toldo. Me sorprende y me aturde. De pronto, me veo en los brazos de Jacinta y enseguida en los de Amneris, la tejedora, quien a punto ha estado de hincarme su bastón en el pie. También Kostas se aproxima y, más comedido, toma mis manos y me las aprieta. Ayer por la tarde, cuando Parepidemos Samosatente terminó de leer en la plaza del granado el último episodio de mi historia, vi a Kostas llorar. No fue el único en emocionarse, pero me conmovió en un hombre tan curtido. Es comprensible, porque la muerte de la reina nos marcó. Aquel día, junto con ella, se nos fue una parte de la infancia.

- Déjame felicitarte, señora Imilce – dice Caius Pertinax, quien como su propio nombre sugiere, jamás se cansa de insistir en lo suyo –. Ahora que has concluido tu historia, espero tu permiso para difundirla. Tendrá mucho éxito.

Me hago la despistada. No tengo ganas de cavilar. Me apetece más disfrutar de los agasajos, sentir todas esas mejillas que se acercan y presionan la mía, estrechar las manos, percibir tanto cariño. Eso es todo lo que una vieja, cualquier vieja, necesita. Pienso en Barce. Se vio privada del afecto de la reina, a quien amaba tanto, y además se culpó por no haber adivinado sus intenciones e impedido su muerte. Ella nunca comprendió la decisión de Dido.

Mi nuera me ofrece asiento, refrescos y algunos caprichos para picar. Se ha hecho cargo del almacenaje y distribución de los comestibles y bebidas que cada cual aporta y anda incansable dando órdenes aquí y allá. Mandar es lo suyo. Y su energía me recuerda a la querida Sofonisba.

Todas las conversaciones giran en torno a la muerte de la reina. Hoy podemos hablar con más tranquilidad, sin la emoción desbordada de anoche. La luz de este día radiante vence definitivamente a la tristeza y aquellos acontecimientos, aunque los sintiéramos próximos, vuelven a parecer lejanos. Una y otra vez se alzan voces en contra del amor, un peligro aborrecible del cual debemos precavernos todos. Pero cuanto lo señalan como causante de la muerte de Dido, empiezo a rebullir en mi asiento y, al final, salto.

- ¡ Para qué me habré tomado la molestia de contar esta historia! ¿Es que nadie se acuerda ya de por qué llegamos los fenicios aquí? – todo el mundo se calla. Respiro hondo y trato de contener el genio –. Dido era reina de Tiro, que no se nos olvide. Y huyó de allí dejando hasta su trono para evitar una guerra civil. Amaba a su pueblo y no quería someterlo a un baño de sangre. Y no descansó, ni de día ni de noche, hasta fundar Cartago. Todo lo supeditó al bienestar de su pueblo.

Así que olvidaros de Eneas - les digo - porque la reina no se mató por él. Lo hizo por nosotros. Para preservar nuestra libertad. Si Yarbas, de buen grado o por la fuerza, se hubiera casado con ella, habría impuesto en Cartago su autoridad y sus leyes. La reina no lo podía consentir. Y bien que supo burlar al rey libio, dejándolo sin argumentos, aún al precio de sacrificar su propia vida.

- Sin embargo, señora Imilce, se inmoló sobre un montón de recuerdos de Eneas e incluso utilizó la espada que le había regalado ella misma... – interviene Trailo.

- ¡Y ya me contarás si eso dice mucho en favor del troyano! Un gran guerrero a quien no le importó dejar a una mujer expuesta al peligro, y perdona mi crudeza. Si no se hubiera largado de forma tan vergonzosa, la situación hubiera podido solucionarse de otro modo. Eso es lo que Dido quiso remarcar, que la había abandonado a su suerte. Pero ya basta. Estoy harta de Eneas. La reina dijo que para ella había muerto y, por lo que a mí respecta, así fue.

Se oye un murmullo de aprobación y algunos aplausos. Llegan bandejas con comida, y cada cual se aplica a probar los manjares elaborados por otros. Hace calor. Trailo me trae una copa de vino en un gesto de concordia. Se la acepto, sin poder evitar un comentario.

- Para serte sincera, querido amigo, me hubiera conformado con que Eneas hubiera sido la mitad de leal que Mook, el perro de la reina. O que el gato Sirio, quien jamás abandonaba a Anna.

- Ese es un asunto que tenemos pendiente – dice el troyano sin perder su media sonrisa –. Me refiero a Anna. Me comprometí a contarte con cierto detalle lo que le ocurrió tras su huída de Cartago. Pero como estás enojada conmigo…

- ¡Será que sueles tener en cuenta mi humor…! Humor de vieja, por otra parte. Un poco desabrido. ¿Por qué no vienes mañana tarde a mi casa y hablamos? – hace un gesto de asentimiento y se aparta.
----

----

A media tarde, se levanta la brisa y agita los toldos. Hasta nosotros llega el griterío de muchos bañistas, pues también los adultos se han metido en el mar. Sólo los viejos tememos exponernos al sol y no abandonamos ni un momento la sombra. Hablamos y hablamos y hablamos. Amneris propone llevar mañana ofrendas a la tumba de Dido. Es una buena idea a la que se suman todos los presentes. Las cenizas de Barce y de cuantos sirvieron a la reina están a su lado, en un pequeño túmulo junto al camino que se inicia en la puerta sur de la muralla y se dirige hacia las ciudades libias.

Suena otra vez la música y unas cuantas jóvenes bailan. Karo no se ha separado de mí ni un momento, pero ve entre las bailarinas a Salma y le falta tiempo para unirse al grupo. Con la cara embobada de siempre la observa danzar y sus propios ojos se mueven encandilados al ritmo de ella. ¿Quién no ha sentido alguna vez la llamada del deseo y del amor? También en eso la reina fue superior a nosotros, porque se atrevió a entregarse a ellos.

- Señora Imilce – dice Karo cuando, ya noche cerrada, regresamos a casa y yo me entretengo en el patio encendiendo unas lucernas al pie de la higuera –.¿Crees que alguien recordará el enorme trabajo que hemos hecho? ¡Ojala se hable de nosotros como los relatores de la historia de la reina y la fundación de Cartago! Yo como simple ayudante tuyo, desde luego.

No le contesto enseguida. Las manos me tiemblan y debo concentrarme para prender los pabilos.

- He pensado en hacerme poeta – dice al cabo .

- Si no te vuelves un estúpido presuntuoso como ya sabes quién, tendrás mis bendiciones. En cuanto a ser recordados… No siendo reyes ni grandes generales, nuestras vidas y nuestros actos carecen de interés. Desde esa perspectiva, para la posteridad no contamos, Karo. Alégrate de cuanto hemos aprendido y desprecia toda vanidad: nosotros sólo somos carne de olvido...
----
----
Fin de la historia de la reina Dido

NOTA DE LA TRASCRIPTORA. Eneas y sus troyanos llegaron a las costas del Lacio. Allí pretendieron quedarse y entraron en guerra con sus habitantes, súbditos del rey Latino. Al fin, firmaron la paz y la sellaron celebrando un matrimonio entre Eneas y la hija de Latino. Ambos pueblos se fundieron en uno solo que decidió llamarse a sí mismo pueblo latino. El hijo de Eneas, el niño Ascanio (también llamado Iulo), fundó más tarde la ciudad de Alba Longa. Y de una vestal de Alba Longa nacieron, siglos después, los gemelos Rómulo y Remo, considerados los fundadores de Roma. Con la trágica historia de amor entre Eneas y Dido, los romanos trataron de explicar la rivalidad entre Roma y Cartago, tan intensa, que dio lugar a tres grandes guerras, conocidas con el nombre de guerras púnicas.


NOTA: Gracias a todos los que habéis llegado hasta aquí. Os merecéis un premio, porque ha sido mucho tiempo el que hemos necesitado para contar esta historia, y eso cansa. Habéis sido partícipes y testigos de la creación de una novela que, sin vuestras aportaciones y aliento, no habría llegado a existir. Mi agradecimiento será, como Roma, eterno.

PREMIO PARA LOS LECTORES


*Detalle de cabeza femenina. Museo Massimo alle Terme. Roma.
**Detalle de relieve de una procesión. Ara Pacis. Roma.
***Detalle de relieve en un sarcófago. Museo Massimo alle Terme. Roma.
****Detalle de relieve con figura masculina. Ara Pacis. Roma.
*****El gato Sirio, tal como es en la actualidad. En su casa de Argentina.
******Detalle de pintura mural. Catacumbas de Domitila. Roma.
*******Restos de un mausoleo en la vía Appia. Roma.
********Detalle de relieve con un joven. Museos Capitolinos. Roma.
*********Detalle de decoración exterior en una casa de Vía Coronari. Roma.
**********Premio: detalle de pintura mural de Polidoro y Maturino. Iglesia de San Silvestre al Quirinale. Roma.

,, , , ,

jueves, noviembre 15, 2007

EL ADIOS A CARTAGO.- (XIII).- La reina Dido burla por última vez a Yarbas.



Atravesando como una daga la negrura y la quietud de la noche, los aullidos de Mook, el perro de la reina, se extienden por todas las estancias del palacio y penetran hasta sus rincones más ocultos. Muchos pies saltan al suelo helado, muchas manos despabilan las lámparas de aceite; se oye pasos apresurados y voces preguntando qué ocurre. La cocinera y sus ayudantes, que duermen en la cocina, son los primeros en levantarse. Uno de los pinches enciende en las brasas una tea y es enorme el sobresalto de todos al ver a la vieja Barce delante de un fogón, con las manos temblorosas y la cara lívida.

Sofonisba coge la tea y sale al patio. En la esquina contraria, Mook agita la cabeza, da pequeños saltos adelante y atrás, y sus aullidos se tornan más lastimeros. Apunta con el hocico al centro, donde se alza el bulto informe y oscuro de la pira. A ella se acerca Sofonisba y la alumbra con la antorcha. Gruesos troncos se entremezclan con túnicas y mantos, escabeles, ramas, copas, el trono del templo de Juno… Y, de pronto, una mano.

- ¡Aquí, aquí! – grita –. Es la reina.

La noche se ilumina con hachones procedentes de todas partes y una marea de gritos sofoca los quejidos del perro. Barce se cubre los ojos mientras ceden sus piernas, incapaces de sostenerla. Los ruidos han despertado también a Anna, quien llega corriendo y, con el corazón sobrecogido de espanto, se abre paso entre las criadas, alcanza la pira y trepa por ella. En la parte más alta, tendida sobre el tálamo, yace Dido con el pecho desnudo y atravesado por la espada de Eneas. Aún respira.

- Ay hermana ¿qué has hecho? – dice cogiéndola entre sus brazos –. ¿Cómo te has atrevido a dañarte así? ¿No era bastante para colmar tu vida el amor de tu hermana y el de los cartagineses? ¡Maldito sea Eneas, ese monstruo a quien tomé por un amigo…! Y también sea maldita yo. Si, yo tengo toda la culpa, porque te mostré su amor como algo inocente y deseable. ¡Qué ciega fui! ¡Qué mal tan inmenso he causado! Ay, Dido, mi hermana querida, mi amiga, mi madre. No me abandones. Vuelve en ti, vamos. Sánate.


Las lágrimas de Anna se mezclan con la sangre de Dido y así unidas gotean y empapan las ropas del lecho, se deslizan por la pira y tiñen de rojo la túnica del troyano. La reina entreabre los párpados y los vuelve a cerrar. Quizá a sus oídos llegan los lamentos de todos los suyos, las quejas y el llanto de quienes le amaban y la habrían seguido a donde ella hubiera decidido ir. Su pecho herido se alza con dificultad, el rostro empalidece. No hay en él gesto de dolor, ni una mueca afea su belleza. Anna se inclina sobre su boca y le insufla su propio aliento tratando de prolongarle vida.

Amarillas y rojizas por el reflejo de las antorchas, sobre las hermanas se ciernen las alas de la mensajera Iris. Viene a cumplir el mandato de la diosa Juno quien, compadecida de Dido, no desea alargar su agonía. Y así Iris, apartando dulcemente a Anna, toma con delicadeza un mechón del cabello de la reina. Y en el mismo instante en que lo corta para entregarlo como tributo a la diosa del Hades, el espíritu de la reina de Cartago se libera de la carne y sus miserias y alza libre el vuelo.

Acaba de expirar la reina y ya están llegando al palacio fenicios de todas clases. ¡Ay, cómo lloran los humildes al verla, qué gritos dan! De cuantas penas y aflicciones ha sufrido el pueblo de Dido, ésta es la mayor: perder a su guía, su faro y su protectora en plena juventud y potencia, justo recién conseguido para ellos el bienestar tanto tiempo buscado. Los cartagineses se han quedado huérfanos de repente. ¿Dónde hallar, entonces, las palabras precisas para describir un dolor semejante? ¿Qué pecho no quedó desgarrado por la tragedia aquella noche, qué corazón no se rompió?

- Debí sospechar que tramaba algún plan – se lamentaba la noble Diana, cuyas lágrimas fluían como un río sin fin –. ¡Ojala hubiera adivinado sus designios!.

- ¿Y yo? – sollozaba Barce – Me he dejado engañar por su tranquilidad cuando hace un momento me ha ordenado traerle el caldo. ¡Ha sabido disimular muy bien conmigo...!

Qué deprisa, qué inesperadamente ha ocurrido todo. Hace apenas unas horas la reina recorría el palacio dando órdenes aquí y allá. Esta misma mañana ha enviado al noble Acus con una embajada para aplacar al rey de Libia. ¡Yarbas estará celebrando la respuesta de Dido, sin saber que ya no tiene con quien desposarse…! Cuanto más piensan en ello, con más claridad comprenden que ella lo tenía todo planeado. Eso explica la calculada ambigüedad de su recado para Yarbas: decirle que sabría aceptar su destino dejándole entender que se refería a su matrimonio. ¡Qué diferente de sus verdaderas intenciones! La reina se ha rebelado, no ha asumido pasivamente un destino impuesto por la fuerza de las armas o por el capricho los dioses, sino el que ella misma ha elegido. Esa es la reina de Cartago.

Anna decide cumplir, hasta el final, la voluntad de su hermana. Y puesto que ella quiso morir sobre la pira donde debían arder todos los recuerdos de Eneas, así se hará. No permite mover el cadáver. Ella misma, con la ayuda de Ula y Morgana, se encarga de lavar y perfumar el cuerpo de Dido y de adornar su lecho con plantas aromáticas e innumerables lágrimas.

La noche transcurre más deprisa que nunca y pronto la oscuridad del patio se atenúa con las primeras luces del amanecer. Entonces Anna sube a la terraza del palacio para vigilar la partida de las naves de Eneas. Sólo cuando hayan abandonado el suelo cartaginés entregará al fuego cuanto queda de su hermana y del troyano. Ya que no fue capaz de quedarse en Cartago para auxiliarlas, ya que abandonó a la reina a su suerte, que sepa al menos Eneas que ningún rastro quedará de él. Ni siquiera el inmenso amor de Dido.

----
----

Entre la bruma del mar comienzan a perfilarse las proas de las naves troyanas. Avanzan con rapidez, enérgicas paletadas impulsan sus cascos. No hay signos de vacilación, ninguna señal de reconocimiento o respeto al pasar por delante del puerto de la ciudad que los acogió como una madre durante tantos meses. Erguida en la terraza, quieta, Anna los contempla marchar. También los troyanos la ven, de eso está segura. Pero ni una sola mano se alza para decirle adiós. También ella mantiene las suyas inmóviles.

- Ha llegado la hora – declara en voz alta cuando regresa al patio.

Por tres veces la vestal Crisea llama a reina por su nombre y las tres veces le responde el silencio. Entrega una antorcha a Anna y ésta da la vuelta a la pira prendiendo los troncos de la parte baja. Pronto arden las ropas, la madera de los muebles cruje y se incendia, lametazos de fuego alcanzan el cadáver de Dido. Su rostro está sereno y el resplandor de las llamas parece, por un instante, devolverle el color de la vida. La espada de Eneas, que Anna se ha negado a retirar del pecho traspasado, se pone al rojo vivo como si estuviera en el yunque del herrero, a punto de ser forjada. Así era el corazón de la reina que ha destrozado, fuerte y dúctil como el más noble metal.


La humareda crece igual que un ciprés en busca del cielo. Anna invoca a los dioses y les pide justicia. Llama a Eolo y le pide que extienda el humo negro por el mar y envuelva en su oscuridad a los troyanos; implora a Juno que los hostigue en todas partes sin darles tregua, y a Neptuno que con su autoridad los aleje de las costas del Lacio; apela a los poderes infernales para que los arrastren al abismo y a las Furias para que no les permitan descansar. Mas la venganza es un pobre consuelo. Y nada ni nadie puede arrancar a la Muerte su presa cuando ya la ha cobrado. Así, aquella noche, los cartagineses perdieron para siempre a su reina.



*Flores en la terraza de Isabel Romana. Valencia.
**Detalle de escultura funeraria. Cementerio General de Valencia.
***Detalle de relieve de terracota. Colección Academia Clementina. Bolonia.
****Escultura de personaje doliente. Jardines de Monforte. Valencia.
*****Detalle de escultura de mujer. Jardines de Monforte. Valencia.
******Detalle de escultura de mujer. Fuente de las Cuatro Estaciones. Valencia.
*******Detalle de escultura de mujer. Jardines de Monforte. Valencia.
********Detalle de relieve funerario. Cementerio protestante. Roma.

,,, , , ,

jueves, noviembre 08, 2007

EL ADIOS A CARTAGO.- (XII).- La reina Dido experimenta una gran desazón.



- Estás en un error si, como dices en tu texto, crees que Eneas vio a la reina la mañana de su partida – le digo al poeta Trailo. Ha venido muy temprano a mi casa, seguramente para que le regale los oídos alabando su escritura y su gusto exquisito –. Eso, por no hablar de la cantidad de dioses que estaban atentos al menor estornudo del troyano. ¡Y disculpa que hable de algo tan vulgar como un estornudo!

- No vengo a pelear contigo, señora Imilce – responde Trailo, tomando asiento –. Te admiro mucho, ya lo sabes. Y me enorgullezco de tu amistad. ¿Sabes que me emociona imaginarme a mi madre aquí, en Cartago, recorriendo las mismas calles por las que yo ando, entrando en los mismos templos, viviendo en el palacio de Dido? Aunque no te lo creas, a ella también le dolió marcharse, pese a que lo consideraba necesario.

Si, supongo que debió dolerle. Cirene era una mujer muy afectuosa. Y con ella me vuelve siempre el recuerdo de Ascanio, un niño taciturno que deseaba ser rey y era un ladrón de corazones, como su padre. También se marchó sin despedirse.

- Quiero proponerte algo – insiste Trailo, ante mi mutismo –. Celebremos una fiesta cuando concluyas tu historia. Lo pasado, pasado está, y es mejor no guardar resentimiento.

- Creo que Trailo tiene razón – interviene mi ayudante.

- ¡No te pases al enemigo, Karo! – le reprocho –. ¿No te señalé yo, desde el primer momento, la importancia de conocer la historia precisamente para no fomentar un rencor innecesario y desproporcionado? Estoy harta de que me robes las ideas, Trailo ¡Ya era hora de que tuvieses una propia! Sí, celebrar una fiesta nos vendrá muy bien.

----
----

Al anochecer del día previo a la partida de Eneas, la reina Dido se asoma por enésima vez y escruta el cúmulo de objetos apilados cuidadosamente en el centro del patio. Después de su primer impulso de amontonar de cualquier modo las pertenencias de Eneas, por la tarde le ha asaltado el temor de que todos esos recuerdos lacerantes no ardieran bien y ha mandado añadir a la pira troncos y ramas. Debía asegurarse que los pasados meses, los más dichosos de su existencia, quedaban reducidos a cenizas. No merecían terminar de otro modo las ropas que él había dejado tras de sí, los muebles, todo cuando había tocado su mano y evocaba un amor no correspondido.

Eneas jamás la había amado, ahora lo comprendía. Nunca se le entregó en cuerpo y alma como se había entregado ella. El troyano abrigaba desde el principio la intención de marcharse, y ella fue como una fuente en el desierto a cuya orilla el viajero se detiene a beber antes de proseguir su ruta. Eso ha sido para él la reina de Cartago: un alto en el camino y nada más. Y quizá a Eneas ni siquiera le hubiera importado que el agua de la fuente fuera dulce o amarga, transparente o sucia. Barce lo intuyó desde el primer momento y la avisó. Pero de nada sirve lamentarse ahora. Eneas ha muerto para ella, y esa pira lo transformará en olvido.

- ¡Barce! – llama a la vieja nodriza, quien la sigue a todos lados desde esta mañana. – Prepárame un baño.

- Te has bañado ya tres veces, mi reina. Tu piel no lo resistirá.

- No me discutas. Necesito borrar de mí todas las huellas suyas. Y enciende también unas lucernas en el altar de Siqueo. ¡Qué estúpida fui al no mantenerme fiel a su memoria! Me engañé creyendo que Eneas me amaría más. ¿Donde está Morgana? Dile que venga y sane el aire con sus artes mágicas.

- Ya lo ha hecho, señora.

- Pues que lo vuelva a hacer. Aquí no se puede respirar. ¿No sientes el olor de Eneas, esa mezcla de salitre y romero? Es olor a cadáver. Te lo he dicho varias veces, el troyano está muerto para mí. ¡Muerto, muerto!

- No debes pensar en él. Mañana se irá y no volveremos a verlo, gracias a los dioses – dice Barce cogiéndole la mano –. Vamos, tranquilízate, mi reina. Sofonisba te ha preparado un caldo que te confortará y te ayudará a dormir.

- Guárdalo para otro momento. Ahora no me apetece.

El día ha transcurrido en un errático ir y venir por las estancias del palacio. Ni la vestal Crisea, ni la noble Diana, ni su propia hermana habían conseguido sacar a Dido de un estado que tan pronto caía en la indiferencia como en la excitación. No parecía oír sus palabras ni ver sus rostros, y toda su atención se centraba en la pira y en su afán por asegurarse que nada de Eneas se libraría del fuego. Varias veces ha subido a la terraza a contemplar Cartago. Una de ellas, Barce la ha oído murmurar entre dientes:

- Yarbas no será rey de esta ciudad.

Estas palabras, dichas con los puños prietos, han levantado el ánimo de la vieja nodriza. Reconoce en ellas la determinación propia de Dido, su voluntad de no dejarse vencer. También las demás mujeres, al saberlo, han recuperado la confianza. La reina ha sido siempre ejemplo de fortaleza y, puesta una vez más a prueba, demostrará su capacidad de resistir y su inventiva para sortear los peligros.

Es ya noche cerrada cuando Barce consigue convencer a la reina para que se retire a descansar. Apenas Dido entra en su cuarto, se le apodera un violento temblor. A gritos llama a los criados para que quiten de su vista el lecho que había compartido con Eneas y ordena que lo coloquen en la cúspide de la pira, como evidencia visible del amor traicionado. A este trastorno le sigue otro: debajo del tálamo aparece, envuelta en un lienzo, la espada que la reina había regalado a Eneas en señal de amistad entre sus pueblos. Un nuevo golpe, pues Dido siente en el abandono de su regalo un desprecio más.

Barce le cede su yacija para acostarse y, como en los tiempos de penuria, se tumba a sus pies, en el suelo. Cerca de ellas Mook, el perro de la reina, entorna sus ojos tristes. Ninguna de las dos duerme.

¿Qué corazón puede sostenerse a flote cuando lo anega la pena? Si hasta un escudo de bronce se hiende y se deforma por los golpes en medio de una batalla, ¿qué no ocurrirá cuando se penetra en ella a pecho descubierto? Y si al final del combate, con el cuerpo desgarrado de heridas, en vez de un refugio en el que descansar, al combatiente le aguardan nuevas violencias, ¿de qué modo se protegerá? ¿Cómo soportará dolor sobre dolor, herida sobre herida?

- Tráeme ahora el caldo que me ofreciste antes – dice de pronto Dido, sabiendo que Barce también está despierta.

Se levanta la anciana y se dirige a la cocina. Podemos seguir la luz de la lucerna oscilando en su mano temblorosa y atravesar con ella el patio. Salvo dos diminutas llamas en el altar de Siqueo, todo está oscuro y silencioso. Aún quedan brasas en los fogones y Barce pretende calentar el caldo sin molestar a nadie. Casi a tientas busca el puchero de barro. Y cuando lo tiene cogido por las asas, un repentino aullido, lastimero y agudo, pavoroso, la sobresalta. El puchero se estrella contra el suelo y el mundo se fragmenta en mil pedazos.

* Esparraguera, en mi terraza de Valencia.
**Detalle de escultura del emperador Marco Aurelio. Museos Capitolinos. Roma.
*** y ****Detalles de figura femenina en la Fuente de las Cuatro Estaciones. Valencia.
*****Detalle de figura femenina en lápida funeraria. Iglesia de San Eustaquio. Roma.
******Detalle de la espada que envaina el ángel en Castel Sant'Angelo. Roma.
*******Detalle de capitel y columna en San Giorgio in Velabro. Roma.
********Detalle de la decoración de la cúpula de San Carlo alle 4 Fontane. Roma.

, , , , ,

NOTA: Nuestro amigo Manuel "El glob de Manuel" con enlace en esta página, ha tenido la gentileza de hacerme una entrevista para la revista electrónica "Anika entre libros", también con enlace aquí.
http://libros2.ciberanika.com/desktopdefault.aspx?pagina=~/paginas/entrevistas/entre206.ascx

domingo, noviembre 04, 2007

EL ADIOS A CARTAGO.- (XI).- Eneas abandona Cartago.

Dejo caer las manos sobre mi propio regazo y me las contemplo. Todos los dedos se han torcido como si se hubieran peleado entre sí y se resistieran a volver a juntarse en armonía. Cientos de arrugas y manchas se acumulan en los dorsos, surcados por gruesas venas de color azul amoratado. Es una paradoja que parezcan ríos caudalosos a punto de reventar.

Karo llega sin hacer ruido, se agacha delante de mí y me coge ambas manos. No tengo más remedio que mirar sus ojos, especialmente escrutadores esta tarde. Todo asomo de burla o picardía está ausente y en su lugar hay una mirada intensa.

- ¿Sabes una cosa, señora Imilce? – pregunta como si alguna vez hubiera necesitado de mi permiso para hablar –. Eres la persona más lista que he conocido nunca y, si tuviera unos cuantos años más, me casaría contigo. ¡Fíjate cuánto te quiero…!

Suelto una carcajada ante esta estrafalaria manifestación de amor.

- ¡Menuda pieza serías tú como marido! Anda, déjate de zalamerías y suéltame.

- No te suelto. Hemos de ir a la plazuela del granado. El poeta Trailo ya está allí, rodeado de gente, dispuesto a darnos su versión sobre la marcha de Eneas y sus hombres.

- Vamos allá. Y quieran los dioses concederme paciencia y contención, porque ¡buena sarta de mentiras nos espera…!

----

----

Eneas, el insigne hijo de la diosa Venus, se disponía a pasar el invierno en las playas de Cartago. Después de las penalidades sufridas, los troyanos creían merecer un descanso prolongado y placentero, sin los riesgos de enfrentarse al frío y la incertidumbre en tierras hostiles. Así pues, una mañana el príncipe y sus hombres se internaron en los bosques para cazar, a fin de abastecerse de carne.


En su ausencia, las trompetas de Fama resonaron por los desiertos, las montañas y las ciudades de la extensa Libia, llegaron hasta el palacio del rey Yarbas, hijo del dios Júpiter, y con sus voces agudas proclamaron los amores del príncipe troyano y la reina Dido. Yarbas, quien desde hacía tiempo planeaba unirse en matrimonio con la reina de Cartago, tan pronto escuchó esa noticia desfavorable para él, se dirigió al altar de su padre, sacrificó ante él siete bueyes y le imploró que alejase a su rival troyano para poder celebrar sus propias bodas con la reina.

Cuando Júpiter, rey de todos los dioses, olió el humo del altar y escuchó los ruegos de su hijo Yarbas, dirigió su divina mirada hacia Cartago y se asombró de ver aún las naves troyanas varadas en la arena.

- ¿No le había prometido yo a tu hijo Eneas un reino en las costas de Italia? – le preguntó airado a su propia hija, la diosa Venus –. ¿Cómo es que permanece ocioso en Cartago y no ha partido ya en su busca? ¿Acaso mi palabra no es suficiente para él?

Venus se arrojó llorosa a los pies de Júpiter y excusó a su hijo. Alegó que la diosa Juno, tratando de retenerlo, había enredado su corazón en amores con la reina Dido. Con rabia respondió la propia Juno: no era ella precisamente quien tenía autoridad sobre Cupido, cuyas venenosas flechas habían emponzoñado de amor a su protegida, la reina de Cartago. Se cruzaron palabras hirientes entre las diosas, hasta que las interrumpió, colérico, Júpiter.

- ¡Ya basta de disputas! – ordenó. Y mandando llamar a su presencia al mensajero Mercurio, lo envió con un recado para Eneas.

Regresaba el príncipe troyano alegre a su campamento con los zurrones llenos de caza, cuando el dios Mercurio se le acercó sin dejarse ver, se arrimó a su oído y le susurró las órdenes de Júpiter: debía abandonar Cartago sin dilación y dirigirse hacia Italia, donde tenía reservado un territorio en el cual fundar la nueva Troya. Eneas, aturdido por lo inesperado de la orden y lo avanzado del otoño, quedó en suspenso. Luego, sofocando en su propio pecho el dolor que le causaba abandonar Cartago y a su reina, llamó enseguida a los suyos y les transmitió los nuevos planes.

Mientras pensaba en el mejor modo de comunicárselo a la reina, a quien la separación resultaría difícil, dio orden de actuar con rapidez y mantener en secreto sus propósitos. Así, los preparativos para permanecer en Cartago se transformaron en preparativos para marcharse, y los corazones de los troyanos se alegraron, aún temiendo que los dioses hubieran dispuesto para ellos nuevas pruebas de fortaleza y audacia.

Enloquecida por el dolor al enterarse, Dido se presentó en el campamento de Eneas para disuadirlo de partir. Con dulces palabras y razones, el príncipe troyano le explicó que debía obedecer el mandato de Júpiter y hallar por fin una tierra donde instalar su ciudad y sus dioses penates. Ella, con los ojos de la razón cegados por el amor, se resistía a dejarle marchar y de su boca tan pronto salían ruegos como amenazas. Pero Eneas no cedió. Antes bien ordenó a los suyos acelerar los trabajos para abreviar una despedida tan cruel para él mismo como para la propia reina.

Sin cejar en su empeño, la reina envió a su hermana Anna para hablar con Eneas, sabiendo que él sentía por la joven mucho afecto y ambos solían conversar con la sinceridad de los amigos. Repitió Anna los argumentos de su hermana acerca de los peligros del mar, de la conveniencia de retrasar su partida hasta que el invierno hubiera pasado. Y aún añadió otro: el rey Yarbas de Libia exigía casarse con la reina y pretendía conseguirlo incluso atacando Cartago con un ejército. A esto respondió Eneas que la reina Dido había dado abundantes muestras de ingenio en el pasado y encontraría el modo de aplacar a Yarbas. Despidió a Anna con afecto pero pidiéndole que se abstuviera de volver y de enviarle otros mensajeros, para no hacer su partida más desgarradora.

Otra jornada transcurrió hasta que los troyanos estuvieron listos. Habían retirado sus naves de la playa de Cartago y las habían trasladado a la playa de su campamento para pertrecharlas. Al amanecer del día fijado, Eneas ofreció un sacrificio a los dioses penates y otro a Neptuno y con gran alborozo los troyanos arrastraron las embarcaciones hasta el agua y empezaron a remar. El mar revolvía las arenas del fondo y escupía a la superficie montañas de espuma sucia. Altas olas se encrespaban para azotar las rocas que separaban esa playa de la de Cartago, y era tan grande su furor que temieron estrellarse contra ellas. Pese al peligro, los ánimos troyanos se exaltaron al surcar de nuevo las aguas y saberse en rumbo hacia su nueva patria.



Cuando pasaron por delante de Cartago, Eneas vio a la reina en la lejanía, subida a la terraza de su palacio, y sintió un gran dolor. Le pesaba alejarse de aquel modo de una mujer admirable y de generosidad ilimitada. No quiso volver la cabeza para evitar apenarse más. Y así, dejando a su izquierda Cartago, navegaron durante largo tiempo sin hablar. De pronto, el piloto de la nave de Eneas, Palinuro, señaló con su dedo hacia la costa: una gran columna de humo, negro como la noche, surgía de Cartago y ascendía hasta las nubes. Se levantó entonces un viento poderoso que arrastró el humo hacia ellos, les heló el aliento y los sumió en la oscuridad.

Así se despidieron los troyanos de Cartago y dieron comienzo a su última aventura.

----
----

El público de la plazuela del granado calla también. Como siempre, Trailo ha compuesto con habilidad una fábula y algunas personas se le acercan y lo felicitan, pero nadie aplaude. La única verdad esencial que ha salido de su boca es esa humareda con la que concluye su relato y nos destroza corazón.


*Detalle de escultura femenina. Museos Capitolinos. Roma.
**Hojas y *********Cactus. Jardín Botánico. Valencia.
***Detalle de relieve con escena de caza. Palazzo Mattei. Roma.
****Detalle de figura masculina en la Fuente de las Cuatro Estaciones. Valencia.
*****Dios Mercurio. Fuente en Villa Médici. Roma.
******Detalle de figura masculina en la Fuente de las Cuatro Estaciones. Valencia.
*******Detalle de relieve con una muralla. Museo Centrale Montemartino. Roma.
********Detalle de la fuente de Santa María in Dominica. Roma.