Dido se siente como si la hubieran arrojado al interior de un frasco de vidrio y se hallase flotando dentro de él, sin ver del exterior más que sombras extrañas y deformes a través de las paredes de cristal; sin saber dónde es arriba y dónde es abajo, ni derecha ni izquierda. Un zumbido cada vez más alto y agudo brota de su propio cerebro y presiona sobre sus oídos con tal intensidad que su estallido parece inminente. Le flaquean los músculos, la vista se le enturbia más.
La vestal Crisea y la noble Diana le cogen las manos. Se le han quedado heladas y sin fuerza y un violento temblor le estremece todo el cuerpo. Le ofrecen una copa con agua, pero ella la rechaza. Ahora no podría tragar. Quizá no pueda volver a tragar nunca, porque su estómago y su pecho han sido atacados por una manada de leones. Le clavan los colmillos, las uñas le desgarran la carne.
- No puede ser – dice con un hilo de voz.
Y se sabe delatada por la propia debilidad de su protesta. Sí, su corazón le había advertido, estaba temeroso del momento de la despedida. Pero era un temor difuso, lejano como un eco, ese temor del cual nadie se libra cuando ama. ¡Cuántas veces se ha repetido a sí misma que era infundado…! Y aún lo sigue siendo, aunque los hechos parezcan negarle la razón. Un hombre de la nobleza de Eneas no puede comportarse así. Es un héroe de la guerra de Troya, un príncipe de sangre real, el último de la estirpe de Príamo. Puede que le costara contraer matrimonio, pero Eneas no huiría a escondidas de una mujer. Cuanto más piensa en ello, más se reafirma en que debe tratarse de un error.
- No puede ser, Crisea – repite. Se suelta de las manos de sus amigas y se yergue en el taburete –. Zoe te ha mentido. O le han mentido a ella. Al fin y al cabo ¿quién es ese Náufrago? Una persona estrafalaria a quien nadie toma en serio.
- ¿Te habríamos dado este disgusto sin asegurarnos antes? – responde Diana.
- No dudo de vosotras. Pero hay alguna explicación, estoy segura. En cualquier caso, no voy a quedarme aquí, lamentándome, sin hacer nada.
Al abatimiento provocado por el mazazo de la sorpresa, le opone una actividad febril. Reclama la ayuda de Crisea y Diana para borrar de su rostro las marcas de las lágrimas, componerse el cabello y la figura, cambiarse de túnica. Insiste en adornarse el cuello con el hilo de perlas regalado por Eneas, aquel que perteneció a su prima Ilíone y él había rescatado de la destrucción de Troya. Conviene que el príncipe recuerde su llegada a Cartago siendo un vagabundo sin patria ni hogar; cómo le brindó Dido refugio y apoyo a él y a su pueblo acogiéndolos como sus iguales; debe acordarse del banquete de bienvenida cuando él mismo, invocando a los dioses y poniéndolos por testigos, hizo votos de amistad eterna entre troyanos y cartagineses y la colmó de regalos, casi reliquias, de su propia familia.
Allá abajo brillan muchas hogueras. Protegidos por cubiertas de paja, colgados de largas sogas como si fueran ropa, se ahuman cientos de pescados. Algunas mujeres alimentan las brasas y añaden troncos verdes para espesar el humo. Desde el bosque, jóvenes colocados en fila acarrean gruesas ramas y las amontonan junto a un cobertizo. Allí los carpinteros fabrican los remos, y una vez les han dado la forma deseada, otros los recogen y los sostienen con horcas por encima de las hogueras para endurecerlos al fuego. Grandes telas triangulares cubren la arena y a su alrededor se afanan muchas manos: unas atan cabos de cuerda en los extremos, éstas remiendan, aquellas enrollan. Los fardos se amontonan en las puertas de las cabañas, muchos carros están cargados.
La reina cierra los ojos unos instantes. Quizá sus propios recelos le han traicionado y es mentira lo que ha visto, una alucinación fruto de su miedo. Se oyen en la lejanía alegres cantos para modular el ritmo del trabajo y comprende que nada habrá cambiado cuando vuelva a abrir los ojos. Se equivoca, porque ha habido un cambio significativo en el paisaje humano: allí está Eneas, de pie ante una cabaña, hablando con Palinuro, su timonel. Si aún quedaba algún resquicio para la duda, los gestos de Palinuro señalando hacia el horizonte, los taponan.
Sin pronunciar una palabra, Dido espolea su caballo y desciende hacia el campamento. Descabalga sin esperar la ayuda de nadie y se planta delante del príncipe troyano. Trae arreboladas las mejillas y sus ojos arden. Los clava como un punzón de fuego en los de Eneas.
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- No creo que fuera buena idea ponerse ese collar – interrumpe Karo. Es su forma de decirme que necesita descansar un poco. Deja a un lado las tablillas y se pone de pie. Sacude en el aire una pierna y luego la otra y al mismo tiempo agita los brazos y las manos. Parece una bailarina vieja relajando los músculos antes de comenzar la danza. También yo me levanto y doy un pequeño paseo alrededor de la higuera.
- Lo digo porque ese fue el collar que le anudó al cuello el niño Ascanio la noche del banquete. O el mismísimo dios Cupido, si creemos al poeta Trailo – insiste –. ¡Quién sabe si tendría restos de veneno de amor…!
- El amor había emponzoñado por completo el corazón de la reina y trastocado sus sentidos, Karo; no hacía falta ninguna dosis adicional. Según Barce, había dejado de ser ella. Sin embargo, yo empiezo a pensar que mi abuela estaba equivocada. Tal vez en esa crisis afloró una Dido desconocida para nosotras y no supimos cómo interpretar sus palabras ni sus gestos. Ojala seamos capaces de comprenderla ahora.
* Detalle de pintura mural. Pompeya.