Conmocionada ante el descubrimiento del estado de gravidez de Rea Silvia, la Vestal Máxima Camilia creyó necesario retirarse unos instantes para recuperar la serenidad. Era un golpe muy duro. Si se hubiera derrumbado el techo de la cabaña sobre ella, no se habría sentido más aturdida y confusa. Le parecía imposible que esa joven tan dulce, tan alegre y confiada, tan decidida también, hubiera entregado su castidad a un amante. Y, sin embargo, ella misma había tocado la redondez de su vientre y visto su seno hinchado, al que la naturaleza preparaba para amamantar.
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La oscuridad era casi absoluta y en el silencio envolvente sólo se oía el crepitar de las llamas de un pequeño fuego en el centro del ara. Diminutas lenguas rojas y amarillas danzaban elevándose hacia el techo y eran alcanzadas y engullidas por otras nuevas y éstas por otras, y éstas por otras más, y todas eran a la vez viejas y nuevas. Una danza hipnótica y eterna, inmutable en su variación, inagotable, fuente de calor y de vida. Un fuego sacrosanto, arrebatado a los dioses, cuyo dominio sólo los seres humanos poseían. Pero no era un dominio completo: el fuego en su estado natural, como el rayo, el trueno, el viento o la lluvia, era indomable.
En esa ansiedad se hallaba cuando su criada Tuccia, al ver que no regresaba a su cuarto, salió en su busca. Al encontrarla allí de pie, junto al hogar del centro de la cabaña, con el rostro demudado, se le acercó enseguida. Bastó un cruce de miradas entre ellas para que en la suya se reflejara el pánico.
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- Me ha ordenado no moverme de aquí. Creo que ha ido al altar de Vesta. No sé lo que puede pasar, Tuccia, aunque es muy probable que me denuncie. Urge que me hagas un recado – dijo Rea Silvia presa de una repentina agitación, como si hasta ese momento hubiera estado dormida o paralizada por el miedo –. Ve a donde la orfebre Valeria y dile que venga enseguida. Necesito hablar con ella cuanto antes, ahora mismo si puede ser. El tiempo corre en mi contra.
Obedeció Rea Silvia con las piernas temblando. Penetró en el recinto consagrado a la diosa y, cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, vio a Camilia en pie a la izquierda del ara. Ésta, al verla entrar, le indicó con la mano que se colocase frente a ella, al otro lado del altar, de modo que entre ambas quedaba el fuego sacro.
- ¿Conoces la ley, Rea Silvia, hija de Númitor y Aurelia, consagrada a la diosa Vesta?
- La conozco, sí – respondió.
- ¿Sabes que faltar a tu castidad constituye un sacrilegio y sólo puede expiarse con tu muerte y la de tu amante?
- Sí, sé que el castigo es la muerte.
- No una muerte cualquiera, Rea. Una muerte con dolor, con deshonor y vergüenza, pues serás expuesta en la plaza pública y azotada con varas hasta expirar. Y el mismo fin le aguarda a tu amante.
- Delante de Vesta, a quien estamos consagradas, dime ¿cómo es que has faltado a tu castidad? Y recuerda, antes de responderme, que no es posible engañar a la diosa.
- Vesta conoce mi inocencia – respondió –. Los hijos que llevo en mi vientre han sido engendrados por Marte estando yo dormida. Él mismo se identificó.
Explicó entonces la vestal cuanto le había ocurrido el día de la fiesta de Júpiter Latiaris. Su soledad al entrar en el bosque sagrado de Marte para purificar los instrumentos sacrificiales en su fuente; su repentino calor, su sueño y ese despertar aturdido cuando el propio dios le anunció que nacerían de ella dos varones superiores a los demás hombres y famosos por sus hechos. Camilia le hizo muchas preguntas y escuchó con atención las respuestas. Confesó Rea Silvia los nombres de las personas que estaban al corriente de lo sucedido y la habían ayudado, solicitando para ellas clemencia.
- Tengo miedo, Camilia – confesó entonces la joven –. Sin embargo, he sido escogida por un dios para crear un nuevo linaje y no me siento avergonzada ni culpable de ello, antes bien estoy agradecida y orgullosa. Si lo he ocultado ha sido por temor a que no permitieran a mis hijos nacer. ¡Que nazcan! Y si luego he de pagar su vida con la mía, que así sea.
- Márchate ahora y no cuentes a nadie lo que hemos hablado – concluyó Camilia –. Mañana, al alba, te comunicaré mi decisión.