En el extremo más recóndito del bosque sagrado de Silana, apostado entre los matorrales y las encinas, el pordiosero Alec vigilaba al grupo de hombres que, dirigidos por Prátex, trabajaba desde el amanecer. Habían abatido varios árboles y despejado de matojos el claro del bosque junto a los murallones de roca que cerraban la hondonada por tres lados. El trabajo se había organizado por grupos: mientras unos talaban, otros limpiaban los troncos quitándoles las ramas y la corteza en el mismo lugar donde habían sido abatidos y un tercer grupo los transportaban hasta la hondonada, donde ya habían perforado los agujeros en el suelo para asentar los postes. Era evidente que estaban construyendo una cabaña.
- Ve a la fuente sagrada de Silana y trae de beber – ordenó el rey Amulio a uno de sus siervos –. Allí habrá un hombre de Prátex: dale recado para que le avise y venga a encontrarme aquí. Comeremos un bocado.
Los criados habían sacado ya de sus zurrones tortas de espelta, cebollas, quesos frescos y curados, cuando regresó su compañero con un odre lleno de agua y acompañado de Prátex. Comieron en silencio y, al terminar, el rey ordenó a sus hombres que lo esperasen sin moverse de allí hasta su regreso. Se levantó y se alejó con Prátex. Sólo cuando desaparecieron de su vista los criados y comprobaron que no había nadie por los alrededores, el rey y su sicario penetraron en el bosque de Silana.
- Tu mismo vas a verlo, señor – respondió Prátex avanzando por la solitaria senda –. Mañana mismo tendremos terminada la cabaña.
- ¿Mañana? ¡No! No quiero tener a la zorra de mi sobrina en mi propia casa. Esta noche te la entregaré, a ella y a su sierva. Si no está terminada la cabaña, que duerman al raso.
- Tú das las órdenes, mi rey. Piensa, no obstante, que los criados que me has proporcionado no saben para qué o para quién están construyendo la cabaña, pero si ven a las mujeres… No será fácil mantener este lugar en secreto.
Amulio no contestó. El follaje cada vez más tupido dificultaba el paso del sol. De la tierra brotaba una neblina que
- Cuando acaben su tarea, mátalos – dijo de pronto.
- ¿Quieres que mate a tus criados? – respondió Prátex sin ocultar su extrañeza.
- Ya me has oído. Nadie debe saber dónde escondemos a Rea Silva, salvo nosotros dos, y un par de hombres de tu estricta confianza para que vigilen el lugar.
- No podré matarlos yo solo – objetó Prátex.
La ninfa Silana, que ya les había mostrado su aspecto más hosco, indignada al conocer los planes criminales que perpetraba el rey Amulio en sus propios dominios, no pudo contener su enojo y su desagrado: envió una violenta ráfaga de aire que sacudió el bosque entero y lo ensombreció aún más, revolviendo ramas y hojas, levantando hojas muertas y silbando una canción siniestra. Como una advertencia llegó hasta ellos el golpeteo de las hachas. Al escucharlo, Prátex informó al rey que estaban próximos al lugar donde sus criados talaban el árbol de cuyo tronco saldría la viga cumbrera para la choza. Y aún debían recorrer un buen trecho hasta llegar a la hondonada donde quedaría aislada Rea Silvia.
Amulio, que había saltado hacia atrás, se quedó pálido. Había visto la muerte tan cerca, que las piernas no lo sostenían. Apoyado en una encina imprecó y blasfemó contra la ninfa Silana y todas las divinidades de los bosques y, puesto que la ninfa le había cortado el paso de tal modo, renunciaba a seguir hollando ese suelo con sus reales plantas.
El pordiosero Alec, que había presenciado la llegada de Amulio y Prátex desde su refugio, no pudo ni siquiera gritar: golpeado en la cabeza por una de las ramas más altas del árbol abatido, había quedado tendido entre las rocas y de su frente manaba sangre en abundancia.
* La fotografía del árbol envuelto en niebla, tomada en la Cumbrecita, Córdoba, Argentina es obra de Alexandria Faderland, nuestra Calisto en la novela de la fundación de Roma. El resto de fotografías son de Isabel Barceló.