Los primeros rayos de sol penetraron entre las ramas y salpicaron de luz su rostro. Abrió los párpados y miró hacia el cielo. No había nubes. Esa mañana lo intentaría por última vez.
Se incorporó y apartó con cuidado las hojas de los terebintos tras los cuales se escondía. Un manantial bordeado de sauces se remansaba a sus pies. En la orilla opuesta permanecía impasible su amado: las manos apoyadas en el borde del agua, el cuerpo inclinado hacia delante y los ojos clavados en el fondo, absorto. Sobre la frente le caía un mechón de cabellos, fruncía levemente el ceño y los labios se entreabrían deseosos de besar. Un beso que quizá sería para ella si consiguiera llamarlo, hablarle…
Nunca le había pesado tanto el castigo que arrastraba por haber ofendido a la diosa Juno. Una venganza cruel. Cierto que ella misma se había excedido, aunque lo había hecho por afecto a sus amigas. ¿Quién no conocía los celos de la reina de las diosas? Su marido, el poderoso Júpiter, era muy enamoradizo y apenas desde las alturas del Olimpo veía a una ninfa hermosa – y todas lo eran – descendía de inmediato para seducirla. Muchas veces Juno, paseando por los bosques, había estado a punto de descubrir a los amantes. Y ella, para impedírselo, le había salido al encuentro y la había entretenido con su charla. Hasta que Juno se dio cuenta de la estratagema y, llena de ira, le había arrebatado la palabra: jamás volvería a hablar la primera y apenas alcanzaría a repetir las palabras de otros.
Al principio no le había dado demasiada importancia. Ahora, sin embargo, ante aquel muchacho a quien amaba con todo su corazón, le dolía la imposibilidad de hablar, esa barrera de silencio que sólo podía romperse si hablaba él. Pero él ni pronunciaba una palabra ni la veía. En realidad, Narciso no veía a nadie: sólo tenía ojos para adorar a ese joven que lo contemplaba desde dentro del agua y le ofrecía los labios cuando él le acercaba los suyos; que sonreía cuando él sonreía y, si lloraba, le respondía con lágrimas.
Si consiguiera llamar su atención, arrancarlo de su ensimismamiento, le demostraría su amor. Ya no le quedaba tiempo: llevaban muchas jornadas sin apartarse del estanque y ambos se consumían de amor estéril. Debía superar el miedo a un nuevo rechazo y actuar. Reuniendo toda su energía, dio un rodeo para acercarse al muchacho y lo abrazó por la espalda.
- ¿Quién está ahí? – gritó Narciso.
- … ahí… ahí…ahí – respondió ella.
- Quien quiera que seas, ¡suéltame ahora mismo!
- … ismo… ismo… ismo.
- ¿Eres tú, Eco? Te dije que nunca te amaría ¡Vete!
- … vete… vete…vete - alcanzó a decir la ninfa con lágrimas en los ojos.
En un instante de suprema lucidez, Eco comprendió la imposibilidad de sus amores: Narciso, enamorado de su propio reflejo, era incapaz de amar a otra persona y a ella, reducida a repetir las palabras de otro, nadie la amaría por sí misma. Deshizo el abrazo y, desesperada, huyó a través de los bosques. Cruzó sin verlos prados y ríos, atravesó simas, se adentró entre los peñascos y buscó refugio en el lugar más salvaje, oscuro y oculto de los cerros.
NOTA: Este texto fue escrito para su publicación en la revista Ratón de Biblioteca (enero-junio de 2010) de la
Fundación Germán Sánchez Ruipérez
de Peñaranda de Bracamonte. O ir directamente a la revista para curiosearla......Ratón de biblioteca
*"Una ninfa". Pintura de Feubach. Imagen sacada de Internet.
**Detalle de una pintura de Thomas Millie. Imagen sacada de Internet.
*** "Narciso", pintura de Caravaggio. Imagen sacada de Internet.
****"Eco y Narciso" pintura de Waterhouse. Imagen sacada de Internet.
*****Detalle de cabeza femenina. Exposición "La belleza del cuerpo" en el MARQ de Alicante. Foto: Rafa Lillo-