(IX)
Conmocionada ante el descubrimiento del estado de gravidez de Rea Silvia, la Vestal Máxima Camilia creyó necesario retirarse unos instantes para recuperar la serenidad. Era un golpe muy duro. Si se hubiera derrumbado el techo de la cabaña sobre ella, no se habría sentido más aturdida y confusa. Le parecía imposible que esa joven tan dulce, tan alegre y confiada, tan decidida también, hubiera entregado su castidad a un amante. Y, sin embargo, ella misma había tocado la redondez de su vientre y visto su seno hinchado, al que la naturaleza preparaba para amamantar.
Igual que una ola al romperse contra los escollos lanza espuma en todas direcciones, así sus pensamientos se disgregaban y salpicaban dolorosamente todos sus afectos y sus temores. Sentía un puñal en el corazón al pensar en su amiga Aurelia que, tras haber presenciado el asesinato de su hijo, tendría que sufrir el ajusticiamiento atroz de su hija Rea. Le repugnaba el solo recuerdo de Criseida y Amulio, cuyos ojos veía ya brillar de alegría y de triunfo ante la desgracia de su sobrina. Temía la venganza de la diosa Vesta, gravemente ofendida por la conducta de una vestal, y aún le era más penoso detenerse en Rea. Había sido consagrada a Vesta por empeño suyo, como la única forma posible de hurtarla a una muerte que sus infames tíos estaban a un paso de dictar. ¡Y pensar que aquella solución de la que se había sentido tan orgullosa, se convertiría ahora en la causa de su muerte…!
Esos pensamientos y otros muchos se entremezclaban en su corazón y su cabeza mientras se dirigía hacia la parte derecha de la cabaña, tras haber dejado a Rea Silvia junto al hogar. Aislada y protegida por un doble tabique de adobe, estaba la celda circular destinada al culto a la diosa. La imagen de Vesta, una piedra toscamente labrada, presidía el recinto desde una hornacina y ante ella, sobre un altar, ardía el fuego sagrado. Camilia entró en el recinto e indicó a la vestal que en ese momento lo custodiaba que saliera y esperase junto al umbral.
La oscuridad era casi absoluta y en el silencio envolvente sólo se oía el crepitar de las llamas de un pequeño fuego en el centro del ara. Diminutas lenguas rojas y amarillas danzaban elevándose hacia el techo y eran alcanzadas y engullidas por otras nuevas y éstas por otras, y éstas por otras más, y todas eran a la vez viejas y nuevas. Una danza hipnótica y eterna, inmutable en su variación, inagotable, fuente de calor y de vida. Un fuego sacrosanto, arrebatado a los dioses, cuyo dominio sólo los seres humanos poseían. Pero no era un dominio completo: el fuego en su estado natural, como el rayo, el trueno, el viento o la lluvia, era indomable.
Al igual que el fuego, la vida era para los humanos un dominio incompleto, sometido siempre a la voluntad de los dioses que tanto podían darla como aniquilarla. Y la voluntad divina era insobornable, pues en lo fundamental no se plegaba a los deseos ni a las demandas de los mortales sino que, siguiendo su propio curso y capricho, atendía a unos designios que sólo algunos privilegiados poseían el don de vislumbrar. Eso había hecho la adivina Celia, según recordó entonces Camilia, anunciando a Amulio una venganza a manos de los nietos de su hermano Númitor. Y esos nietos futuros sólo podían ser hijos de Rea Silvia. Así pues, si estaba en los planes divinos el que Rea Silvia fuera madre, ¿cómo oponerse a ellos u obstaculizarlos? ¿Cuál sería el camino a seguir? La turbación de Camilia iba en aumento. Su cometido como Vestal Máxima no la autorizaba a aventurar cuál sería la intención de los dioses, sino que le exigía ser leal con Vesta, la diosa a quien servía. Cerró los ojos y suplicó su ayuda.
El corazón de Rea Silvia retumbaba rítmico y sus latidos sonaban como la piel de un pandero al ser golpeada por una mano experta. Allí de pie, en el centro de la cabaña de las vestales, sin moverse un ápice del lugar donde la Vestal Máxima Camilia le había ordenado quedarse, aguardaba su regreso. Con ella vendría la luz o la oscuridad, pues sólo cabía esperar de Camilia dos respuestas: o su protección, o la denuncia a las autoridades de Alba Longa por sacrilegio.
En esa ansiedad se hallaba cuando su criada Tuccia, al ver que no regresaba a su cuarto, salió en su busca. Al encontrarla allí de pie, junto al hogar del centro de la cabaña, con el rostro demudado, se le acercó enseguida. Bastó un cruce de miradas entre ellas para que en la suya se reflejara el pánico.
- La Vestal Máxima lo sabe – dijo lacónicamente Rea. Tuccia corrió a traer un escabel e hizo que la vestal se sentara. Le llevó luego un cacillo con agua, y mientras bebía, se atrevió a preguntarle por la reacción de Camilia.
- Me ha ordenado no moverme de aquí. Creo que ha ido al altar de Vesta. No sé lo que puede pasar, Tuccia, aunque es muy probable que me denuncie. Urge que me hagas un recado – dijo Rea Silvia presa de una repentina agitación, como si hasta ese momento hubiera estado dormida o paralizada por el miedo –. Ve a donde la orfebre Valeria y dile que venga enseguida. Necesito hablar con ella cuanto antes, ahora mismo si puede ser. El tiempo corre en mi contra.
- La Vestal Máxima me manda decirte que te espera en el altar de Vesta. Debes ir ahora mismo – le dijo a Rea la compañera a quien le correspondía el turno de vigilar el fuego sagrado y había sido sustituida por la propia Camilia. No había inquietud ni sospecha en su voz.
Obedeció Rea Silvia con las piernas temblando. Penetró en el recinto consagrado a la diosa y, cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, vio a Camilia en pie a la izquierda del ara. Ésta, al verla entrar, le indicó con la mano que se colocase frente a ella, al otro lado del altar, de modo que entre ambas quedaba el fuego sacro.
- ¿Conoces la ley, Rea Silvia, hija de Númitor y Aurelia, consagrada a la diosa Vesta?
- La conozco, sí – respondió.
- ¿Sabes que faltar a tu castidad constituye un sacrilegio y sólo puede expiarse con tu muerte y la de tu amante?
- Sí, sé que el castigo es la muerte.
- No una muerte cualquiera, Rea. Una muerte con dolor, con deshonor y vergüenza, pues serás expuesta en la plaza pública y azotada con varas hasta expirar. Y el mismo fin le aguarda a tu amante.
Rea restó en silencio. Escuchaba las palabras de Camilia con una extraña serenidad, con una entereza que estaba lejos de sentir apenas dos meses antes, cuando había rechazado la oportunidad de deshacer su embarazo y ocultar lo ocurrido.
- Delante de Vesta, a quien estamos consagradas, dime ¿cómo es que has faltado a tu castidad? Y recuerda, antes de responderme, que no es posible engañar a la diosa.
- Vesta conoce mi inocencia – respondió –. Los hijos que llevo en mi vientre han sido engendrados por Marte estando yo dormida. Él mismo se identificó.
Explicó entonces la vestal cuanto le había ocurrido el día de la fiesta de Júpiter Latiaris. Su soledad al entrar en el bosque sagrado de Marte para purificar los instrumentos sacrificiales en su fuente; su repentino calor, su sueño y ese despertar aturdido cuando el propio dios le anunció que nacerían de ella dos varones superiores a los demás hombres y famosos por sus hechos. Camilia le hizo muchas preguntas y escuchó con atención las respuestas. Confesó Rea Silvia los nombres de las personas que estaban al corriente de lo sucedido y la habían ayudado, solicitando para ellas clemencia.
- Estás muy tranquila, Rea – observó Camilia, admirada de su fortaleza, tanto más llamativa por ser tan joven y por pender sobre su cabeza un castigo tan cruel.
- Tengo miedo, Camilia – confesó entonces la joven –. Sin embargo, he sido escogida por un dios para crear un nuevo linaje y no me siento avergonzada ni culpable de ello, antes bien estoy agradecida y orgullosa. Si lo he ocultado ha sido por temor a que no permitieran a mis hijos nacer. ¡Que nazcan! Y si luego he de pagar su vida con la mía, que así sea.
- Márchate ahora y no cuentes a nadie lo que hemos hablado – concluyó Camilia –. Mañana, al alba, te comunicaré mi decisión.
Conmocionada ante el descubrimiento del estado de gravidez de Rea Silvia, la Vestal Máxima Camilia creyó necesario retirarse unos instantes para recuperar la serenidad. Era un golpe muy duro. Si se hubiera derrumbado el techo de la cabaña sobre ella, no se habría sentido más aturdida y confusa. Le parecía imposible que esa joven tan dulce, tan alegre y confiada, tan decidida también, hubiera entregado su castidad a un amante. Y, sin embargo, ella misma había tocado la redondez de su vientre y visto su seno hinchado, al que la naturaleza preparaba para amamantar.
Igual que una ola al romperse contra los escollos lanza espuma en todas direcciones, así sus pensamientos se disgregaban y salpicaban dolorosamente todos sus afectos y sus temores. Sentía un puñal en el corazón al pensar en su amiga Aurelia que, tras haber presenciado el asesinato de su hijo, tendría que sufrir el ajusticiamiento atroz de su hija Rea. Le repugnaba el solo recuerdo de Criseida y Amulio, cuyos ojos veía ya brillar de alegría y de triunfo ante la desgracia de su sobrina. Temía la venganza de la diosa Vesta, gravemente ofendida por la conducta de una vestal, y aún le era más penoso detenerse en Rea. Había sido consagrada a Vesta por empeño suyo, como la única forma posible de hurtarla a una muerte que sus infames tíos estaban a un paso de dictar. ¡Y pensar que aquella solución de la que se había sentido tan orgullosa, se convertiría ahora en la causa de su muerte…!
Esos pensamientos y otros muchos se entremezclaban en su corazón y su cabeza mientras se dirigía hacia la parte derecha de la cabaña, tras haber dejado a Rea Silvia junto al hogar. Aislada y protegida por un doble tabique de adobe, estaba la celda circular destinada al culto a la diosa. La imagen de Vesta, una piedra toscamente labrada, presidía el recinto desde una hornacina y ante ella, sobre un altar, ardía el fuego sagrado. Camilia entró en el recinto e indicó a la vestal que en ese momento lo custodiaba que saliera y esperase junto al umbral.
La oscuridad era casi absoluta y en el silencio envolvente sólo se oía el crepitar de las llamas de un pequeño fuego en el centro del ara. Diminutas lenguas rojas y amarillas danzaban elevándose hacia el techo y eran alcanzadas y engullidas por otras nuevas y éstas por otras, y éstas por otras más, y todas eran a la vez viejas y nuevas. Una danza hipnótica y eterna, inmutable en su variación, inagotable, fuente de calor y de vida. Un fuego sacrosanto, arrebatado a los dioses, cuyo dominio sólo los seres humanos poseían. Pero no era un dominio completo: el fuego en su estado natural, como el rayo, el trueno, el viento o la lluvia, era indomable.
Al igual que el fuego, la vida era para los humanos un dominio incompleto, sometido siempre a la voluntad de los dioses que tanto podían darla como aniquilarla. Y la voluntad divina era insobornable, pues en lo fundamental no se plegaba a los deseos ni a las demandas de los mortales sino que, siguiendo su propio curso y capricho, atendía a unos designios que sólo algunos privilegiados poseían el don de vislumbrar. Eso había hecho la adivina Celia, según recordó entonces Camilia, anunciando a Amulio una venganza a manos de los nietos de su hermano Númitor. Y esos nietos futuros sólo podían ser hijos de Rea Silvia. Así pues, si estaba en los planes divinos el que Rea Silvia fuera madre, ¿cómo oponerse a ellos u obstaculizarlos? ¿Cuál sería el camino a seguir? La turbación de Camilia iba en aumento. Su cometido como Vestal Máxima no la autorizaba a aventurar cuál sería la intención de los dioses, sino que le exigía ser leal con Vesta, la diosa a quien servía. Cerró los ojos y suplicó su ayuda.
El corazón de Rea Silvia retumbaba rítmico y sus latidos sonaban como la piel de un pandero al ser golpeada por una mano experta. Allí de pie, en el centro de la cabaña de las vestales, sin moverse un ápice del lugar donde la Vestal Máxima Camilia le había ordenado quedarse, aguardaba su regreso. Con ella vendría la luz o la oscuridad, pues sólo cabía esperar de Camilia dos respuestas: o su protección, o la denuncia a las autoridades de Alba Longa por sacrilegio.
En esa ansiedad se hallaba cuando su criada Tuccia, al ver que no regresaba a su cuarto, salió en su busca. Al encontrarla allí de pie, junto al hogar del centro de la cabaña, con el rostro demudado, se le acercó enseguida. Bastó un cruce de miradas entre ellas para que en la suya se reflejara el pánico.
- La Vestal Máxima lo sabe – dijo lacónicamente Rea. Tuccia corrió a traer un escabel e hizo que la vestal se sentara. Le llevó luego un cacillo con agua, y mientras bebía, se atrevió a preguntarle por la reacción de Camilia.
- Me ha ordenado no moverme de aquí. Creo que ha ido al altar de Vesta. No sé lo que puede pasar, Tuccia, aunque es muy probable que me denuncie. Urge que me hagas un recado – dijo Rea Silvia presa de una repentina agitación, como si hasta ese momento hubiera estado dormida o paralizada por el miedo –. Ve a donde la orfebre Valeria y dile que venga enseguida. Necesito hablar con ella cuanto antes, ahora mismo si puede ser. El tiempo corre en mi contra.
- La Vestal Máxima me manda decirte que te espera en el altar de Vesta. Debes ir ahora mismo – le dijo a Rea la compañera a quien le correspondía el turno de vigilar el fuego sagrado y había sido sustituida por la propia Camilia. No había inquietud ni sospecha en su voz.
Obedeció Rea Silvia con las piernas temblando. Penetró en el recinto consagrado a la diosa y, cuando sus ojos se adaptaron a la oscuridad, vio a Camilia en pie a la izquierda del ara. Ésta, al verla entrar, le indicó con la mano que se colocase frente a ella, al otro lado del altar, de modo que entre ambas quedaba el fuego sacro.
- ¿Conoces la ley, Rea Silvia, hija de Númitor y Aurelia, consagrada a la diosa Vesta?
- La conozco, sí – respondió.
- ¿Sabes que faltar a tu castidad constituye un sacrilegio y sólo puede expiarse con tu muerte y la de tu amante?
- Sí, sé que el castigo es la muerte.
- No una muerte cualquiera, Rea. Una muerte con dolor, con deshonor y vergüenza, pues serás expuesta en la plaza pública y azotada con varas hasta expirar. Y el mismo fin le aguarda a tu amante.
Rea restó en silencio. Escuchaba las palabras de Camilia con una extraña serenidad, con una entereza que estaba lejos de sentir apenas dos meses antes, cuando había rechazado la oportunidad de deshacer su embarazo y ocultar lo ocurrido.
- Delante de Vesta, a quien estamos consagradas, dime ¿cómo es que has faltado a tu castidad? Y recuerda, antes de responderme, que no es posible engañar a la diosa.
- Vesta conoce mi inocencia – respondió –. Los hijos que llevo en mi vientre han sido engendrados por Marte estando yo dormida. Él mismo se identificó.
Explicó entonces la vestal cuanto le había ocurrido el día de la fiesta de Júpiter Latiaris. Su soledad al entrar en el bosque sagrado de Marte para purificar los instrumentos sacrificiales en su fuente; su repentino calor, su sueño y ese despertar aturdido cuando el propio dios le anunció que nacerían de ella dos varones superiores a los demás hombres y famosos por sus hechos. Camilia le hizo muchas preguntas y escuchó con atención las respuestas. Confesó Rea Silvia los nombres de las personas que estaban al corriente de lo sucedido y la habían ayudado, solicitando para ellas clemencia.
- Estás muy tranquila, Rea – observó Camilia, admirada de su fortaleza, tanto más llamativa por ser tan joven y por pender sobre su cabeza un castigo tan cruel.
- Tengo miedo, Camilia – confesó entonces la joven –. Sin embargo, he sido escogida por un dios para crear un nuevo linaje y no me siento avergonzada ni culpable de ello, antes bien estoy agradecida y orgullosa. Si lo he ocultado ha sido por temor a que no permitieran a mis hijos nacer. ¡Que nazcan! Y si luego he de pagar su vida con la mía, que así sea.
- Márchate ahora y no cuentes a nadie lo que hemos hablado – concluyó Camilia –. Mañana, al alba, te comunicaré mi decisión.