( y XXXVIII)
Tras la muerte de Aurelia, en el Palatino Acca Larentia y Fáustulo daban nombre a los gemelos: Remo y Rómulo se llamarían. En Alba Longa, el rey Amulio había decidido qué hacer con Rea Silvia, tras haber visto a una liebre aterrada bajo las garras de un águila.
Acababa de llegar la noticia de la muerte de Aurelia, cuando se presentó el mensajero del rey Amulio convocando a la cabaña real a su hermano Númitor. ¿Cabe una acumulación de dolor mayor? La muerte de Aurelia, aunque esperada, era una puñalada más en el corazón del antiguo rey de Alba Longa, una certeza de que su familia estaba condenada a la aniquilación. El mundo se había convertido para él en un agujero oscuro, un negro abismo contra el que sólo cabía estrellarse.
Con ánimo vacilante se reunió con la vestal Adriana, Anto y Nipace y todos juntos acudieron a la llamada del rey. Quienes les habían acompañado durante la noche y la lúgubre mañana los escoltaron hasta la puerta de la cabaña real y se quedaron en los alrededores de la entrada a esperar noticias. Entre ellos estaba Urbano Lacio, quien desde el alba transmitía noticias de una cabaña a otra: desde la casa de las vestales a la de Anto, y de allí a la de Amneris, a la de Kritubis y vuelta a empezar. En cambio Palantea había preferido atravesar la selva y esperar noticias apostada en las rocas que cerraban la hondonada. Necesitaba estar y sentirse muy cerca de Rea Silvia en aquellos momentos de desolación.
Los monarcas recibieron a los convocados sentados en sus sitiales. Criseida había sido llamada por su esposo, aunque no le había querido revelar por anticipado cuál había sido su decisión. Ella esperaba una ejecución de Rea Silvia rápida, como muy tarde para el día siguiente. Era lo que exigía el sentido común y lo que más convenía a sus propios intereses. ¡Estaba deseando deshacerse de toda la familia de su marido! Y, cuanto antes, mejor. Lanzó una mirada despectiva a su cuñado y a la vestal Adriana.
Númitor aguardaba de pie, pálido. Y la misma actitud discreta mantenían la vestal Adriana y Anto. Nipace se había colocado a las espaldas de su esposa en actitud de protegerla. Amulio callaba, hierático sobre el trono. El silencio era tan absoluto que se oía el crepitar del fuego. Al fin llegó Prátex y el rey le hizo una seña para que se acercase, apenas lo vio entrar en el salón. Hacerles esperar la llegada de un criado era una humillación más y no auguraba nada bueno.
- Os he hecho venir para comunicaros mis últimas decisiones acerca del castigo que, por su sacrilegio, se le impuso a Rea Silvia de acuerdo con nuestras costumbres ancestrales. Todos lo conocéis: ser azotada con varas hasta la muerte. Y también dije en su momento que, para evitar la vergüenza y el deshonor a sus padres, la ejecución tendría lugar en privado y no en la plaza pública. Ni su sacrilegio ni su condena debían ser conocidos por los albanos; así lo hice saber a los miembros del Consejo.
El ambiente en la cabaña se había hecho opresivo, asfixiante. Anto pensaba que las piernas no la sostendrían y se cogió del brazo de Adriana. Un tambor golpeado por un espíritu infernal no retumbaría tanto ni tan desordenadamente como sus corazones.
- He reflexionado mucho en las últimas horas – prosiguió Amulio –. Me he debatido entre el deber de acatar la costumbre, las consideraciones que me hizo en su día la Vestal Máxima Camilia sobre el silencio de la diosa Vesta y tus propias súplicas, Númitor. También he sopesado las palabras de mi amada hija, Anto. He repasado los hechos y esto he concluido: que, pese a todos vuestros argumentos y apelaciones a la clemencia, Rea Silvia merece el castigo máximo.
Criseida, que al inicio del discurso de su marido había permanecido muy seria, sonrió abiertamente y recorrió con la mirada los rostros compungidos de los presentes. ¡Por fin se haría justicia!
- Ese castigo no va a ser la muerte – prosiguió el rey –, sino una vida entera de apartamiento y reclusión lejos de todo trato humano. No volverás a ver a tu hija, Númitor. Ignorarás todo de ella, si vive o ha muerto, si está enferma o sana, o si se ha quitado la vida por su propia voluntad. Tampoco ella tendrá noticia alguna de vosotros. Nadie sabrá dónde está. No sospecharán este castigo los albanos, ni daré cuenta de esta nueva decisión a los miembros del Consejo. Queda prohibido hablar de ella en Alba Longa y en sus territorios y castigaré con la muerte a cualquiera de vosotros que traicione ese silencio. Desde este momento Rea Silvia ha dejado de existir.
- Prátex – dijo después de una breve pausa –. Comunica enseguida mi decisión a la sacrílega.
Y con estas palabras, el rey Amulio se levantó del trono y se retiró. Estaba satisfecho. Criseida lo siguió con el rostro contraído de cólera y, apenas estuvieron lejos del oído de los presentes, recriminó ásperamente a su marido acusándolo de haber sido muy blando.
- ¿Por qué matar de un solo golpe a una liebre si la puedo dejar agonizar durante años? – respondió él, sin que Criseida alcanzase a entenderlo.
En el salón, y sabiéndose vencedores de esa batalla, Nipace apretó la mano de Anto y ella le respondió con una mirada tan intensa como amorosa. Númitor pidió sentarse un momento en un escabel y los criados le acercaron uno. Nadie debía darse cuenta de hasta qué punto estaba aliviado, cómo para él volvía la luz al mundo. La vestal Adriana hizo una breve inclinación de cabeza a Anto y abandonó de inmediato la cabaña real. Tenía aún las piernas temblorosas y el semblante descompuesto. Se le acercaron ansiosos sus amigos a recibir noticias.
- Le ha perdonado la vida – dijo Adriana tratando de ocultar su felicidad – aunque la ha condenado al aislamiento. Es preciso avisarlas de inmediato, pues el rey ha encargado a Prátex que se lo comunique a Rea Silvia y si sorprende allí a Énule…
Jamás en su vida había corrido tanto Urbano Lacio. Atravesó, sin verlo, el tramo de Alba Longa que había entre la cabaña real y la puerta oriental de la muralla. Salió al camino del santuario de Júpiter Latiaris rogándole al dios que pusiera alas en sus pies y prometiéndole ricas ofrendas. Pasó por delante de la cabaña de Kritubis sin mirarla y no se detuvo, ni siquiera para comprobar que no lo viese nadie, en el punto secreto por donde penetraban en la selva colindante al bosque de Silana. Llegó sin respiración al lado de Palantea y le pidió que tocara enseguida la melodía convenida para avisar del peligro a sus amigas de la cabaña de la hondonada.
Gracias al amor y a la inteligencia de Anto y Nipace, Rea Silvia había salvado la vida, pues, estando decidido el rey Amulio a hacerle tanto daño como pudiera, ninguna fuerza humana lo hubiera disuadido de matarla de la forma más cruel. La condena a la privación perpetua de todo contacto y trato humano era, con todo, una punición durísima, insoportable para cualquiera que no tuviese la firmeza de ánimo de Rea Silvia y de su doncella, ya casi hermana, Tuccia. E incluso gozando de esa fortaleza, no habrían sobrevivido mucho tiempo sin la ayuda de aquellas amistades que no las abandonarían jamás.
En la profecía de Celia pensaba Rea Silvia cada mañana para reconfortarse, a ella se aferraba para creer que sus hijos, pese a todo, seguían viviendo. A veces lo conseguía, otras no. Para hacer más soportables los días de invierno en que el frío les impedía salir de la cabaña, Amnesis revistió el interior de las paredes de una capa de arcilla mezclada con barro y cubierta de cal. Sobre ella pintó aves, árboles, nubes y montes, un pájaro carpintero con una cinta colgando del pico, en memoria de la ayuda que había prestado en el nacimiento de los gemelos y hasta a la propia ninfa Silana dentro de su cueva, sentada al borde del manantial. Usaban ese arte los etruscos para decorar sus tumbas pero Amnesis, que lo había aprendido de ellos, consideró que ayudaría a sus amigas vivas más que a los muertos. Y así era: el fuego del hogar y de las lucernas, al iluminar aquellas paredes rebosantes de animación, atenuaban la pena y la soledad y les recordaba que seguían estando en el mundo.
Al llegar la primavera y el verano, cada vez que Luna mostraba su completa redondez, la propia diosa convocaba a la ninfa Silana, a Diviana y a Vesta y, tomando de las manos a Rea Silvia y a Tuccia, danzaban juntas entre las encinas del bosque sacro. A veces era una danza lenta a la que acudían misteriosamente las abejas y estaba imbuida de una gran melancolía: Rea lloraba a sus hijos. Otras, bailaban con alegría por la felicidad de las personas que amaban: así, cuando Anto tuvo su primer hijo y, dos años más tarde, una hija; cuando, cumplidos los treinta años de servicio a la diosa Vesta, Camilia abandonó la casa de las vestales y, en su lugar, Adriana fue nombrada Vestal Máxima; cuando a Númitor le fue levantada la prohibición de vivir en Alba Longa y retornó a la ciudad; cuando Alec, bajo los cuidados de Énule, recuperó en parte la salud y la memoria y volvió a ocupar la cabaña de la vieja Espórtula; cuando Valeria y Aiara, cargadas de piedras mágicas de belleza excepcional, regresaban de alguno de sus viajes a la tierra de los etruscos donde estudiaban las nuevas aleaciones de los metales y enseñaban, a su vez, las que ellas mismas habían desarrollado.
El bosque se convertía entonces en un lugar más sagrado aún, donde el amor brillaba como el rocío en las hojas de las encinas y, unidas, diosas, mujeres, lechuzas, lobas, jabatas, mariposas, y demás hembras de toda clase de animales protegidas de Diviana, celebraban su feminidad, ese principio universal, ese amor profundísimo y sin límites que las empuja a transmitir la vida y las perpetúa y las torna invencibles a pesar de la muerte.
Se estrechó también, con el paso del tiempo, la unión entre Rea Silvia y la dulce Silana, mutuamente comprometidas y ligadas por lazos de sacralidad y protección perenne. Y más después de que la ninfa le regalara a Rea, y con ella a todos los romanos, un don inestimable. Al comienzo de sus amores, Palantea y Urbano Lacio paseaban por sus frondas cogidos de la mano, se tumbaban a escuchar el canto de los pájaros y la pastorcilla arrancaba a su siringa melodías que hacían reír al corazón.
Aprovechaba esos momentos Silana para emitir sus poéticos susurros y así, al oído, le fue revelando al muchacho el secreto del ritmo, la belleza de las palabras, la fuerza de la verdad. Gracias a la ninfa comprendió Urbano Lacio que su crónica oral, para no ser olvidada, debía ser compuesta en versos y, al construirla como un poema, perpetuó la memoria de Rea Silvia e hizo inmortal la historia que todos conocemos.
Los matorrales crecieron y borraron las sendas en la parte más profunda del bosque de Silana. Ampliaron sus dominios las abubillas. También aumentó su fama de aves agoreras, según Urbano Lacio porque había trascendido el papel jugado por su olor en el descubrimiento del embarazo de Rea; según otros autores porque, al atardecer, con su canto anunciaban la muerte del día. Pronto creyó Amulio innecesario mantener la vigilancia. Cada nueve jornadas Prátex o alguno de sus secuaces dejaban agua y alimentos en el linde de la hondonada y jamás pasaban de allí, de modo que nunca descubrieron que las mujeres recibían socorro.
Aún son visibles, en el lugar, las trazas de algunos escalones toscamente labrados en la roca de la pared más baja de la hondonada, tallados para que bajasen con mayor seguridad quienes las asistían. De la cabaña, en cambio, no se han conservado restos. Aunque lamentable, no es extraño, porque el silencio impuesto en torno a la vestal Rea Silvia se ha prolongado durante siglos, incluso al precio de ocultar y restar valor a la crónica de Urbano Lacio.
Tanto en las bondades como en los crímenes que se han relatado, por inaudito que parezca, tuvo su origen Roma. Sus futuros fundadores, Remo y Rómulo, debían forjarse, desde antes de su nacimiento, en el sacrificio y el dolor, pues nada le viene regalado al ser humano. Protegidos por los dioses, crecieron entre pastores junto al Tíber, al amparo de Acca Larentia y Fáustulo, teniéndose por hijos suyos, ignorantes de su origen y de su filiación. Mas ni la humildad de los pastores ni los decretos de los reyes alcanzan a detener el curso del destino ni a torcerlo. Lo que está dispuesto que suceda, inexorablemente ocurre.
“Acogió la madre Acca Larentia/ a los niños gemelos en su seno/ mientras fluía el dolor por los montes Albanos/ y Rea Silvia los lloraba muertos./ Mas ¿quién puede a los hados hurtarse?/ El tiempo es un ave que vuela rápido/ y en sus alas traería a Alba Longa/ la venganza de los hijos de Marte”.
FIN DE "LA VESTAL DE ALBA LONGA", primera de las novelas de la serie "La fundación de Roma".
NOTA: Querid@s amig@s y lectores ocasionales, mil gracias por haber tenido la paciencia de leer esta historia y haberme alentado constantemente con vuestros comentarios y apoyo incondicional. En posts sucesivos, daré las gracias a aquellos de vosotros que habéis participado como personajes de esta novela, os estaré eternamente agradecida. Sin vuestra presencia real y ficticia, la vida de Rea Silvia no hubiera sido la misma.