lunes, enero 16, 2012

ES BUENO PEDIR AYUDA A LAS DIOSAS



De la liberta Lálage a su amiga Elia

Querida, no te extrañes por no verme esta mañana en las carnicerías del foro. La noble Claudia Hortensia ha decidido hoy acudir al templo de Carmenta porque, recordarás, se celebra su segunda fiesta. Dado que Carmenta favorece los nacimientos, mi ama considera imprescindible suplicarle a favor de Rea Silvia, puesto que se aproxima ya su parto. ¡No vayas a decir que hace más de 700 años que parió Rea! Para nosotras, que estamos viviendo con emoción e intensidad las penalidades que hubo de sufrir para traer al mundo a los gemelos fundadores de Roma, es como si fuera a ocurrir ahora mismo. Y, además, ¿qué habría de malo en pedirle a la diosa que la historia que estamos relatando nazca bien, sea fiel a los hechos y deleite y satisfaga a sus lectores?
Cuídate.

NOTA: Queridos amigos, os dejo este enlace de las crónicas felinas en que nuestra gata favorita relata la
Fiesta en honor de Carmenta. Espero que quienes no la conozcáis podáis disfrutarla.

Por otra parte, quiero pediros disculpas por no visitaros tanto como me gustaría. La escritura de la novela de la fundación de Roma me está suponiendo un esfuerzo enorme que, unido a las obligaciones cotidianas, me tiene con el agua al cuello. Espero contar con vuestra comprensión.

jueves, enero 12, 2012

SE ESTABLECE UN VÍNCULO





(XVIII)

Urco y Urbano Lacio habían ido a recorrer las colinas del Palatino y el pie del Capitolio, mientras Acca Larentia preparaba algo de comer. Palantea se había quedado sola cerca de la cabaña de Acca y, casi sin darse cuenta, se había parado al borde del abismo.
Al regresar con las viandas para obsequiar a sus visitantes, Acca Larentia no encontró a nadie en la parte trasera de su cabaña. Dejó sobre el banco unos cuencos con queso fresco, tortas y miel, y se volvió para mirar a su alrededor. Vio entonces de espaldas a la pastorcilla Palantea, sola, recortada su esbelta silueta contra el azul del cielo, y supo que se hallaba al filo del precipicio. Durante un instante quedó paralizada. Sintió tanto miedo como cuando sus hijos, pese a sus advertencias, se arrimaban a ese extremo de la explanada en cuyas proximidades tenían prohibido jugar. Luego, se acercó a la pastorcilla con cautela, sin hacer ruido, para evitar asustarla. Se colocó, como ella, ante el abismo, dejando entre ambas el espacio justo: suficiente para que su proximidad no la sobresaltara y, al mismo tiempo, que le permitiera cogerla extendiendo lateralmente su brazo. Esperó en silencio a que se percatase de su presencia.
Un golpe imprevisto de aire azotó como una bofetada el rostro de Palantea y la sacó de su ensimismamiento. La muchacha vio de pronto el tajo a sus pies y cobró conciencia instantánea del peligro. El pánico asomó a su cara mientras una lasitud mortal se apoderaba de sus músculos. Las piernas no la sostenían.

- No te muevas – dijo entonces Acca Larentia. Con dos movimientos rápidos se colocó detrás de ella y la abrazó por la espalda. Acca se arqueaba para contener su vientre y evitar que éste empujara hacia adelante a Palantea. Así, teniéndola abrazada con firmeza, ambas caminaron hacia atrás, con pequeños pasos, para alejarse del borde.

A la pastorcilla le temblaba todo el cuerpo cuando Acca aflojó la presión y, sin soltarla, la hizo volverse de frente, le pasó el brazo por la cintura y la condujo hacia la cabaña. Se dejaron caer en el banco a la sombra, bebieron agua y trataron de serenarse antes de hablar.
- Alguna divinidad te protege – dijo por fin Acca Larentia –. Hasta hace un momento, el viento soplaba justo en la dirección opuesta. De no haberse producido ese cambio, la ráfaga te habría empujado al vacío y ahora estarías allá abajo, despedazada contra las rocas.

Asintió con la cabeza la pastorcilla, con los ojos aún asustados y empañados por las lágrimas. Se agachó, desmenuzó con los dedos un trozo de torta hasta reducirla a migajas, las colocó sobre el suelo formando un montoncito e hizo una libación de agua a todo su alrededor. “Seas un dios, seas una diosa, te doy las gracias por haberme librado de caer al abismo. No olvidaré tu favor. Y tantas veces cuantas venga a estos parajes, te ofrendaré los dones de que disponga.”

- Gracias a ti también, Acca Larentia – dijo luego – Te has arriesgado a morir tú misma por ayudarme.
Se arrodilló a sus pies y le besó ambas manos. La mujer se azoró ante ese gesto de homenaje y reverencia. No estaba acostumbrada a recibirlos sino, por el contrario, a ser rehuida y menospreciada por las esposas de otros pastores. No sabía qué hacer o decir. Y notando que la muchacha aún temblaba, la abrazó apretándola contra su vientre. Palantea sintió una oleada de amor materno, fuerte y dulce a la vez, como si estuviera en los brazos apenas conocidos de su madre o como si Acca Larentia fuera la madre de todo el género humano. Una idea brotó entonces de su pecho y se apoderó de ella con una fuerza excepcional, incontenible. El ladrido de Bona las sobresaltó y rompió su abrazo.

- ¿Quieres ver a la perra que salvamos? Está al otro costado de la cabaña, ven.
Se levantaron para ir a buscarla. La perra ladraba de pie, sin alejarse de un montón de trapos oscuros donde rebullían los cachorros.

- ¿Qué pasa Bona? – dijo Acca Larentia agachándose para rascarle detrás de las orejas - ¿Sabías que había venido a vernos una de tus salvadoras? ¿La reconoces?
La perra se acercó dos pasos a Palantea y levantó el hocico, como esperando de ella una caricia. Sus ojos eran oscuros, brillantes y mansos. ¡Cuánto más amorosos son los animales que algunas personas!, pensó la pastorcilla, conmovida, mientras le pasaba la mano por el cuello. Bona cerró los ojos, se apoyó en el muslo de la joven y se dejó acariciar entre las cejas. Acca, entre tanto, había cogido en brazos a uno de los cachorros, de pelaje rubio y una tierna expresión en la mirada.

- Este es Seius – dijo a la pastorcilla, mostrándoselo –. Urco quería quedárselo para llevarlo con los rebaños, pero le he dicho que no. Tiene algo especial. Parece atrevido y muy inteligente pero, además… no sé, es delicado. Se quedará conmigo en la cabaña y será un buen compañero para el hijo que voy a parir. Jugará con él mientras sea cachorro y luego lo protegerá.

El perrito movía lentamente la cabeza hacia todos lados, ofreciendo las distintas partes de su cuello al dedo con el que Acca le rascaba suavemente. Palantea, viéndolo tan relajado y dichoso junto a los senos de Acca, volvió a experimentar una sensación de bienestar.
Entonces ocurrió algo extraño: se produjo un intenso silencio que por momentos se hacía más largo y más hondo, como si, de pronto, hubiera enmudecido el mundo. Nada se oía. Nada se movía. Una quietud anómala en un lugar poblado por todo tipo de animales, pájaros e insectos. El viento sopló revolviendo la paja de la techumbre.

- “Aquí nacerá una gran ciudad” – dijo una voz clara, desconocida y dulcísima –. “Y será, en parte, gracias a vosotras. Amad, pues, porque sólo en el amor vive la vida.”

Las dos mujeres habían quedado atónitas, los animales inmóviles, salvo el pequeño Seius. Palantea buscó los ojos de Acca Larentia y los halló serenos.

- ¿Has escuchado…? – preguntó. La mujer hizo una señal afirmativa con la cabeza.

- Ha sido Fauna – dijo, como si estuviera acostumbrada a oírla todos los días –. Su palabra es profética. Siempre se cumple. Y habla únicamente a las mujeres. Hagámosle una ofrenda ahora mismo.

Dejó al cachorro Seius entre sus hermanos, acarició la cabeza de Bona y, tomando del brazo a Palantea, la llevó al interior de la cabaña. La pastorcilla sintió crecerle de nuevo en el pecho el impulso que había sentido antes, cuando habían sido interrumpidas por los ladridos de la perra.
Observó a Acca Larentia moverse en la oscuridad de la cabaña, buscando algo en un rincón. Cuando encontró lo que quería y se irguió, Palantea se puso frente a ella.

- Me has salvado la vida hace un momento y la diosa Fauna nos ha hablado a las dos. De algún modo misterioso, estamos unidas. Para que no olvidemos nunca ese vínculo, te propongo que intercambiemos una de nuestras fíbulas. Es algo que suele hacer una persona muy querida para mí.

Asintió Acca, y se llevó la mano al hombro para quitarse la suya, una fíbula pobre y sencilla, apenas un hilo grueso de bronce. Inició el mismo movimiento Palantea, pero su mano quedó suspendida en el aire. Iba a quitarse la fíbula del hombro derecho y, sin embargo, una fuerza intensísima la inducía a coger la del hombro izquierdo, aquella que le había entregado Rea Silvia. La invadió la angustia. ¿Cómo iba a transferir a una casi desconocida el símbolo de su amistad con Rea, su compromiso de velar por sus hijos, en peligro aún antes de nacer? Pero Acca ya le tendía su fíbula, debía decidirse si no quería ofenderla. Recordó, entonces, las palabras que le había dicho esa misma mañana uno de los pastores de Númitor: “Tienes instinto: úsalo”.
Así, sin tratar de explicárselo o de hacer razonamientos, Palantea se dejó llevar por su intuición. Desabrochó de su hombro la fíbula de la serpiente con los ojos entornados, y se la puso a Acca Larentia, que la miró sorprendida.

- Es una pieza muy valiosa, excesiva para mí – dijo.

- Es señal de que estamos unidas y que, llegado el caso, nos daremos ayuda mutua. La serpiente vela, protege el fruto del vientre de las mujeres. Cualquiera de nosotras, tarde o temprano, necesita de su protección. Acéptala. Al sujetar tu ropa con esta fíbula te ato a mí y te vinculo a todos los compromisos que se encierran en ella.

La aceptó gustosa Acca, aun sin entender a qué compromisos se refería Palantea, y a su vez prendió la túnica de la pastorcilla con su propia fíbula.

Un sol deslumbrante las aguardaba en el exterior de la cabaña. Se alejaron un poco de ella, buscaron unas piedras planas e improvisaron un altarcillo para hacer una ofrenda a Fauna. Acca había traído de la casa un pequeño mechón de lana, sobre el cual derramó unas gotas de miel y otras de leche y pronunció unas palabras rituales que Palantea no había escuchado nunca.



- ¡Ya estamos aquí! – gritó Urco, asomando otra vez por la escalera de Caco –. Hemos dado la vuelta al Palatino regresando por el valle del Velabro. ¡Era el camino más corto!
Tras él llegaba Urbano Lacio. Acca Larentia puso el dedo índice sobre sus labios, para indicar a Palantea que no debía decir nada de la profecía de Fauna. Si esa diosa hablaba sólo a las mujeres, no había razón para dar a conocer su palabra a los varones.

Fueron todos juntos a la parte trasera de la cabaña, a la sombra, y allí bebieron agua y comieron el queso y las tortas untadas con miel. Urbano no paraba de hablar, de explicar cuánto le había impresionado la colina del Capitolio y el valle que se abría a sus pies. Poco después, miraron la posición del sol y Urbano Lacio y Palantea convinieron en que debían descender al valle de Murcia para encontrarse con los criados de Númitor, con quienes habían prometido reunirse a la hora de la comida. La pastorcilla abrazó a Acca Larentia con mucha fuerza, le auguró la protección de Luna y Diviana en el parto y ambas se prometieron reencontrarse en cuanto fuera posible.
- ¿Sabes que yo había visto antes a Acca Larentia? – le dijo Urbano Lacio, muy excitado, mientras bajaban por la escalera de Caco –. Fue la víspera de la fiesta de Júpiter Latiaris, lo recuerdo bien. Una luz muy extraña brillaba sobre su cabeza, idéntica a un fulgor que flotaba encima de la casa de las vestales.

Palantea no se extrañó de esas palabras ni las puso en duda. La inclinación de Urbano Lacio por estudiar los presagios hacía de él un observador muy fiable. Se sintió más contenta aún por haberle confiado a Acca la fíbula de la serpiente y, con ella, el secreto compromiso de proteger a los hijos de Marte y Rea Silvia.

Muchos años después, Palantea recordaría con emoción este encuentro y sus ojos volverían a llenarse de lágrimas.

miércoles, enero 11, 2012

LA LUZ DE ROMA



“(…) nada hay comparable a las líneas del horizonte romano, a la ligera inclinación de los planos, a los contornos suaves y en perspectiva de las montañas que lo terminan. (…) Un vapor particular, que se extiende en la lejanía, redondea los objetos y disimula lo que pudieran tener de duro o de contrastado en sus formas. Las sombras nunca son pesadas ni negras; no hay masas de rocas y follaje que sean tan oscuras que en ellas no asome siempre algo de luz. Un tono singularmente armonioso combina la tierra, el cielo y las aguas; todas las superficies, por medio de una imperceptible degradación de colores, se unen por sus extremos, sin que se pueda determinar el punto en el que termina un matiz y empieza el otro. ¿No es cierto que ha admirado usted en los paisajes de Claudio Lorena esa luz que parece ideal y más bella que la natural? Pues bien, ¡es la luz de Roma!”



Chateaubriand - Viaje a Italia


Traducción de Plácido de Prada.


* La imagen está tomada de internet. Es un cuadro de Claudio Lorena.


NOTA: Hoy se conmemora el cierre de las puertas del templo de Jano en el año 29 a.C. Os dejo el enlace a una entrada en la que celebraba tan dichoso acontecimiento

lunes, enero 09, 2012

INSPIRACIÓN



(XVII)


Palantea, Urbano Lacio y Urco estaban en el mercado del valle de Murcia y, tras haber vagado por allí habían decidido visitar a la madre de Urco en su cabaña ubicada en la cima del Palatino.

- ¡Madre! – gritó Urco, subiendo a saltos los últimos peldaños de la escalera de Caco –. ¡Tienes visita!

Su ruidosa aparición en la explanada de la cabaña provocó un alboroto: cuatro o cinco cerdos se asustaron y corrieron en todas direcciones lanzando agudos gruñidos mientras dos niños pequeños salían en su persecución riéndose y chillando no menos que los gorrinos. Acca Larentia, que trituraba grano sobre una
piedra de moler al lado de la cabaña, levantó la vista, gritó inútilmente a sus hijos pequeños que llevaran cuidado y dejó a un lado la maza de madera para salir al encuentro de sus visitantes.

Palantea asomó la cabeza por la parte superior de la escalera a tiempo de presenciar la fuga de los puercos y ver ponerse en pie a la madre de Urco. Era más alta de lo que recordaba, más carnal. Los rayos solares iluminaban de lleno el rostro de la mujer, sus brazos firmes, unos senos abundantes que revelaban su naturaleza fecunda. En la ligereza de sus movimientos se adivinaba la agilidad de la cabra, la libertad de saltar de un peñasco a otro, de recorrer los riscos siguiendo su propia voluntad, ora ocultándose a la vista, ora dejándose ver mucho más arriba, en un lugar fuera del alcance del ser humano. Su porte y su sonrisa irradiaban algo de indómito, una fuerza intangible, poderosísima, agreste. Y mientras la pastorcilla se acercaba hacia ella fascinada, un viento ligero agitó sus túnicas y ciñó la de Acca a su vientre abultado, revelando su estado de gravidez.

El recuerdo de Rea Silvia asaltó entonces la mente de Palantea y le produjo una gran turbación. A juzgar por el volumen del vientre de Acca, ambas debían llevar más o menos el mismo tiempo de embarazo. Y, sin embargo, ¡qué diferencia tan grande entre esta mujer, que gestaba plácidamente el fruto de su vientre, y su amiga vestal! Sintió una vez más la angustia de saber a Rea en peligro y no poder ayudarla. ¿Dónde la habría ocultado su tío Amulio? ¿Qué nuevas humillaciones y amenazas estaría sufriendo? Hubo de apartar de sí esos pensamientos, pues estaba ya ante la madre de Urco.
Fue un encuentro afectuoso. Acca se acordaba de Palantea y no disimuló su alegría y agradecimiento por la visita. No era frecuente recibirlas en aquellas soledades. Con la misma hospitalidad acogió a Urbano Lacio. Mandó enseguida a Urco a traer un cuenco con agua para sus visitantes y ella misma los condujo a la parte de atrás de la cabaña, donde se proyectaba una sombra muy agradable. Los hizo sentarse sobre el tronco de un árbol adosado a la pared y les pidió que la disculparan mientras les preparaba algo de comer.

Vino enseguida Urco con el agua y, apenas habían saciado su sed, sugirió subir hasta la cumbre de la colina. En realidad la cabaña no estaba en su cúspide, como les había parecido desde el valle, sino en un amplio repecho, tras el cual aún se elevaba la tierra un poco más. A Palantea no le pareció apropiado alejarse cuando acababan de llegar, pero a Urbano le tentaba la propuesta y Urco le aseguró que no tardarían nada. Les llevaría muy poco tiempo el ir y volver. Cuando su madre tuviera listo algún bocado para obsequiarles, ya estarían ellos de regreso. Así que los dos muchachos se marcharon dejando sola a la pastorcilla.


Urco y Urbano Lacio treparon hasta el punto más prominente de ese extremo de la colina, compitiendo para demostrar cuál de los dos era más rápido. Recuperó Urbano el aliento y respiró hondo. Desde allí se disfrutaba de un panorama excepcional. Volvió la vista atrás: la cabaña de Acca Larentia quedaba a más de doscientos pasos y más abajo de lo que había creído. Sirviendo de fondo verde a su tejado de paja se alzaban, en la distancia, los bosques de laurel que poblaban las cumbres del Aventino. Le sorprendió que se vieran tan lejos. Pero recordó enseguida lo ancho que era el valle de Murcia que se interponía entre ambas alturas.
- Ven, mira para esta otra parte – reclamó su atención Urco. Con la mano le mostró la colina del Capitolio, erguida frente a ellos. Gigantescas rocas, entre cuyas hendiduras crecían matas y arbustos, se levantaban imponentes, de apariencia inaccesible. Sobre la cima, dos cumbres gemelas, redondas y planas como dos quesos se unían a través de una franja de menor altura. Dos o tres columnas de humo delataban la presencia de cabañas dispersas.

- Debe ser la morada de un dios – exclamó Urbano Lacio, impresionado ante su grandiosidad. Y demostró con ello su fino instinto para intuir lo sagrado: con los años, sobre la cumbre más próxima a ellos se alzaría el templo consagrado a Júpiter Optimus Máximus, ante el cual tomarían posesión de sus cargos los cónsules y se postrarían los generales victoriosos tras celebrar sus triunfos; y, en la otra gemela, se emplazaría el arx, la ciudadela desde donde los romanos habrían de proteger Roma de sus enemigos durante siglos, Urco y Urbano Lacio los primeros.
- Entre estas dos colinas discurre el camino de la sal que va a la tierra de los sabinos – aclaró Urco para que su amigo se situara bien. Seguían caminando por las cumbres del Palatino en busca de la vertiente opuesta al valle de Murcia. Cuando llegaron a ella, el niño señaló con el índice hacia abajo –: el camino sigue por ahí ¿lo ves? y justo en ese punto se reúnen los labradores y los artesanos a intercambiar sus productos.

El lugar señalado era un vallecillo pantanoso atravesado a lo largo por un riachuelo y abrigado por las masas de roca del Capitolio, el Palatino y otras colinas. Las plantas lacustres crecían por doquier, muc
has cabezas de ganado sesteaban en la parte más baja y en los terraplenes menos escarpados de las laderas boscosas. Balidos lastimeros y el ladrido de algunos perros llenaban el aire, atravesado a veces por el silbido de un pastor. En la zona más estrecha había algunos campos roturados, pequeñas parcelas con hortalizas y frutales cerca del arroyuelo, del cual debían tomar el agua.
Hubieron de caminar un rato por el borde rocoso del Palatino antes de encontrar una zona poco escarpada que permitiera descender al valle. Lo hicieron a la carrera por un terraplén, saltando piedras y aguas estancadas, para dirigirse al Capitolio, pues Urbano quería contemplar desde el mismo pie de las rocas su imponente altura. Anticipándose a los tiempos, sus plantas hollaron, sin saberlo, los solares que luego serían la vía Sacra, la casa de las vestales y el templo de Vesta, el templo de los gemelos Cástor y Pólux, la basílica Julia. Luego cruzaron al lado opuesto del valle y se divirtieron saltando el riachuelo varias veces, quizá en el punto exacto donde hoy está el altar de Venus Cloacina y la basílica Emilia. Nubes de mosquitos zumbaban en torno a las charcas malolientes que entonces ocupaban el comicio donde los ciudadanos del futuro se reunirían para debatir las leyes. Ellos lo transitaron agitando las manos para zafarse de las picaduras y se detuvieron a observar, boquiabiertos, un grupo de toros blancos que pastaban justo en el lugar donde se levantaría el edificio del Senado.
Todo aquel espacio venerable lo recorrieron con despreocupación y alegría, si acaso con asombro por lo recogido y silvestre del lugar. ¿Cómo hubieran podido intuir aquellos dos muchachos que ese vallecillo insalubre y solitario, con olor a ganado, se convertiría en la cabeza y el corazón del mundo?

Se decía que, en tiempos remotos, cuando Saturno vagaba sobre la tierra tras haber sido expulsado de su reino por su hijo Júpiter, fue recibido y acogido por Jano en estos parajes. Aquí se instaló el dios fugitivo y enseñó a sus habitantes el arte de la agricultura. Conocía muy bien cómo cuidar de la tierra, cómo hacerla fecunda y rica en dones y su esposa, Ops, madre de todos los hombres, era también diosa de la abundancia y la prosperidad. Así, apenas el matrimonio divino se asentó en el valle al pie del Capitolio, todo a su alrededor floreció: los árboles daban fruto en las cuatro estaciones, las espigas brotaban colmadas de grano, leche y miel fluían en ríos. Y lo más importante: los seres humanos no carecían de nada, vivían en paz, eran leales entre sí y se repartían los dones de la tierra por igual. Hasta que un día Saturno no compareció y dio inicio la era de Júpiter.
Quizá el dios Jano, señor del tiempo y único en conocer el presente, el futuro y el pasado, insufló a Urbano Lacio un hálito de inspiración. Debió ser así pues, apenas el joven cronista oral alcanzó el pie del Capitolio, allí donde hoy se alzan poderosas las columnas del templo de Saturno, exclamó:

“¡Suelo sagrado eres, hogar de Saturno destronado! / Aquí donde pace tranquilo el buey y bala el tierno cordero/ ¡oh dios benéfico!, enseñaste al hombre el arte de la agricultura./ Aunque haya concluido tu reinado, aquella edad de oro/ en la que todo era de todos y ningún ser humano mandaba sobre otro,/ esta tierra bendita bajo tus auspicios, será de nuevo grande:/ la más grande, más gloriosa y más bendita de todas las tierras conocidas”.


Hacía rato que, desde la cabaña de Acca Larentia, Palatea los había visto subir el terraplén y desaparecer de su vista. Ella descansaba disfrutando de la sombra y el descanso y sonreía para sí recordando cuántas cosas nuevas había visto y aprendido en apenas unas horas, desde que la tarde anterior había llegado con Urbano Lacio al Aventino. Sopló de nuevo el viento y, al penetrar su silbido entre la paja del tejado, produjo un sonido misterioso parecido a un susurro o, más bien, a un lamento humano.
Otra vez la invadió la desazón. Incapaz de permanecer sentada, se puso en pie, como si el asiento le quemase. Dejando a sus espaldas la parte de atrás de la cabaña, se acercó al borde de la explanada, allí donde terminaba el suelo firme y las rocas se despeñaban sobre el vacío. Miró hacia abajo buscando con la vista el Ara Máxima de Hércules.

Desde su atalaya, la gente y los animales parecían un montón de guijarros lanzados al azar y caídos en desorden sobre el valle: en algunas zonas estaban muy juntos, casi abigarrados; en otras, más distantes entre sí o formando regueros como el agua derramada. Había que fijarse mucho para apreciar el movimiento propio del mercado, apenas perceptible a causa de la distancia.

Cambió levemente la dirección de su mirada para observar el terreno llano que iba desde la base del Palatino hasta el río. Se acercó más al precipicio. A sus pies, las charcas reflejaban el cielo y se coloreaban unas de azul, otras de verde dorado por el reflejo del sol. Había matorrales en flor y otros que amarilleaban, pero la lejanía fundía las tonalidades y las transformaba en manchas difusas que salpicaban el suelo hasta la misma orilla del Tíber. El agua era una cinta centelleante y sólo la isla que, verde e inmóvil, navegaba en medio de la corriente, resistía su empuje.
Urco le había dicho que, cuando el río se desbordaba, llegaba hasta el pie de la escalera de Caco. Pero antes de aquietarse tras la inundación, bajaría impetuosa y revuelta. Se imaginó el agua gris del río dirigirse hacia ella en un tumulto de espuma, ramas quebradas, animales muertos, arrastrando troncos que estrellaría, furiosa, contra las rocas del Palatino. Hasta allí llegaba el rugido del agua, bronco, como si quisiera acometer a golpes la colina para derrumbarla o alcanzar su cumbre para arrasarla también.

Palantea vislumbraba la muerte entre los remolinos tumultuosos y opacos, por encima del suelo, y sintió la atracción del abismo: un leve mareo y, al mismo tiempo, el impulso irresistible de acercarse más al borde, de desafiar al vacío. Avanzó un poco más. Sus ojos miraban fijamente el fondo mientras en su corazón bullía una mezcla de deseo y horror.






* Reconstrucción de la colina del Capitolio en época de la edad de bronce. Museos Capitolinos. Roma. ** y *** Esculturas en los Museos Capitolinos. Roma.

**** Plano de Roma arcaica con la anotaiión del posible recorrido de Urbano Lacio y Urco por el propio Palatino, el valle del Foro y su regreso volviendo a subir por la escalera de Caco.
*****Bajo los tejadillos del fondo, los restos de las cabañas de Rómulo. Al fondo del todo, los árboles (hoy pinos) de la colina del Aventino. Como se ve, la cabaña de Acca Larentia estaba más abajo que la cumbre del Palatino.
****** Detalle de las rocas del Capitolio. En el suelo se aprecian las charcas.
*******Foto tomada desde el Palatino. La calle a sus pies podría haber sido, aproximadamente, la vía Salaria. El edificio que se ve al fondo, en el centro, es el palacio Senatorio, sobre el Tabularium. Ahí estaba la franja de unión entre las dos cumbres del Capitolio.********Espacio que supuestamente recorrieron nuestros amigos. Abajo, restos del templo de Vesta (redondo) y casa de las vestales, vía Sacra, basílica Emilia y el edificio del Senado, que es el de ladrillo del borde izquierdo de la foto.
*********Vista del foro desde otro ángulo. A la dcha, la basílica Julia, las tres columnas del templo de Cástor y Pólux y los restos del templo de Vesta. Toda la estructura de atrás es el Palatino.
**********Podium y columnas del templo de Saturno, al pie del Capitolio.***********Escultura femenina. Museos Capitolinos. Roma

************Vista desde la esquina del Palatino: abajo, con forma redonda, se ve el templo de Hércules Victor (popularmente llamado de Vesta).

Todas las fotos son mías.

domingo, enero 08, 2012

DESPIERTA, ARIADNA



Enamorada, traicionaste a los tuyos para ayudar a Teseo a matar al minotauro y le enseñaste cómo salir del laberinto. Estuviste a su lado en los momentos de peligro, le diste tu corazón creyendo que él te pagaría con amor todo cuanto le habías entregado.

Despierta ya, Ariadna: no esperes de Teseo el afecto, ni el cuidado, ni la consideración que te mereces. No te engañes creyendo que algún día cambiará ni confíes, siquiera, en que respete tu vida. Huye de él. Aléjate. Aunque lo creas un héroe, es tan estéril y dañino como la sal para la tierra.


NOTA 1 : Queridos amigos, hemos empezado el 2012 con varios asesinatos machistas, incluso el de una bebé de cinco meses. No aceptemos en nuestra sociedad lo que es inaceptable, no toleremos crímenes semejantes. Ayudemos a las mujeres en riesgo.

NOTA 2: Os dejo un enlace para quien quiera conocer la historia de
Ariadna y Teseo. La imagen es un calco en yeso de la Ariadna existente en Villa Médici. Fue traído a España por el pintor Velázquez y se encuentra en la actualidad en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, en Madrid. Por otra parte, os anuncio que a partir del lunes 9 de enero seguimos con la fundación de Roma.

martes, enero 03, 2012

CONSEJO PARA EMPEZAR EL AÑO

Poema inédito del poeta Antonio Manilla, dedicado por expreso deseo suyo a los amantes de Roma y a los lectores de este blog:



Lo que pretendas ser, procura serlo pronto.
No confíes al tiempo el éxito en tu empresa,
la vida es zalamera e inconstante
como una golfa en sábado
y se va con cualquiera. Te traiciona.
Cuando menos lo esperas. Por mucho que la cuides.

Lo que tengas que hacer, procura hacerlo ya.
Mientras el sufrimiento se mantiene alejado
del portal de tu cuerpo.
Ama, combate, bebe o triunfa ahora.
Sé parte de la noche
mientras arde tu estrella entre los astros.


NOTA: Antonio Manilla es un poeta leonés con un extenso currículum de publicaciones y premios. Y lo que con más intensidad me une a él: es un irredento enamorado de Roma. Otros poemas suyos en este blog:
Cualquiera puede ser Nerón
Declaración de amor perverso

UNA NIÑA VUELA



Corres alegre y confiada, sonriente, con los brazos atrás como si fueran alas, gorrión a punto de emprender el vuelo. Dos años cumples hoy y ya vuelas, Helena. Y nos haces volar.



NOTA: Mi nieta Helena cumple años en el mismo día que el honorable Cicerón, nacido en Arpino el 3 de enero del año 106 a.C.


Ilustración tomada de internet.

sábado, diciembre 31, 2011

ADVERTENCIA AL NUEVO AÑO


Niño querido, año nuevo, no te entretengas por el camino y ven pronto. Y una vez estés aquí, transcurre a la velocidad que cada uno de nosotros te pida: muy despacio para los enamorados, muy deprisa para quienes padecen, a la velocidad apropiada para todos los demás. No te olvides de traer ese bálsamo milagroso que llamamos tiempo, con el que sanas las heridas y haces soportable las ausencias. Tienes solamente doce meses: haz todo el bien que puedas en ese plazo si quieres que te recordemos con cariño. De lo contrario, te expones a que hablemos mal de ti. Y desde ahora te lo advierto: no seas peor que el año que se acaba, viejo y cansado, o serás vituperado por los siglos de los siglos.




¡FELIZ AÑO NUEVO!, amigos. En el 2012 nacerán los gemelos Rómulo y Remo, así que, al menos por ese lado, será tiempo de emociones y alegrías. Si queréis recordar algunos ritos relativos al primer día del año, os dejo aquí algunos enlaces: Regalos dulces , Vísperas de año nuevo, El mes de enero

miércoles, diciembre 21, 2011

VANAS ILUSIONES DURANTE LAS FIESTAS SATURNALES



¡Ven aquí, hermana mía, cógete de mis manos y gira conmigo! Así, más deprisa, ¡más! ¿No ves las luces de las antorchas convertidas en una cinta de fuego? Así arde en mi corazón el amor por mi señora Julia. Esta mañana me ha servido gentilmente el desayuno y hace un momento le he ganado un puñado de nueces jugando a los dados y me ha sonreído. Gira, hermana, gira, que vuelen por los aires tu pileo y el mío, que esta fiesta no termine jamás.

Dentro de unos días me despertaré llorando al oír a los demás esclavos de la casa lamentarse porque las fiestas saturnales hayan llegado a su fin y debamos volver a nuestros quehaceres serviles. Y el viejo Endimión, como todos los años, dirá: “¿De qué os sirve lamentaros de nuevo? ¡Hace siglos que terminó la edad de oro de Saturno, cuando el grano y la caza y la lana para los vestidos y los blancos quesos eran compartidos entre todos los seres humanos equitativamente y no existían amos ni esclavos! ”


NOTA: El pileo o gorro frigio era un símbolo de la libertad, y se lo ponían a los esclavos cuando eran liberados. En las fiestas saturnales lo llevaba todo el mundo, para indicar ese periodo de libertad, en el que no se distinguía entre libres y esclavos, pobres y ricos, amos y siervos, se hacían regalos y se jugaban juegos de azar prohibidos durante el año. Estas fiestas empezaban el 17 de diciembre y, en tiempos imperiales, se prolongaban hasta el 23 de ese mes. Tenéis más información aquí.


Para nosotros, la edad de oro de Saturno no solo está muerta, sino rematada...

domingo, diciembre 18, 2011

PASEANDO CON PALANTEA, URBANO LACIO Y URCO POR LA ROMA ACTUAL

Por la derecha de esta fotografía vendrían Palantea y Urbano Lacio con las criadas de Númitor, para descender por la pendiente que se ve de frente. Aquí Urbano se separaría del grupo y se metería al otro lado de la valla, en lo que hoy es la Rosaleda Pública.



Tal vez fuera este montículo de la izquierda, tras la valla, donde estaría el antro de Caco... Aquí se les uniría al paseo Urco.




Por aquí descenderían ya en dirección al mercado. A ambos lados estarían los depósitos de sal.




Este es el final de ese camino, que desemboca ya en el área próxima al Ara Máxima de Hércules. Desde aquí habría visto el río Urbano Lacio y habría echado a correr en su dirección.




Esto es el valle de Murcia, como se vería desde el Ara Máxima de Hércules. A nuestras espaldas estaría el Ara y el mercado. La parte de la izquierda corresponde al Palatino, la de la derecha, al Aventino por donde acabamos de descender.




Donde ahora vemos esta torre y la iglesia de Santa María in Cosmedín (Bocca della verità) estaba el Ara Máxima de Hércules. Lo que se ve atrás son las cumbres del Aventino.


Espero que os haya gustado este paseo...

jueves, diciembre 15, 2011

EN LAS RIBERAS DEL TÍBER


(XVI)


Después de escuchar la historia de Hércules y Caco, Palantea y Urbano Lacio se habían quedado a dormir en el Aventino con la intención de asistir al mercado de animales al día siguiente.



La pastorcilla Palantea y Urbano Lacio se unieron a las criadas de Númitor. Las ayudaron a cargar en un carro las cestas con las coronas para las ofrendas, comida, bebida, lienzos para protegerse del calor, pues el mercado duraría hasta el atardecer. La conversación era muy animada mientras ascendían por una prolongada cuesta hacia la parte alta del Aventino. Un bosque de laureles bordeaba el camino y perfumaba el aire de manera tan deliciosa e intensa que Palantea cerró varias veces los ojos para aspirarlo a fondo. El día se presentaba pleno de emociones y quería experimentarlas todas. Al poco, el sendero alcanzó su punto álgido, traspasado el cual torcía a la derecha y descendía en busca del valle.

La pastorcilla quedó muda al ver delante de ella, jalonando ambos lados del sendero, unos montículos blancos que emitían destellos cegadores bajo los rayos del sol. Tanto brillaban que sólo podían mirarse un instante. Las criadas de Númitor se habían puesto las manos delante de los ojos para protegerlos y le aconsejaron hacer lo mismo. Eran los depósitos de sal. Los barqueros la traían remontando el río desde Ostia y la almacenaban allí, formando diminutas colinas que protegían con techumbres de paja durante el invierno. De ese lugar la recogían luego otros mercaderes para comerciar con ella en las tierras del interior.

- ¡Eeeeh! – oyeron gritar en ese momento. Urbano Lacio había abandonado la senda y, desde unas rocas, agitaba los brazos para llamar la atención de Palantea. Ésta, adivinando que el muchacho le indicaba la guarida de Caco, se despidió del grupo de mujeres, les recordó que las buscaría a la hora de la comida, y se salió del camino también.

La tarde anterior los pastores de Númitor le habían enseñado la cueva a Urbano Lacio. El joven, con orgullo y aires de superioridad, condujo a la pastorcilla hasta la boca del antro, un agujero natural en la roca no tan grande como ella se había imaginado al escuchar la historia del bandido. El interior era sombrío. Apoyando las manos en la pared, se adentraron poco a poco, con precaución. La oquedad, de techo alto, penetraba en las entrañas del Aventino sin que la negrura permitiera vislumbrar el final. Hedía el aire. Y estremecía pensar en la feroz lucha que se había desarrollado allí dentro entre Hércules y Caco.

- ¿Estáis ahí? – gritó una voz desde el exterior.

Sonó tan intempestiva como un trueno en una tarde de sol e hizo dar un salto a Palantea. La joven, que se debatía entre la curiosidad y la repugnancia que le causaba el interior de aquella caverna, fue la primera en salir. Fuera esperaba plantado Urco, con los brazos en jarras.

- Os he visto desde lejos y he subido – dijo el niño a modo de explicación.

- ¿Siempre te presentas así, sin hacer ruido, sin dejarte ver? – le amonestó la pastorcilla –. Ya es la segunda vez que nos sorprendes.

- Es útil viviendo aquí – respondió Urco encogiéndose de hombros –. ¿Queréis que bajemos ya al mercado?

Aceptaron enseguida la propuesta y retornaron al camino. Continuaron bajando por la senda ceñida de montículos de sal mientras Urco les anticipaba lo que iban a ver. Mas no hay explicación capaz de superar lo que la vista, más diáfana que las palabras, nos enseña. Y así, cuando el camino quedó despejado y vieron el panorama que se ofrecía a sus pies, quedaron boquiabiertos.

Una gran corriente de agua, armada con un islote afilado como la punta de una lanza, bajaba de frente en dirección al valle de Murcia, como si su intención fuera entrar de lleno en él. Sus ondas relampagueaban como la plata bruñida. Inesperadamente, el padre Tíber trazaba una gran curva hacia la izquierda y corría a ocultarse tras los farallones del Aventino, dejando a su paso un área lacustre donde crecían los matorrales y abundaban las charcas. Ante sus orillas, en una enorme explanada, decenas de animales mugían, balaban, gruñían, mientras hombres y mujeres les examinaban las patas, les palmeaban los lomos o tiraban de ellos para mostrarlos a los compradores.

Urbano Lacio, tras contemplar el Tíber unos instantes, echó a correr hacia él con los brazos abiertos, dando saltos y gritos y dejando atónitos a sus compañeros.

- Aquello es el Ara Máxima de Hércules – dijo Urco a Palantea, retomando el camino a paso normal. Le señaló, a la derecha, un punto en el valle cercano a un cruce de caminos. Tres eran los que confluían en ese lugar: el que ellos mismos estaban siguiendo, que continuaba hasta el vado del río y se reanudaba en la otra orilla, ya en tierra etrusca; la antiquísima senda que, arrancando del valle, seguía el curso del Tíber y conducía a Ostia y, por último, la vía que recorrían los comerciantes de sal para llevar el preciado producto a la tierra de los sabinos y otros pueblos del interior, conocida ya con el nombre de vía Salaria.

Palantea no daba señales de haberlo escuchado, caminaba extasiada mirando a su alrededor. El mercado de Alba Longa era extenso, pero mucho más angosto y jamás reunía tantos animales. Aquí, en cambio, constituían una masa móvil, una mezcolanza de cuernos y lomos de diversas coloraciones, una baraúnda de voces distintas mezcladas entre sí con extraña armonía. Al fin, la pastorcilla pareció despertarse de un sueño.

- Me gustaría ver de nuevo a tu madre – dijo, mirando de pronto a Urco –. ¿Estará en el mercado?

- No. Pero, si quieres, podemos ir a mi casa. Así verías también a Bona y sus cachorros.

Dudó la pastorcilla. Quería disfrutar de aquel singular espectáculo y no disponía de mucho tiempo. Aquella misma tarde debía regresar a Alba Longa con Énule o sin ella, pues su ama Kritubis difícilmente entendería un retraso mayor. Aún no le había respondido al niño cuando alcanzaron el valle. Alrededor del Ara Máxima de Hércules varias personas esperaban su turno para ofrecer un sacrificio y Palantea
expresó su deseo de asistir a uno de ellos. Negó Urco con la cabeza: Hércules prohibía a las mujeres acercarse a su altar. No sabría decirle cuál era la razón. Palantea quedó desconcertada. Propuso entonces ir a la orilla del río a buscar a Urbano Lacio antes de decidir qué hacer.

Lo encontraron cerca del vado, contemplando la corriente. Incluso en esa época de bajo caudal, el padre Tíber fluía majestuoso. En sus riberas crecían cañas y arbustos entre los cuales se detenían, mansas, sus aguas más externas. Innumerables pájaros cantaban, zumbaban los insectos, ratas y serpientes de agua se deslizaban silenciosas y apenas se dejaban ver como un reflejo bajo la superficie. Susurraban las ondas una música que cautivaba los sentidos, tal vez era la voz de alguna ninfa de las muchas que moraban en los alrededores o la del propio dios que quería enamorar a alguna de ellas. Era un río sacro, dador de vida. No era lícito bañarse en sus aguas sin motivo ni ofenderlo arrojando objetos.

- Si en verano resulta tan impresionante ¿cómo será en invierno, cuando su seno llegue cargado de agua impaciente por alcanzar el mar? – dijo en voz alta Urbano Lacio. Estas palabras produjeron una gran inquietud en Palantea, que se agitó sin saber por qué. Acostumbrada a la quietud del lago Albano, la idea de aguas tumultuosas y revueltas la asustaba.

- ¿Por dónde se desborda? ¿Hasta dónde llegan las crecidas? – preguntó Urbano girándose hacia Urco con la curiosidad asomándole a los ojos.

- Inunda todo esto – respondió el niño abarcando la ribera entera con el brazo extendido –. El inicio de la vía Salaria desaparece bajo el agua y entonces las barcas se meten por aquel valle – dijo señalando el Velabro, entre la colina del Capitolio y la del Palatino –. Eso si el río está calmo, porque de lo contrario… Con el agua está alta se usa un embarcadero junto a aquella colina y otro al pie del Palatino, casi a la puerta de mi casa.

- ¿Tú vives ahí? – se asombró Palantea.

-
Bueno, en realidad vivo en la cima, allí mismo – y señaló la cumbre del Palatino más próxima al cauce del río.

Palantea y Urbano miraron hacia arriba. Era un lugar muy alto, un talud de pura roca por la parte del río y del valle de Murcia. Seguramente Urco y su familia tendrían que dar un gran rodeo para llegar al mercado. Esto resolvió las dudas de la pastorcilla: no tendría tiempo de visitar a la madre de Urco, Acca Larentia, y así se lo hizo saber al niño.

- ¡Pero si no está lejos! – respondió éste –. Podemos subir en un momento. Desde aquí no se ve, pero hay una escalera tallada en la roca. La hizo Caco con sus propias manos.

- ¿Una escalera para subir una montaña? – observó Palantea, incrédula –. ¿Por qué iba a hacer semejante trabajo un ladrón que tenía su cubil en el Aventino?
Urco respondió que, según se creía, Caco había tenido su morada en el Palatino y sólo usaba la gruta para guardar su botín. En la colina se veneraba a Caca, su hermana. Debió ser una buena mujer.

Mientras hablaban se habían acercado al Palatino. Ni el cronista oral ni la pastorcilla alcanzaban a imaginarse cómo sería esa escalera. Incluso pensaron, aunque no lo dijeron en voz alta, que debía tratarse de otra broma de Urco. Se equivocaron: allí estaba. Los escalones empezaban en la raíz del monte y llegaban hasta la cima. Serpenteaba apenas, adaptándose a las rocas, de modo que éstas sirvieran de apoyo en algunos tramos. No era estrecha ni demasiado empinada, porque la ladera ofrecía en ese punto una moderada inclinación.

Palantea sintió un deseo intensísimo de subir a aquella cumbre, como si una fuerza irresistible la empujara hacia arriba.

- ¡Subamos, pues! – dijo con entusiasmo mientras saltaba sobre los primeros escalones. Se volvió a mirar si sus amigos la seguían justo en el momento en que un pájaro carpintero echó a volar desde un arbusto cercano y quedó suspendido sobre su cabeza durante un larguísimo instante.




NOTA 1: Os pongo aquí un enlace para que veais cómo está esa área en la actualidad:




Ver mapa más grande

NOTA 2: Disculpad la tosquedad de los dibujos, son de trabajo. Los he fotografiado de mi cuaderno de apuntes, pues los que figuran en los libros de los que los he copiado tendrán su copyright. Quizá el primero, que refleja el plano de la Roma arcaica, os sea un poco difícil de interpretar. Daré algunas pistas para quienes conocéis Roma:
a) La presencia de actividad humana permanente está acreditada en el área del actual Foro Boario desde el s. XI a.C., pues ya entonces se celebraba el mercado de animales del que hemos hablado en este capítulo. Esa es, quizá, el área más significativa de aquella Roma a punto de fundarse… Allí están ahora los llamados Templo de Vesta (el redondo) y templo de Portunus (el rectangular)
b) El Ara Máxima de Hércules estaba justo debajo de la iglesia Santa María in Cosmedin (Bocca della Verità). En la cripta – que es visitable – queda el resto de un muro del Ara Máxima de los tiempos de Adriano.
c) La vía Salaria pasaba entre las colinas del Capitolio y el Palatino y atravesaba lo que luego se convertiría en el Foro Romano. Ese valle, al que se hace referencia en este capítulo, se llama el Velabro y en él están la iglesia de San Giorgio al Velabro, el Arco degli Argentarii y el Arco de Jano.
d) La escalera de Caco ha desaparecido casi por completo. En el Palatino, junto a la casa de Augusto y las cabañas del pueblo de Rómulo hay un indicador porque quedan algunos vestigios pero ni se ven ni son visitables. Desde abajo tampoco puede verse bien esa parte, pues queda por detrás de la actual iglesia de Santa Anastasia.
e) El punto señalado con el nº 4 en el plano, es la localización hipotética del antro de Caco. Si no yerro en la interpretación de la ciudad actual, estaría más o menos donde ahora está la Rosaleda Pública. En la vista de Google se distingue porque se ven caminitos formando los parterres de flores, y está atravesada por la vía Valle de Murcia.
f) El camino por el que yo digo que irían Urbano Lacio y Palantea coincidiría (hasta donde es posible) con el que viene marcado en el mapa de Google como “via dei Pubblici”, y se ve bien los quiebros que hace. A ambos lados estaban los depósitos de sal. El camino que se cruza con él y corre a lo largo de la ladera del Aventino paralela al río, es la actual vía de Santa Sabina, también se ve clara en Google. En este capítulo, ni ese camino ni esa área tienen ninguna importancia, pero la tendrá en el futuro.

¡Prometo no volver a marearos más!