(XXX)
El padre de Rea Silvia y la sanadora Énule habían llegado por la noche a Alba Longa, pero hasta el día siguiente no podrían ni hablar con el rey Amulio ni ayudar a Rea Silvia. Entre tanto la falsa partera Cora, enviada por la reina Criseida, había fracasado, pues un pájaro carpintero había conseguido llevarse la cinta de lana con el nudo con el cual pretendía impedir el parto de Rea Silvia. Los gemelos estaban a punto de nacer.
“Exhibió el dios Marte sus poderes/ iluminando con relámpagos el cielo./ De las anfractuosidades de su bosque sacro/ alzó firme su voz:/ “Evoquen los truenos el fragor del combate/ cuando las lanzas hienden la carne enemiga/ y los escudos retumban en el cuerpo a cuerpo./ Pues ha de forjarse en los peligros mi prole/ la luz deslumbrante del rayo reciban mis hijos/ y, del trueno, la fuerza imparable.””
Así describió en su crónica oral Urbano Lacio la apoteosis con que la bóveda celeste y los montes Albanos recibieron a los hijos de Rea Silvia. Nacieron al rayar el alba del tercer día después de empezar el invierno cuando, tras una pausa, la tormenta que desde la noche anterior azotaba el territorio sagrado de Alba Longa se reanudó con un violento estallido de truenos y relámpagos.
En la cabaña de la hondonada el acontecimiento se vivió de manera distinta: apenas notó que el parto se aceleraba y llegaba a su momento crítico, Tuccia le rogó a Rea Silvia que sofocara los gritos mordiendo un trozo de lana para no despertar a Cora. Las lágrimas rodaban por el rostro de la vestal mientras, en cuclillas, sostenida por los brazos y el aliento de su compañera, apretaba los dientes y empleaba todas sus fuerzas en empujar a sus criaturas al mundo. Al otro lado del lar, dándoles la espalda, la enemiga Cora aún dormía pese al estruendo casi ensordecedor de los truenos retumbando entre las peñas.
Salió el primer hijo, y la mirada turbia de Rea Silvia sólo pudo distinguir una bola rosada que inflamó de amor su corazón. Tuccia lo envolvió con presteza en el paño sobre el que había caído y, sin levantarlo apenas del suelo ni tocar el cordón umbilical, lo apartó un poco para dejar sitio al hermano. Y antes de que éste asomara siquiera la cabeza, el primero rompió en un llanto agudo que sorprendió por su potencia a las mujeres. Dio un salto Cora, giró el cuerpo y quedó unos instantes boquiabierta mirando a Rea Silvia. Reaccionó Tuccia con gran rapidez, acercándose a ella:
- ¡Vamos, vamos, no te quedes ahí! Necesitamos más agua – y la empujaba hacia la puerta, tendiéndole al mismo tiempo el recipiente. Incapaz de creer lo que estaba viendo, Cora no acertaba a resistirse y se dejaba llevar. Cuando alargó el brazo y cogió su manto, ya Tuccia había desatrancado la puerta y, sin abrirla del todo, la hacía salir. La cerró inmediatamente y pasó la tranca.
Sin dar señales de haber sentido el frío y la lluvia entrar por la puerta, corrió de nuevo al lado de Rea Silvia a tiempo de ver cómo se depositaba en el suelo el segundo varón. La vestal se reclinó hacia atrás, exhausta, empapada en sudor y lágrimas, mientras Tuccia lo envolvía como un bien precioso. ¿Quién le hubiera dicho que, puesta en esta situación, habría sabido desempeñar con tanto acierto el oficio de una partera? Cortó el cordón umbilical del primer nacido, cuyo llanto no había cesado y, entonces sí, lo cogió en brazos delicadamente y lo entregó a su madre. Lloró en ese momento el otro, con la misma fuerza, y rieron de alegría las dos mujeres.
- ¡Dos varones! ¡Y qué vivos están! – exclamó Tuccia.
Con un hijo en cada brazo, bien apretados contra su pecho, a Rea Silvia esos gritos le sonaban a música; agitaban los piececillos, sacaban los brazos de la envoltura y ella se maravillaba de la perfección de aquellas manos tan diminutas, de sus dedos regordetes y robustos, de la vitalidad con que se movían, lloraban y apretaban los puños.
- Son preciosos, ¿no te parece? – decía con voz riente, incrédula aún. Era una maravilla de ver y tocar a esos hijos por los que había luchado tanto y, hasta entonces, se le habían antojado lejanos y próximos al mismo tiempo. Era tal su éxtasis, que ni se percató, hasta ser advertida por Tuccia, de la expulsión de la placenta.
- Encomendémoslos a los cuidados de Carna enseguida, pues los demás dioses han desempeñado su función sin que nos hayamos dado cuenta – dijo Tuccia haciendo un gesto ritual. Debían comenzar el aseo de los recién nacidos.
¿Cómo habría conseguido arrancar el nudo esa zorra de Tuccia?, se preguntaba rabiosa Cora cuando, al hurgar con la mano en el agujero que ella misma había hecho en la pared externa de la cabaña, echó de menos la cinta de lana. La luz aún era escasa, pero suficiente para constatar que había sido cortado el palo, del grosor de su dedo meñique, al que había atado la cinta con un nudo bien fuerte. La reina Criseida se encendería de cólera cuando supiera que la sacrílega había parido. Se estremeció sólo de pensarlo. Pero no servía de nada lamentarse: entraría de nuevo en la cabaña, como si nada hubiera ocurrido, e improvisaría el modo de terminar rápidamente con la madre y su retoño.
Disponía de tiempo, porque la antorcha encendida que había dejado en el exterior para avisar a los hombres de Amulio estaba apagada y a medio consumir. Con tanta lluvia, no habría durado mucho. Quizá ni siquiera había visto su resplandor el hombre de guardia. Mejor así. Le convenía actuar rápido pero sin precipitación. Cogió agua de la tinaja como le había pedido la odiosa Tuccia y se dirigió a la puerta. Llamó una vez. Otra. Otra más. Golpeaba con la palma extendida y llamaba a voces. Nada.
Estaba aterida de frío y la humedad le calaba los huesos. Era preciso entrar.
- ¿Es que no me oís? ¡Abridme! – dijo de pronto la voz furiosa de Cora a través del ventanuco. Rea Silvia se sobresaltó, pues no había vuelto a acordarse de ella, tan entregada estaba a la contemplación de sus retoños.
Tuccia arrugó la frente. Su primer impulso había sido alejar a esa mujer de Rea Silvia y de los gemelos, evitar que pudiera echarles mal de ojo o perjudicarlos con hechicerías, pues sólo la voluntad de hacerles mal explicaba su presencia en la cabaña. ¿Qué convendría hacer ahora? Esa mujer malvada era tan peligrosa dentro como fuera.
- Espera un poco y enseguida te abro, Cora – mintió, para ganar tiempo –. Rea Silvia está a punto de parir a su segundo hijo y no puedo dejarla.
- ¡Eres una mentirosa! Sólo tiene uno y ya ha nacido. Ábreme, me estoy
helando.
- ¡Tápate bien y ten paciencia!
El temporal amainaba de nuevo. La lluvia golpeaba con menos fuerza sobre el tejado, se alejaban los relámpagos y los truenos. Ni un puñado de hojas hubiera podido levantar el viento, agotado después de tantas horas de soplar. Desde la cima del monte Cavo el resplandor de las nubes delataba que el carro del sol iniciaba su recorrido cotidiano por el éter
- He aquí el doble fruto: no me engañó vuestro padre – decía Rea Silvia en voz baja, mientras con suma delicadeza y agua tibia limpiaba poco a poco los cuerpecillos de sus hijos. Dormían y respiraban con regularidad, dando hondos suspiros de vez en cuando. Como dos gotas de leche, así se parecían ellos: los labios perfilados e idénticos, la misma forma de los ojos, las naricillas exactas, el cabello alborotado en los dos, oscuro y abundante. Uno de ellos tenía un lunar en el hombro derecho, pequeño y alargado como una hormiga. No se cansaba Rea de mirarlos.
Cuando los tuvo limpios, los fajó con las bandas protectoras de Kritubis y
los depositó en la cesta de colores realizada por Amnesis. Mientras colgaba del cuello de cada uno su amuleto, dijo con emoción:
- Tuyos son, Marte, y más míos aún pues los he gestado en mis entrañas. Cuídalos. Ya que han sido engendrados por tu voluntad divina, protégelos de todo peligro y, aunque haya de pagar yo con la vida el haber perdido involuntariamente mi virginidad, no permitas que sobre ellos triunfe el rencor del rey Amulio. Han de vengar a mi padre si es cierta la profecía de Celia. Que sea así con tu ayuda.
Como si le diese réplica, aulló de nuevo el lobo.
Lo escuchó Cora, y se echó a temblar. Parecía estar muy próximo, quizá a pocos pasos de allí, al otro lado de la cabaña. Se agachó, apoyando la espalda entre la pared y la tinaja para ocultarse, aunque bien sabía que era el olfato el que atraería al lobo si estaba hambriento. No se atrevía a hacer ruido ni a regresar delante de la puerta. Estaría pendiente de todos los sonidos y correría hasta allí cuando oyera a Tuccia quitar la tranca para abrirla. Así estaba, amedrentada y encogida, cuando otro rumor atrajo su atención. Era débil, pero su oído aterrorizado lo captó.
Dos sombras se acercaban por la hondonada sigilosamente, caminando con cautela. Iluminadas apenas por la claridad, destacaban sobre el fondo oscuro del bosque. Le bastó observarlas un poco para reconocer a Prátex y el andar vacilante de Catión, ese borrachín inseparable suyo. Pensó con rapidez. Ahora ya era imposible seguir su plan de deshacerse por sí misma de Rea Silvia y su hijo, y también era tarde para evitar la furia de Criseida. Mejor sería, en tales circunstancias, servir al rey Amulio ayudando a sus hombres.
Se puso en pie y agitó los brazos para llamar su atención mientras les salía al encuentro. Una vez los hombres dieron señales de haber advertido su presencia, cambió de dirección para dirigirse hacia la zona arbolada situada a su izquierda. Allí podrían hablar sin ser vistos desde la cabaña.
- ¡Por fin llegáis! – dijo fingiendo alivio –. Hace rato que os espero. Temía que, con el temporal, no hubierais visto mi antorcha.
- ¿Creías, acaso, que te íbamos a perder de vista? – se burló Prátex –. Aún no ha nacido humano que se nos oculte, ni a mí, ni al rey Amulio. ¿La cerda ya ha parido?
Asintió con la cabeza Cora.
- Pues vamos allá.
- ¡Espera! – lo contuvo –. La puerta está atrancada. La doncella no tardará mucho en abrirla para que entre yo. Ese será el momento.
Lavó Tuccia a la vestal, le hizo beber una infusión de hierbas calmantes y la arropó rogándole que descansara un poco. Agotada, cerró los ojos Rea Silvia con la cabeza al lado de la cuna. Somnus acudió al momento y le puso miel en los párpados para producirle un sueño dulce y reparador. Recogió la doncella Tuccia todas las telas que se habían manchado y las fue arrojando al fuego para evitar que Cora se apropiara de ellas y las aprovechase para hacer algún conjuro. La perfidia de esa mujer era de temer.
¿Quién la habría mandado allí? Le parecía imposible que hubiera sido Anto, porque quería sinceramente a su prima Rea y jamás habría ordenado causarle ningún mal. Menos todavía atar un nudo de manera tan insidiosa como había hecho Cora para impedir el parto. Pero ¿había sido ella realmente la autora del nudo? Había estado fuera poco tiempo y porque ella misma la había mandado a por agua. Ahora la asaltaban las dudas… Debía, sin embargo, tomar una decisión. Hacerla entrar en la cabaña era un riesgo indudable; dejarla a la intemperie no era mejor, pues si la descubrían los vigilantes de Amulio se enterarían de que ya se había producido el nacimiento, una información que era preciso ocultar a toda costa.
Desde que Palantea las había encontrado, una luz de esperanza brillaba en el corazón de Rea Silvia: la posibilidad cierta de entregar los gemelos al cuidado y protección de sus amigas para que los criaran reservadamente en algún lugar secreto, fuera del alcance de Amulio. Puesto que el parto se había anticipado en ocho días a lo previsto, la perspectiva era aún mejor. Cuando, contados los 274 días de embarazo, los esbirros del rey se presentaran en la cabaña para quitárselos, los recién nacidos ya estarían a salvo lejos de allí, libres de sus insidias.
En una situación tan delicada, lo más aconsejable sería hacerla entrar. Ya resolvería las dificultades futuras según se presentasen. Sorteando la cuna y el cuerpo de Rea Silvia, se acercó al ventanuco a llamarla. Cora no respondió. Tuccia pensó que quizá se había quedado dormida o esperaba a la puerta de la cabaña. Se echó el manto sobre los hombros y, procurando no hacer ruido para no despertar a la madre ni a los hijos, desatrancó la puerta y salió.
* La fotografía de Rea Silvia con los gemelos en los brazos está sacada de internet. Las restantes son todas mías.