¡Oh padre Jano y tú padre
Quirino, a vosotros apelo, pues os halláis entre las divinidades más antiguas
veneradas en el solar de Roma! ¿Es cierto, como dicen los más doctos estudiosos
de los orígenes de esta ciudad, que antes de ser fundada ya sus habitantes se
llamaban quírites por ti,
Quirino? ¿Qué se habían unido, pese a la
dispersión de sus moradas por montes y collados, para defender juntos sus
intereses comunes? Así debió ser, si no lo contradice el dios cuyo doble rostro
preside el tiempo futuro y el pretérito. Guardas silencio, padre Jano. Será
entonces verdad que a esa unión de colinas la llamaron Septimontium y de ellas
se excluía tanto el majestuoso Capitolio como el rústico Aventino.
Sabed pues, romanos, cuando pasáis
ante el templo de Vesta, o por el barrio de la Suburra o cruzáis al dulce
Celio; cuando os detenéis ante el templo de Marte Vengador, subís las empinadas
cuestas del Quirinal o, atraídos por vuestra devoción a los antepasados,
ascendéis al Palatino para ver la cabaña donde Remo y Rómulo crecieron; sabed,
os digo, que en tiempos de los abuelos de Fáustulo ya en la voluntad de los
sencillos habitantes de aquellos lugares había germinado el deseo de la unión.
¿Por qué no participaban de
ella esas otras dos colinas, tan importantes hoy para nosotros? A esa pregunta
responderé tan cabalmente como pueda. El dios Saturno había fundado Saturnia,
su propia ciudad, en la cumbre del Capitolio, y quizá sus habitantes no
necesitaban de la ayuda de otros. En el Aventino, en cambio, no moraba ningún
dios conocido: paraje agreste y desértico, era territorio propicio para
refugios aislados de pastores y para los rudos dioses de patas de cabra que,
amando las soledades, lo escabroso de los cerros y la vida salvaje, huyen de
las leyes necesarias para habitar entre humanos.
Así el Palatino, en su
vertiente que miraba al valle de Murcia, era una frontera, el límite externo
que separaba el mundo salvaje de una forma incipiente de vida urbana. Abajo, el
valle, el estanque rodeado de mirto, la explanada con el Ara Máxima de Hércules
en torno a la cual se celebraba el mercado de ganado, el vado del río, los
depósitos de sal, los viejos caminos que allí confluían: la antigua vía de
Ostia, la vía Campana al otro lado del vado, la vía Salaria, constituían “las
afueras” ordenadas de esa precaria aún civilidad, a la cual se entraba subiendo
por la escalera de Caco.
Había crecido también cierto
desprecio mutuo entre la escasa población del Septimontium y aquella más exigua
aún del Aventino. La rivalidad entre ambas, existente desde al menos un
centenar de años, se había acentuado en los tiempos de Fáustulo y Caius por el
hecho de habitar en el Aventino los criados de Númitor y en el Palatino los de
su hermano el rey Amulio de Alba Longa. Mas ¿de qué nos extrañamos? La historia
de la humanidad es un conflicto continuo, un medirse las fuerzas de unos y
otros, una tensión permanente de la cual, a veces, por voluntad de los dioses,
surge la posibilidad de un orden nuevo.
- Me resulta extraño amanecer
aquí – dijo Urbano Lacio –. Ver tanta extensión de tierra, valles y
elevaciones, los rebaños, un cielo tan despejado y alto… Casi no lo recordaba.
- Has estado demasiados años
sin visitarnos – respondió Urco –. Y, además, pasamos por aquí a la carrera ¿te
acuerdas? porque querías ir al pie de las rocas del Capitolio. Te impresionaron
mucho.
- No lo he olvidado. Sentí la
presencia de Saturno y las de otras divinidades. También entonces había bueyes
paciendo en aquellos pastos – añadió señalando con el índice un área de
matorrales cercanos al riachuelo y a los farallones capitolinos.
Se hallaban de pie ante la
puerta de la cabaña de Urco. Ésta se levantaba, junto con otras dos casas, en
la ladera del Palatino que descendía hacia el valle del foro. Frente a sí
tenían la elevación de la Velia y, al otro lado del valle, las primeras
prominencias del Esquilino, el Viminal y el Quirinal, identificables en ellas
las agrupaciones de cabañas por las columnas de humo que ascendían al cielo.
La amistad entre ambos varones
se remontaba a dieciséis años atrás, cuando Urbano Lacio y la pastorcilla
Palantea habían acudido por primera vez a las riberas del Tíber. Llevaban un
recado a la cabaña de Númitor, quien había sido recientemente desposeído del
trono de Alba Longa. Casi por casualidad se encontraron con Urco, trabaron
conversación con él y el muchacho, quien contaba por entonces nueve años, les
mostró aquellos parajes. Con posterioridad se habían visto muchas veces en Alba
Longa pues, siempre que era llamado por el rey Amulio, el mayoral Fáustulo se hacía acompañar por su
hijo Urco y éste, de natural curioso e inquieto, visitaba a sus viejos amigos y
adquiría otros nuevos.
- Antes de ir al mercado me
gustaría saludar a tu madre – dijo Urbano Lacio –. Palantea la recuerda con
mucho afecto.
- Le dije que pasarías la
noche aquí y está desando verte. Vayamos ya.
La senda para ascender a la
cumbre del Palatino partía de la pequeña explanada donde se levantaban la
cabaña de Urco y dos chozas más, habitadas por parientes de su difunta esposa, con
los cuales compartía el horno para cocer cerámica ubicado a pocos pasos de su
puerta A espaldas de su casa Urco había
construido un recinto para los animales y excavado un pozo. Completaba el
conjunto un pequeño huerto en cuyo extremo más alejado crecían seis o siete
árboles frutales.
Siguiendo el sendero alcanzaron
enseguida el punto más alto de la colina y descendieron el terraplén que
llevaba hacia la parte llamada Cermalo, donde tenía su cabaña Acca Larentia.
Desde allí el panorama era de una sobrecogedora hermosura. A su derecha y a lo
lejos el perfil del monte Janículo aparecía en sombras, separado de esta colina
por un llano y por las aguas del Tíber cuyo rumor ascendía con fuerza. Al
frente, las cumbres boscosas del Aventino parecían temblar al agitarse las
hojas de los laureles contra la claridad del cielo. Cortado como un tajo se
adivinaba, a los pies, el amplio valle de Murcia. Esta visión despertó en
Urbano Lacio las muchas emociones experimentadas cuando había pisado aquel
suelo por primera vez.
Él le besó ambas manos en
señal de respeto y, sentados en torno al hogar, con unas tortas de harina y un
caldo caliente, charlaron. Palantea y él se habían casado y tenían un hijo y
una hija; el próximo verano los conocería, pues habían planeado venir a visitar
las riberas del Tíber.
- Tu esposa es una mujer poco
común, la recuerdo con muchísimo afecto – dijo Acca acariciándose la fíbula de
serpiente que le sujetaba la túnica sobre el hombro izquierdo –. Me ayudó en
momentos difíciles.
Ante la extrañeza de Urbano,
pues Palantea sólo había estado allí una vez, Acca respondió con una sonrisa:
-
Son asuntos de
mujeres.
Sin embargo, aquellas
palabras habían debido traer a la memoria de Acca recuerdos tristes, pues su
rostro fue perdiendo alegría y se ensombreció. Urbano Lacio, cuya vocación de
cronista era antigua e impregnaba todos sus actos, habituado a observar hasta
en el menor detalle, se fijó en la fíbula. Era muy parecida a la de Palantea,
casi igual. Mas no consideró oportuno preguntar nada. Le prometió volver a
visitarla con más tiempo al regreso de su viaje a Cures, hacia donde pensaba
partir enseguida con un grupo de comerciantes, para cumplir un encargo de
Númitor. Se despidió así de ella y, seguido de Urco, descendió hacia el Ara
Máxima de Hércules por la escalera de Caco.
SI era cierto, como afirmaban
los cabreros, que el dios Fauno se burlaba de los pastores sentándose sobre sus
pechos y enviándoles íncubos horribles mientras dormían, Rómulo había sido su
víctima la noche pasada.
Se había visto en sueños
junto al estanque, corriendo hacia el Aventino sin lograr moverse. Notaba el
impulso de las piernas, oía sus propios jadeos, pero los pies estaban atrapados
en el fango y con sus esfuerzos sólo conseguía hundirlos más. Un buey lo miraba
con pena. De pronto, estaba al otro lado del valle, subiendo al Aventino. Un
grito aterrador le hizo darse la vuelta justo a tiempo para ver abatirse sobre
él un enorme pico ganchudo y unas garras espantosas. Era un águila de gran
envergadura, potente y cruel. Por los ojos del ave salía Acca Larentia y le
gritaba: “¡Huye de aquí! ¡Muerte, muerte!”. Varias veces se había despertado
protegiéndose la cabeza con los brazos, sudoroso, falto de aire. Mas al
dormirse de nuevo, la pesadilla volvía tan real como si la viviera despierto.
La ultima vez, cuando el águila estaba a punto de aferrarlo con sus garras,
aparecía a sus espaldas un lobato. Abría las fauces, emitía un aullido y de un
salto se lanzaba contra el águila. Se enzarzaban en una lucha atroz, agudos
chillidos brotaban de aquel remolino de piel, colmillos, plumas, pezuñas,
garras, sangre. Rómulo se había sentado de golpe, exhausto, chorreante de
sudor. No pudo dormir durante el resto de la noche.
Merecía el castigo de ese
sueño angustioso por haber ofendido a Remo con su actitud y sus palabras. Era
su hermano mayor, el joven más valiente, fuerte y admirado de todo el contorno.
Su destreza en el lanzamiento de la lanza y su rapidez en la carrera no tenían
igual. Los Fabios lo seguían con los ojos cerrados y lo mismo harían los demás
pastores cuando Remo terminara su iniciación. Él no estaba a su altura. Ese
sueño reflejaba su miedo y sólo podía significar lo que su hermano le había
reprochado: que era un cobarde. Se sentía avergonzado y furioso contra sí
mismo. No tenía ánimos para enfrentarse ese día al desprecio de Remo.
Cuando salió de su cabaña
había empezado ya el movimiento en el valle pese a hallarse aún en sombras. Los
mugidos de bueyes y vacas competían con el fragor del río, voces y silbidos de
pastores poblaban el aire, las ovejas balaban y trotaban aquí y allá acosadas
por los ladridos de los perros. Entró en la cueva de Fauno y se sentó junto al
cesto donde dormía el lobato. Le acarició el hocico y la frente entre los ojos,
como solía hacer con Bona.
- Tú sí serás intrépido y
fiero - le dijo en voz baja.
La penumbra y el fluir manso
del manantial, el carácter sacro del lugar, su propia cualidad envolvente y
protectora serenaron poco a poco su ánimo. Decidió marcharse antes de ser visto
por nadie, ni siquiera por su hermana Fausta. Ella le llevaría la leche al
lobato y se la daría a beber aunque él no estuviese. Luego se puso en pie y
salió de la cueva. Cuando se disponía a cruzar la escalera de Caco para seguir
por la senda hacia el valle del Velabro, casi se tropezó con un desconocido.
Urbano Lacio vio ante sí a un
muchacho hermosísimo, alto y bien proporcionado, con cabellos rubios y ojos de
almendra. Le llamaron la atención sus labios bien delineados, aunque en ellos
se dibujaba un leve rictus de disgusto. De su cuello colgaba una bulla de
bronce. Se la quedó mirando como hechizado, no podía apartar los ojos de ella.
La reconoció sin sombra de duda. ¿Cómo la llevaba ese joven? ¿Sería posible…?
Urco, a sus espaldas, lo sacó de sus pensamientos.
- Éste es mi
hermano Rómulo.
Pero ya el muchacho se había
alejado por el sendero y Urbano Lacio no pudo ni observarlo más ni intercambiar
con él unas palabras. Ese verse fugazmente y de improviso pudo parecer entonces
fruto de la casualidad. Así debieron pensarlo en su momento el cronista oral
Urbano Lacio y el joven Rómulo. Mas nada
de cuanto acontecía a los gemelos ocurría sin que existiera una razón, un
oculto designio de los hados.
NOTA: Este ha sido el capítulo 9º de la historia de Remo y Rómulo. El plano que he puesto en primer lugar (como veis, completamente casero, se amplía pinchando en la imagen), está sacado del libro "Roma, il primo giorno" de A. Carandini. La zona que está remarcada en negro es esa agrupación llamada Septimontium. No entraré en detalles específicos, pero si alguien tiene interés en saber los nombres de cada una de las colinas y los montes que la comprendían, con mucho gusto se lo diré. La primera foto después del plano son los restos del templo de Marte Vengador; la del foro creo que está clara: los bueyes y toros (tanto el que atacó a Rómulo cuando estaba con los ladrones) como en esta vista de Urco y Urbano Lacio pastaban donde hoy se levanta el edificio de la Curia (sede del Senado).El último paisaje es una vista del valle de Murcia y la cumbre del Aventino tomada desde la cumbre del Palatino.