jueves, junio 22, 2006

EL TRIUNFO DE CLAUDIO ( y V ).- Recta final




La inmediata reacción de Claudia ha sorprendido a todos. Las vestales que contemplan la escena desde la tribuna de autoridades dejan escapar un grito de angustia al verla cruzar peligrosamente por delante de los caballos para alcanzar el otro lado de la vía Sacra. Los magistrados se han puesto en pie y gesticulan. Alguien debería ayudar a Claudio. Pero los soldados desfilan detrás de los estandartes y no ven lo que ocurre; los espectadores son padres y madres de familia, ancianos, doncellas y niños que no tienen capacidad de reacción; ellos mismos van desarmados.

Tampoco la hija de Claudio lleva armas, pero no repara en ello. Deja que se adelante el carro y de un salto prodigioso se encarama a él por detrás. Sus compañeras ven cómo se inclina hacia delante y se agarra a su padre para recuperar el equilibrio, justo en el momento en que la cuadriga pasa por delante de la tribuna. A nadie de los que aguardan a lo largo de la vía Sacra le importa ya el desfile. Todos los corazones están pendientes de la lucha que se desarrolla sobre el carro triunfal: Claudia empuja con todas sus fuerzas la cabeza del agresor; él se resiste, ruge de ira y patea con la pierna que cuelga fuera del carro; Claudio, superada la sorpresa por la rápida intervención de su hija, controla a los caballos y pasa un brazo por la cintura de ella para que no se caiga.

- ¡Sigue adelante, padre, sigue! – grita la vestal, con voz entrecortada por el esfuerzo.

El grito de pánico que había proferido la multitud hace unos instantes, al producirse el asalto, se intensifica y se transforma. Son ahora gritos de asombro y de admiración, de ánimo a Claudia para que no se rinda y persevere en mantener a ese hombre malvado alejado de su padre. Queda muy poco trecho para que alcance su meta y merece llegar a ella con vida.

El carro ha emprendido el ascenso de la colina del Capitolio por la pendiente que conduce al templo de Júpiter Optimus Maximus. Claudia está exhausta, pero su nervio la mantiene firme, la boca apretada y los brazos en tensión, toda ella entregada a la tarea de salvar a su padre. No consentirá que ese hombre le haga daño, antes tendrá que matarla a ella. Tanto lo ama. Tanto está dispuesta a hacer por él.

En un intento de ganar la partida, Marco Vicinio logra agarrarla por un brazo. La vestal se tambalea, y aunque se echa hacia atrás, comprende que el sólo peso de ese hombre puede hacerla caer del carro. Concentra su esfuerzo en una sola acción: hinca los dientes en el antebrazo del hombre y los aprieta con toda la ira, con todo el furor que siente. En este momento es una fiera comparable a la loba que salvó a Rómulo y Remo.

Marco Vicinio pierde energía. Lo empinado de la cuesta añade dificultad a su propósito y apenas puede sostenerse ya. Mira un instante a Claudia. Las ocho trenzas de su peinado de vestal han perdido los lazos que las sujetaban en la parte superior de la cabeza y caen, desgreñadas, en todas direcciones. Parecen serpientes iracundas, prestas a dar su dentellada mortal. “Así deben ser las Furias”, piensa. Sólo que a la vestal no la anima el deseo de venganza, sino un sentimiento amoroso que él no provocará jamás. Hasta en eso ha tenido suerte el bastardo de Claudio. Si aún le quedara saliva en la boca, le escupiría. Pero no lo puede hacer. De un tirón brutal libera el brazo del mordisco de Claudia, desliza la pierna con la que se sujetaba al carro mediante un movimiento rápido y se deja caer al suelo cuando ya coronaban la cuesta. Rueda por la pendiente y los legionarios lo apartan de su camino a patadas.

El público celebra con un delirio de lágrimas y gritos este desenlace. Ensalzan a Claudio como general y lo bendicen por haber engendrado una hija semejante.

Claudio detiene los caballos en la explanada que precede al templo y se gira para abrazar a su hija. No es costumbre manifestar afecto en público, pero sería inhumano no hacerlo en este momento. Claudia tiene un aspecto deplorable: el velo de color naranja le cae por la espalda hecho jirones, está despeinada y sudorosa y apenas puede controlar el temblor de las manos y las piernas. Pero ha vencido. Y su victoria vale más que la belleza de todas las Helenas de Troya.

Cuando se separa del abrazo de su padre, Claudia lleva la mitad del rostro pintado de color arcilla. Pronto una multitud los rodea. No sólo las autoridades que salían a recibir a Claudio, sino muchas personas que quieren felicitar a padre e hija por este doble triunfo. Ambos están radiantes. Llegan las demás vestales, la madre y la hermana de Claudia y toda su familia. Van a presenciar la ceremonia en la que Claudio ofrecerá su victoria al padre Júpiter poniendo a sus pies los despojos de los enemigos. Le dará las gracias por ella y por todos los dones que le ha otorgado. Sí, el dios supremo lo ha favorecido.

Entretanto, el primipilum ha improvisado una nueva letra que cantan enfervorizados los soldados romanos y se repetirá después por las calles, las mesas del banquete, los prostíbulos y los figones:

Nadie se burle de Claudio porque no haya engendrado hijos varones.
No habrían destruido Roma los feroces galos
de haber existido entonces la Claudia que parió su mujer .

* Fragmento de un relieve. Podemos imaginar que es Claudio.
**Fragmeno de un relieve. Podemos imaginar que es Marco Vicinio.
***Cabeza de mármol. Podemos imaginarnos que es la vestal Claudia.
Los tres comparten la eternidad en el Museo Centrale Montemartino.

lunes, junio 19, 2006

EL TRIUNFO DE CLAUDIO ( IV ).- Marco Vicinio ataca.






Con el rostro untado de arcilla roja para evocar la estatua de barro del padre Júpiter a quien se debe la victoria, la cabeza ceñida por una corona de laurel y el manto púrpura flameando a su alrededor, rígido y firme, orgulloso sobre la cuadriga tirada por cuatro caballos blancos: así aparece Claudio sobre la Velia, una de las cumbres del Palatino, y provoca el delirio. Miles de personas aplauden y lo vitorean: éste es el hombre que ha conducido en el combate a los soldados y los ha devuelto con gloria a sus familias; el que ha hecho temblar los campos de batalla con su arrojo; el que ha engrandecido la fama de Roma; el que goza del favor de los dioses y en este momento se les asemeja.

Tras él asoman las insignias y estandartes de las legiones romanas y, más atrás, los rojos penachos que rematan los cascos de los legionarios. Han recorrido ya la mayor parte del trayecto y sus pechos revientan de orgullo al enfilar el tramo final. Hasta ahora, han sido los rostros y los gritos del público, los vítores, los brazos agitados para saludarles, las miradas ardientes de las mujeres que los aclamaban, la propia conciencia de su valía y marcialidad, lo que les emborrachaba el alma. Pero ahora es distinto.

- Es el tercer triunfo en el que participo – dice el primipilum al hombre que lleva al lado – y no me acostumbro. Cuando llego aquí se me forma un nudo en la garganta.

Ante ellos se extiende una Roma sagrada, el lugar en el que se hunden las raíces de su ciudad. Y más todavía que eso: donde residen los dioses y las instituciones que los han hecho fuertes. ¿Cómo no emocionarse al desfilar ante el templo de Júpiter Stator, la regia donde se guardan los escudos sagrados, el comicio en el que se reúne el pueblo para votar las leyes o la curia, sede del Senado ¿Cómo no estremecerse al ver la ciudadela y el templo de Júpiter Optimus Maximus sobre la cumbre del Capitolio y sentir que con su propia sangre, su esfuerzo y sacrificio han contribuido a la grandeza y pervivencia de esta ciudad? Ha merecido la pena todos los padecimientos: esta es la justa recompensa de tantos días de lodo, sudor, hambre y muerte.


Las sandalias de los soldados, insuflados de nuevo ardor, golpean rítmicamente el suelo, con alegría, sintiéndose con fuerzas para vencer en el amor y en la guerra. El primipilum comienza a cantar a voz en grito, secundado por todos los demás:

Claudio está más sordo que una tapia.
No teme al enemigo porque no oye el ruido de sus armas, ni sus gritos.
Es fácil ser valiente así.

A los soldados les interesa proteger a Claudio de la envidia de los dioses. De lo contrario, lloverían sobre él las desgracias y quizá no podría conducirlos de nuevo a la victoria. Un general incompetente es lo peor que les puede pasar cuando van a la guerra. Aman a Claudio y estiman su gran capacidad, así que se burlan de él con canciones que agrandan sus pequeños defectos y otras abiertamente soeces que harían enrojecer a las mujeres en otras circunstancias. No en ésta, en que la multitud se rinde ante ellos.

La cuadriga de Claudio está muy cerca ya de la tribuna de autoridades. Su hija, la vestal Claudia, lo mira aproximarse embelesada y nerviosa. Sonríe y al mismo tiempo se aprieta con fuerza las manos sobre el regazo, su asiento parece estar erizado de agujas. Y, de pronto, alguien sale de entre la multitud y dando un salto felino alcanza el carro triunfal y se agarra a su costado. La multitud queda en silencio una fracción de segundo y después lanza un grito.

Salta también Claudia. Las manos que se tienden a su alrededor para sujetarla sólo cogen aire. Se ha lanzado hacia delante y baja las escaleras del podio ligera como el viento, sin ver a la gente que las ocupa e instintivamente le abren paso. Sólo tiene ojos para mirar lo que ocurre en el carro triunfal, que sigue avanzando. Su padre sujeta con firmeza las riendas con la mano derecha y con la izquierda forcejea con el hombre que, agarrado a los bordes, intenta subir a la caja del carro.

Marco Vicinio ha pasado ya una pierna por encima del borde e intenta mantener el equilibro. Resiste los empujones de Claudio, aprieta los dientes y se agarra con furia para no caer. Tiene que subir al carro. Ha de conseguirlo si quiere romperle el cuello a Claudio, matarlo delante de toda Roma para que se enteren sus ciudadanos de quién es: no un dios, sino un espantajo pintarrajeado y ufano, un malnacido que le ha privado a él de gloria. Lo desnucará como a un conejo. Está a punto de lograr su primer objetivo. Sólo con un pequeño impulso más, estará montado en el carro.

Es lo mismo que piensa Claudia, la única idea que la ocupa, implicando todo su ser, mientras corre velozmente al encuentro de la cuadriga. Parece que se ha parado el mundo. La música, el griterío y el público, los nobles edificios, se han desvanecido para ella. En todo el universo no existe nada salvo esos caballos blancos que arrastran un carro a punto de perder el equilibrio y, sobre él, en mortal peligro, su padre, la persona más importante para ella, la que más ama. A la que puede perder.

* Vista de la vía Sacra. Al fondo, el arco de Tito marca la cumbre de la Velia.

** Escena de guerra. Museo Centrale Montemartino

***En la misma vía Sacra, que pasaba por debajo de donde ahora está el arco de Septimio Severo. Tras él, la colina del Capitolio.

**** La frase con que termina el 4º párrafo "la recompensa de tantos días de lodo, sudor, hambre y muerte" ha sido tomada prestada de un comentario hecho, respecto a este triunfo, por maik pimienta.

jueves, junio 15, 2006

EL TRIUNFO DE CLAUDIO ( III ).- Tarde de gloria y riesgo.

Claudia sale a la calle, por fin, con las demás vestales. Hace horas que lo está deseando. En su pecho se libra una guerra entre dos sentimientos: la alegría combate por un lado pertrechada de orgullo y juventud; por la otra parte, el miedo se presenta con un cosquilleo en el estómago y el recuerdo del águila cayendo en picado sobre la tienda de su padre. Dos ejércitos que conquistan alternativamente el campo de batalla y revelan los avatares del combate en el rostro de Claudia: arquea las cejas, sonríe y luego se pone seria, mira a todas partes y parece que va a llorar, respira hondo antes de sonreír de nuevo. Su amiga y compañera Rubiria busca su mano y se la aprieta.

Rubiria y Claudia fueron consagradas a Vesta el mismo año. Ambas han cumplido los diecisiete de edad y han crecido unidas como hermanas. Cuando termine su tiempo de servicio a la diosa piensan permanecer juntas, quizá en la casa familiar de Claudia. Ella adora a su padre y, ya que las circunstancias le han forzado a vivir alejada de él, pretende resarcirse en el futuro: lo cuidará cuando sea anciano, se sentará con él al sol y le pedirá que le cuente historias de sus antepasados, que le hable de la Roma de su infancia y de sus propias experiencias en el gobierno y la guerra. Claudia se lo imagina con los ojos cerrados y la cabeza alzada en dirección al cielo, su rostro sonriente y surcado de arrugas envuelto en un halo de luz. ¡Le dará tantos besos...!

- ¡Claudia! – la llama la vestal máxima – Ven a sentarte aquí, a mi lado. Y a tu izquierda que se siente Rubiria.

Es una deferencia hacia ella, porque a la vestal máxima – la más antigua en el servicio de la diosa – suelen flanquearla las vestales de mayor edad. Claudia le da las gracias y le dedica una sonrisa. Está satisfecha. Se ha calmado el viento después de barrer las nubes y ha dejado una tarde radiante. El sol inunda de luz dorada la vía Sacra, la multitud se apiña a ambos lados y emite un alegre rumor que se alza sobre el mar de cabezas. La tribuna de autoridades está en plena ebullición, pero ellas ya han ocupado sus asientos. Allá abajo, al otro lado de la vía, la madre y la hermana pequeña de Claudia la saludan agitando las manos.
Marco Vicinio se abre paso a codazos entre la muchedumbre, sordo a las protestas que suscita. Apostado hasta ahora en las escalinatas del templo de Cástor y Pólux, considera que ha llegado el momento de acercarse a la primera fila.

- ¡Deja de empujar! – le dice airado un hombre de mediana edad mientras rechaza con su brazo el avance de Marco. Él no hace caso y ni siquiera lo mira. Sigue impasible hacia delante, apartando los cuerpos de esos estúpidos que se interponen entre él y su justa venganza. Algunas mujeres lo llaman bruto, otras vuelven el rostro tapándose la nariz para no oler su aliento, todas se quejan de tan malos modales. Indiferente a los reproches que le llueven de todas partes, sólo le importa colocarse en primera fila, hacerse un hueco entre la regia y la tribuna de autoridades levantada enfrente de la basílica Emilia. Se oyen salvas de aplausos que anuncian que el desfile ya ha llegado aquí.

A Claudia se le hace un nudo en la garganta cuando ve a los primeros soldados avanzar tocando las trompas entre el entusiasmo de la multitud. Los gritos se exacerban y se tornan insultos al paso de las nutridas filas de prisioneros. Sus piernas son fuertes como columnas y los brazos y pechos desnudos permiten admirar sus musculaturas. ¡A esos fieros guerreros los hemos vencido! Caminan encadenados y hoscos, con las cabezas gachas, intentando ocultar su vergüenza.

- ¡Mira! – dice Rubiria a Claudia señalando más allá de los enemigos que desfilan ante ellas – ya vienen los carros con las armas – y palmotea como una niña, porque ayer mismo vieron juntas en el Campo de Marte cómo los preparaban. Los carros descienden la cumbre de la Velia traqueteando y cada movimiento produce un estruendo espantoso: chocan entre sí los escudos; las hojas de las espadas producen un sonido agudo, espeluznante; los petos, cascos y lanzas bailan como si estuvieran vivos colgados de los costados de las carretas y provocan la hilaridad de los espectadores.

Y esto no es nada comparado con el brillo de los lingotes de oro y plata con los que bajan cargados más carros. Tintinean las monedas que irán directamente al tesoro y la multitud lanza exclamaciones de admiración y de gozo al ver pasar, uno tras otro, cofres de los que sobresalen jarras, copas, bandejas y platos de metal ornados con piedras preciosas; telas tan finas que se transparentan y llevan entretejidos hilos de oro; mesas de bronce y tantas joyas y maravillas que no da tiempo a contemplarlas.

Con todo, lo mejor viene ahora: por muchas riquezas que haya conseguido Roma, ninguna puede superar a sus hombres.

- ¡ Ahí viene mi padre! – grita Claudia sin poder contenerse, aunque hace un esfuerzo para permanecer sentada. Los ojos se le inundan de lágrimas y el corazón se le hincha hasta casi reventar.

-¡ Aquí vienes, Claudio! – rezonga para sí Marco Vicinio. Hace rato que está situado en el borde mismo de la vía Sacra, siete u ocho zancadas antes de que la vía llegue a la altura del estrado de las autoridades. Se agacha ligeramente y tensa sus músculos. Este era el momento que estaba esperando.

*Vista del foro desde el Capitolio. Al fondo, las 3 columnas del templo de Cástor y Pólux y, a la izda. los restos del templo de Vesta.

** Vista de la vía Sacra desde el Palatino. A la izda. y en primer término el templo de Vesta (redondo). La vía pasa por detrás del grupo de árboles y por delante de las columnas del templo de Antonino y Faustina. La regia (edificio oficial de la oficina y archivos del Pontífice Máximo) está a la izquierda de la arboleda, frente a este último templo.

*** Escena de guerra. Relieve en el Museo Centrale Montemartini.



lunes, junio 12, 2006

EL TRIUNFO DE CLAUDIO ( II ).- Rumiando venganza.



El fuego de Vesta arde en el ara e ilumina con luz móvil el pequeño recinto circular. Se tranquiliza Claudia y durante unos momentos dedica todos sus pensamientos a la diosa, a la que ruega por Roma y le recuerda los grandes servicios que su padre ha prestado a la urbe: la ha defendido de sus enemigos, ha conducido a sus soldados a la victoria y extendido su poder sobre otros pueblos. Y todo ello por amor a su ciudad y respeto a los dioses eternos.

El sol ha salido ya cuando Claudia regresa a su cuarto. Hasta la Casa de las Vestales llega el rumor que produce la ciudad puesta en pie: los barberos han comenzado a atender a sus clientes en la calle, los flautistas vuelven de los templos donde han acompañado con música los sacrificios, por las puertas abiertas de los talleres se escapan los ruidos y los alrededores del foro están atestados de gente.

En uno de los figones próximos a la vía Nova, que discurre por detrás de la Casa de las Vestales, hay varios clientes. Uno de ellos, acodado en una mesa, da vueltas y vueltas a su copa. De pronto, la levanta y grita al esclavo que sirve:

-¡ Eh, tú! Tráeme más vino. Que no sea tan malo como el anterior – y con voz desabrida añade, para quien quiera oírlo – No sé que pasa en esta ciudad asquerosa que nadie tiene buen vino. Sólo los ricos. Esos sí, maldita sea.

- No te quejes, Marco Vicinio, que esta tarde beberás hasta hartarte – le contesta otro de los clientes – Paga el noble Claudio, así que resérvate para entonces.

- Para otra cosa me reservo, amigo. ¡Y por Júpiter que se va a enterar Claudio! – y cogiendo la copa de barro que le acaba de llevar el esclavo, se pone en pie y la estrella con rabia contra el suelo. Saltan los fragmentos por todas partes, el vino se expande como la sangre por el pavimento y mancha los pies de Vicinio. El esclavo da un respingo y se apresura a buscar una escoba y trapos en el interior. Cuando regresa, el hombre se ha ido y ha de salir tras él para reclamarle el pago de la cuenta.

Marco Vicinio se ha mezclado con la muchedumbre que, como él, rodea la colina del Capitolio, atraviesa el barrio de los fabricantes de yugos y sale del recinto amurallado por la Porta Carmentalis para ir a curiosear al Campo de Marte. Los soldados ultiman los preparativos del desfile triunfal. Se les ve activos y animados. Tienen ganas de que todo acabe. Hace unos meses que regresaron de la guerra, pero han tenido que esperar acampados aquí, a las puertas de Roma, a que el Senado se decidiera de decretar el triunfo. ¡No se demorarían tanto en tomar decisiones si fueran ellos mismos quienes se hallaran lejos de su hogar! Pero no es momento de lamentaciones. Dentro de unas horas desfilarán por la ciudad y todo el mundo sabrá lo valerosos que han sido, qué rico es su botín, cómo han quedado humillados los enemigos de Roma: caminarán encadenados por delante de ellos y mañana serán vendidos como esclavos. Las hojas de las espadas y las corazas que algunos soldados bruñen con paños lanzan destellos al sol.

Marco Vicinio observa el campamento con rencor. Hubiera podido estar ahí, entre esos soldados que se aprestan a disfrutar su tarde de gloria. Él se la merecía más que ninguno de ellos. Y la habría obtenido de no haber sido por Claudio, que lo expulsó del ejército. Por borracho, había dicho. Mentira. Lo ha expulsado porque sí, porque no le gustaba su cara. ¡Qué casualidad que a él tampoco le gustase la cara de Claudio...! En voz baja, murmura:

- No va a conocerte ni tu madre cuando acabe contigo.

- ¿Qué dices? – pregunta un joven que estaba a su lado, creyendo que le hablaba a él.

- Que te pongas cerca de la tribuna de autoridades si quieres presenciar bien el espectáculo – responde con una risa sombría, antes de darse media vuelta y dirigirse de nuevo al interior de la ciudad.
* Templo de Vesta. Foro romano
** Vista de la Vía Nova

viernes, junio 09, 2006

EL TRIUNFO DE CLAUDIO ( I ).- Presagios



Claudia se levantó al alba, se asomó al atrio de la Casa de la Vestales y una ráfaga de viento le hizo cerrar los ojos. Se echó sobre los hombros una palla, el manto de lana que solía usar en cuanto el otoño refrescaba y, abandonando su cuarto, atravesó la columnata que bordeaba el atrio y se dirigió al Templo de Vesta. Quería ofrecer a la diosa sus respetos antes siquiera de tomar su colación matutina porque aquel iba a ser un día muy importante para su familia. Lo que ignoraba es que ella misma iba a dejar una huella en la historia de la urbe, pequeña pero significativa.

- Creo que va a ser el triunfo más espectacular que se ha visto nunca en Roma – había dicho la tarde anterior a sus compañeras vestales durante la cena. – ¿Verdad Rubiria? Al mediodía hemos ido juntas al Campo de Marte.

- Cierto – añadió Rubiria – Me ha parecido que había más de veinte carromatos preparados con las armas capturadas y, según me ha confirmado un oficial, el botín va a ser impresionante: lingotes de oro y plata, telas, copas, estatuas, monedas y demás. Aun no sabían cuántos carros necesitarían para acarrearlo.

Las demás vestales celebraron la noticia y ello dio pie a comentar los rumores que circulaban por Roma. Se hablaba, sobre todo, de las mesas que estaban distribuyendo a lo largo del recorrido y en las cuales se serviría un banquete para que todo el pueblo pudiera participar de la fiesta. Miles de cocineros estaban en ese momento trabajando y, al parecer, se esperaba para esa misma noche la llegada de las carretas que traían el vino.

Las vestales ocuparían su lugar en la tribuna de autoridades durante el desfile y después de unirían a la fiesta participando en un solemne banquete servido en el templo de Júpiter Optimus Máximus en la colina del Capitolio. Un acto al más alto nivel al que asistirían los senadores y los principales magistrados de la ciudad, incluidos los Cónsules, y cuyo protagonista indiscutible iba a ser el padre de Claudia, el general que había ganado la guerra y al que el Senado había concedido un triunfo: el honor de desfilar con su ejército por las calles de Roma y ser aclamado por la multitud.

- Bien, Claudia – había dicho la vestal máxima antes de abandonar la mesa de la cena para retirarse – estamos satisfechas. Hacía ya muchos años que no celebraba un triunfo el padre de una vestal. Descansa bien esta noche, porque mañana va a ser para ti un día muy señalado.

- Eso mismo me ha recomendado mi madre, pero no sé... ¡Estoy inquieta! Ojalá todo salga bien – y poniéndose repentinamente seria, añadió: – un centurión ha avistado tres águilas sobrevolando el campamento que ocupa el Campo de Marte y una de ellas ha caído en picado sobre la tienda de mi padre.

- ¿Pero se ha estrellado o ha muerto? – preguntó alarmada una de las vestales.

- No, no – respondió Claudia –, nada más rozar el techo, ha remontado el vuelo. Los augures aún no han interpretado este presagio, pero coinciden en que se trata de un aviso: algo va a ocurrir.

Así que Claudia se ha levantado esta mañana tras una noche de inquietud. La han atormentado las pesadillas. No puede recordar los sueños, pero se ha despertado varias veces con una sensación de angustia. El viento fresco la ayuda a despejarse y se demora unos momentos en la puerta del templo. En el altar de Vesta se conserva el fuego sagrado que simboliza la pervivencia de la ciudad y, por un instante, a Claudia le asalta el temor de que se haya apagado.
* Edículo a la entrada de la Casa de las Vestales
**Escaleras que ascienden a la colina del Capitolio

lunes, junio 05, 2006

LAS MUJERES DE ESCIPION ( y IV ).- Antistia frente a Emilia

Antistia se arrojó a los pies de Emilia. El corazón le latía tan fuerte que se sentía mareada y, de camino al jardín, había temido que no le sujetaran las piernas. Postrada en el suelo, veía la hierba borrosa y trataba de no pensar en nada mientras los latidos le retumbaban en la cabeza como un tambor. Incluso la voz de Emilia le llegaba amortiguada.
- ¿No me has oído, Antistia? Levántate – le repitió Emilia removiéndose en la silla – Y límpiate las lágrimas.

A la noble Emilia le incomodaban las escenas. Su carácter afable soportaba mal ser testigo de emociones sin echarse ella misma a llorar, y ahora no quería hacerlo. Era evidente que su marido había dejado sin resolver algunos asuntos domésticos y tendría que solucionarlos ella. Escipión fue un hombre admirable, desde luego, aunque de escasa sensibilidad respecto a las mujeres.

- Domina – dijo Antistia con un hilo de voz, puesta ya en pie, pero con la cabeza gacha – me gustaría trabajar en la cocina, si no te opones. Soy buena con los dulces...

- No lo dudo, aunque no he tenido ocasión de probarlos – le respondió Emilia sin dejar de mirar los cabellos de la concubina, largos y ondulados, que caían a ambos lados de la cara y la dejaban en sombra. Se dio cuenta, de pronto, que la muchacha estaba temblando – Ni creo que llegue a disfrutarlos, porque no te quedarás en la cocina. He pensado en algo más adecuado para ti.

A Antistia estas palabras le provocaron un ataque de pánico. Como movida por un resorte y con la sensación de que le faltaba el aire, se arrojó al suelo de nuevo.

- Te lo suplico, domina, te lo ruego. Ten compasión de mí. No me mates ni me vendas, por favor. Te suplico que me dejes trabajar en la cocina, no notarás que estoy aquí. Puedo ser útil muchos años – gemía la concubina entre sollozos, alzando el rostro implorante hacia Emilia.

- ¡Ya basta, Antistia! – respondió Emilia echando hacia atrás los pies que pretendía cogerle la concubina. Se volvió hacia su hija Cornelia como pidiendo ayuda – ¡Por todos los dioses! ¿Cómo pudo amar tu padre a una criatura tan estúpida?

Cornelia respondió a su madre tomándole la mano y arqueando las cejas. Hizo un gesto para llamar a un esclavo y le pidió que trajera un asiento para Antistia y una copa de agua.

- No se te ocurra moverte de ahí, ni me interrumpas – dijo Emilia a la concubina señalándola con el índice. Le habían puesto la silla frente a ella y a su lado una pequeña mesita con el servicio. Beber agua parecía haber tranquilizado a Antistia, aunque su rostro permanecía contraído de angustia. Se sentía desorientada, no lograba comprender qué estaba pasando. El miedo instalado en su espíritu desde que enfermó Escipión, se había agarrado a su estómago y a su pecho y ocupaba todo su pensamiento. Había apoyado la copa sobre su regazo y la contemplaba fijamente, sin atreverse a levantar la vista para mirar a su ama.

- Ahora quiero que me escuches con atención, Antistia – dijo Emilia – Creo que aún no te has dado cuenta de quiénes somos. Yo soy la viuda de Escipión el Africano, el general más grande que ha dado Roma. Y tu has sido su concubina. No sería digno de un hombre semejante que a su muerte fueran vejadas las personas a las que él estimó. Ni sería tampoco digno de mi persona el consentirlo.

Cuando las palabras de la noble Emilia llegaron a este punto, Antistia se atrevió a mirarla. Tenía frente a ella a su ama, aquella mujer madura a la que hacía años había ayudado con el aseo y el vestido, cuidado de sus joyas y guardarropa; la persona que nunca se enfadaba si no estaba todo listo o tenía que esperar a que se calentaran las tenacillas; la mujer a la que había cepillado cada noche el cabello y quizá alimentaba la esperanza de recibir la visita de su esposo; la mujer a la que un día dejó de servir para dedicarse por completo a servir al marido. Antistia sentía un nudo a la altura del pecho.

- De modo que he decidido dos cosas respecto a ti – siguió diciendo Emilia –: la primera, concederte la libertad, como creo que habría deseado Escipión que hiciera. Y lo segundo, darte en matrimonio a mi liberto Paulo, porque no estaría bien que anduvieras sin marido. Es un buen hombre y espero que te acomode.

Antistia lloraba de nuevo, esta vez sin moverse de su asiento y en silencio. Sus lágrimas eran tanto de alivio por la desaparición del peligro temido, como de alegría y agradecimiento por el gran beneficio que acababa de recibir. Al fin pudo contenerse y lentamente se levantó. Miró un momento a Emilia antes de arrodillarse ante ella, con serenidad, y besarle la mano.

- Aunque sea libre, domina, siempre seré tu esclava – dijo. Y con paso digno se encaminó hacia la cocina.

Cornelia apretó la mano de Emilia. Sabía que, pese a la naturaleza generosa de su madre, este gesto tenía un especial valor. No es fácil compartir el lecho de un marido con otra mujer y menos todavía hacerlo sin perder la propia estima ni el respeto debido a sí misma. Se sintió henchida de orgullo: nadie podría decir en Roma que existían unos padres mejores que los suyos.

Desde la cocina llegó a sus oídos la algarabía de gritos y aplausos con que los esclavos recibieron a Antistia. Había declinado la tarde y hacía fresco en el jardín. Cornelia se puso en pie, ayudó a levantarse a su madre y le dio un abrazo.

- No tienes ya excusa, madre: dentro de una semana, volveremos juntas a Roma.

* Hierba entre las losas en un lateral del foro romano.

** Remate de un templo arcaico, como pudieron verlo las protagonistas de esta historia . Museo Centrale Montemartino

***Foro romano. En primer término, el lugar donde se levantaba la casa de P.Cornelio Escipión


jueves, junio 01, 2006

LAS MUJERES DE ESCIPIÓN ( III ).- Emilia tiene dudas.


- ¿Has pensado en regresar a Roma, madre? – le preguntó Cornelia mientras tomaban un refrigerio en el jardín.

- Aún no lo sé, hija mía – respondió Emilia – No logro decidirme. Después de enterrar a tu padre, no me queda nada que hacer aquí. Y sin embargo...

La muerte había alcanzado a Publio Cornelio Escipión el Africano apenas doce meses después de que se hubiese apartado de la vida pública y retirado a vivir en un pueblecito de Campania. A Emilia, su noble esposa, le dolía la forma en que habían abandonado Roma. Ella no se hubiera marchado de la urbe jamás, pero Escipión se encontraba cansado, hastiado del acoso político al que estaba sometido por parte de algunos rivales sin escrúpulos. Había dado por Roma lo mejor de sí mismo, y se sintió mal pagado. Así que había decidido emprender un exilio voluntario.

- Emilia, quiero morir aquí – le había dicho muchas veces a su esposa durante su enfermedad – y ni se te ocurra llevarme a enterrar a Roma.

- Eres muy tozudo, Publio Cornelio – le contestaba ella –. Vas a ponerte bien. Pero el día que te mueras, ¿qué sentido tendría que no ocupases el lugar que te corresponde en la tumba de los Escipiones? Y ¿qué pasará conmigo? Sabes que pretendo que mis restos reposen con los tuyos y, por tu cabezonería, ¿tendré que quedarme aquí?

Pero no pudo persuadirlo para que cambiara de opinión. Emilia había sentido en su pecho, como una espina, lo injusto que había sido que ese hombre noble muriera fuera de su hogar. Pero así lo había querido él y ella jamás lo hubiera contrariado. Ahora la situación era distinta: se había quedado sola y no había razón para permanecer fuera de la urbe. La memoria de su marido, no obstante, le pesaba.

- Vamos, madre – le dijo Cornelia mientras se levantaba para colocar sobre los hombros de su madre el chal que se le había resbalado y caído al suelo. Aprovechó ese gesto para abrazarla por la espalda y apoyar su mejilla en la de ella. – En Roma estarás más distraída. Te echo mucho de menos y bien sabes que tus nietos no hacen otra cosa que preguntar por ti.

- Ay, mis nietos. ¡Tengo tantas ganas de verlos...! – A Emilia se le dibujó una sonrisa – He de pensarlo, Cornelia. Me desagrada volver a nuestra casa del foro y ver las caras de Catón y de tantos otros que le hicieron la vida imposible a tu padre y ahora tendrán la desvergüenza de fingir que lamentan su muerte. Tengo la impresión de que volver allí sería como faltarle al respeto.

- No digas eso – le respondió Cornelia – Has cumplido su voluntad en todo y no puedes impedir que el mundo continúe su curso y que Roma siga con los conflictos de siempre. La dignidad de mi padre está muy por encima de lo que hagan o digan esos personajes. ¡Ven conmigo, madre! – le insistió Cornelia.

- Te prometo pensarlo. Y tengo también que zanjar el asunto de Antistia, tanto si vuelvo a Roma como si no. ¿Sabes que abandonó su cuarto y se fue a compartir dormitorio con las demás esclavas? Me ha solicitado a través del cocinero que le asigne trabajo en la cocina.

- ¿Se lo piensas conceder? – preguntó Cornelia mirando el rostro a su madre, pálido y apagado por la pena y los días de tensión.

- Cornelia, hija mía, ¿por quién me has tomado? ¡Claro que no! Tengo otros planes para ella – contestó con vivacidad Emilia, como si la pregunta le hubiera arrancado de su estado de atonía. – Y ya que estamos en ello, debería comunicárselos de inmediato. Quédate conmigo, por favor.

Emilia dio unas palmadas para llamar a un esclavo y le ordenó que fuera a decirle a Antistia que se presentara ante ella.

Todos los esclavos domésticos supieron de esta llamada en el breve tiempo que le llevó a su compañero ir del jardín a la cocina. La actividad de la casa quedó en suspenso. La cocina se llenó de caras serias y silenciosas que querían presenciar el momento en que el esclavo, dirigiéndose a la concubina, le dijo:

- Antistia, el ama te quiere ver.


* Vía Latina. En un caminito entre la vía Latina y la vía Appia estaba la tumba de los Escipiones. El Escipión del que hablamos murió en año 183 a.C.
** Decoración en el interior de un sepulcro en la vía Latina. Representación del alma.
*** Exterior de la Tumba de los Escipiones. En la antiguedad había un busto de Escipión el Africano en una hornacina en una parte de la fachada ya desaparecida.