A mi querida amiga Isabel Sifre, romana de corazón, para quien he escrito este texto con motivo de su cumpleaños.
Brilla
la luna menguante sobre el Panteón de Agripa, perseguida de lejos por un jirón
de nubes. A vuestras espaldas, el agua
de la fontana canta una música cristalina, interminable, mientras brota sin ira
de las bocas de los tritones. La noche avanza y el aire se colma de melancolía.
¿Te acuerdas de aquel día…? Sí, Isabel, aquel día gozoso en que unas manos
rozaron las tuyas, livianas como los pájaros que vienen desde Ostia a beber en
la fuente. Un estremecimiento. Un deseo en las venas de gritar: “Ven, Eros,
ofrezco desnudo mi pecho a tus flechas”. Ardió entonces Roma como cuando Nerón
la contempló cantando, si es que alguna vez ocurrió tal cosa, si es que ese
otro incendio en tus entrañas te hubiera permitido verlo. Sí, aquella noche mágica,
Isabel, aquella dulce oscuridad plagada de besos y fantasmas y desvanecida con
el primer frescor del alba.
Él
murmuró, antes de despedirse, unos versos de Goethe, moviendo apenas los
labios, como si recitara una plegaria:
“(…) sin amor,
ni el mundo sería mundo, ni Roma tampoco
Roma”.
¿Fue
realidad, o solo un sueño, o uno de esos anhelos de amor que la ciudad eterna
es experta en avivar? Ella ama el fuego y nos enseña a amarlo. Conviene, pues,
cerrar los ojos y esperar, pues hasta lo imposible puede ocurrir en esa Roma
tuya que ya es nuestra, íntimamente compartida, aunque jamás la hayamos
recorrido juntas.