Kritubis se asomó a la puerta de su cabaña y vio alejarse en dirección a la ciudad a las dos mujeres que le habían pedido agua. Miró la posición del sol. Si se daba prisa, le daría tiempo de ir a Alba Longa y regresar antes del anochecer. ¿Quién sería la muchacha que había traído a la cabaña su sierva Palantea? Las había visto mientras se cambiaban las ropas a escondidas en la parte de atrás. Y le había parecido muy sospechoso que se hubieran presentado poco después unos desconocidos, hombres rudos y desagradables, preguntando por una joven. No le gustaba.
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Entró de nuevo en la cabaña y examinó el revoltijo de ropas que había dejado su sierva en un rincón. Era una túnica de calidad excelente: lana clara sin ninguna impureza y un tejido perfecto. Pocas personas en Alba Longa vestirían así. La escondió detrás de las esteras enrolladas que les servían de noche para dormir, avivó el fuego bajo el caldero donde se calentaba el agua para la cena y echó dentro cuatro coles. Con un ligero manto sobre los hombros, su saquito de hierbas colgado del cinturón y la ayuda de su cayado, emprendió el camino a Alba Longa.
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Preocupado por el estado de salud del rey Númitor y la sospecha de deslealtad por parte de sus servidores, el mensajero de la Vestal Máxima no se decidía a regresar a Alba Longa. En su ánimo luchaban dos deberes contrapuestos: por una parte, obedecer a su rey y llevar cuanto antes su mensaje a la reina Aurelia y a la Vestal Máxima; por otra, no podía desoír su propia intuición acerca del peligro en que aquel se hallaba. ¿Y si sus siervos lo maltrataban aún más o lo entregaban indefenso a sus enemigos? Tras mucho cavilar, encontró el modo de conciliar ambos deberes. Era un riesgo, porque se encontraba en un lugar extraño, entre personas de las cuales no sabía nada, pero debía correrlo. Así, solicitó hablar con el sacerdote del santuario de Diana.
- A ti apelo, como hombre de probada virtud – dijo apenas estuvo ante el anciano sacerdote –. Mi rey, a quien has acogido enfermo en el santuario, está en grave peligro. Necesito tu ayuda.
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El sacerdote le ofreció asiento y le pidió que se explicase. Una vez le hubo puesto en antecedentes del ataque sufrido esa mañana en Alba Longa y confesada su sospecha de que los siervos del rey podrían estar envueltos en una traición, el mensajero expuso su idea. Se trataba de sustituir esa misma noche a los cuatro criados de Númitor por cuatro personas de la confianza del sacerdote y que fueran éstas últimas quienes condujeran al rey a su ciudad al amanecer del día siguiente. Si podía contar con su ayuda, él mismo partiría de inmediato a llevar el mensaje a la reina Aurelia.
- Ve tranquilo – respondió el sacerdote – porque me encargaré de hacer cuanto me pides. Conozco a Númitor desde hace años y siento por él un gran respeto. Quieran los dioses auxiliarlo en este momento crítico y extender la protección a su familia.
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Desde el resguardo de la arboleda, Rea Silvia vio a los primeros grupos de gente en un extremo del mercado. Detrás se alzaba la muralla de adobe y, por encima de ella, los tejados de las cabañas, pues la ciudad, aunque extendida a lo largo de la ladera en paralelo al lago Albano, crecía también pendiente arriba. Se detuvo y apoyó la espalda en un tronco. Como traídas por un golpe de viento, las imágenes de esa misma mañana se le presentaron con toda su crudeza: los soldados ensangrentados en el suelo del salón, las armas, su hermano y su madre gritándole que huyese, las siervas empujándola hacia la salida, el aullido de su madre. El corazón le latía con furia, le temblaban las piernas. Cerró los ojos y trató de tranquilizarse. No lo consiguió, pero al fin encontró fuerzas para controlar sus temores.
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- ¿Cómo estoy? – preguntó a Palantea quien, en pie delante de ella, rodeada de sus cerdos, la miraba en silencio.
- Muy diferente de esta mañana, creo yo – respondió la pastorcilla –. De todos modos, es mejor que no hables con nadie y mantengas la cabeza gacha. Ven detrás de mí sin separarte. Cuando quieras que me pare agárrame de la túnica y, si has de decirme algo, que sea en voz baja o al oído.
Rea Silvia asintió con la cabeza, pero no se movió.
- No tenemos mucho tiempo, sobre todo si hemos de volver a mi cabaña a dormir – y con estas palabras, Palantea echó a andar.
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Salieron del bosque y alcanzaron enseguida el mercado. Algunos labradores ya estaban recogiendo sus productos, pero más adelante se agrupaba mucho público y las muchachas se metieron entre él, muy atentas la una a la otra y a los cerdos. Cerca de la puerta oriental de la muralla había numerosos corrillos y hacia ellos se dirigió Palantea con la esperanza de conseguir información. A sus oídos llegaban retazos de conversaciones.
- Sí, sí, están reunidos allí el Consejo, la Vestal Máxima, todos… – oyeron decir.
- … no podemos seguir así – protestaba airado un hombre en un grupo situado a su izquierda –. ¡Por muy reinas que sean las mujeres no sirven para resolver asuntos de la incumbencia de los hombres!
- Una catástrofe, es cierto. Pero la reina Aurelia no se merece este trato. ¡Pobre mujer, como si no hubiera sufrido bastante! – decía una joven en un grupo de mujeres.
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Rea Silvia agarró de la túnica a Palantea. Ésta se volvió y con una sola mirada comprendió lo que le pedía. Se acercaron a las mujeres y la pastorcilla, poniéndose al lado de una de ellas, le preguntó qué pasaba. La mujer las miró.
- ¿No os habéis enterado? Ya veo que llegáis del campo – respondió –. Una desgracia muy grande. Han atacado la cabaña del rey y han matado a su hijo y a toda su familia. De los que estaban allí sólo se ha salvado la reina.
- Y su hija, que dicen que ha conseguido huir – intervino otra.
- Sí, aunque también se rumorea que los asesinos la están buscando…
Rea Silvia sintió la mano de Palantea agarrar la suya y apretarla. La vista se le había oscurecido y la cabeza le daba vueltas. Se dejó arrastrar por la fuerza extraordinaria de la pastora que, sujetándola por la cintura, tiraba de ella y avanzaba con gran determinación entre la gente. Al fin la hizo sentarse y apoyar el hombro contra la muralla mientras ella misma se sentaba de espaldas al público para protegerla de las miradas curiosas. Los cerdos las rodearon.
- He de ir con mi madre, he de ir con mi madre… – repetía en voz baja Rea Silvia –. Estará muy sola.
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- No, no puedes ir con ella ahora – respondió con suavidad pero firmemente Palantea –. Es muy peligroso. La cabaña real está muy lejos y ya has oído que te buscan….
- Tienes razón, sí. Ayúdame a encontrar refugio.
- Claro que te voy a ayudar. Iremos a donde quieras. Pero ante todo debes tranquilizarte porque de lo contrario llamarás la atención y alguien puede reconocerte.
- Me tranquilizo, sí, ya estoy más tranquila. Ay ¿adónde iré? – y tras unos instantes durante los cuales las lágrimas le rodaban como un torrente por las mejillas, tuvo una idea –. La casa de mi tío Amulio está aquí cerca. Vamos, rápido, vamos allí. Con él estaré a salvo y podré encontrarme con mi madre.