Así
comienza mi nuevo libro sobre Orfeo, músico prodigioso y enamorado más allá de la muerte, escrito para la colección
de mitología Gredos:
“La
blancura helada y la soledad de la planicie quedaron rotas, de pronto, por una
mancha rojiza. Asomó en la cima de una loma y pareció dudar un instante. Luego,
descendió hacia él en línea recta, a toda velocidad, saltando con agilidad y
elegancia sobre las puntas de las rocas que asomaban por encima de la nieve y
el hielo. Con el pecho a punto de reventar por el esfuerzo, las fauces abiertas
y resoplantes, el animal se detuvo a pocos pasos del hombre que, de pie,
observaba su carrera. Orfeo clavó su mirada en los ojos ambarinos del tigre y
durante un largo instante permanecieron los dos, hombre y bestia, mirándose.
Los
aullidos llegaron enseguida, al tiempo que las puntas de las lanzas aparecían
por la misma elevación por la que había llegado la fiera y descendían siguiendo
su rastro. Eran cinco hombres, embutidos en pieles, con las caras rojizas y las
barbas salpicadas del hielo en que se convertía su propio aliento. Orfeo se
colocó al lado del animal y lo protegió colocando la mano sobre su cabeza. Los
cazadores escitas, al verlo, frenaron la marcha, bajaron las lanzas y,
utilizándolas a modo de bastón, se acercaron con precaución. Conocían al joven
y le tenían respeto, pese a tratarse de un individuo extraño. Se negaba a matar
animales, incluso los salvajes y dañinos como los lobos o los tigres, y jamás
comía su carne. Rehuía la compañía humana. Ni una sola vez había aceptado la
hospitalidad de sus hogares, construidos en hondas cuevas que los protegían del
frío y donde el larguísimo invierno se hacía más soportable entre el calor del
fuego, el retozo con las mujeres, y una bebida fermentada capaz de alegrar la
existencia y tumbar al sujeto más robusto. A cualquier otro extranjero con
semejantes rarezas lo hubieran despreciado o quizá dado muerte, pero Orfeo
tenía un don divino: cantaba maravillosamente. Ellos mismos, pese al helor, se
acercaban a veces a la puerta de su refugio y se quedaban allí, como un
ejército de pálidos fantasmas, a escucharlo. Las mujeres le dejaban en el
umbral haces de leña o pequeños regalos de abrigo y comida. Se detuvieron a
cierta distancia, intercambiaron con él unas palabras de saludo, señalaron al
cielo para indicarle la proximidad de una tormenta y se despidieron.
El
viento soplaba racheado, barría aquella cumbre yerma donde nada podía crecer,
ninguna criatura conseguiría vivir. Ni un árbol, ni una hierba. Un infierno de
hielo. Ese era el castigo de Orfeo:
vivir segregado de todos, llorar a solas su impotencia y su aflicción. Pensar.
Compartir, si acaso, el refugio rocoso que desde hacía dos inviernos era su
casa, con los animales salvajes que acudían al escuchar su canto y se tendían
mansamente a sus pies. Le daban calor. A veces buscaba en sus ojos una señal,
un signo de entendimiento. Otras, invocaba con desesperación a Apolo y a
Dioniso y les reclamaba luz. Dio un par de golpecitos en la cabeza del tigre y
tomó el camino de regreso a su casa. A medida que descendía por la empinada
ladera, seguido por el animal, el cielo de plomo se aplastaba más contra su
cabeza, los picos de los montes Rifeos aumentaban su altura y él era cada vez
más pequeño. No le dolía esa pequeñez, pues había asumido su condición mortal.
Y, sin embargo, una y otra vez se preguntaba cómo pudo ser tan torpe, cuando su
infancia y primera juventud le ofrecieron la oportunidad de crecer sabio…”
Estará en los quioscos de
toda España a partir del 17 de enero.
Por otra parte, el próximo 19 de enero estaré en Murcia, dando la siguiente conferencia:
Os esperamos.