
- Lo siento, señor – le responde – el príncipe ha salido hace mucho rato. Debe estar en su casa. No queda nadie aquí.
El hombre se retira sin decir nada más. Le han mentido, porque viene de casa de Pigmalión. Están pasando demasiadas cosas raras. Uno de sus empleados le ha advertido del gran movimiento en el puerto y él mismo ha acudido a comprobarlo. Son naves mercantes las que han zarpado, es cierto, pero toda esa gente… de noche y sin hacer ruido. Sin avisar. Y le ha sorprendido ver al pie de una de las pasarelas a la vieja Barce con una niña, como si fueran también a embarcar. ¿Se habrá descubierto la muerte de Siqueo? Ella fue su nodriza y no se le ocurre ninguna razón para que abandone Tiro de esta manera… Debería avisar a otros partidarios de confianza. Es necesario estar atentos y armados y tratar de localizar a Pigmalión.
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- Señora – dice el copero Sérvulo acercandose a la reina mientras ella contempla el panorama en el salón del banquete – He envuelto la copa de oro de tu padre en un paño. ¿Quieres que la ponga en tu equipaje?
- Sí, pero has de esperar que me cambie de ropa. Luego la metes dentro del hatillo y lo llevas contigo a la nave. Entrégaselo a Barce. Y asegúrate que tengamos a bordo algunas ánforas de buen vino. Nos pueden hacer falta.

- Y bien, Acus, no contaba con esto – dice la reina dirigiéndose a su Jefe de Expedición y señalando con un gesto al actor Anarkasis. Éste, al igual que los demás, ronca ruidosamente.
- Desde luego, yo no me he acordado de advertirle que debía fingir beber el vino, pero sin probarlo. Parece que ha dado un buen trago… – responde Acus. El resto de personas que debían huir, incluida su esposa Diana, han abandonado ya el salón.
- No podemos dejarlo aquí. Mi hermano no tardaría en descubrir el engaño y matarlo. Que vengan unos hombres y lo trasladen a la nave de tu padre. Nos vendrá bien contar con él, quizá en el futuro necesitemos otra vez su arte. Y ahora, vamos, no debemos perder tiempo.
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Ha pasado un buen rato desde que se ha ido uno de ellos, cuando el otro oye un ruido muy cerca. Se hunde más en la sombra del portal que le sirve de refugio. En dirección al templo se mueven varias figuras. Delante de ellas va un perro.
- Mook , ¡aquí! – dice a media voz Dido. El animal retrocede al instante y se coloca al lado de la reina. Junto a ella está Acus y seis hombres más. Llegan a donde están los soldados y éstos los saludan. En un momento, las antorchas alumbran el interior del patio.
Acus da instrucciones a los hombres para retirar unas piedras en el fondo de la zanja abierta durante el día. Conforme las apartan, va quedando al descubierto un agujero. A la luz rojiza de las teas, pronto comienza a destellar el oro: copas, escudillas, trípodes… La reina Dido asiente con la cabeza.
- Colocadlo todo dentro de los sacos – dice.

Los hombres cargados con los sacos se dirigen ya hacia el puerto y los soldados se disponen a abandonar el lugar apagando las antorchas. La reina Dido los detiene un momento. Ha traído consigo unas monedas de oro y quiere dejarlas esparcidas por el suelo, sobre la calle. Acus le pregunta la razón. Y ella responde:
- Quiero que sepan cuanto antes que nos llevamos el tesoro.
- Rápido, rápido – Los partidarios de Pigmalión se han armado a toda prisa y salen a la calle. Las primeras sospechas se han confirmado con el hallazgo de uno de sus hombres malherido cerca del templo y signos evidentes del robo del tesoro. Después de una breve deliberación, han decidido asaltar el palacio de Dido, su jefe debe estar retenido en él. O quizá muerto. Han de actuar sin perder tiempo. Y no se van a andar con disimulos: han cogido varias antorchas y las agitan en el aire dando gritos. Toda la ciudad debe enterarse. Algunas ventanas se abren, estallan llantos de niños, ladridos. Algunas voces gruñen pidiendo silencio y otras preguntan qué pasa. Los rebeldes avanzan cada vez más deprisa. Llegan ante el palacio. No hay ningún guardia delante y empiezan a aporrear las puertas. Al no obtener respuesta, tratan de abrirlas. Unos cuantos van corriendo a un almacén cercano y traen una gruesa viga para utilizarla como ariete.
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- ¿Están ya perforadas las naves de guerra? – pregunta Dido al príncipe del Senado, quien permanece en pie cerca de su propia nave. Es la única que resta por salir, junto a la de la reina.
- Hay dificultades, mi reina. Los cascos están muy endurecidos, y no resulta fácil perforarlos sin hundirlos, como tú quieres.
- Debes partir ya, querido amigo – responde la reina – Tu hijo se ocupará de ellas. Es importante. Necesitamos maniobrar para salir del puerto y debemos evitar estorbarnos unos a otros.
Le da un abrazo apresurado, pero el viejo senador la sujeta un momento. La mira como si quisiera recordarla así para siempre, como si temiera que esta fuera la última vez. Dido se parece a su padre, y el senador siempre lo ha visto en el rostro de ella. Le da una palmadita en la mejilla antes de soltarla, una caricia para quien, más que una reina, es casi una hija querida para él. Dido le sonríe.
Mientras la nave del príncipe del Senado leva anclas, Dido, Acus y sus hombres se acercan a las naves de guerra. Los soldados que las vigilaban y tratan de estropear los cascos son aliados, huirán con ellos. Sin embargo, la operación es más costosa de lo previsto y los hombres de Acus contribuyen a inutilizarlas arrojando los remos por la borda. Una labor pesada y no tan rápida como hubieran deseado.
Se ven luces por encima de los tejados de la ciudad y no son las del amanecer, ya próximo. El rumor creciente de un tumulto llega hasta allí. Han de apresurarse. Acus grita a la reina y la insta a subir a su nave. Mook, en el muelle, empieza a ladrar muy excitado y no presta atención a las llamadas de su ama. Por las calles que desembocan en el puerto empiezan a bajar corriendo hombres armados. Los soldados de las naves de guerra aprestan sus armas y les salen al encuentro. Acus ordena retirar la pasarela de madera. Dido grita a su perro por última vez.
El animal vuelve la cabeza hacia ella un instante. Mira otra vez en dirección a la ciudad y al griterío. Y, de pronto, retrocede unos pasos y, de un gran salto, alcanza la cubierta de la nave que ya se está separando del puerto.

NOTA: Algunos amigos participan de esta historia con diversos personajes. De momento, éste es el reparto:
. ANTONIO PORTELA, Karo, escribiente de la señora Imilce
*Detalle de relieve. Museos Vaticanos
**Detalle de un friso. Tabularium. Roma
***Detalle de lecho de piedra. Museos Capitolinos
****Detalle de relieve. Museo Centrale Montemartino
*****Detalle de la Fuente de la Navicella. Roma
*******Detalle de mosaico. Museo Massimo alle Terme