lunes, febrero 27, 2012

BIENVENIDA A LOS GEMELOS


(XXX)
El padre de Rea Silvia y la sanadora Énule habían llegado por la noche a Alba Longa, pero hasta el día siguiente no podrían ni hablar con el rey Amulio ni ayudar a Rea Silvia. Entre tanto la falsa partera Cora, enviada por la reina Criseida, había fracasado, pues un pájaro carpintero había conseguido llevarse la cinta de lana con el nudo con el cual pretendía impedir el parto de Rea Silvia. Los gemelos estaban a punto de nacer.


“Exhibió el dios Marte sus poderes/ iluminando con relámpagos el cielo./ De las anfractuosidades de su bosque sacro/ alzó firme su voz:/ “Evoquen los truenos el fragor del combate/ cuando las lanzas hienden la carne enemiga/ y los escudos retumban en el cuerpo a cuerpo./ Pues ha de forjarse en los peligros mi prole/ la luz deslumbrante del rayo reciban mis hijos/ y, del trueno, la fuerza imparable.””



Así describió en su crónica oral Urbano Lacio la apoteosis con que la bóveda celeste y los montes Albanos recibieron a los hijos de Rea Silvia. Nacieron al rayar el alba del tercer día después de empezar el invierno cuando, tras una pausa, la tormenta que desde la noche anterior azotaba el territorio sagrado de Alba Longa se reanudó con un violento estallido de truenos y relámpagos.

En la cabaña de la hondonada el acontecimiento se vivió de manera distinta: apenas notó que el parto se aceleraba y llegaba a su momento crítico, Tuccia le rogó a Rea Silvia que sofocara los gritos mordiendo un trozo de lana para no despertar a Cora. Las lágrimas rodaban por el rostro de la vestal mientras, en cuclillas, sostenida por los brazos y el aliento de su compañera, apretaba los dientes y empleaba todas sus fuerzas en empujar a sus criaturas al mundo. Al otro lado del lar, dándoles la espalda, la enemiga Cora aún dormía pese al estruendo casi ensordecedor de los truenos retumbando entre las peñas.

Salió el primer hijo, y la mirada turbia de Rea Silvia sólo pudo distinguir una bola rosada que inflamó de amor su corazón. Tuccia lo envolvió con presteza en el paño sobre el que había caído y, sin levantarlo apenas del suelo ni tocar el cordón umbilical, lo apartó un poco para dejar sitio al hermano. Y antes de que éste asomara siquiera la cabeza, el primero rompió en un llanto agudo que sorprendió por su potencia a las mujeres. Dio un salto Cora, giró el cuerpo y quedó unos instantes boquiabierta mirando a Rea Silvia. Reaccionó Tuccia con gran rapidez, acercándose a ella:

- ¡Vamos, vamos, no te quedes ahí! Necesitamos más agua – y la empujaba hacia la puerta, tendiéndole al mismo tiempo el recipiente. Incapaz de creer lo que estaba viendo, Cora no acertaba a resistirse y se dejaba llevar. Cuando alargó el brazo y cogió su manto, ya Tuccia había desatrancado la puerta y, sin abrirla del todo, la hacía salir. La cerró inmediatamente y pasó la tranca.

Sin dar señales de haber sentido el frío y la lluvia entrar por la puerta, corrió de nuevo al lado de Rea Silvia a tiempo de ver cómo se depositaba en el suelo el segundo varón. La vestal se reclinó hacia atrás, exhausta, empapada en sudor y lágrimas, mientras Tuccia lo envolvía como un bien precioso. ¿Quién le hubiera dicho que, puesta en esta situación, habría sabido desempeñar con tanto acierto el oficio de una partera? Cortó el cordón umbilical del primer nacido, cuyo llanto no había cesado y, entonces sí, lo cogió en brazos delicadamente y lo entregó a su madre. Lloró en ese momento el otro, con la misma fuerza, y rieron de alegría las dos mujeres.

- ¡Dos varones! ¡Y qué vivos están! – exclamó Tuccia.

Con un hijo en cada brazo, bien apretados contra su pecho, a Rea Silvia esos gritos le sonaban a música; agitaban los piececillos, sacaban los brazos de la envoltura y ella se maravillaba de la perfección de aquellas manos tan diminutas, de sus dedos regordetes y robustos, de la vitalidad con que se movían, lloraban y apretaban los puños.

- Son preciosos, ¿no te parece? – decía con voz riente, incrédula aún. Era una maravilla de ver y tocar a esos hijos por los que había luchado tanto y, hasta entonces, se le habían antojado lejanos y próximos al mismo tiempo. Era tal su éxtasis, que ni se percató, hasta ser advertida por Tuccia, de la expulsión de la placenta.

- Encomendémoslos a los cuidados de Carna enseguida, pues los demás dioses han desempeñado su función sin que nos hayamos dado cuenta – dijo Tuccia haciendo un gesto ritual. Debían comenzar el aseo de los recién nacidos.




¿Cómo habría conseguido arrancar el nudo esa zorra de Tuccia?, se preguntaba rabiosa Cora cuando, al hurgar con la mano en el agujero que ella misma había hecho en la pared externa de la cabaña, echó de menos la cinta de lana. La luz aún era escasa, pero suficiente para constatar que había sido cortado el palo, del grosor de su dedo meñique, al que había atado la cinta con un nudo bien fuerte. La reina Criseida se encendería de cólera cuando supiera que la sacrílega había parido. Se estremeció sólo de pensarlo. Pero no servía de nada lamentarse: entraría de nuevo en la cabaña, como si nada hubiera ocurrido, e improvisaría el modo de terminar rápidamente con la madre y su retoño.

Disponía de tiempo, porque la antorcha encendida que había dejado en el exterior para avisar a los hombres de Amulio estaba apagada y a medio consumir. Con tanta lluvia, no habría durado mucho. Quizá ni siquiera había visto su resplandor el hombre de guardia. Mejor así. Le convenía actuar rápido pero sin precipitación. Cogió agua de la tinaja como le había pedido la odiosa Tuccia y se dirigió a la puerta. Llamó una vez. Otra. Otra más. Golpeaba con la palma extendida y llamaba a voces. Nada.

Estaba aterida de frío y la humedad le calaba los huesos. Era preciso entrar.




- ¿Es que no me oís? ¡Abridme! – dijo de pronto la voz furiosa de Cora a través del ventanuco. Rea Silvia se sobresaltó, pues no había vuelto a acordarse de ella, tan entregada estaba a la contemplación de sus retoños.

Tuccia arrugó la frente. Su primer impulso había sido alejar a esa mujer de Rea Silvia y de los gemelos, evitar que pudiera echarles mal de ojo o perjudicarlos con hechicerías, pues sólo la voluntad de hacerles mal explicaba su presencia en la cabaña. ¿Qué convendría hacer ahora? Esa mujer malvada era tan peligrosa dentro como fuera.

- Espera un poco y enseguida te abro, Cora – mintió, para ganar tiempo –. Rea Silvia está a punto de parir a su segundo hijo y no puedo dejarla.

- ¡Eres una mentirosa! Sólo tiene uno y ya ha nacido. Ábreme, me estoy
helando.

- ¡Tápate bien y ten paciencia!

El temporal amainaba de nuevo. La lluvia golpeaba con menos fuerza sobre el tejado, se alejaban los relámpagos y los truenos. Ni un puñado de hojas hubiera podido levantar el viento, agotado después de tantas horas de soplar. Desde la cima del monte Cavo el resplandor de las nubes delataba que el carro del sol iniciaba su recorrido cotidiano por el éter

- He aquí el doble fruto: no me engañó vuestro padre – decía Rea Silvia en voz baja, mientras con suma delicadeza y agua tibia limpiaba poco a poco los cuerpecillos de sus hijos. Dormían y respiraban con regularidad, dando hondos suspiros de vez en cuando. Como dos gotas de leche, así se parecían ellos: los labios perfilados e idénticos, la misma forma de los ojos, las naricillas exactas, el cabello alborotado en los dos, oscuro y abundante. Uno de ellos tenía un lunar en el hombro derecho, pequeño y alargado como una hormiga. No se cansaba Rea de mirarlos.

Cuando los tuvo limpios, los fajó con las bandas protectoras de Kritubis y
los depositó en la cesta de colores realizada por Amnesis. Mientras colgaba del cuello de cada uno su amuleto, dijo con emoción:

- Tuyos son, Marte, y más míos aún pues los he gestado en mis entrañas. Cuídalos. Ya que han sido engendrados por tu voluntad divina, protégelos de todo peligro y, aunque haya de pagar yo con la vida el haber perdido involuntariamente mi virginidad, no permitas que sobre ellos triunfe el rencor del rey Amulio. Han de vengar a mi padre si es cierta la profecía de Celia. Que sea así con tu ayuda.

Como si le diese réplica, aulló de nuevo el lobo.




Lo escuchó Cora, y se echó a temblar. Parecía estar muy próximo, quizá a pocos pasos de allí, al otro lado de la cabaña. Se agachó, apoyando la espalda entre la pared y la tinaja para ocultarse, aunque bien sabía que era el olfato el que atraería al lobo si estaba hambriento. No se atrevía a hacer ruido ni a regresar delante de la puerta. Estaría pendiente de todos los sonidos y correría hasta allí cuando oyera a Tuccia quitar la tranca para abrirla. Así estaba, amedrentada y encogida, cuando otro rumor atrajo su atención. Era débil, pero su oído aterrorizado lo captó.

Dos sombras se acercaban por la hondonada sigilosamente, caminando con cautela. Iluminadas apenas por la claridad, destacaban sobre el fondo oscuro del bosque. Le bastó observarlas un poco para reconocer a Prátex y el andar vacilante de Catión, ese borrachín inseparable suyo. Pensó con rapidez. Ahora ya era imposible seguir su plan de deshacerse por sí misma de Rea Silvia y su hijo, y también era tarde para evitar la furia de Criseida. Mejor sería, en tales circunstancias, servir al rey Amulio ayudando a sus hombres.

Se puso en pie y agitó los brazos para llamar su atención mientras les salía al encuentro. Una vez los hombres dieron señales de haber advertido su presencia, cambió de dirección para dirigirse hacia la zona arbolada situada a su izquierda. Allí podrían hablar sin ser vistos desde la cabaña.

- ¡Por fin llegáis! – dijo fingiendo alivio –. Hace rato que os espero. Temía que, con el temporal, no hubierais visto mi antorcha.

- ¿Creías, acaso, que te íbamos a perder de vista? – se burló Prátex –. Aún no ha nacido humano que se nos oculte, ni a mí, ni al rey Amulio. ¿La cerda ya ha parido?

Asintió con la cabeza Cora.

- Pues vamos allá.

- ¡Espera! – lo contuvo –. La puerta está atrancada. La doncella no tardará mucho en abrirla para que entre yo. Ese será el momento.




Lavó Tuccia a la vestal, le hizo beber una infusión de hierbas calmantes y la arropó rogándole que descansara un poco. Agotada, cerró los ojos Rea Silvia con la cabeza al lado de la cuna. Somnus acudió al momento y le puso miel en los párpados para producirle un sueño dulce y reparador. Recogió la doncella Tuccia todas las telas que se habían manchado y las fue arrojando al fuego para evitar que Cora se apropiara de ellas y las aprovechase para hacer algún conjuro. La perfidia de esa mujer era de temer.

¿Quién la habría mandado allí? Le parecía imposible que hubiera sido Anto, porque quería sinceramente a su prima Rea y jamás habría ordenado causarle ningún mal. Menos todavía atar un nudo de manera tan insidiosa como había hecho Cora para impedir el parto. Pero ¿había sido ella realmente la autora del nudo? Había estado fuera poco tiempo y porque ella misma la había mandado a por agua. Ahora la asaltaban las dudas… Debía, sin embargo, tomar una decisión. Hacerla entrar en la cabaña era un riesgo indudable; dejarla a la intemperie no era mejor, pues si la descubrían los vigilantes de Amulio se enterarían de que ya se había producido el nacimiento, una información que era preciso ocultar a toda costa.

Desde que Palantea las había encontrado, una luz de esperanza brillaba en el corazón de Rea Silvia: la posibilidad cierta de entregar los gemelos al cuidado y protección de sus amigas para que los criaran reservadamente en algún lugar secreto, fuera del alcance de Amulio. Puesto que el parto se había anticipado en ocho días a lo previsto, la perspectiva era aún mejor. Cuando, contados los 274 días de embarazo, los esbirros del rey se presentaran en la cabaña para quitárselos, los recién nacidos ya estarían a salvo lejos de allí, libres de sus insidias.

En una situación tan delicada, lo más aconsejable sería hacerla entrar. Ya resolvería las dificultades futuras según se presentasen. Sorteando la cuna y el cuerpo de Rea Silvia, se acercó al ventanuco a llamarla. Cora no respondió. Tuccia pensó que quizá se había quedado dormida o esperaba a la puerta de la cabaña. Se echó el manto sobre los hombros y, procurando no hacer ruido para no despertar a la madre ni a los hijos, desatrancó la puerta y salió.



* La fotografía de Rea Silvia con los gemelos en los brazos está sacada de internet. Las restantes son todas mías.

domingo, febrero 26, 2012

FRATRICIDIOS


De Elia, en Roma, a su amiga Cecilia en Sagunto. Salud.

Cecilia querida, te escribo ya cerca de la medianoche porque estoy muy conmovida y no puedo dormir. No sé si cuando recibas esta carta te habrá llegado ya la horrible noticia: el emperador Caracalla ha asesinado a su hermano Geta en los propios brazos de su madre, donde el infeliz se había refugiado en busca de protección y auxilio. ¿Cabe imaginarse un drama mayor? Compadezco a Julia Domna, esa mujer extraordinaria que, pese a todos sus esfuerzos, no ha conseguido apagar la rivalidad entre sus hijos, más acrecentada aún desde que, tras morir su padre, compartían el trono imperial.


Una amiga mía que vive cerca del foro boario me ha contado que esta misma tarde un grupo de esclavos imperiales ha ido a la puerta de los argentarii con martillos y escoplos. Recuerdas la puerta, ¿verdad? Es la que levantaron los banqueros en honor del emperador Septimio Severo, por eso en uno de los lados internos estaban las figuras de sus dos hijos, mientras en el otro está el propio emperador y su esposa Julia Domna. Pues bien, los esclavos han picado la figura de Geta hasta borrarla. Parece que Caracalla ha decretado condenar al olvido la memoria de su hermano.

En opinión de mi amiga, por mucho que Caracalla se esfuerce en cancelar inscripciones y derribar estatuas, su pretensión es inútil. “El emperador no debe conocer bien la historia de Roma” – me decía – “pues de otro modo no habría tomado semejante decisión. ¿Cree que podría olvidarse un crimen fratricida precisamente aquí, en la ciudad de Rómulo y Remo?”.

Sé que los tiempos son difíciles, pero me gustaría mucho que pensaras en venir a visitarme a Roma. ¿Siempre ha de haber dificultades que nos impidan cumplir con nuestros deseos? No deberíamos ceder tanto a esas presiones y, sí, en cambio, luchar decididamente por lo que queremos. Cuídate mucho.

* Cabeza del emperador Caracalla. Museo Montemartini. Roma.
* Imagen de Caracalla, y hueco que dejó la cancelación del retrato de su hermano Geta. Arco degli Argentarii. Roma. Ambas fotos son mías.

NOTA: La referencia de la efemérides la he tomado del “Calendario clásico greco-latino” de José Contreras Valverde, que fija el 26 de febrero para este asesinato. Otros autores discrepan de la fecha de la muerte de Geta pero no la sitúan en una fecha concreta, algunos piensan que pudo producirse a final del mismo año 211 o principios del 212. Mañana lunes 27 colgaré el siguiente capítulo de la fundación de Roma. ¡Nacerán los gemelos!

viernes, febrero 24, 2012

FIN DE UNA ERA




Oh, diosa Vesta, casta virgen: he aquí tus altares arruinados, eliminado tu nombre y el fuego sagrado que ardía perenne a tus pies, extinguido. Por decreto imperial, han sido expulsadas las vírgenes vestales que te servían y yo, la primera de ellas en autoridad y la última en salir, con lágrimas en los ojos clausuro tu templo para que no sea profanado y abandono para siempre nuestra casa. Ya nadie podrá reclamar tu protección para Roma. ¿A quién implorarán los romanos cuando los muros de su ciudad estén amenazados por sus enemigos o sean violentados? ¿Quién garantizará la supervivencia de la ciudad y sus hogares?

Hoy es el día más funesto de toda nuestra historia. Desde que el hijo de Rea Silvia, tras haber fundado Roma, te dedicara el primer templo en este mismo lugar, han pasado mil años. Un soplo para ti, pues no otra cosa son los milenios para las inmortales. Tampoco necesitas a los humanos pues la divinidad es perfecta y acabada en sí misma. Pero ¡ay! ¿qué será de Roma y de los romanos?

*Dos de las estatuas de vestales que adornaban – y adornan aún – el patio porticado de la casa de las vestales. Esta casa formaba conjunto con el templo de Vesta y era denominada atrium Vestae. El edificio que se ve al fondo es el Templo de Rómulo, hoy iglesia de Santos Cosme e Damiano. La foto es mía.

NOTA: El 24 de febrero del año 391, el emperador Teodosio decretó el fin definitivo de los cultos tradicionales romanos, calificados de “paganos”. En este enlace podéis encontrar información sobre el
tema

miércoles, febrero 22, 2012


"Me gusta bajar a la playa al atardecer, cuando los pájaros regresan al nido y sus alas se recortan oscuras contra el cielo rosáceo. Hundo los pies descalzos en el agua y dejo a las ondas acariciarme los tobillos. Me hace bien sentir su mansedumbre, oír el griterío de las aves y ver difuminarse en el horizonte la línea que separa mar y cielo. Pocas cosas desasosiegan tanto a una anciana como contemplar el mundo suspendido entre dos luces. A mí, sin embargo, no me atemoriza. Quizá porque es el momento del día más propicio a los recuerdos y, apenas se los convoca, acuden con rapidez.

- Vinieron por allí – le digo a Karo extendiendo el brazo hacia la derecha, en un gesto carente de precisión.

- Me lo has dicho mil veces, señora Imilce – me responde con cierto descaro –. Sal ya del agua, se te van a arrugar los pies.

- ¿Más aún? Anda, tráeme el lienzo para secarme. Y recuerda lo que te he dicho. ¿Lo has anotado en la tablilla?

No es mal chico y, según afirma su mentor, tiene buena letra. No pido mucho más: eso, y que sea diligente a la hora de pasar los apuntes a un rollo de papiro para después corregirlos. Algunas personas opinan que pierdo el tiempo. Por ejemplo, mi nuera. Yo le respondo: ¿para qué querría ahorrar tiempo una vieja como yo? ¿Se detendría acaso si me sentase ociosa junto al fuego o pasara las horas quejándome de los mil dolores que me afligen? Ella no me contesta, claro, aunque me dirige comentarios sarcásticos cuando regreso a casa después de mi paseo vespertino. No lo entiende.

Si los dioses me hubieran concedido una hija o una nieta, no me tomaría tanto trabajo: desde niñas les habría repetido una y otra vez la historia de nuestra reina Dido y su fatal encuentro con el príncipe troyano Eneas, como hizo conmigo mi abuela. Con mis hijos ha sido imposible. Son capaces de reproducir, uno por uno, todos los movimientos que han visto en un combate de lucha griega; no se les olvida la lista de los enemigos de Cartago, pero ¡ay! no les interesa conocer a fondo el origen de esas enemistades. Un error que pagaremos en el futuro, porque cuando la bruma del tiempo borre el recuerdo de aquella primera ofensa, no se podrá medir su importancia ni ponderarse si es razonable o no mantener la discordia. El olvido, en estos asuntos, sólo consigue hacer interminable el reguero de agravios."

De la novela "Dido reina de Cartago".



NOTA: Estimados amigos: sigo promocionando mi novela "Dido reina de Cartago".

Hoy miércoles 22 de febrero de 2012, a las 19,15 horas, se presentará en:

Intersindical Valenciana
c/ Juan de Mena, nº 18,
Valencia

Junto con la autora, intervendrán: Dª Carmen Aranegui, professora d’Arqueologia de la Universitat de València y Dª Isabel Morant, professora d’Història de la Universitat de València.

¡OS ESPERAMOS!

lunes, febrero 20, 2012

MARTE SE HACE PRESENTE


(XXIX)Cora se había presentado en la cabaña de la hondonada diciendo que venía enviada por Anto para ayudar en el parto. Rea Silvia se había puesto de parto antes de lo previsto y Cora se había apresurado a hacer un pequeño agujero por la parte exterior de la cabaña y atar una cinta de lana en una de las maderas de sustentación. Con ello impediría a Rea Silvia parir.
Muchos viajes había hecho esta tarde Urbano Lacio desde la casa de Amnesis a la de las vestales y de allí a la de Kritubis, llevando y trayendo recados cuando ya el cielo amenazaba tormenta. El encuentro por la mañana con Rea Silvia y los conjuros que había debido hacer la sacerdotisa de Diviana para librar a todos de un peligro mortal, los había perturbado mucho. Al cronista oral la preocupación y l
a impaciencia le impedían estar quieto. Algo estaba a punto de ocurrir, se percibía en el aire.

Tres veces salió de Alba Longa a esperar el carro que debía traer a Númitor y Énule y, pese a sus muchos esfuerzos, las tres veces fracasó en su intento de encontrar signos que anticiparan la voluntad divina. Sólo cuando la oscuridad estaba a punto de volver impracticables los caminos y empezaban a caer las primeras gotas, oyó junto a la linde del bosque la voz de una lechuza. Se detuvo a escuchar a esta ave consagrada a Vesta, pero justo entonces llegó el
carro con los viajeros y el ruido de las ruedas le entorpeció la audición.

Como si trajera en sus manos la salvación de Rea Silvia, así fue recibida la noticia de la llegada de Énule en las distintas cabañas donde moraban las amigas de la vestal. La serenidad de esa mujer calmaba los ánimos tanto como las hierbas sedativas más potentes y su sabiduría infundía confianza. Ahora que
había regresado a Alba Longa y estaban seguras de conseguir llevarla en secreto a la cabaña de Rea, podrían descansar. En cambio temían un estallido de cólera del rey Amulio cuando supiera que su hermano Númitor se hallaba en la ciudad sin su permiso. Mas ¿quién no comprendería a ese padre? Nadie hallaría reprochable que quisiera estar cerca de su hija y velar por ella.

Después de tantas emociones y agitación, la noche y la tormenta sorprendieron a cada cual en su morada. Númitor pensaba presentarse ante su hermano a la mañana siguiente y Énule sería conducida hasta Rea Silvia. A esos planes se abrazaron para aplazar sus inquietudes y conciliar el sueño. Olvidaron que el destino tiene su propio tiempo y sus designios se cumplen al margen de los deseos y temores humanos.


No había sueño ni descanso en la cabaña de la hondonada. Aullaba la tormenta, la lluvia batía con furia contra las paredes de adobe y parecía que el mundo entero se fuera a hundir. La luz rojiza del hogar iluminaba rostros agotados y en tensión tras largas horas de sufrimiento y espera.

- ¿No crees que lleva así ya demasiado tiempo? – preguntó angustiada Tuccia, viendo a Rea Silvia sacudida por terribles dolores sin que el parto avanzase.

- No, siendo una primeriza – respondió Cora con tranquilidad. De vez en cuando se acercaba a la parturienta y le palpaba el vientre fingiendo hacerlo con mano experta –. Hay que esperar.

La vestal se quejaba con voz débil. Sudaba y se contraía, respiraba aceleradamente. De vez en cuando cerraba los ojos con momentáneo alivio y enseguida una invisible mano le retorcía las entrañas hasta dejarla sin fuerzas. Repetía en su mente la invocación que le había enseñado Kritubis: “Desata, Luna; suelta, Diviana. Señoras de la vida, Señoras de la muerte, deshaced lo anudado y que el fruto de Marte salga de mi vientre; Luna y Diviana, Silana y Vesta, madres propicias: oíd mi súplica”.

Tuccia no se separaba de su lado. Le mojaba los labios resecos, le cogía la mano para darle ánimos y su desconfianza hacia Cora iba
creciendo. No la veía preocupada ni atenta, sino distante. Su actitud no era la de una mujer sabia usando sus conocimientos para ayudar a la parturienta. Traer una criatura al mundo es un proceso difícil, un tránsito peligroso en que madre e hijo se juegan la vida. Muchas fuerzas poderosas combaten entre sí y no basta la buena salud, ni los cuidados amorosos, sino que es necesario mantener alejadas las fuerzas maléficas, contentar a los espíritus del mundo subterráneo y contar con el favor de las divinidades que han de insuflar y mantener la vida. Ni una sola vez había visto a Cora actuar para aliviar el sufrimiento de Rea Silvia o acelerar el parto. Mucho menos murmurar palabras mágicas o realizar rituales que facilitasen el paso de los hijos de Marte de la oscuridad a la luz.

Arreciaba la tormenta y transcurría lenta la noche de camino al día. Tuccia empezaba a sospechar que Cora, lejos de prestar ayuda, había hecho algún conjuro para estorbar el nacimiento. No acertaba a imaginar por qué. Sin embargo esa idea cobraba fuerza en su mente y, al fin, decidió someterla a una pequeña prueba.
- Veo a Rea Silvia cada vez peor. ¿No deberías aplicar algún remedio? Temo que resista poco… – dijo acercando sus labios al oído de Cora, de espaldas a Rea para que ésta no la oyese y fingiendo añadir leña al fuego.

- ¿De qué te extrañas? – respondió la falsa partera, encogiéndose de hombros –. Vesta no puede ser benévola con quien ha infringido sus leyes. Habrá provocado en favor suyo la furia de otras diosas. Si las divinidades le dan la espalda a Rea, ¿qué podemos hacer ni tú ni yo?

- Tienes razón – dijo Tuccia –. No merece la pena preocuparse. Si quieres, nos turnaremos. Duerme tú ahora y dentro de un rato te despertaré.

Aceptó de buen grado Cora, harta ya de fingir lo que no era. Le vendría bien descansar y estar despejada para cuando llegara el momento de ver culminada su misión. Se complacía en imaginar la alegría de la reina Criseida y los regalos que recibiría como premio.

Apenas Tuccia comprobó que se había dormido, inició una minuciosa búsqueda por la cabaña. Registró primero el manto y el hatillo que había traído Cora y luego revisó, una a una, las pocas pertenencias que la vestal y ella habían acumulado, incluidas las entregadas por sus amigas la mañana anterior. Ignoraba qué debía buscar, un o
bjeto fuera de lo común, un nudo, o un amuleto sospechoso. No encontró nada. Sin embargo, su instinto le decía que la seguridad de Cora no era casual. Se sentó de nuevo al lado de Rea, cuya piel a ratos enrojecía y a ratos se tornaba pálida.

- Todo irá bien – le dijo apartándole un mechón de pelo de la frente sudorosa –. Tus gemelos nos traerán la luz, ya verás. Nacerán al alba.

Por una extraña inspiración, pensó en Kritubis y en las bandas de lana que había confeccionado para Rea Silvia exponiéndolas a la luz de Luna durante tres noches seguidas. Precisamente las acababan de transformar en tiras más estrechas para envolver a los recién nacidos. Se levantó a cogerlas y con ellas en las manos volvió junto a la vestal. Hundió su propio rostro en las bandas y pensó con intensidad en la sacerdotisa de Diviana. La llamaba en su auxilio pronunciando su nombre en silencio.

Kritubis se incorporó de un salto. Cerca de ella dormían Palantea y el anciano Alec, y el fuego se había reducido a unas cuantas brasas. La tormenta rugía como un animal acosado. Debía invocar enseguida a Diviana, el corazón le decía que algo malo estaba sucediendo. Se retiró a un rincón, hizo en el suelo una ofrenda de leche y harina, recitó sus fórmulas para llamar a la diosa y no cesó de hacerlo hasta saber que respondería a su súplica. Al volverse, vio a Alec de pié, con la cabeza inclinada, ante ella. Y comprendió que también él, que tanto afecto tenía por Rea Silvia, había presentido el peligro.


Jadeando tras haber recorrido el bosque en la oscuridad relampagueante de la tormenta, sorteando los obstáculos y las desigualdades del terreno enfangado por la lluvia y con el agua chorreándole por los costados, llegó a la vista de la cabaña y se detuvo en la fronda. Observó. Un relámpago hizo visible la columna de humo que ascendía hacia el cielo y luego, al retornar la oscuridad, vio brillar la luz a través del ventanuco. Recorrió
con la vista la hondonada. Por el suelo de roca, levemente inclinado, un torrente de agua se dirigía rápido hacia las encinas y allí se detenía empapando la tierra.

Esperó el siguiente relámpago y, con paso ligero, cruzó el espacio que lo separaba de la cabaña. Se ciñó al muro y lo recorrió silencioso, apartándose para sortear la tinaja del agua. Antes de llegar al ventanuco se detuvo. Levantó el hocico y olfateó. El olor procedía de un hueco en la pared, tan pequeño que no alcanzaba a meter el morro. Con la lengua trató de extraer la cinta de lana, pero estaba anudada a un palo de la armadura y sus extremos empapados y adheridos al adobe. Rascó con la pata para hacer más grande el hueco, pero resultó inútil. Al fin, tras muchos intentos, se retiró de nuevo al bosque.


- ¿Has oído? – dijo Rea Silvia a Tuccia haciendo un gran esfuerzo para hablar –. El aullido de un lobo. Tal vez Marte se esté apiadando de mí.

- Te ha elegido como madre de sus hijos, Rea. No dudes de su ayuda – le respondió su amiga, con las lágrimas a punto de saltar de sus ojos. Careciendo de experiencia, ignoraba que el largo y penosísimo proceso por el que estaba pasando Rea Silvia lo habían recorrido otras mujeres. Dar la vida exige ese dolor. Por ese sufrimiento y peligro compartidos en un momento crucial, el vínculo que nos une a nuestras madres es tan fuerte.
- Toc, toc, toc – oyeron de pronto. No era un sonido lejano como el del lobo, sino muy próximo. Como si allí mismo estuviera picoteando un picoverde, el ave consagrada a Marte. ¿Un pájaro carpintero trabajando en la noche? ¿Y qué madera estaría horadando? ¿Por qué?

- Es una señal – dijo Tuccia. Estaba convencida de la intervención protectora del dios Marte y de la maldad de Cora. Miró hacia donde esa infame mujer estaba tumbada y comprobó que seguía durmiendo. Ojalá permaneciera así durante el mayor tiempo posible, al menos se evitaría oír sus palabras de desprecio y su indiferencia.

Cesó durante unos momentos el ruido del picoverde y volvió a reanudarse enseguida. Luchando entre la curiosidad y un temor reverencial, Tuccia se debatía sobre si asomarse o no al ventanuco para ver qué estaba pasando. ¿Habría sido un lobo la sombra fugaz que había visto cuando le hacía la ofrenda a Silana? Y ¿qué estaría picoteando el picoverde en una pared de adobe, cuando él sólo agujerea la madera?
Se asomó por fin. Había cesado la lluvia. Silana ordenó a las encinas agitar sus hojas creando una corriente de aire que rompió en jirones las nubes sobre la hondonada y la inundó de luz de Luna. Lo hizo a tiempo para que Tuccia pudiera ver a un picoverde con las patas apoyadas en la pared exterior, junto a la ventana. El ave sacudió dos o tres veces hacia atrás la cabeza y con la última quedó colgando de su pico una cinta de la cual pendía un trocito de madera. Batió sus alas y levantó el vuelo alejándose vertiginosamente antes de que las nubes se volvieran a cerrar.

Ahora ya sabía Tuccia que parte del peligro había sido conjurado. Cora había atado la cinta en el exterior, estaba segura. Tendría que hacer algo para deshacerse de ella y evitar que pudiera hacer más daño a Rea Silvia. Sin embargo, convenía mantener la calma, actuar de la manera adecuada y en el momento preciso para que saliera bien. Un error podría ser fatal.

Entonces Rea Silvia se incorporó apoyándose sobre los codos.

- Ayúdame a levantarme, Tuccia – le dijo –. Mis hijos ya están aquí.


* Las fotografías de esculturas son mías, excepto la de la mujer que hace una ofrenda. Las demás, incluida ésa, proceden de internet.



NOTA: Estimados amigos: sigo promocionando mi novela "Dido reina de Cartago".
Él próximo miércoles 22 de febrero de 2012, a las 19,15 horas, se presentará en:

Intersindical Valenciana
c/ Juan de Mena, nº 18,
Valencia

Junto con la autora, intervendrán: Dª Carmen Aranegui, professora d’Arqueologia de la Universitat de València y Dª Isabel Morant, professora d’Història de la Universitat de València.

¡OS ESPERAMOS!

jueves, febrero 16, 2012

CUENTA ATRÁS


(XXVIII)
Anto le había pedido a su padre, el rey Amulio, que matara a Rea Silvia cuanto antes para evitarle sufrimiento. Un enjambre de abejas había atacado a Prátex y Cora, para impedir que sorprendieran a Rea Silvia recibiendo la ayuda de sus amigas.

Rea Silvia y Tuccia comieron hasta quedar ahítas pues, por primera vez en varios meses, tenían provisiones en abundancia. La vestal no recordaba haber probado jamás un manjar tan tierno y apeti
toso como unas tortas al estilo sabino endulzadas con miel, aseguró mientras devoraba una tras otra. Ni ella ni Tuccia tenían ganas de tejer, sino de charlar y examinar las maravillas que les habían traído sus amigas. Tras la frugalidad y pobreza en que habían vivido, sus regalos les parecían de un valor extraordinario.

- ¡Qué mantos más cálidos! – exclamó alegre Tuccia, al abrir un envoltorio y sacar dos prendas de piel de oveja – Estoy deseando probar uno.

- Hazlo antes de que empiece a llover – la animó Rea –. No tardará mucho. Y, ya que sales, podrías dejar una ofrenda a Silana para agradecerle el regreso de las abejas. Cuando he visto salir a todo el enjambre, creí que no volverían más…

Se proveyó pues Tuccia de una torta y un recipiente de agua, y envolviéndose en uno de los mantos, salió de la cabaña y se dirigió hacia la encina que albergaba la colmena. Estaba arrodillada vertiendo el agua alrededor de la torta troceada en pedazos, cuando sintió en su nuca el calor de un aliento. Se volvió y apenas pudo ver una sombra fugaz apartarse velozm
ente de su espalda e internarse en la espesura. Ocurrió tan rápido, que ni pudo identificar al animal ni tener la certeza de haberlo visto. Sin embargo, lejos de asustarse, sintió un confortable calor recorrerle todo el cuerpo.

Cuando regresó al interior de la cabaña, Rea Silvia sonreía sentada frente al fuego. La vestal, a fuerza de ejercitar su voluntad, había aprendido a apartar de su mente los pensamientos funestos y a recrearse en los propicios y así, miraba la alegre cuna de esparto y sentía que ella y sus hijos eran las personas más afortunadas del mundo. El amor del dios Marte se revelaba mucho más cercano y potente que los odios humanos. Un agudo pinchazo en el costado la hizo contraerse. Respiró hondo y se le pasó. No sería nada.


Tuccia se asomó varias veces por el ventanuco a lo largo de la tarde. No le había contado a Rea Silvia lo del extraño animal pero, sin poder evitarlo, escrutaba entre los árboles por si aparecía otra vez. Quizá su presencia fuera un buen presagio. Durante su permanencia allí, habían realizado incontables ritos para ganarse el favor de las divinidades más poderosas y, en los últimos días, todos los necesarios para que Luna y Diviana propiciaran un parto benigno a la vestal. En todo lo demás, estaban protegidas. No en vano en las jambas de la entrada habían pintado, con la propia sangre de Rea Silvia, que era también la de los hijos de Marte, signos mágicos y dibujos de lobos y dragones para invocar su protección. Ningún mal traspasaría la puerta.
Ni siquiera la tempestad, de violencia creciente. Un vendaval sacudía las copas de las encinas y arrancaba un rumor sordo a la paja del tejado. En poco tiempo, las nubes habían oscurecido tanto el cielo que parecía casi de noche y a unos cuantos pasos de distancia era imposible distinguir otra cosa que sombras. Empezaba a llover.

- Viene alguien – se asombró Tuccia cuando volvió a mirar por la ventana. Apenas veía una silueta avanzar contra el empuje del viento.

A Rea Silvia este anuncio inesperado le oprimió el corazón. La asistencia que podía esperar del exterior ya la había recibido esa mañana. Entonces, ¿quién vendría? ¿Y por qué? El bienestar de las últimas horas se desvanecía como una nube de polvo y retornaban con toda su crudeza las amenazas más terribles. Sintió un pinchazo en el pubis y un fuerte dolor en los riñones le cortó la respiración.
- ¡Es la criada de Anto! – exclamó Tuccia dirigiéndose a la puerta para desatrancarla.

Cora cruzaba los brazos por delante del pecho para sujetarse la ropa y protegerse del frío. Dos rostros atónitos la recibieron al traspasar el umbral y ella, al advertirlo, sonrió y agradeció la rapidez con que le habían abierto.

- Me envía tu prima, la noble Anto – dijo a modo de explicación mirando a Rea Silvia. Ésta dejó escapar un suspiro de alivio pero, aún así, la situación era extraña. ¿Conocía su prima este escondite? ¿Y de qué manera había conseguido esa mujer llegar allí? En el aire flotaban desconfianza y sorpresa.

- Mirad cómo traigo la ropa – dijo la astuta Cora quitándose el manto y mostrando la túnica con algunos desgarros y enganchones –. Llevo todo el día escondida en el bosque, esperando una distracción del hombre que vigila el camino. ¡Incluso he tenido que meterme entre las zarzas para esquivarlo!

La vista de algunas gotas de sangre y arañazos en los brazos y en el cuello de Cora hicieron reaccionar a la vestal.

- Prepara un poco de agua de tomillo para limpiarle los rasguños, Tuccia – dijo.
- Vengo a ayudarte en el parto, y resulta que me tienes que ayudar tú a mi – respondió Cora con una sonrisa de apariencia cándida.

- Siéntate, por favor – se apresuró a decirle Rea y enseguida se puso a buscar un trozo de lana adecuado para la cura – ¿Cómo está mi prima?

- Bien de salud, pero preocupada por la tuya. Sin embargo, te veo con buen aspecto.

Tuccia había apartado ya unas brasas llevándolas hasta el borde del hogar y colocado sobre ellas un cuenco con agua limpia y ramas de tomillo. Se acordaba bien de Cora: le había abierto la puerta de la casa de Anto cuando ella misma había acudido a pedirle ayuda para Rea Silvia. Ya entonces le había desagradado su actitud arrogante. No se fiaba de esa mujer y, por otra parte, jamás había oído decir que fuera partera. La observó de reojo. Aunque con disimulo, Cora paseaba su mirada escrutadora por toda la cabaña.

- Habría estado mucho más tranquila tu prima – dijo – de haber sabido que vivías en tan buenas condiciones aquí.

Esta observación hizo que Rea Silvia y Tuccia se mirasen un instante, pero no respondieron. Fingiendo buscar algo, la doncella dejó caer una tela sobre la cuna para ocultarla, y la empujó con el pie hacia el lugar donde Rea y ella extendían para dormir las pieles de cordero. Ayudaron a Cora a lavarse las heridas, bebieron una taza de caldo y poco después, aduciendo agotamiento, se acostaron.


Cora se tumbó junto a la pared de enfrente, al otro lado del hogar. Pensaran lo que pensaran la sacrílega y su doncella, que la habían recibido con escasa alegría, ella ya estaba allí y cumpliría cabalmente su misión. La reina Criseida se enfadaría muchísimo cuando supiera lo bien abastecidas que estaban de ropa y comida. Una vergüenza. El rey Amulio estaba resultando más blando de lo que pensaba y eso justificaba el encargo de la reina: era necesario que Rea se muriera con su criatura dentro. De lo contrario, peligraba el futuro.

Antes de llegar a la cabaña, había observado la hondonada desde el bosque para hacerse una idea del lugar. No era gran cosa aunque estaba bien escondido, era justo reconocerlo, y la presencia de las abubillas contribuía decididamente a aislarlo. En cuanto a las abejas… ¡Ojala se murier
an todas, empezando por su reina! De haber tenido a mano una antorcha, las habría quemado vivas. Hubiera sido un buen espectáculo socarrarlas allí, mientras colgaban como un racimo a la entrada de la gruta. Hasta bien entrada la tarde no se habían ido. Prátex y ella aún habían tardado un rato más en atreverse a salir. ¡Un día desperdiciado!

Bueno, no malgastado del todo, porque había aprovechado para pensar dónde ataría con un nudo la cinta que habría de impedir el parto de la vestal. Había descartado atársela a su propio cuerpo, en un brazo o una pierna, pues le parecía muy fácil de descubrir si se le movía la túnica. Debía buscar un sitio lo suficientemente cerca para que surtiera efecto y lo suficientemente escondido como para que ellas no lo viesen. Pero esa noche estaba rendida. Al día siguiente revisaría a fondo la cabaña hasta dar con el lugar adecuado. Pronto se le cerraron los ojos y se hundió en el sueño.


La lluvia era ya torrencial cuando empezaron a desgarrar el cielo los relámpagos. Su gélida luz alumbraba de manera siniestra el interior de la cabaña antes de que los truenos retumbaran en la hondonada, tan espantosos como si se estuviera fracturando el monte y un diluvio de rocas fuera a caer sobre ella.

Rea Silvia se incorporó con una sensación de angustia y un fuerte dolor en el vientre. Tuccia la notó moverse y se irguió también. Le puso una mano sobre la espalda: estaba empapada en sudor.

- Creo que ha llegado el momento.

- ¿Estás segura? Aún faltan unos días…

- Mis gemelos no van a esperar.
- ¡Hay que deshacer todos los nudos! – dijo Tuccia, quitándose la cinta con que se sujetaba el pelo y soltándoselo también a Rea. Con una brasa encendió tres o cuatro lucernas que habían reservado para la ocasión, y se puso a desanudar los fardos donde guardaban la comida y la ropa. Con ese trajinar, se despertó Cora.

- ¿Qué pasa? – dijo abriendo con dificultad los ojos.

- Ha empezado el parto – respondió Tuccia sin mirarla –.Deshaz el nudo de tu hatillo, por favor.

Cora se levantó deprisa y obedeció. Estaba contrariada. ¡Aún no había tenido tiempo ni de pensar dónde anudar la cinta, cuando ya la sacrílega iba a parir! Debía actuar con rapidez. Tuccia le dirigía miradas de soslayo, desconfiaba de ella. Tenía que pensar. Pensar. Deprisa.

La tempestad provocaba pavor. Rea Silvia, despojada de su túnica, se había tumbado de lado y gemía en voz baja. Tuccia añadía troncos al hogar para prender el fuego y poner una caldera a hervir.
- ¡No tenemos aquí bastante agua! – exclamó destapando un cubo mediano. Dirigiéndose a Cora, añadió –: He de salir fuera a por más. Necesito que me ayudes con la puerta.

Estas palabras iluminaron a la falsa partera con tanta rapidez como los rayos alumbraban el cielo. Esa era su oportunidad.

- Es muy importante que la parturienta no se enfríe – dijo –, así que saldré yo. Tú estás acostumbrada a manejar esta puerta y puedes abrirla y cerrarla más fácilmente e impedir que se escape el calor ¿Dónde está el agua?

- En una tinaja con tapa de madera que hay en el exterior, entre la puerta y la ventana – respondió Tuccia, aliviada al ver a Cora dispuesta a colaborar –. Llévate el cubo y esta antorcha.

Al tiempo de coger su manto, la mujer tomó también una de las cintas de lana que tenía preparadas, la ocultó entre sus ropas y salió. Tuccia cerró la puerta tras ella. El viento estuvo a punto de derribarla, pero la antorcha y el cubo la ayudaron a recuperar el equilibrio. Fijó la tea en un soporte que había en la pared con esa finalidad y dejó el cubo en el suelo.
Con precaución se acercó hasta el ventanuco, abierto en la misma pared junto a la cual se tumbaba Rea Silvia. Rascó un poco el muro, construido con una mezcla de barro y paja, y pronto quedó a la vista una de las ramas del entramado horizontal que sustentaba el barro. A ella anudó con fuerza la cinta. Con esa tempestad y aquel frío, Tuccia no saldría. Y, aunque saliera, no encontraría la cinta jamás. Cuando hubiera muerto la sacrílega ya se encargaría ella misma de retirarla para evitar sospechas.

Llenó el cubo con agua de la tinaja, dejó la antorcha en el soporte, como había acordado hacer para avisar a los compinches de Prátex y volvió a entrar. Le dijo a Tuccia que el viento le había arrebatado la antorcha y con los dientes castañeteando se acercó a calentarse al fuego.

Ya podía Rea Silvia retorcerse de dolor, invocar a todas las diosas y agotarse en esfuerzos inútiles. Tardaría en morir porque estaba fuerte. Pero Cora no tenía ninguna prisa: ella ya se sentía victoriosa.

*Las fotos de las pinturas y la tormenta están tomadas de internet. El resto son mías.


NOTA: Estimados amigos: sigo promocionando mi novela "Dido reina de Cartago".
Él próximo miércoles 22 de febrero de 2012, a las 19,15 horas, se presentará en:

Intersindical Valenciana
c/ Juan de Mena, nº 18,
Valencia

Junto con la autora, intervendrán: Dª Carmen Aranegui, professora d’Arqueologia de la Universitat de València y Dª Isabel Morant, professora d’Història de la Universitat de València.

¡OS ESPERAMOS!

martes, febrero 14, 2012

CUPIDO Y LA FIDELIDAD

A los amantes fieles.



¿Quién te ha roto las alas, dios Cupido?
Sea hombre o mujer, desde hoy lo condeno
pues una crueldad tan grande no merece el perdón de los dioses.
Menos aún el tuyo.
Pero si has sido tú mismo quien, al quebrarte las alas,
has puesto freno a las veleidades de tu corazón
para entregarte sólo a quien te ama,
te ensalzare ante tus seguidores:
- “Mirad” – diré –: “el dios Cupido ama tanto
que ha decidido, por fin, sacrificar sus caprichos
ante su propio altar”.


*Cupido de espaldas. Museo Massimo alle Terme. Roma. La foto es mía.

lunes, febrero 13, 2012

ANTO RECLAMA COMPASIÓN



(XXVII)
La víspera del nacimiento de los gemelos, Prátex y Cora estaban a punto de sorprender a Rea Silvia recibiendo socorro de sus amigas y Kritubis había iniciado un conjuro para impedirlo. El rey Amulio había aceptado recibir a su hija quien, junto a su marido, había ideado un plan para salvar la vida de Rea.
La noche se había hecho eterna para Anto. Una y otra vez había repasado con Nipace las palabras que pronunciaría ante su padre, el rey Amulio. El insomnio y el nerviosismo habían dejado huellas en los rostros de ambos, pero también había crecido en ellos la determinación. Poco después del alba, tal como habían acordado, Anto acudió a la casa de las vestales a explicarles su plan. La recibió la vestal Adriana, pues Camilia había partido ya hacia el Aventino.

- Han ocurrido muchas cosas, noble Anto, desde que estuviste aquí antes de ayer – le dijo muy excitada Adriana –. Hemos encontrado por fin el lugar donde el rey Amulio tiene oculta a Rea Silvia. Gracias los dioses Tuccia la acompaña y ambas se encuentran bien. Ahora mismo nuestras amigas estarán entregándoles provisiones y ropa.

El rostro de Anto se iluminó de alegría. Conocer el paradero de su prima era un alivio, pues la rescataba del centro de una espesa bruma para devolverla a la vida real y, con ello, a la posibilidad palpable de ser auxiliada.
- La otra noticia…Tu tía Aurelia ha empeorado – añadió Adriana –. Númitor le ha pedido a Camilia que vaya al Aventino a cuidar de ella, dada la amistad que las une, para que Énule pueda venir aquí y ayudar secretamente a Rea Silvia en el parto. Él también vendrá. Quiere estar cerca de su hija e interceder ante el rey. Si no surgen contratiempos, los tendremos en Alba Longa esta misma noche.

Anto sintió aflorar de nuevo sus temores, llenársele el pecho de angustia y los ojos de lágrimas. Su cabeza era un hervidero de dudas. Recordó, sin embargo, las palabras de su marido: nada podía empeorar la situación de Rea. Si consiguiera sembrar en el ánimo del rey la semilla que quería… En tal caso, hasta la cólera que Númitor pudiera desatar en él, sería útil para su propósito. Así, dejó a un lado sus aprensiones y reclamó la atención de Adriana.

- Tú estabas presente cuando la Vestal Máxima Camilia me habló del odio de mi padre hacia Númitor y Rea. Oíste lo mismo que yo, Adriana. Camilia piensa que no hay salvación para mi prima, porque el odio de mi padre es superior a cualquier sentimiento de compasión o piedad. La matará. Por eso, dándolo todo por perdido, Nipace y yo hemos ideado una estratagema. Quiero que la conozcas y,
salga bien o fracase, sepáis todas que lo hago por amor a Rea Silvia.

Le relató, a grandes rasgos, cuál era la idea y el modo de llevarla a cabo. La vestal la escuchaba atónita, porque nunca había oído nada parecido, y terminaron llorando las dos y dándose ánimos mutuamente. Puesto que Anto se presentaría ante el rey esa misma mañana, apenas saliera de la casa de las vestales, Adriana sugirió encomendarse a la diosa Vesta. Fueron juntas a la celda donde se le rendía culto y se recogieron unos momentos ante la rústica imagen y su fuego sagrado. Suplicaron con fervor a la diosa auxilio para Rea Silvia. Con el crepitar de la llama diminuta sentía la noble Anto crecerle las fuerzas y tranquilizársele el corazón. Abandonó la casa de las vestales serena y confortada.


También la sacerdotisa de Diviana, Kritubis, estaba en ese momento invocando a Vesta junto a otras diosas, mientras giraba y giraba con los ojos cerrados. La ayuda divina y su propia magia debían ahuyentar un peligro inminente: los más viles servidores de Amulio y Criseida estaban a punto de sorprenderlos prestando ayuda a Rea Silvia.

Tan cerca estaban, que Prátex tenía ya a la vista el refugio de paja construido por los hombres que, noche y día, vigilaban el acceso a la hondonada donde ocultaban a la vestal. El esbirro detuvo un momento su marcha y se volvió para instruir a Cora.
– Las órdenes del rey son éstas: en cuanto la vestal se ponga de parto deberás advertirnos colocando una antorcha encendida en el exterior de la cabaña, si es de noche, o viniendo a buscarnos en persona si se produce de día. Así los vigilantes tendrán tiempo de avisarme. Hemos de estar preparados para quitarle al hijo apenas nazca.

- ¡Si lo dejáis un rato oliendo este pestazo, él solito se morirá! – respondió la mujer, agitando la mano inútilmente para apartar el mal olor de las abubillas – ¡Vaya un lugar nauseabundo!

Terminaba de decir esto, cuando oyeron un grito espantoso y vieron correr hacia ellos al hombre de guardia. El desgraciado aullaba y se llevaba las manos a la cabeza, como si se sujetase un gorro de color oscuro y contornos inciertos.
Y un momento después, ellos mismos echaron a correr por donde habían venido con los ojos llenos de espanto. Un zumbido atronador y una espesa nube negra se les venían encima y los azuzaban, obligándolos a saltar entre los matorrales y desgarrarse las ropas y la piel en las zarzas y en la corteza de las encinas, hasta que hallaron refugio en la cueva de la fuente sagrada. En el umbral se detuvo una abeja escuálida y oscura y todas las demás formaron a su alrededor un cono invertido que, con un aleteo permanente, se mantenía colgado sobre la entrada sin dejarlos salir.

Jamás se había visto a las abejas abandonar sus colmenas en invierno ni atacar de manera tan feroz.



Tembló Anto al cruzar la puerta de la cabaña real. Se sentía como una extraña, incapaz de reconocer como propia la casa en la que había vivido durante casi un año y conocía desde la niñez. ¡Cuántas veces había jugado allí con su prima Rea Silvia! ¡Cuántas conversaciones y confidencias infantiles, cuántas risas cuando estaban aprendiendo a tejer y se gastaban bromas enredando los hilos! Ahora, y no por juego, los hilos del destino formaban un nudo, una trabazón monstruosa que rompía toda armonía. Giró un instante la cabeza para buscar la mirada tranquilizadora de Nipace, que entraba tras ella.
El gran salón estaba lleno de gente y el fuego que ardía en el centro, junto con varias antorchas encendidas, llenaba el espacio de una luz entre amarilla y rojiza. Desde su sitial, el rey Amulio escuchaba las peticiones de sus súbditos o mediaba en sus litigios usando su autoridad para zanjar las disputas entre ellos. No dio señales de haber visto entrar a su hija y su yerno pero, poco después, a un gesto suyo sus siervos despacharon a los albanos que aún esperaban, ordenándoles volver al día siguiente. En un momento se despejó el salón y se retiraron los criados.

- ¡Vamos, Anto! – dijo Nipace a su oído, pues la joven se había mantenido con la cabeza cubierta y gacha durante la espera.

Avanzó despacio y cuando tuvo frente a sí los pies de su padre, se postró ante él tocando el suelo con la frente y permaneciendo en esa postura.

- Noble rey – dijo Nipace –, mi esposa se humilla ante ti y pide ser escuchada.

Siguió un largo silencio en el que sólo se oía el crujir de los troncos que alimentaban el fuego y de vez en cuando caían produciendo un ruido seco y una nube de chispas. El corazón de Anto corría más veloz que un caballo desbocado.

- Habla – dijo, por fin, Amulio.

Anto irguió el busto, sin abandonar su posición de rodillas. Con los ojos mirando al suelo, respondió.

- He sido obstinada, desobediente e indigna de ti, mi rey – declaró –. Ciega a causa de la ignorancia; necia por no haber comprendido la razón de tus decisiones; despreciable y mezquina al anteponer mis afectos a los altos deberes que tienes como soberano. Aunque no lo merezco, suplico tu perdón.

- ¿Significan estas palabras que has entendido por fin que tu prima debe ser castigada? ¿Qué no volverás a molestarme intercediendo por ella? – la voz de Amulio era seca.
- Reconozco mis errores, señor – respondió Anto sumisa –. Me equivoqué creyendo que estaba en tu mano perdonar a Rea Silvia, sin comprender que, habiendo quebrantado una ley divina, son los dioses quienes exigen su castigo y no tú.

Que su hija atribuyera el castigo a las divinidades complacía mucho a Amulio, pues lo liberaba de toda responsabilidad. Brillaba en sus ojos cierta luz de satisfacción, aunque permaneció callado.

- No has respondido a mi segunda pregunta – dijo al fin.

- No intercederé para que salves la vida a mi prima, si es eso lo que quieres saber – dijo Anto –. Antes bien, me atrevo a suplicarte humildemente que aceleres su castigo.

- Curioso cambio de opinión – dijo el rey enarcando las cejas.

- Padre mío – exclamó Anto, levantando un instante el rostro hacia su padre con mirada suplicante –. No pienses que soy una persona sin juicio ni dura de corazón. Mi afecto por Rea Silvia no ha disminuido un ápice. Pero he comprendido que, siendo culpable de un sacrilegio, debe morir.

- En eso estamos de acuerdo.

- Mátala cuanto antes – se apresuró a decir Anto bajando la vista otra vez –. Concédemelo y te juro que no volveré molestarte con este asunto.
- Antes no querías que muriera y ahora me pides que la mate enseguida…

- ¿Qué sentido tiene, padre, hacerla padecer? No esperes siquiera a que nazca su hijo: mejor es que pierda la vida con él en su seno – Anto se interrumpió unos instantes y se enjugó las lágrimas. Cambió el tono de su voz, no ya suplicante, sino profundamente dolorida –. Vosotros, varones, no sabéis bien qué significa un hijo para una madre. Lo es todo. Por él sería capaz de morir y de matar; se ofrecería como víctima en lugar suyo; se arrancaría la comida de la boca para dársela a él o se sacaría los ojos si él los necesitase. No hay dolor más intenso y cruel que ver padecer a un hijo, o perderlo.

- ¿Ha de pagar Rea Silvia con su vida? – prosiguió Anto en medio de un silencio sepulcral –. Sea como establecen las leyes. Mas ninguna de ellas impone un sufrimiento mayor del que procura el acto mismo de morir. ¿Cómo podría ella soportar que unas manos rudas le arrancasen de los brazos a su recién nacido? ¿Cómo aguantar la angustia al no saber si la criatura aún alienta o es ya pasto de las alimañas? Saber que tu propio hijo muere por tu culpa, por haber ofendido a los dioses cometiendo un sacrilegio ¿quién lo resistiría? ¿Y de qué modo acallar la esperanza de que la criatura, pese a todo, haya sobrevivido? No saber con certeza, imaginar los horrores sufridos, ir de la desesperación a la impotencia, estar siempre en duda, tener supurante esa herida … De todos los males posibles, la incertidumbre es el peor porque, como una rata odiosa, roe noche y día el corazón y la mente, no concede tregua ni descanso. ¡Cuánto mejor será para todos saber que Rea Silvia ha muerto, porque con ello se ha puesto fin a todo sufrimiento!
Anto volvió a interrumpirse para tomar aire. No se atrevía a mirar a su padre, pero su silencio le daba alguna esperanza.

- Sólo te pido esto, padre y rey mío: porque es sangre de tu sangre y por afecto a tu hermano Númitor, no le impongas a Rea Silvia un castigo más duro que la propia muerte – concluyó.

- Puedes marcharte – fue la helada respuesta del rey, mientras se alzaba repentinamente del trono –. Y nunca más, ¿me oyes?, nunca más te atrevas a hablarme de este asunto.

Con pasos temblorosos salió Anto de la cabaña real, sostenida del brazo por su marido. Todo cuanto podían hacer, estaba hecho. Sólo cabía esperar que Nipace tuviera razón.