viernes, febrero 09, 2007

DIDO Y ENEAS (X).- La hora crucial.


- Necesito hablar con el príncipe Pigmalión – dice un hombre a uno de los soldados de la puerta del palacio de Dido – Tengo un recado urgente para él.

- Lo siento, señor – le responde – el príncipe ha salido hace mucho rato. Debe estar en su casa. No queda nadie aquí.

El hombre se retira sin decir nada más. Le han mentido, porque viene de casa de Pigmalión. Están pasando demasiadas cosas raras. Uno de sus empleados le ha advertido del gran movimiento en el puerto y él mismo ha acudido a comprobarlo. Son naves mercantes las que han zarpado, es cierto, pero toda esa gente… de noche y sin hacer ruido. Sin avisar. Y le ha sorprendido ver al pie de una de las pasarelas a la vieja Barce con una niña, como si fueran también a embarcar. ¿Se habrá descubierto la muerte de Siqueo? Ella fue su nodriza y no se le ocurre ninguna razón para que abandone Tiro de esta manera… Debería avisar a otros partidarios de confianza. Es necesario estar atentos y armados y tratar de localizar a Pigmalión.

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- Señora – dice el copero Sérvulo acercandose a la reina mientras ella contempla el panorama en el salón del banquete – He envuelto la copa de oro de tu padre en un paño. ¿Quieres que la ponga en tu equipaje?

- Sí, pero has de esperar que me cambie de ropa. Luego la metes dentro del hatillo y lo llevas contigo a la nave. Entrégaselo a Barce. Y asegúrate que tengamos a bordo algunas ánforas de buen vino. Nos pueden hacer falta.

En el salón reina la quietud mientras las conversaciones se desarrollan en voz baja. Una precaución innecesaria: en las sillas, con las cabezas caídas sobre la mesa, algunas copas volcadas y trozos de carne y frutas esparcidos por todas partes, duermen profundamente Pigmalión y varios invitados. No es una visión agradable pero, como medida, resultaba útil.

- Y bien, Acus, no contaba con esto – dice la reina dirigiéndose a su Jefe de Expedición y señalando con un gesto al actor Anarkasis. Éste, al igual que los demás, ronca ruidosamente.

- Desde luego, yo no me he acordado de advertirle que debía fingir beber el vino, pero sin probarlo. Parece que ha dado un buen trago… – responde Acus. El resto de personas que debían huir, incluida su esposa Diana, han abandonado ya el salón.

- No podemos dejarlo aquí. Mi hermano no tardaría en descubrir el engaño y matarlo. Que vengan unos hombres y lo trasladen a la nave de tu padre. Nos vendrá bien contar con él, quizá en el futuro necesitemos otra vez su arte. Y ahora, vamos, no debemos perder tiempo.

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Los vigilantes de los vigilantes de las obras en el patio del templo de Melqart han juntado sus espaldas y empuñan sus dagas. No saben qué hacer. Tienen instrucciones de permanecer ahí toda la noche, sin embargo no están seguros de acertar cumpliéndolas al pie de la letra. Algo se está moviendo alrededor suyo y, si no encuentran el modo de avisar a su jefe, el resultado puede ser desastroso. Después de mucho tiempo de espera, toman una decisión: uno de ellos permanecerá aquí y el otro dará una vuelta de inspección para tratar de averiguar qué ocurre. Y si parece serio, avisará a su superior.

Ha pasado un buen rato desde que se ha ido uno de ellos, cuando el otro oye un ruido muy cerca. Se hunde más en la sombra del portal que le sirve de refugio. En dirección al templo se mueven varias figuras. Delante de ellas va un perro.

- Mook , ¡aquí! – dice a media voz Dido. El animal retrocede al instante y se coloca al lado de la reina. Junto a ella está Acus y seis hombres más. Llegan a donde están los soldados y éstos los saludan. En un momento, las antorchas alumbran el interior del patio.

Acus da instrucciones a los hombres para retirar unas piedras en el fondo de la zanja abierta durante el día. Conforme las apartan, va quedando al descubierto un agujero. A la luz rojiza de las teas, pronto comienza a destellar el oro: copas, escudillas, trípodes… La reina Dido asiente con la cabeza.

- Colocadlo todo dentro de los sacos – dice.

El hombre que vigilaba a los vigilantes de las obras está tan concentrado en tratar de comprender la escena, que no se da cuenta del peligro. Cuando quiere reaccionar, ya es tarde. Un golpe en la cabeza lo derriba dejándolo inconsciente.

Los hombres cargados con los sacos se dirigen ya hacia el puerto y los soldados se disponen a abandonar el lugar apagando las antorchas. La reina Dido los detiene un momento. Ha traído consigo unas monedas de oro y quiere dejarlas esparcidas por el suelo, sobre la calle. Acus le pregunta la razón. Y ella responde:

- Quiero que sepan cuanto antes que nos llevamos el tesoro.

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- Rápido, rápido – Los partidarios de Pigmalión se han armado a toda prisa y salen a la calle. Las primeras sospechas se han confirmado con el hallazgo de uno de sus hombres malherido cerca del templo y signos evidentes del robo del tesoro. Después de una breve deliberación, han decidido asaltar el palacio de Dido, su jefe debe estar retenido en él. O quizá muerto. Han de actuar sin perder tiempo. Y no se van a andar con disimulos: han cogido varias antorchas y las agitan en el aire dando gritos. Toda la ciudad debe enterarse. Algunas ventanas se abren, estallan llantos de niños, ladridos. Algunas voces gruñen pidiendo silencio y otras preguntan qué pasa. Los rebeldes avanzan cada vez más deprisa. Llegan ante el palacio. No hay ningún guardia delante y empiezan a aporrear las puertas. Al no obtener respuesta, tratan de abrirlas. Unos cuantos van corriendo a un almacén cercano y traen una gruesa viga para utilizarla como ariete.

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- ¿Están ya perforadas las naves de guerra? – pregunta Dido al príncipe del Senado, quien permanece en pie cerca de su propia nave. Es la única que resta por salir, junto a la de la reina.

- Hay dificultades, mi reina. Los cascos están muy endurecidos, y no resulta fácil perforarlos sin hundirlos, como tú quieres.

- Debes partir ya, querido amigo – responde la reina – Tu hijo se ocupará de ellas. Es importante. Necesitamos maniobrar para salir del puerto y debemos evitar estorbarnos unos a otros.

Le da un abrazo apresurado, pero el viejo senador la sujeta un momento. La mira como si quisiera recordarla así para siempre, como si temiera que esta fuera la última vez. Dido se parece a su padre, y el senador siempre lo ha visto en el rostro de ella. Le da una palmadita en la mejilla antes de soltarla, una caricia para quien, más que una reina, es casi una hija querida para él. Dido le sonríe.


Mientras la nave del príncipe del Senado leva anclas, Dido, Acus y sus hombres se acercan a las naves de guerra. Los soldados que las vigilaban y tratan de estropear los cascos son aliados, huirán con ellos. Sin embargo, la operación es más costosa de lo previsto y los hombres de Acus contribuyen a inutilizarlas arrojando los remos por la borda. Una labor pesada y no tan rápida como hubieran deseado.

Se ven luces por encima de los tejados de la ciudad y no son las del amanecer, ya próximo. El rumor creciente de un tumulto llega hasta allí. Han de apresurarse. Acus grita a la reina y la insta a subir a su nave. Mook, en el muelle, empieza a ladrar muy excitado y no presta atención a las llamadas de su ama. Por las calles que desembocan en el puerto empiezan a bajar corriendo hombres armados. Los soldados de las naves de guerra aprestan sus armas y les salen al encuentro. Acus ordena retirar la pasarela de madera. Dido grita a su perro por última vez.

El animal vuelve la cabeza hacia ella un instante. Mira otra vez en dirección a la ciudad y al griterío. Y, de pronto, retrocede unos pasos y, de un gran salto, alcanza la cubierta de la nave que ya se está separando del puerto.



NOTA: Algunos amigos participan de esta historia con diversos personajes. De momento, éste es el reparto:
  • ACUS, Acus, hijo mayor del príncipe del Senado y Jefe de la expedición de Dido.
  • ADRIÀ URPÍ, Comerciante griego con productos de oriente.
  • ALMENA, Señora Imilce, narradora de esta historia.
  • ANARKASIS, Anarkasis, actor.
  • ANGELUSA, Príncipe del Senado
    . ANTONIO PORTELA, Karo, escribiente de la señora Imilce
  • AQUILES, Neoptolemo, hijo de Aquiles
  • BADANITA, Pitonisa de un oráculo
  • BETHANIA, Anna, hermana de la reina Dido
  • CARMEN, Carminis, pintora de éxito
  • CHARLES DE BATZ, Parepidemos Samosatense, peregrino.
  • CLAULLITRICHE, Diana, esposa de Acus y amiga de Dido
  • EDEM, Almícar, timonel de la nave de Dido.
  • EGGY, Acates, amigo del alma de Eneas
  • ELISA DE CREMONA, Venus, diosa del amor, madre de Cupido y Eneas.
  • FELIPE SERVULO, Sérvulo, esclavo joven copero de la reina Dido
  • FERNANDO SARRIA, Xilón, maestro griego, cronista de la familia de la reina Dido.
  • GABU, Juno, diosa esposa de Júpiter y protectora de Dido.
  • GLORIA, Esclava oriental
  • GOATHEMALA, Un árbol
  • GREGORIO LURI, Un filósofo cínico
  • GRIMALKIN EL BARDO, Un poeta troyano con lira.
  • IRALOW, Gabriel, vigía de navío.
  • IRENE, Una ninfa
  • JAVIER, Icarus, lugarteniente y consejero de Eneas
  • JUANMB, Claudio Apollioni, esclavo y pedagogo
  • HIPPIE VIEJO, Un malo malísimo
  • KOSTAS H., Kostas, cordelero.
  • KRISISH, Crisea, una vestal
  • KURTZ, Yarbas, rey pretendiente de Dido
  • LADY READ, Cirene, la viajera troyana
  • LADY ZURIKAT , Iskias, amazona, guardaespaldas de Dido y Anna.
  • LEODEGUNDIA, Barce, nodriza de Siqueo, doncella y confidente de Dido
  • LUIS RIVERA, Palinuro, piloto de la nave de Eneas
  • MANUEL, El tiempo, el viento y el agua.
  • MIRIAM G,Teano, matemática muy reputada
  • MORGANA, Una hechicera siria
  • MOVIE,Mook, perro de la reina Dido.
  • NINA, Utyke, sobrina del sacerdote de Hércules.
  • ONTOKITA, Jacinta, artesana de vasijas de arcilla
  • PAULA, Amneris, la tejedora
  • PEDRO (Glup) , Siqueo, sacerdote de Melqart y esposo de Dido
  • ROSA SILVERIO, Un gran matorral aromático a laentrada de una cueva
  • SERGI BELLVER, Un cartógrafo mestizo.
  • SIRIO, Sirio, gato de Anna
  • TINTA DEL CORAZÓN, Náufrago enamoradizo.
  • TONY, Copa de oro del padre de la reina Dido.
  • ULA, Ula, amiga de Dido.
  • UNJUBILADO, Aemilius, director de las obras de la muralla de Cartago
  • XIMENA, Dincer, una bailarina oriental
  • ZOE FAVOLE, Zoe, prostituta con vocación de libertad.

  • *Detalle de relieve. Museos Vaticanos
    **Detalle de un friso. Tabularium. Roma
    ***Detalle de lecho de piedra. Museos Capitolinos
    ****Detalle de relieve. Museo Centrale Montemartino
    *****Detalle de la Fuente de la Navicella. Roma
    ******Detalle de la Columna de Trajano. Foro de Trajano. Roma
    *******Detalle de mosaico. Museo Massimo alle Terme
  • martes, febrero 06, 2007

    DIDO Y ENEAS (IX).- Los planes avanzan.

    Los invitados a la cena de la reina Dido han suspendido las conversaciones. Algunos tienen los alimentos a mitad de camino entre la mesa y su boca, nadie mira a nadie. Más allá de la falta de cortesía de Pigmalión hacia un huésped, más grave y notoria por tratarse del invitado de honor de la reina, advierten agresividad en sus palabras. Sus amigos encuentran esta actitud peligrosa: ofender de este modo a la reina podría enojarla, ponerla en alerta sobre sus intenciones y desbaratar sus planes. Los comensales que van a huir dentro de unas horas, temiendo haber sido descubiertos, tienen el corazón en la garganta. Y quienes no están en ninguno de los dos planes, son perfectamente conscientes de que algo extraño ocurre. Y el comportamiento de Pigmalión no es un buen síntoma.


    - También a mí me pareces raro, señor Anarkasis – dice la señora Diana con acento risueño y una gran sonrisa – ¡Tan raro como todos los griegos…! Mi madre solía decir: “dale un arado a un griego y lo verás labrar como cualquier otro hombre. Dale la palabra, ¡y construirá un mundo ante tus propios ojos!”. Y tú lo has demostrado.

    Un rumor de aprobación acoge la intervención de esta dama.

    - Tus palabras me halagan, noble señora – responde Anarkasis –. Y quiero reivindicarme ante ti, príncipe Pigmalión. Me he dejado llevar por la añoranza de mi tierra, olvidando por un instante que tu nobleza y juventud exigen otros temas. ¿Sabéis que Odiseo, el más astuto de los griegos, no ha llegado todavía a su patria? Y se dice que muchas naves troyanas surcan los mares en busca de nuevas tierras.

    - No me interesan los perdedores – responde Pigmalión despectivo. Sin embargo, y a pesar de haber bebido mucho, se da cuenta de lo inconveniente de su conducta y se contiene. Es mejor tratar de disimular su mal humor y su impaciencia. Ahora mismo debería estar buscando el tesoro de Melqart en lugar de perder el tiempo en esta ridícula cena. Aunque, bien pensado, más vale que su hermana se entretenga escuchando a ese mamarracho y no le pregunte por Siqueo. Es raro que no lo haya hecho ya. Sí, muy raro. Rechaza con la mano al copero que iba a llenarle de nuevo la copa y mira a su hermana de reojo. A Dido se la ve tranquila.

    - Pigmalión es un experto guerrero – dice la reina – y apreciaría mucho conocer las tácticas empleadas por los griegos. ¿No es así, hermano?

    - En tal caso, señor – continúa Anarkasis – te gustará conocer los detalles del combate en el cual Aquiles derrotó al troyano Héctor a los pies de los muros de Troya. ¡Un duelo excepcional…! Escuchad…

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    Las calles de Tiro, a estas horas de la noche usualmente silenciosas, se han llenado de gente. En intervalos de tiempo establecidos, desde diversos puntos de la ciudad van acudiendo hacia el puerto grupos de hombres y mujeres con sus fardos, algunos llevando en los brazos a sus hijos dormidos y a otros de la mano. No hablan ni hacen ruido. Eligen pasar por callejuelas estrechas y huyen de los espacios abiertos. Se detienen en las esquinas y miran antes de continuar. La noche es clara, de modo que no llevan antorchas. Cada familia sabe en qué nave ha de embarcar y obedece los gestos de los marineros que, desde la cubierta, les invitan a darse prisa. Otros hombres, al pie de las pasarelas de madera por donde deben subir, los ayudan con los fardos, los niños e incluso suben en brazos a los pequeños animales domésticos que, paralizados por el miedo, se niegan a avanzar. La operación está saliendo bien. Ya han levado anclas ocho naves.

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    Dos hombres de Pigmalión vigilan a los vigilantes de las obras en el patio del templo de Melqart. Se han apostado en el ángulo de una callejuela, junto a un portal, desde donde ven con claridad las antorchas apoyadas en el muro y los cuatro soldados armados haciendo guardia. De ellos, dos permanecen en pie dentro del recinto del patio y los otros dos pasean arriba y abajo por delante de la pequeña tapia, quizá para espantar el sueño.

    A ellos les gustaría hacer lo mismo, andar para desentumecer los músculos. Pero no pueden moverse, correrían el riesgo de ser descubiertos. Es una misión aburrida y, a su juicio, innecesaria. ¡Cuánto mejor pasarían la noche jugando a los dados o bebiendo vino en alguna taberna!

    De pronto, les parece ver pasar una sombra y se ponen en alerta. Aguzan el oído. ¿Qué es eso? Parece el roce de pisadas. Extraen de sus cintos los puñales y permanecen tensos.

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    En palacio, el salón del banquete está muy animado. Anarkasis ha conquistado a sus oyentes y éstos no cesan de hacer preguntas acerca de esa guerra sobre la cual sabe tanto. La señora Diana se ha interesado por las damas y trata de indagar si es cierto que Elena es tan hermosa como dicen y si es verdad que la raptaron. Se entabla un debate sobre si era o no necesario mover a todos los reyes griegos para ir a Troya a rescatarla y las opiniones están divididas e igualadas. El príncipe del Senado ha hecho ya varias discretas advertencias a Pigmalión para que no beba tanto y, felizmente, han sido acogidas por parte de éste con la más absoluta indiferencia. Sigue bebiendo y de vez en cuando interviene en el debate. Desde luego, si él hubiera luchado con los griegos, le habría dado su merecido a esa zorra.

    Acus cruza una mirada de entendimiento con la reina Dido y ella se levanta de la mesa del banquete. No le extraña a nadie, porque llevan ya mucho tiempo comiendo y bebiendo. Se dirige con presteza a su cuarto.


    - Barce – dice sin levantar la voz – ha llegado el momento. Te diré lo que vamos a hacer. Deja sobre mi lecho la ropa ligera que te dije y una pieza de tela para hacer luego un hatillo con las que llevo puestas. Iremos juntas ahora mismo a despertar a Anna y yo le explicaré todo. Después, cogerás a tu nieta y os vendréis todas aquí. Dentro de poco llegarán unos hombres para cargar los baúles y acompañaros hasta la nave.

    - ¿Quieres decir, mi reina, que no vienes tú? – pregunta con ansiedad la anciana.

    - Claro que iré, pero un poco más tarde. He de resolver otros asuntos y embarcaré en cuanto me sea posible. Pero vosotras debéis estar allí cuando yo llegue. ¿Comprendes? Es muy importante para mí saberos a salvo, eso me permitirá actuar en todo momento como debo y sin temores.

    La vieja Barce no puede evitar que le salten las lágrimas. Abraza un momento a la reina, luego se limpia las lágrimas con las manos y trata de sonreir. Ambas se dirigen al cuarto de la hermana de Dido.

    - Anna, Anna – dice la reina al oído de la muchacha, mientras le acaricia el pelo con la mano. Tiene poco más de 14 años y es alegre como un día de sol. Sonríe antes de abrir los ojos y, cuando por fin lo hace, Dido le pone un dedo en los labios.

    - Debes levantarte enseguida y sin hacer ruido. Ahora no tengo tiempo para muchas explicaciones, pero corremos un gran peligro y hemos de huir. Una nave nos espera en el puerto e irás a ella con Barce y su nieta Imilce. Yo acudiré allí muy pronto. Obedece en todo a Barce, ella sabe lo que se debe hacer.

    La joven comprende en la mirada de su hermana la gravedad de la situación. Asiente con la cabeza.

    - Me llevaré a Sirio – dice señalando a la bola peluda tendida a sus pies – No iré a ninguna parte sin él.

    - Ni yo os separaría, créeme. Pero debes llevarlo en brazos y no permitirle ni un solo maullido – la reina le da un breve abrazo y la besa en la frente. – ¡Arriba! Y ayuda a Barce con su nieta, es todavía muy pequeña.


    Con una gran sonrisa, la reina se reintegra al banquete. Pide a su copero que llene de vino puro la copa de oro de su padre y se la traiga. El joven se acerca a una mesita y, de espaldas a los comensales, llena la copa y luego se la entrega a la reina. Entonces Dido se pone en pie y pide silencio.

    - Señor Anarkasis, amigos, quiero ofrecer un brindis. Esta es una ocasión muy especial y deseo que todos bebáis de la copa que heredé de mi padre, en señal de hermandad y amistad. ¡Por el éxito de esa nueva ruta y el futuro que nos ha abierto nuestro invitado!

    Al salón llegan, muy atenuados, ruidos procedentes del exterior, quizá de la puerta de palacio. La reina bebe y pasa la copa a su hermano.

    Algunos amigos han querido participar más intensamente en esta historia representando a un personaje. Pueden sumarse a esta propuesta cuantos queráis. Hasta ahora, el reparto es este:

  • ACUS, Acus, hijo mayor del príncipe del Senado y Jefe de la expedición de Dido.
  • ANARKASIS, Anarkasis, actor.
  • ANGELUSA, Príncipe del Senado
    ANTONIO PORTELA, Karo, escribiente de la señora Imilce
  • AQUILES, Neoptolemo, hijo de Aquiles
  • BETHANIA, Anna, hermana de la reina Dido
  • CARMEN, Carminis, pintora de éxito
  • CHARLES DE BATZ, Parepidemos Samosatense, peregrino.
  • CLAULLITRICHE, Diana, esposa de Acus y amiga de Dido
  • EDEM, Almícar, timonel de la nave de Dido.
  • FERNANDO SARRIA, Xylón, maestro griego, cronista de la familia de la reina Dido.
  • GOATHEMALA, Un árbol
  • IRALOW, Gabriel, vigía de navío.
  • IRENE, Una ninfa
  • JAVIER, Icarus, lugarteniente y consejero de Eneas
  • KOSTAS H., Kostas, cordelero.
  • KRISISH, Crisea, una vestal
  • KURTZ, Yarbas, rey pretendiente de Dido
  • LADY ZURIKAT , Iskias, amazona, guardaespaldas de Dido y Anna.
  • LEODEGUNDIA, Barce, nodriza de Siqueo, doncella y confidente de Dido
  • MORGANA, Una hechicera siria
  • MOVIE,Mook, perro de la reina Dido.
  • NÁUFRAGO, Náufrago enamoradizo.
  • ONTOKITA, Jacinta, artesana de vasijas de arcilla
  • PAULA, Amneris, la tejedora
  • PEDRO (Glup) , Siqueo, sacerdote de Melqart y esposo de Dido
  • SIRIO, Sirio, gato de Anna
  • TONY, Copa de oro del padre de la reina Dido.
  • ULA, Ula, amiga de Dido.
  • XIMENA, Una bailarina oriental

    * y **Detalles de esculturas. Museo Altemps.

    ***Detalle de relieve. Museo Centrale Montemartino.

    ****Fragmento de relieve. Museo Termas de Diocleciano.

    *****Gato romano en el Museo Termas de Diocleciano.

    ****** Detalle de pintura mural. Loggia Mattei en el Palatino.

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  • viernes, febrero 02, 2007

    DIDO Y ENEAS (VIII).- Da comienzo el banquete

    Después de ofrecer el sacrificio a la diosa Juno, la reina Dido regresa a su palacio. Al atravesar las calles cercanas al puerto, ha podido comprobar cuánto tensa a la población de Tiro la excesiva actividad. A los gritos de los carreteros pidiendo paso se unen las protestas de los viandantes; los aguadores se abren camino por entre el gentío y no dan abasto a satisfacer a tantos vozarrones sedientos; estallan disputas por todas partes. Parece ser que un estibador ha caído al agua y sólo la intervención de uno de los guardias que vigilan las naves de guerra lo ha salvado de la muerte. La amplitud de un movimiento tan desusado en el puerto da lugar a muchos comentarios. Algunos amigos de Pigmalión se pasean por delante de las naves, observan las operaciones de carga y preguntan aquí y allá. No les gusta todo esto.

    - Parece ser que mi patrón, el señor Acus, no puede esperar para hacerse más rico – responde con fingida irritación el capitán de una de sus naves. – Ya sabéis, señores, hay buenas noticias de oriente y él quiere aprovecharlas.

    Por otra parte, las obras que se están realizando en el patio del templo de Melqart también han causado irritación a Pigmalión. Se ha enterado de ese asunto por dos de sus fieles más íntimos, quienes participaron con él en la tortura y asesinato de Siqueo y la infructuosa búsqueda del tesoro del templo. Mientras duren las obras habrá vigilancia de noche y ello les impedirá continuar con su indagación. ¡Maldita Dido! Y, encima, tendrá que disimular esta noche en el banquete y seguir dándole excusas sobre la ausencia de su marido. Está harto y más que harto. Urge tomar medidas. Tal vez se ha equivocado. Debería derrocar a su hermana sin tardanza y, una vez en el trono, revolver la ciudad entera si es necesario para encontrar el tesoro. Sí, debe hablar con los suyos cuanto antes. Enviará un mensaje a sus consejeros: mañana, al despuntar el alba, deben acudir a su casa. Se retirarán tarde del banquete, así que su ausencia del foro a primeras horas no levantará sospechas.

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    -¿Crees que estoy bien? – pregunta Anarkasis mirándose las vestiduras.

    - No te conocería ni tu madre – responde su amigo. Han cambiado de alojamiento esta mañana y se han identificado ante el nuevo posadero como un mercader griego y su criado. No hay que correr ningún riesgo. El actor ensaya en el exiguo cuarto la forma de caminar más apropiada. No es muy alto y resulta más bien delgado, pero la túnica y el manto le dan prestancia y quiere imprimir elegancia a sus gestos y sus modales. Pero sólo la justa.

    - Por primera vez voy a actuar sin careta. Impresiona, ¿sabes?

    - ¡Que se lo digan a todas las muchachas que te han hecho sitio en su lecho convencidas de haber encontrado un marido! Espero que en esta ocasión no tengamos que salir huyendo…

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    Barce está aprovechando el último baño de la reina para concretar con ella los planes que le atañen. Dido pretende dar apariencia de la mayor normalidad, así que no le dirá nada a su hermana Anna hasta el momento de partir. Es demasiado joven y su nerviosismo podría delatarlas. Así que tanto ella como la nieta de Barce cenarán y se acostarán a la hora acostumbrada. En cuanto a la nodriza, acabará de preparar lo necesario y la esperará en el cuarto. La reina vendrá en cuanto acabe el banquete: va a necesitar cambiarse la ropa por otra más ligera y dar las últimas instrucciones.
    - Esta noche quiero estar muy bella, Barce – declara mientras la anciana comienza a colocarle las joyas sobre la túnica blanca de lino: un grueso collar de oro con lágrimas colgantes de lapislázuli y un cinturón cuyas placas, esmaltadas en azul, plata y verde, semejan las escamas de un pez. El cinturón fue un regalo de Siqueo y ambas mujeres piensan en él, sin nombrarlo.


    - Tu siempre estás hermosa, niña mía – responde la anciana.

    - Ésta es una ocasión especial. Mi despedida de Tiro y de mi trono. No quiero que olviden mi majestad quienes se quedan aquí. Y quienes van a acompañarme deben sentirse orgullosos de seguirme. Yo misma necesito sentirme reina por dentro y por fuera, ya que la mujer que oculto en mí está en estos momentos destrozada…

    Debe sentarse de nuevo para que la anciana le calce sus sandalias de cuero con anillas de oro y le dé el último retoque. Ha dispuesto sus cabellos en numerosas trenzas enlazadas alrededor de la cabeza y algunos mechones cayendo sobre la frente. Ahora quiere también que diminutas crenchas den realce a su cuello. Por último, se coloca sobre los hombros su manto de púrpura, símbolo real, y una pequeña diadema. Barce da un paso atrás para contemplarla. Está perfecta.
    Los invitados han acudido ya cuando la reina Dido entra en el salón donde se servirá el banquete. Están de pie hablando en corrillos y, al anunciarse su llegada, cesan las conversaciones y quienes se hallan de espaldas se vuelven a mirarla. Tiene las facciones finas y los pómulos altos, teñidos de un leve rubor. La sonrisa ilumina sus ojos de color miel y extiende su dulzura por el rostro entero. El cabello, rubio intenso, brilla y rodea su cabeza como una aureola. Es menuda y no muy alta. Sin embargo, su persona llena el salón entero y supera a todos en grandeza. Una rápida mirada le descubre que no está Pigmalión. Se entretiene en saludar a los invitados uno a uno, por su nombre, e incluso para ganar tiempo les presenta a Anarkasis, mercader griego e invitado de honor. Por fin, algo apresuradamente llega su hermano. Dido le dirige su sonrisa más radiante y le tiende las manos.

    - Querido Pigmalión – le dice – empezaba a temer que algún asunto urgente te impidiese venir. Ven, quiero que te sientes a mi lado. Y tú también, mi estimado príncipe del Senado. Deseo conocer vuestra opinión, una vez el honorable Anarkasis nos haya informado.

    - Te diré que mi hijo Acus le ha dado toda la credibilidad, mi reina – responde el anciano senador, mientras se sienta a la derecha de Pigmalión – Piensa partir de inmediato.

    Las mesas están colocadas formando un gran cuadrado, con las esquinas abiertas para que pasen los sirvientes. Al mercader griego le han asignado un asiento frente a la reina, al lado de Acus y su esposa Diana. Todos los comensales tienen interés en escucharlo. En Tiro, hablar de negocios es el tema de conversación más estimado. Al menos, hasta la fecha.

    La reina Dido lo escucha responder con soltura a las preguntas que le hacen. Es un hombre entendido y de recursos, sin duda. Se defenderá bien. Y, con esta certeza, aparta su atención de Anarkasis y la centra, disimuladamente, en otros. Entre los comensales hay cuatro íntimos de su hermano, y ella ha dado instrucciones de que les sirvan abundante vino. Pigmalión, sentado a su lado, está bebiendo bastante. Se le ve un poco ceñudo, casi desdeñoso hacia ella. A la reina no le importa: no se da por enterada del tono irritado de sus respuestas ni de la forma desairada con que ignora al príncipe del Senado. Esto la preocupa pero, al mismo tiempo, la reconforta pensando que tratará de calmar su mal humor con vino.

    Anarkasis ha explicado con detalle que, tras la caída y destrucción de Troya, el paso de los Dardanelos había quedado a merced de muchos bandidos. Sin embargo, pasados ya algunos años, los griegos han conseguido derrotarlos por mar y tierra y han tomado el control del estrecho. Ahora habrá que pagarles el peaje a ellos, pero la ruta es segura. Y, como respuesta a algunas preguntas, se ha dejado llevar por la emoción y ha glosado la salvaje hermosura de aquellas tierras. Todo el mundo ha quedado embelesado por su elocuencia al expresarse y la belleza de sus palabras.

    - Eres un mercader muy raro – dice de pronto Pigmalión, deteniendo la copa a mitad de camino entre la mesa y los labios – Y te diré otra cosa: no me gustas.

    Y, en un instante, en el salón se hace un silencio como de hielo.

    NOTA: Algunos amigos quieren representar algún personaje. Pueden participar quienes lo deseen. De momento, estos son:
    ACUS : Acus, hijo mayor del príncipe del Senado y Jefe de Expedición de Dido
    ANARKASIS: Anarkasis, actor, debe hacerse pasar por mercader griego.
    BETHANIA: Anna, hermana de la reina Dido
    JAVIER: Icarus, lugarteniente y consejero de Eneas
    KOSTAS: Kostas, cordelero, viajó en la nave de Dido.
    LADY ZURIKAT: Iskias, amazona, guardaespaldas de Dido y Anna.
    LEODEGUNDIA: Barce, nodriza de Siqueo y fiel sirviente y amiga de Dido
    ANGELUSA: Príncipe del Senado
    EDEM: Almícar, timonel de la nave de la reina Dido
    MOVIE (perro de Clarice baricco): Perro de la reina Dido
    TINTA DEL CORAZÓN: Un naúfrago, valiente y fiel capitán de Dido
    CHARLES DE BATZ: Parepidemos Samosatense, peregrino.
    GOATHEMALA: Árbol (ya veremos cuál)
    CLAULLITRICHE: Diana, esposa de Acus y amiga de Dido
    IRENE: una ninfa
    * Plaza del Popolo. Detalle de Relieve.
    **Detalle de sarcófago. Museo Massimo alle Terme
    ***Detalle de cabeza femenina. Museos Capitolinos
    ****Detalle de los Mercados de Trajano. Roma
    *****Friso en relieve representado las artes en el Teatro Argentina de Roma.

    martes, enero 30, 2007

    DIDO Y ENEAS (VII).- Una equivocación.

    - ¿Fue cierta esa conversación? – pregunta Karo mientras vamos de camino al mercado. Anda un paso por detrás de mí y grita como si yo estuviera sorda. Es cierto que hay bastante ruido en la calle, buena señal. Hay muchos talleres y todos trabajan con las puertas abiertas, menos el cordelero Kostas. El hombre no tiene taller fijo y cada día se sienta a trabajar donde le apetece. Es un anciano. Yo sospecho que no ve bien y va buscando la luz y el calorcillo del sol en invierno. Y en verano la sombra, como los perros. No estoy sorda, no. Ni mucho menos. Aunque, a veces, si no me conviene oir, no oigo. Es un privilegio de la edad, aunque mi nuera se empeñe en considerarlo un defecto.

    - Te he dicho varias veces que no me hables en mitad de la cuesta. ¿No comprendes que tendría que volverme para contestarte y puedo perder el equilibrio? A ver, ¿Qué me decías?

    - Tienes razón, señora Imilce, pero la culpa es tuya. Me has contagiado tu manía de decir las cosas cuando se te ocurren… – como ya estamos en terreno llano, podemos caminar uno al lado del otro y entendernos, a pesar de los ruidos. – Te preguntaba si de verdad tuvo lugar esa conversación entre Barce y Dido, o si has exagerado. Con todos mis respetos, me resulta raro que la reina hablara de ti.

    - Guártade tus respetos y tus impertinencias. ¿Crees que Barce me hubiera dejado en Tiro, habiéndo muerto mi madre y con mi padre navegando por quién sabe qué mares? ¿Y piensas que ella hubiera metido en la nave a una mocosa de tres o cuatro años sin el permiso de la reina?
    Aprieto el paso sin mirarlo. Me ha molestado la pregunta y lo que tiene de desconfianza. Me hace pensar que otras muchas personas podrían preguntarse lo mismo, cuestionar quién soy y si digo la verdad. ¡La verdad! Vaya una palabra pretenciosa. Todo el mundo dice conocerla y es la gran desconocida. Yo digo lo que sé y tal como me fue contado. Lo demás son pamplinas.

    - Y otra cosa te digo, señor Karo. ¿Quién está escribiendo esta historia?

    - Tú, desde luego – responde con un tono más humilde.

    - Y estoy aquí ¿no? Y llegué con la reina Dido ¿no es cierto? Puedes preguntarle al cordelero Kostas, él vino al mismo tiempo que yo. Pues ahí tienes la respuesta. Y estoy en mi derecho de aparecer en la historia, que se sepa quién era Barce y quién era yo. Si trataron de mí en ese momento o en otro, carece de importancia. Hablaron. Y se dijeron esas cosas.

    Llegamos a los primeros tenderetes del mercado sin cruzar una palabra más. Karo se limita a levantar el capazo para que le pongan dentro los productos que vamos comprando. Es consciente de haberme irritado o, al menos, eso creo. Al cabo del rato abre el pico.

    - Espero ganarme yo también el derecho a figurar como escribiente tuyo.

    - Ya veremos – le respondo. O sea, que ha comprendido.
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    La jornada está siendo extenuante y sólo ha pasado medio día. Al puerto de Tiro no han dejado de llegar carros repletos de mercancías y los estibadores tienen rotas las espaldas. Se diría que todo el mundo quiere hacerse a la mar. Grandes cajones donde suelen guardarse los perfumes, las telas y el vidrio han ocupado muchas bodegas. Pocos saben que en lugar de mercancias llevan comida, utensilios y ropa.

    Acus, el hijo mayor del príncipe del Senado se pasea por delante de sus naves inspeccionando la carga. Está radiante. Mucha gente lo saluda y lo mira con respeto. Encuentra a varios conocidos por el camino y les expresa su confianza en hacer buenos negocios. Una adivina le ha asegurado que se acercan días de bonanza en el mar. Y mientras trataba de vaticinarle el futuro examinando un puñado de tabas, un rayo de sol ha destellado con un brillo cegador en la más grande de ellas. Un signo claro de grandes ganancias. Y, desde luego, una predicción tan afortunada como esa la piensa aprovechar. Al calor de esas buenas perspectivas, otros comerciantes, que tenían ya sus naves preparadas, han declarado su intención de zarpar en cuanto suba la marea.


    A primera hora de la tarde, Acus se acerca al palacio de la reina Dido con el pretexto de proponerle invertir dinero en alguna de sus naves, es un negocio seguro. Dido le pide unas horas para pensarlo y, entre tanto, lo invita a dar un paseo por su jardín. Necesita tomar el aire.

    - ¿Cómo van los preparativos? ¿Estará todo a punto? – pregunta la reina mientras recorren con lentitud un camino bordeado de cipreses. Aquí nadie les puede escuchar.

    - Creo que sí. No podemos trabajar más deprisa, mi reina. Lo más importante, sin embargo, es embarcarnos y zarpar. El no estar perfectamente abastecidos no tiene demasiada importancia, habiendo tantos puertos…

    - Veremos si somos capaces de engañar a mi hermano. He contratado a un actor, te lo habrá dicho tu padre. Se hará pasar por comerciante griego y cantará las alabanzas de la ruta hacia oriente reabierta por el estrecho de los Dardanelos. Ya sabes, el fin de la guerra entre griegos y troyanos y todo eso – la reina se detiene un instante y se gira para mirar a Acus. – Confío en que tú y tus amigos contribuyáis a hacer más creíble el relato e, incluso, echéis una mano al actor si le veis apurado.

    Acus asiente con la cabeza. Puede resultar una tarea árdua si a Pigmalión y sus compinches se les ocurre interrogarlo. Es un gran riesgo. Mucho menor, sin embargo, que dejar a Pigmalión sin vigilancia y a su libre albedrío en esas horas críticas. Es preciso tenerlo bajo control en todo momento.


    - Antes del banquete, tengo previsto sacrificar un toro blanco a la diosa Juno. Ella ha sido una firme patrona de los griegos y parecerá razonable tratar de ponerla a nuestro favor, si pensamos enviar a nuestras naves a oriente atravesando dominios griegos. ¿No te parece? – dice la reina iniciando el camino de vuelta – Ese será el motivo oficial. En realidad voy a poner bajo su protección la ciudad que pensamos fundar y le prometeré construir en su honor un santuario. Necesitamos el amparo divino y ninguno más poderoso que el de la reina de las diosas.

    - Me parece una buena decisión. Y más todavía porque pensaba dar orden a todos los capitanes de poner rumbo al norte, como si fuésemos a tomar esa ruta reabierta al oriente. Nos reuniríamos luego en la isla de Chipre. Y desde allí, con más calma, podremos tomar la siguientes decisiones. ¿Te parece bien? – Dido asiente con la cabeza. Lo primero es huir, después ya buscarán nuevas tierras.

    - Confío en tu criterio, por eso te he nombrado jefe de la expedición ¿Vendrás en mi nave?

    - Desde luego, mi reina. ¿Necesitas que me ocupe de algo más?

    - No, querido amigo, tienes mucho trabajo. Y yo tengo también a otras personas deseosas de ayudar. Es importante que quienes están con nosotros se sientan parte de esta aventura. Sin el esfuerzo aunado de todos, nada puede hacerse con éxito.
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    - Ahí es donde se equivocó – dice Imilce, andando despacio por la playa.

    - ¿Quieres decir que le traicionó Acus o alguna de las personas en quien ella confiaba?

    - No, en absoluto. Se equivocó al encomendarse a la madre Juno. Las divinidades son muy peligrosas. Con ellas no se sabe nunca qué es mejor. En mi opinión, no invocarlas ni hacer nada que les recuerde nuestra existencia. Pero esto no lo podemos decir, me llamarían impía. ¡No se te ocurra anotar estas palabras…!


    NOTA: Algunos lectores han manifestado su interés por identificarse con algunos personajes, así que he atendido su petición. A quienes les apetezca hacer otro tanto, no tienen más que pensar un nombre adecuado y una actividad u oficio (ficticios) que quieran desarrollar, y decírmelo en un "comentario"; trataré de incluirlos en alguno de los posts. De momento, aquí están los "papeles" repartidos:

    ACUS : Acus, hijo mayor del príncipe del Senado de Tiro y Jefe de Expedición de Dido;

    ANARKASIS: Anarkasis, actor, representará a un comerciante griego;

    BETHANIA: Anna, hermana menor de la reina Dido;

    KOSTAS: Kostas, cordelero, miembro de la expedición de Dido.

    *Detalle de figura femenina. Museos Capitolinos.

    **Detalle de mosaico. Museo Massimo alle Terme.

    ***Detalle de relieve. Palazzo Mattei. Roma.

    ****Detalle de pintural mural. Museo Massimo alle Terme.

    *****Detalle de relieve de un sacrificio. Museo Centrale Montemartino.

    ****** y ******* detalles de mosaico y de pintura mural. Museo Massimo alle Terme.

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    viernes, enero 26, 2007

    DIDO Y ENEAS (VI).- Empiezan los preparativos.

    - Rápido Barce – dice la reina Dido, apenas se marcha el príncipe del Senado a cumplir sus encargos – debo estar arreglada cuanto antes. Espero que hayas oído la conversación. Vendrás conmigo ¿verdad?

    La anciana ya tiene en las manos una túnica limpia para la reina y se acerca a ella. La mira un instante antes de responder.

    - ¿Y qué será de mi nieta? – pregunta despacio – Es muy pequeña aún y no conozco a nadie a quien pueda confiarle su cuidado mientras mi hijo está ausente. No le queda familia por parte de su madre, como ya sabes. De otro modo, no la tendría aquí conmigo.

    - Escúchame, Barce. Lo que vamos a hacer es peligroso para todos. Corremos muchos riesgos, no sólo de fracasar en la huida, sino también de no poder sortear los peligros del mar o no encontrar esa nueva tierra para asentarnos en ella. Sé que a tu edad no es fácil cambiar de vida, sustituir la seguridad por el azar. Te pido, sin embargo que lo hagas. Tu nieta vendrá con nosotras, como vendrá también mi hermana Anna. ¿Crees que estarían más seguras quedándose aquí? ¿Te librarías tú de la inquina de mi hermano, después de haber pasado toda tu vida cuidando a Siqueo y luego también a mí? No juzgo para vosotras más peligroso entregaros al capricho de la fortuna que quedaros en Tiro.

    El curso de esta conversación no ha interrumpido el arreglo de la reina. Ahora está sentada y Barce le cepilla el cabello antes de trenzarlo y sujetarlo alrededor de la cabeza. Dido le detiene la mano y se gira hacia ella para mirarla de frente.

    - Te daré otra razón: te necesito – y al decir esto las lágrimas están a punto de desbordarle – Desde que perdí a mi propia nodriza, tu has sido para mí como una madre. Sabes cuán importantes son para mí los afectos. Sin mis padres, sin mi esposo, con la traición de mi hermano y debiendo hacer frente a la responsabilidad de conducir a parte de mi pueblo hacia un futuro incierto ¿qué me queda? O, mejor dicho ¿quién me queda?

    Barce levanta su mano, sujeta por la mano de la reina, y se la besa.

    - No te abandonaré – le dice.

    - Gracias. Te diré lo que has de hacer: prepara discretamente mi baúl. Guarda en él mis joyas y el manto de lana que heredé de mi madre. Elige sólo la ropa precisa, hazlo pensando que pasará mucho tiempo antes de que podamos conseguir otra. Deja fuera la copa de oro de mi padre, quiero utilizarla en el banquete de esta noche, ya la guardaremos luego. Pon en otro baúl las cosas tuyas y de tu nieta, y haz hueco en él para las de mi hermana Anna. Es importante que nadie sepa nada, ni siquiera Anna, de modo que hazlo con el mayor disimulo. Tengo previsto que vengan más personas de palacio, pero hemos de impedir conversaciones sobre el tema, porque mi hermano tendrá espías aquí.


    Una vez concluido su arreglo, la reina se marcha dejando a Barce con los preparativos. Se dirige al salón donde habitualmente despacha los asuntos cotidianos y le aguardan sus secretarios. Les anuncia una buena noticia: ha tenido conocimiento de la llegada de un mercader procedente del extremo más oriental del mar. Al parecer, se ha abierto una nueva ruta al comercio y está dispuesto a informarles. Esta misma noche, celebrarán un banquete en palacio para recibirlo. Hay que cursar de inmediato invitaciones a todos los mercaderes y armadores de Tiro, porque puede ser una reunión muy importante. También deben venir algunos senadores en representación del Senado. Y su hermano Pigmalión, desde luego: ella personalmente le escribirá la invitación. Dada la premura de tiempo, han de distribuirse el trabajo y ponerse a ello de inmediato.

    Durante toda la mañana, el salón es un continuo ir y venir de gente. Desde el cocinero mayor, los proveedores, el mercader decano del puerto de Tiro, el jefe de mantenimiento de las obras públicas, el príncipe del Senado, con quien toma un pequeño refrigerio en el comedor privado.

    - Tengo ya los datos que necesitas, mi reina – dice el anciano cuando se quedan a solas – En este momento hay fondeadas veintinueve naves mercantes. Nueve de ellas tienen mucha vigilancia y hay que descartarlas. Contamos, por tanto con veinte naves, doce de ellas son de mi hijo, y las otras ocho están listas para zarpar y pertenecen a personas dispuestas a seguirnos. Además de la tripulación, cada una puede llevar a unas cuarenta personas. Serían ochocientas en total.

    -¿Todas de confianza? De palacio vendrán conmigo aproximadamente veinte.

    - Sí, son de fiar – responde el Senador –. Cada nave tendrá, además del capitán, a un jefe de expedición al frente. Puedes estar tranquila. Hay caballeros, mercaderes y un buen número de artesanos con sus familias, empleados y sirvientes. Gente de paz, fieles a la memoria de tu padre y a ti. Hemos de llevar también algunos soldados en cada nave. Es conveniente precaverse ante cualquier peligro.

    - Repecto a las naves de guerra que hay en el puerto, he pensado lo siguiente – dice la reina –. A nosotros no nos sirven, pero no quiero que Tiro quede indefensa ni tampoco dejarlas intactas para que puedan seguirnos. Son mucho más veloces que las mercantes y nos darían alcance, además del gran peligro que suponen sus espolones. Debemos perforarles el casco. No tanto para que se hundan de inmediato, pero lo suficiente para entorpecerles la navegación.

    - Será imposible hacer lo mismo con las nueve mercantes…- le hace observar el anciano.

    - No creas que eso me desazona. Al contrario, lo mejor es que esas naves nos persigan cuando mi hermano se de cuenta de nuestra fuga. Quiero tener testigos de lo que me propongo hacer…

    Dido se queda pensativa durante unos instantes, pero no aclara nada más y cambia de tema.

    - He ordenado al jefe de las obras públicas que realice algunos arreglos en la tapia del patio del templo de Melqart. He pensado que debemos profundizar sus cimientos para reforzarla, así que prepararán una zanja por la parte interior, en el pedazo de tierra que hay entre la propia tapia y el pozo. No te extrañes, por tanto, de ver a un grupo de hombres trabajando allí…

    El viejo senador comprende lo que eso significa: si el tesoro del templo está enterrado en el patio, la reina tratará de excavar a plena luz del día, de modo que las obras no levanten sospechas. Si lo deja bien preparado, por la noche sólo hará falta cavar un poco más y coger el tesoro.

    - A media noche empezará la operación de embarque – explica el anciano – y las naves irán zarpando poco a poco. La tuya será la última, tal como me ordenaste. Calcula bien el tiempo, mi reina, porque habrás de salir de puerto una hora antes del alba.
    Ambos se miran con intensidad. Son muy conscientes del peligro. Dido sonríe con afecto y le da un par de golpecitos en la mano al senador.

    - Dí a tus criados que llenen diez o doce sacos de tierra de tu huerto. Que les pongan una señal bien visible y los carguen en mi nave, en la cubierta. Y ahora, querido amigo márchate y continúa los preparativos. He de hablar con un actor que ha de representar el papel más importante de su vida y la nuestra. Nos veremos más tarde, en el banquete. Te sentarás al lado de Pigmalión y le animarás a beber vino…insinuándole que no beba. Sabes cuánto le gusta llevarte la contraria.

    Y sin añadir una palabra más, con una sonrisa de ánimo, la reina Dido se levanta y vuelve a su trabajo.
    * Claustro de Santa Maria degli Angeli. Roma
    **Detalle de relieve en Santa Mª in Trastevere. Roma
    ***Plaza del Popolo. Detalle de columnas con espolones de naves de guerra. Roma
    ****Detalle de urna cineraria. Museo de las Termas de Diocleciano.
    *****Detalle de suelo cosmatesco. Santa Mª in Trastevere. Roma

    martes, enero 23, 2007

    DIDO Y ENEAS (V).- La reina Dido toma una decisión.


    Ahora Karo empieza a comprender mis palabras acerca del respeto que merece el silencio. Lo he leído en sus ojos. Aunque trata de simular entereza, no ha dejado de impresionarle el momento terrible en el cual la reina Dido y Barce se enfrentaron a la barbarie. Un par de veces se le ha caído de las manos el cálamo y ha cometido algunos errores. Tiene una imaginacion muy viva, lo percibo, y creo que ha visto en su mente el cadáver de Siqueo colgando de la pared, convertido en un surtidor de sangre, peor que un animal en manos del carnicero. No hay palabras que puedan describir esto y mucho menos el dolor que produjo en aquellas mujeres.

    Barce no lo olvidaría nunca. Si en un primer momento no había alcanzado a comprender aquella escena, la conversación de Dido con el príncipe del Senado le permitió vislumbrar la extensión de la maldad de Pigmalión y, en el extremo opuesto, la grandeza de Siqueo. Éste, al guardar silencio hasta la muerte, había demostrando un gran amor y respeto por Dido y una extraordinaria superioridad moral sobre su verdugo. La nodriza se sintió orgullosa de haber amamantado a un hombre de tanta nobleza y, de algún modo, esa relación la ennoblecía a ella también.

    - Toma nota de esto, Karo, y ya veremos más tarde cómo lo incorporamos al texto principal. Quiero dejar constancia de ese descubrimiento de Barce: que la tortura no deshonra al torturado (como todo el mundo pensaba entonces y muchos continúan pensando), sino al torturador.

    - ¿No podemos continuar donde nos habíamos quedado, señora Imilce? – me suplica también con la mirada. Tiene el rostro descompuesto.

    - Claro que sí – le respondo después de un rato – Ya descubrirás, con el tiempo, que el mal existe aunque queramos ignorarlo.

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    La madrugada ha moderado el calor de la noche y por la ventana entra un airecillo fresco. Barce, sentada en el suelo, con la espalda y la cabeza apoyadas en la pared, dormita y llora alternativamente sumida en la oscuridad del fondo de la estancia. La reina Dido pasea arriba y abajo sin dejar de pensar en voz alta. Habla para sí misma y para el príncipe del Senado, como si pronunciar cada palabra tuviera el poder de romper un conjuro o transformar a su favor la realidad. Sin embargo, cuanto más avanza en sus razonamientos, más consciente es de hallarse ante una decisión crucial.

    Así pues – dice sentándose de nuevo – tengo dos alternativas y ninguna de las dos es buena. Mandar encarcelar y procesar a mi hermano por el asesinato de Siqueo tendría como efecto provocar el levantamiento en armas de sus partidarios. Y no hacerlo significa permitir su fortalecimiento, aplazar durante unas semanas, o acaso solo unos días, su rebelión.

    -Tienes razón, Dido – responde desalentado el anciano – Tu hermano ha ido demasiado lejos. Con tesoro o sin él, ha de actuar. No tiene otra salida. Y no veo cuál puede ser la nuestra.

    Algunos carros comienzan a rodar por las calles de Tiro y su traqueteo rompe el silencio nocturno. Ladran los perros y empieza a elevarse en el aire el piar de los pájaros. La aurora arrastra su velo rosa por el cielo y su belleza no oculta la inexorabilidad del trascurso del tiempo. Dido contempla el espectáculo del amanecer sobre su ciudad y piensa que no hay otra más bella en el mundo. O, al menos, no más amada para ella. Los tejados de las casas se extienden hasta el puerto. Brilla el mar.

    Piensa en todas las personas que ahora mismo se sienten seguras al abrigo de sus hogares. Muchas madres se habrán levantado ya para encender el fuego y preparar un caldo con el que confortar el estómago a sus hijos; muchos hombres irán de camino a los campos, saldrán a la mar a pescar o emprenderán un viaje con las bodegas de las naves llenas de mercancías. En poco tiempo la ciudad entera estará en pie e iniciará la rutina diaria. Sin desconfianza. Sin temores.

    La reina Dido se aparta de la ventana y se queda en pie delante del príncipe del Senado, quien en el transcurso de la noche parece haber envejecido. De pronto, le toma las dos manos y se arrodilla ante él, mirándolo a los ojos.

    - Te diré lo que mi padre me repitió muchas veces, desde que decidió que yo, como primogénita, heredase su trono: “Sé siempre justa, Dido. La justicia es una condición necesaria para que haya paz. Y busca siempre la paz, porque es el único clima en el que puede florecer la justicia”.

    - Tu padre era un hombre cabal y un buen rey.

    -No entregaré esta ciudad a un baño de sangre – afirma la reina –. No lo haré. Y puesto que es imposible contener la ambición de mi hermano, me marcharé de aquí. Es la única solución que encuentro para salvaguardar a mi pueblo. Huiré con cuantas personas quieran acompañarme. Algún lugar encontraré en la tierra donde fundar una nueva ciudad.

    - ¿Cómo lo harás, querida niña? – pregunta emocionado el senador - ¿Cómo podrías huir? Tu hermano no lo consentirá. ¿Cómo prepararás a la gente?

    -Ten en mí la misma confianza que yo te tengo. Necesito tu ayuda, si te quieres arriesgar – el anciano aprieta la cabeza de Dido contra su pecho. Es digna hija de su padre y una gran reina.

    - Hemos de prepararlo todo para esta misma la noche. Avisa tú, con la mayor discreción, a las personas de tu estricta confianza, deben estar atentos e ir pensando a su vez en quiénes más podrían acompañarnos – Dido se ha levantado y se mueve con agitación por el cuarto, como si el primer rayo de sol que acaba de penetrar por la ventana le infundiera energía.


    - Quiero saber cuántas naves mercantes hay en el puerto y, de ellas, cuántas están a punto de zarpar. Hemos de impedir que salgan. Avísame enseguida para que pueda hablar con sus propietarios. Esta noche daremos en palacio una gran banquete y deseo invitarlos a todos. Ya veremos qué pretexto invento. ¿Hay alguien a quien podamos encargarle provisiones para la travesía? Hemos de actuar con el mayor secreto.

    - Mi hijo mayor puede hacerlo – responde el príncipe del Senado – y también pondrá a tu disposición sus naves.

    - Es preciso, por otra parte, hacernos con el tesoro del templo. Sin dinero, es difícil fundar otra ciudad.

    - Mi reina, amo y admiro tu valor – dice el anciano – ¿Sabes qué grande es el peligro que estás corriendo?

    - Amigo mío, casi podría decirte: padre mío. Si no intento salvarme y salvar a mi pueblo ¿Habrá muerto para nada Siqueo? Haz esas gestiones y vuelve enseguida aquí. Aún habremos de forjar muchos planes.

    * Detalle de pintura mural en la Villa de los Misterios. Pompeya.
    ** Detalle de fuente. Villa Doria Pamphili. Roma
    ***Vista parcial de Ostia.
    ****Detalle de pintura mural. Museos Capitolinos. Roma
    *****Buganvilla en el Trastévere.

    viernes, enero 19, 2007

    DIDO Y ENEAS (IV).- Peligro inminente


    Barce se retira discretamente al fondo de la habitación cuando el soldado anuncia la llegada del príncipe del Senado. Se apresura a arreglar las ropas del lecho de Dido y a retirar del suelo su propia yacija. Con las prisas por salir, todo había quedado revuelto. Esta pequeña tarea, la preocupación por no ofrecer al visitante la impresión de desorden y descuido, tiene el efecto de ocupar su mente durante unos instantes y apartarla de la pena.

    La reina Dido recibe con deferencia a su invitado y con un gesto le ofrece sentarse en una de las banquetas que hay frente a la ventana. Es un hombre de edad y sus escasos cabellos blancos aureolan un rostro enjuto que debió ser bello. A su lado, la reina parece casi una niña. No ha tenido tiempo de peinarse y su cabellera rubia le cae sobre los hombros. El manto oscuro la hacer parecer aún más menuda y, por contraste, destaca y acentúa la palidez de su piel.

    - Me conoces sobradamente – dice la reina, mirándolo a los ojos – y sabes que no te habría llamado a esta horas sin motivo. Necesito tu sabiduría y tu consejo. Fuiste el mejor amigo de mi padre y espero de ti lo que habría esperado de él, si viviese.

    - No te defraudaré. Y no hace falta que gastes tantas cortesías conmigo, tienes todo mi afecto y fidelidad, puedes hablar sin miedo. No negaré que me ha sorprendido tu llamada…hasta cierto punto. Últimamente tu hermano Pigmalión anda más alborotado que de costumbre.

    - Sobre él quería hablarte. ¿Han aumentado sus seguidores?

    - Mucho. Sobre todo entre los jóvenes de la nobleza. Tiro es una ciudad muy tranquila y ellos se aburren. Desprecian la paz y el comercio, los dos pilares sobre los que se asienta nuestro gobierno. Pigmalión les habla de la guerra. De conquistar nuevos territorios y, con ellos, riquezas sin fin. Sabe alimentar sus ambiciones y sus sueños. Les promete alcanzar fama y gloria en el campo de batalla, botines inmensos. Lo de siempre.Todo aquello que no obtendrían contigo en el trono.

    - ¿Ese grupo está maduro para tratar de destronarme? Y dime, en caso afirmativo, ¿Quién me apoyaría?

    El viejo senador junta sus dos manos y con ellas se golpea ligeramente los labios. Dido observa su concentración, no quiere interrumpirle pese a sentirse ansiosa. Al fondo de la estancia, entre las sombras, Barce escucha esta conversación sin apartar de su mente a Siqueo. Al cabo de unos minutos, el anciano rompe el silencio.

    - Esto es lo que pienso: muchos jóvenes lo seguirían y arrastrarían a otros. Hace ya mucho tiempo que Pigmalión trabaja para ello. Pero no lo tiene todo bien calculado. Le falta una cosa muy importante: el dinero.

    Esta respuesta pone en alerta a Dido, y a la vez le extraña.

    - ¿Significa eso que no encuentra entre sus amigos ni entre los banqueros a nadie que se atreva a sostener económicamente un levantamiento contra mí?

    - Me gustaría responderte que sí, pero te mentiría. Las guerras crean grandes fortunas, y siempre hay personas dispuestas a invertir su dinero. Más todavía si está en juego un trono. Sin embargo, Pigmalión no está buscando inversionistas. De otro modo, yo lo sabría.

    - ¿Entonces? – pregunta la reina.

    - O no se decide a dar el paso, o no quiere depender de nadie para evitar verse luego obligado a devolver favores. Tratará de demostrar a los suyos que es el primero y más fuerte, que tiene voluntad y capacidad para imponerse a todos los demás, incluidos sus propios aliados. Tratará de conseguir el dinero por sí mismo. No me preguntes cómo.

    - Esa es la única pregunta que no necesito hacerte en este momento – responde Dido con la mayor agitación. – Respóndeme ahora a la pregunta anterior: si mi hermano, en este mismo instante, estuviera en condiciones de atacar mi trono ¿Qué ocurriría? ¿Quién estaría de mi lado?

    - Mucha gente, mi reina. Bastantes senadores y caballeros. Los mercaderes y navegantes. Campesinos, pescadores y personas sencillas. Pero ninguno de ellos sabe manejar las armas. Tu hermano trataría de ganarse al pueblo ofreciéndoles dinero (para eso lo quiere, entre otras cosas) y tendría un buen equipamiento bélico. Temo que estallaría un conflicto que ni siquiera podría llamarse una guerra civil, sino una masacre. Pero no creo que debamos ir tan lejos en esta conversación, basta con que tratemos de prevenirnos. No hay un peligro inminente

    - Te equivocas. Ha matado a Siqueo – Y al decir estas palabras Dido no puede reprimir las lágrimas. Se lleva un puño a la boca, intentando sofocar los sollozos. De las sombras sale Barce y, sin decir nada, le ofrece un lienzo para secarse los ojos.

    -Creí que Siqueo se había marchado de cacería... – dice el senador, tratando de reponerse de la sorpresa. Dido afirma con la cabeza.


    -Mi hermano insistió tanto y tanto en que se fuera con él y un grupo de los suyos, que no pudo negarse. Luego mi hermano volvió y dijo que Siqueo y sus amigos habían decidido continuar la caza. De esto hace siete días. Todo era mentira. Barce y yo lo hemos visto esta noche, en el templo de Melqart. Sí, querido amigo, el peligro es tan inminente que ha llegado ya.

    -No comprendo qué quieres decir, Dido.

    -Sé de dónde piensa sacar Pigmalión el dinero: ha torturado hasta la muerte a Siqueo, el único sacerdote del dios Melqart y custodio de sus bienes sagrados, para que le confesase dónde está escondido el tesoro del templo.

    -¿Por qué no has empezado por decirme esto? – dice el senador, levantándose del asiento con lentitud – Estamos perdidos.

    - No te lo he dicho antes para que ni tus respuestas y ni mis decisiones estuvieran influidas por semejante crimen. Nada frenará ya a Pigmalión. Pero aún no estamos perdidos – afirma Dido – Siqueo le ha mentido.

    Y como Dido ve la perplejidad reflejada en el rostro del anciano, continúa:

    - Yo sí sé dónde está escondido el tesoro. Siqueo me lo dijo. Siéntate otra vez, te lo ruego. He de tomar una decisión y, sobre ella, hemos de hacer planes juntos. El amanecer no ha de encontrarnos inactivos.

    * Detalle de escultura de un ciudadano romano. Museo Termas de Diocleciano.
    **Detalle de las ruinas del Palatino, al atardecer. Roma
    ***Relieve en un muro del Palacio Mattei. Roma
    ****Losas de una vía pública en Pompeya.
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    martes, enero 16, 2007

    DIDO Y ENEAS (III).- En el templo de Melqart

    Karo ha dejado a su lado, en el suelo del patio, su colección de tablillas y reposa las manos sobre el regazo. De vez en cuando me mira a la cara y me observa fijamente, como si cada una de mis arrugas fuera un mapa secreto. Trata de descifrarlo e, incluso, de averiguar a través suyo lo que estoy sintiendo. Uno de los rasgos que más me agradan de él es, precisamente, su deseo de conocer y comprender. No se limita a copiar al dictado, como cualquier escriba.

    - ¿Por qué al hablar de tu abuela la llamas Barce?¿Por qué no, simplemente, abuela? – pregunta al cabo de un rato.

    - Porque no estamos escribiendo una fábula inventada por una anciana para entretener a los niños. Estoy contando una verdad o, al menos, una parte de la verdad. Pretendo que mi trabajo se tome en serio. Y, ahora, ¡Vamos! – le digo dando un par de palmadas – ¡Coge de nuevo el cálamo y acabemos! Esta tarde bajaremos pronto a la playa. Nos hará mucha falta contemplar el mar.
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    Apoyadas contra la pared trasera del templo, Dido y Barce se sujetan una a la otra, buscan apoyo muto para no caer y para no gritar. Una nube ha cubierto la luna y ennegrece la noche. Dido tiene la sensación de estar cayendo por un abismo. El corazón le estalla en las sienes y le embota la capacidad de comprensión. La sangre de las venas se le ha transformado en hielo. Barce se esfuerza en contener las arcadas que le contraen las entrañas y en manetenerse firme sobre las piernas. No puede ser cierto. Deberían volver a mirar a través del ventanuco, cerciorarse de no haber sido engañadas por el miedo o la penumbra. Sin embargo, ninguna de las dos se siente capaz de hacerlo. ¿Cómo podrían soportar de nuevo la vista de tanto horror? La expresión del soldado que las acompaña y está mirando por la otra ventana les confirma que no se han equivocado.

    Dos hachones en el interior del templo arrojan luces y sombras que subrayan el espanto de la escena. Junto al ara de los sacrificios del dios Melquart, sujetos a un clavo por las muñecas, penden los despojos de un hombre. Un colgajo de músculos rojizos rezumantes de sangre, perfectamente marcados, como si fuesen obra de un artista. Aún cuelgan tiras de piel opacas y flácidas en las rodillas, en los costados. Las mujeres han reconocido a Siqueo por los cabellos y la barba, por la nobleza que aún queda en su rostro estragado por la tortura e inclinado, ya sin vida, sobre el pecho sanguinolento. Lo han desollado vivo.

    Entre las sombras hay muchos soldados. Delante del altar, dando la espalda al muerto, está Pigmalión, el hermano de Dido. Las mandíbulas y los dientes contraídos por la furia, los rasgos de la cara ensombrecidos. Un destello relampaguea en sus ojos mientras observa a unos hombres agachados en el suelo.

    - ¡Daos prisa! – los apremia a media voz – Apartad cuanto antes esas losas. No tenemos mucho tiempo. Veremos si este cerdo ha dicho la verdad…

    Estas palabras, apenas audibles pero cargadas de odio, arrancan a las mujeres de su estado de estupor. Sienten la urgencia de huir, de ponerse a salvo. Ahogando los gemidos de su corazón, abandonan con rapidez el patio del templo y recorren en sentido inverso las mismas calles desiertas hasta llegar al palacio. Dido apenas puede hablar, su mente es un torbellino que gira y gira incapaz de detenerse en nada. Sin embargo, ha comprendido ya. Y tiene plena conciencia del peligro. Antes de llegar al umbral de su dormitorio, se vuelve para hablarle al soldado.

    - ¿Eres leal a tu reina? – le pregunta mirándolo de frente.

    - Daré la vida por ti, señora.

    - Entonces, busca un compañero que te releve de la guardia – le dice – y tú, sin perder tiempo, ve inmediatamente a casa del príncipe del Senado. Sácalo del lecho y tráelo enseguida a mi presencia. No le reveles nada, díle únicamente que lo llamo por un asunto urgente y secreto.

    Cuando el soldado se marcha, las dos mujeres entran en la habitación.

    - ¿Es prudente confiar en él?

    - Sin duda. De otro modo nos habría delatado en el templo – responde Dido – Pero, ¿Cómo nos atrevemos aún a hablar así? No hay en esta ciudad una confianza más vapuleada que la mía. ¿Has visto, Barce? ¿Viste a Siqueo …? Y ha sido mi propio hermano quien lo ha hecho...

    Las dos mujeres se abrazan y Dido acaricia el cabello de la vieja sirvienta. Barce tiene el corazón destrozado. Recibió a Siqueo cuando era un recién nacido, lo amamantó de sus pechos al mismo tiempo que a su hijo, ha crecido bajo sus cuidados. Si hubiera nacido de su vientre no lo habría amado más.

    - Escúchame bien, Barce – dice la reina deshaciendo el abrazo – No podemos llorar ni lamentarnos. No ahora. Bien sabes cuánto significaba Siqueo para mí. Si me hubieran dicho ayer que hoy estaría muerto, me habría ofrecido a morir en lugar suyo. Pero no hay elección posible. Nuestas vidas están en juego y mi pueblo y mi corona también. Es preciso pensar, y hacerlo rápido si queremos salvarnos. – Y como la anciana continúa sollozando, con la cabeza gacha, le toma con ambas manos el rostro y se lo levanta – Mírame, Barce. Ayúdame a ser fuerte. No pienses que el aplazar el duelo atenta contra la dignidad de Siqueo o apartará de nosotras la amargura. Cuando todo esto haya pasado el dolor nos estará esperando.

    - Mi reina – interrumpe el soldado de guardia – El príncipe del Senado está aquí.

    - Quieran los dioses iluminarnos para afrontar con acierto las próximas horas. Dile que pase.




    *Museos Capitolinos. Detalle de mosaico
    **Museos Capitolinos. Detalle de escultura representando a Marsias
    ***Museos Capitolino. Busto femenino
    ****Museo Massimo alle Terme. Detalle de mosaico

    viernes, enero 12, 2007

    DIDO Y ENEAS (II).- Un sobresalto en la noche





    - ¡Barce! ¡Barce! ¡Despierta!

    - ¿Qué ocurre? ¿Estás enferma? – pregunta la mujer. Acostumbrada a levantarse a cualquier hora, salta de su yacija y espabila la mecha de una lámpara de aceite colgada en la pared – ¿Qué te pasa?

    - He tenido un sueño – reponde Dido –. Un sueño horrible.

    Dido se ha sentado en el borde del lecho. Tiembla y tiene la frente sudorosa. Parece que le falte el aire, a juzgar por su respiración agitada. Barce se acerca a ella enseguida y le aparta el pelo de la cara. Está pálida.

    - Con tanto calor es imposible dormir bien. Pero ya estás despierta, así que tranquilízate, mi reina.

    - No ha sido un sueño cualquiera. Peor que una pesadilla. Y con una apariencia tan real... Lo he visto.

    - ¿A quién, querida mía? Oigo mejor que los perros y puedo asegurarte que no ha entrado nadie. Toma, bebe un poco de agua. Y vamos a la ventana, el fresco de la noche te sentará bien.

    - He visto a Siqueo – Dido no se ha movido del lecho ni parece atender las palabras de Barce, aunque ha bebido agua de la copa que le ha ofrecido. Sus ojos parecen mirar más allá de la oscuridad del cuarto, apenas atenuada por la luz de la lucerna y la escasa claridad que penetra por la ventana.

    - No me parece tan raro que sueñes con tu marido. ¡Y más después de una semana sin verlo…!

    - Algo le ha pasado. Vistámonos – Y como Barce quiere hacerla desistir atendiendo a lo intempestivo de la hora, ataja sus objeciones con sequedad – ¡No me discutas!

    Como activada por un resorte, Dido se ha levantado y, a toda prisa, se despoja de la túnica de noche y se viste con la que llevaba ayer. Revuelve en un baúl y se echa sobre los hombros un manto oscuro, a pesar del calor. Barce ha de recordarle que va descalza y aún se entretienen un momento las dos mujeres buscando las sandalias.

    - Coge una antorcha y sígueme – dice al soldado que vigilaba ante su puerta y se ha sorprendido al verla a estas horas de la noche. – Vamos al templo de Melqart, pero no quiero que nos vea nadie.

    En la puerta del palacio, Dido y sus dos acompañantes esperan un momento. La noche está clara. Apenas sus ojos se acostumbran a la luz de la luna y comprueban que permite ver lo suficiente, la reina ordena al soldado apagar la tea. Amparándose en las sombras de las construcciones se deslizan por las calles de Tiro, a estas horas desiertas. Sólo se oye el roce de sus propios pasos y el maullido lejano de un gato. Dido va detrás del soldado y lo apremia a caminar más deprisa. Algo arde dentro de ella, como si tuviera un carbón encendido en el pecho. Ni siquiera se vuelve a mirar si Barce la sigue, algo que ésta consigue con esfuerzo, porque ya no es joven .


    El soldado se detiene con brusquedad cuando alcanza el final de la calle que desemboca en la plaza del templo y extiende horizontalmente su brazo derecho para frenar también a las mujeres. Hay alguien en el templo. La luz oscilante de una o varias antorchas proyecta su resplandor rojizo a través de sus portones de bronce, una de cuyas hojas está entreabierta. Dido cruza por delante del pecho los brazos y con ellos sujeta con más fuerza aún su manto oscuro.

    - Vamos – dice en su susurro – Hemos de averiguar qué pasa.

    - Señora – responde el soldado – no sé quién puede ser, pero temo que resulte peligroso. Y habrá alguien vigilando la puerta.

    - He dado una orden: no te he preguntado por el peligro. Hay un par de ventanas estrechas que dan al patio del templo. Trataremos de llegar hasta ellas.

    Y sin añadir nada más, retroceden por la misma callejuela y se meten por otras para salir a la parte posterior del templo, donde una tapia de piedra rodea el patio sagrado. Es un muro no más alto que un niño de ocho años, cuya única función es delimitar el espacio. Antes de saltarlo, ya ven a través de los dos ventanucos la luz del interior, más intensa que la filtrada a través de la puerta.

    Dido mira por una de ellas y se aparta, llevándose una mano al corazón.

    - Ahí están mi marido y mi hermano – dice con un hilo de voz a Barce. Y ésta mira también.



    .................................................

    - ¿Y qué más, señora Imilce?

    - Nada más, Karo. Cuando llegaba a este punto, Barce siempre se callaba. Hay que aprender a respetar los silencios. También a mí me costaba contener la curiosidad, pero ella me enseñó a hacerlo. Decía que eran necesarios para el corazón. Y con frecuencia tienen más significado que las palabras, esto lo he comprendido con los años. Hay dolores tan hondos que no se pueden pronunciar.

    * Detalle de urna cineraria. Museo delle Terme

    **Figura femenina. Museo delle Terme

    ***Fragmento de relive. Museos Capitolinos

    ****Hilada de bloques de piedra de la Muralla Serviana en el Aventino. Roma

    *****Detalle de urna cineraria. Museo Aula Octógona.

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    martes, enero 09, 2007

    DIDO Y ENEAS (I).- Imilce y Karo


    Me gusta bajar a la playa al atardecer, cuando los pájaros regresan al nido y sus alas se recortan oscuras contra el cielo rojizo. Hundo los pies descalzos en el agua y dejo a las ondas acariciarme los tobillos. Me hace bien sentir su mansedumbre, oir el griterío de las aves y ver difuminarse en el horizonte la línea que separa mar y cielo. Pocas cosas desasosiegan tanto a una anciana como contemplar el mundo suspendido entre dos luces. A mí, sin embargo, no me atemoriza. Quizá porque es el momento del día más propicio a los recuerdos y, apenas se los convoca, acuden con rapidez.

    - Vinieron por allí – le digo a Karo extendiendo el brazo hacia la derecha, en un gesto carente de precisión.

    - Me lo has dicho mil veces, señora Imilce – me responde con cierto descaro – Sal ya del agua, se te van a arrugar los pies.

    - ¿Más de lo que ya los tengo? Anda, tráeme el lienzo para secarme. Y acuérdate bien de lo que te he dicho. ¿Lo has anotado en la tablilla?

    No es mal chico y, según afirma su maestro, tiene buena letra. No pido mucho más: eso, y que sea diligente a la hora de pasar los apuntes a un rollo de papiro para corregirlos después. Algunas personas opinan que pierdo el tiempo. Mi nuera, por ejemplo. Pero yo le respondo: ¿Para qué querría ahorrar tiempo una vieja como yo?¿Se detendría acaso si me sentase ociosa junto al fuego o pasara las horas quejándome de los mil dolores que me afligen? Ella se calla, claro, aunque me dirige comentarios sarcásticos cuando regreso a casa después de mi paseo por la playa. No lo entiende.

    Si los dioses me hubieran concedido una hija o una nieta, no me tomaría tantas molestias: desde niñas les habría repetido una y otra vez la historia de nuestra reina Dido y el príncipe troyano Eneas, como mi abuela hizo conmigo. Con mis hijos ha sido imposible. Son capaces de reproducir, uno por uno, todos los movimientos que hicieron en un combate de lucha griega hace diez años. No se les olvida la lista de los enemigos de Cartago, pero ¡ay! no les interesa conocer a fondo el origen de esas enemistades. Un error que pagaremos caro, porque cuando la bruma del tiempo borre el recuerdo de aquella primera ofensa, no se podrá medir su importancia ni ponderarse si es razonable o no continuar con las querellas. El olvido, en estos asuntos, sólo consigue hacer interminable el reguero de agravios.

    - ¿Me has oído? Anota bien las últimas frases. ¡Creo que he dicho algo importante!

    - No puedo hacer dos cosas a la vez, señora Imilce. Y si no se queda quieta, no tendré manera de abrocharle las sandalias.

    Mis nueras son jóvenes, desde luego, y aún pueden tener hijas. Sin embargo, ¿Quién me garantiza que viviré para verlo? ¿Y si soy tan vieja que pierdo la memoria o soy incapaz de relatar lo ocurrido con coherencia? Prefiero prevenirme. Por eso llevo a todas partes conmigo a Karo y le voy dictando mis recuerdos según vienen. Además, me hace compañía y su desenfado juvenil me alegra. Ya tendremos tiempo luego de ordenarlos mejor. Y si me muero antes, él podrá hacerlo.

    - ¿Es cierto que tu misma viste llegar las naves de los troyanos? – me pregunta mientras me ayuda a colocarme el manto.

    - Tan cierto como que te veo a ti ahora mismo. La nave de Eneas arribó a una bahía un poco más al este, no puede verse porque está detrás de ese promontorio. Una tormenta había dispersado su flota y algunas de las naves que él creía perdidas llegaron justo aquí. Y en mala hora.

    - Yo los odio – dice de pronto, cuando ya hemos tomado la cuesta de camino a casa.

    - Pues haces mal. Odiar, odiar… Y seguro que no sabes por qué. ¿Comprendes lo que decía antes? – le respondo airada. Él se queda callado.

    Me pregunto si habrá algún palmo de tierra en el mundo que no haya sido hollado por algún ser sufriente. Cartago y esta misma playa no son una excepción. La reina Dido y todos nosotros llegamos aquí huyendo de otros dolores y traiciones. ¡Qué mujer! No sé de ninguna otra que haya experimentado el goce del amor como ella ni haya padecido tanto por su pérdida.


    Habíamos navegado durante meses y meses y más meses y al desembarcar aquí nos arrojamos al suelo y besamos la arena. Yo creo que más bien me caí, porque después de tanto tiempo en la nave me sentia mareada y torpe como un pato al pisar tierra. Ese es uno de mis primeros recuerdos de entonces, tenía poco más de siete años. Estábamos desfallecidos pero muy alegres. Nos parecía haber llegado al final de nuestro sufrimiento. Y así fue. Hasta que se interpuso Eneas. Y los dioses, es preciso decirlo.

    - El maestro asegura que es necesario consultar los augurios para no equivocarnos y actuar siempre según los dictados de la divinidad.

    - Nadie conoce la voluntad de los dioses, hijo mío, hasta que se ha cumplido. Y para entonces no hay remedio que valga: suele ser demasiado tarde. Dido era todo corazón. En cuanto a Eneas… No quiero ser injusta con él. Vayamos poco a poco y con prudencia, porque no se ha inventado una balanza para pesar las culpas en los conflictos humanos. Y, ahora, entra en casa delante de mí y, si te pregunta mi nuera, dile que nos ha retrasado un vecino. Nos ahorraremos una disputa.

    NOTA: Para esta historia me inspiro en La Eneida de Virgilio. Imilce (sin hache) y Karo son los únicos personajes que incorporo a esta historia y no figuran en el texto virgiliano.
    * y *** Esculturas en el Museo Massimo alle Terme
    ** Escultura de inspiración medieval fuera de exposición en los Museos Capitolinos
    ****Vista del Tíber, aquí simulando la playa de Cartago.
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