martes, junio 26, 2007

12.- La diosa Venus comienza a ejecutar sus planes.


- Perdona que te lo diga, señora Imilce, pero has estado bastante grosera con tu nuera – dice Karo mientras me saca al patio una copita de vino con agua y le ofrece otra al cordelero Kostas, que acaba de llegar – Está llorando.

- ¡Cualquier persona en Cartago pretende saber de esta historia más que yo! – le respondo.

- No es cierto. Además, querías construir tu historia con la memoria de todos, ¿no? Y ahora te enfadas porque ella dice que se les había acabado el vino de higos secos y no lo pudieron servir en la cena. ¿Tiene ese asunto tanta importancia como para que le hayas dado semejante disgusto? Estás dando crédito a todo el mundo, menos a ella.

Karo tiene razón. No sé qué me pasa. En los últimos tiempos la mujer de mi hijo pequeño ha cambiado mucho, se desvive por atenderme y, en cambio, yo le llevo la contraria con cualquier pretexto. Por ejemplo, lo del vino. En la relación que hizo Xilón sobre el menu del banquete se cita un vino de dátiles o de higos secos. A él debió decírselo directamente Sofonisba sin saber aún si serviría uno u otro y luego el cronista no lo comprobó. Y por una cuestión tan banal he humillado a mi nuera llamándola cretina. Me he vuelto una vieja intransigente y estúpida. ¡Un modelo de suegra!

- ¿Habláis del banquete? – pregunta Kostas acomodándose en la sombra – Yo estuve en la cocina ese día.

- ¡La primera noticia que tengo! – le contesto, más picada aún.


- Me llamó Sofonisba – aclara, a la defensiva – Hicimos amistad cuando cortó la piel de toro y yo trencé la cuerda de prueba. ¡Mira que era alegre…! En cambio esa mañana, si alguien echaba más humo que los fogones, esa era la cocinera de la reina. Te diré una cosa, señora Imilce: no he estado nunca en un campo de batalla, pero esa cocina debía asemejársele bastante. Había un jaleo enorme en el patio, donde estaban matando y desplumando pollos y entre los cacareos y los berridos de los cabritos era para volverse loco… A mí me impresionó. Y dentro, los pinches gritaban y se empujaban yendo de un lado a otro. ¿Te imaginas decenas de cuchillos moviéndose en el aire para desollar, trocear, picar, mondar…? Era un prodigio que no se hirieran unos a otros con tantas apreturas, o que no se escaldaran con el agua hirviendo o se les prendieran las ropas con las chispas que saltaban al avivar la lumbre. Cada cual pedía a gritos más leña, más harina o un mortero, y no parecía que hubiera forma de entenderse. Sin embargo allí en medio, dando órdenes como un general, estaba Sofonisba. Cuando entré, me agarró del brazo y me arrastró a un rincón de la despensa, como si fuéramos a buscar algo. Y entonces se echó a llorar.

- “Es el primer banquete que preparo” – me dijo – “y no pienso dejar en mal lugar a la reina ni voy a permitir que nadie ponga en cuestión mi oficio. ¡Pero hacerlo con estas prisas y en estas condiciones…!”

- Figúrate, yo era un mocoso y no sabía qué decirle, así que la abracé muy fuerte. Ella me estrujó contra su pecho y enseguida se calmó. Se limpió la cara y me dijo en voz alta que le faltaban piñones para la salsa del pollo y que fuera a pedírselos a la noble Diana. Y entonces, al volverse, empujó con el codo una cazuela de barro que había sobre un estante y fue a caer justo encima de una gran ánfora de vino. El golpe la reventó y el vino salpicó por todas partes. ¡Menudo sobresalto! A mí me parecía un desastre, pero Sofonisba se puso a reir y se extendió por los brazos y la cara las gotas de vino diciendo que le traería buena suerte. No ví el fondo del ánfora, pero muy bien pudo ser la del vino de higos.

Kostas me ha dejado boquiabierta. De repente, me hago cargo de cuántas cosas ignoro, cuántos pensamientos, sentimientos y actos se entrecruzan continuamente en la vida de los seres humanos y los vinculan entre sí, tejiendo lazos secretos. Y ¿qué otra cosa es nuestra ciudad sino el conjunto de personas que decidieron arraigarse juntas, construir entre todas un edificio invisible de palabras, gestos, lugares, miradas que nos unen y nos identifican, que nos permiten reconocernos y ser reconocidas como parte de esta sociedad?

La sombra de la higuera llega ya al otro extremo del patio.

- Es hora de acudir a la plazuela del granado – digo, tratando de disimular el esfuerzo que me supone levantarme – Karo, avisa a mi nuera para que venga con nosotros. Dile que he dicho que la cretina soy yo y que la necesito. Tenemos hoy otra lectura del poeta Trailo y temo no poder soportarla sin su ayuda.


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La madre Venus contemplaba al grupo de troyanos que ascendía por un empinado sendero, de camino hacia Cartago, para asistir al banquete ofrecido por la reina Dido. Abría la comitiva su hijo Eneas platicando con su amigo Acates. Ícarus, su lugarteniente, caminaba al lado del timonel Palinuro, el hombre a cuya sabiduría habían encomendado sus vidas los troyanos tantas veces. Cloanto les seguía inmediatamente detrás y, a mayor distancia, vestido como un príncipe, iba el joven Ascanio. Por primera vez en su vida asistiría a un banquete y no podía ocultar su inseguridad y nerviosismo. Cirene, a su derecha, llevaba un pequeño fardo con los regalos que ella misma había ayudado a Eneas a escoger para obsequiar a Dido y daba conversación al muchacho tratando de distraerlo e infundirle confianza. Cerraba la comitiva la amazona Iskias, quien jamás se despojaba de su aljaba ni soltaba el arco.

A punto estaban de llegar a la cima del montecillo y divisar Cartago cuando, de pronto, un jabalí salió de la espesura y, enseñando sus colmillos afilados como dagas, se paró en medio del sendero, en el tramo despejado que había entre Cloanto y el joven Ascanio. Miró a éste con fiereza, pareció disponerse a embestir y finalmente, con un trotecillo nervioso, abandonó el camino y se internó en el bosque. El niño había quedado paralizado de miedo y Cirene soltó el fardo por si debía hacer algún movimiento rápido. Iskias, de manera instintiva, puso una flecha en el arco y corrió tras él. Quienes iban delante no se habían dado cuenta del incidente y seguían caminando.

Ese fue el instante escogido por la diosa Venus, madre de Eneas, para llevar a cabo sus planes: provocó un repentino y profundo sueño en su nieto Ascanio, lo tomó entre sus brazos y, así dormido, lo transportó con ella a su mansión. Al mismo tiempo, el dios Cupido adoptaba la figura y las facciones de Ascanio y ocupaba su lugar. Cuando Cirene levantó la vista tras recoger el fardo del suelo, le pareció más hermoso. Una deliciosa sonrisa curvaba sus labios, los ojos brillaban alegres y todo asomo de retraimiento había desaparecido. Atribuyó este cambio a la emoción del encuentro con el cerdo salvaje sin padecer daño alguno. Al momento regresó Iskias con las manos vacías, y los tres reanudaron la marcha.

¿Qué somos los mortales sino instrumentos en manos de los dioses? Dichoso aquel que es ignorado por las divinidades porque, no importándoles, y aunque sufra mil desventuras, está libre de sus caprichos y puede decir que sus fracasos y sus éxitos son sólo suyos. Pero no existe en toda la tierra un ser humano semejante. ¡Ah, reina de los cartagineses, poderosa Dido! A tu palacio se acerca, como dulce amigo, quien va a asaetear tu corazón.




*Cabeza masculina. Museos Capitolinos. Roma.

**Detalle de pintura mural. Casa del Celio. Roma.

***Detalle de la fuente de las ánforas en Vía Marmorata. Roma.

****Detalle de escultura de una diosa. Museos Vaticanos. Roma.

*****Vía Roca Savella. Colina del Aventino. Roma.

******Detalle de escultura femenina en bronce. Pompeya.

*******Detalle de la decoración de la portada principal de la iglesia Santiago de los Españoles. Roma.


NOTA: Aquí puede verse el menú que SOFONISBA, JEFA DE COCINA ha elaborado para el banquete que ofrecerá la reina Dido al troyano Eneas.

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viernes, junio 22, 2007

11.- La reina Dido inicia los preparativos del banquete en honor de Eneas


Todavía no está alto el sol cuando Anna y sus acompañantes alcanzan la cima de la colina a cuyos pies se extiende, sobre la arena, el campamento de Eneas. A sus espaldas quedan la ciudad y la playa de Cartago, a donde ayer llegaron inesperadamente doce de las naves troyanas. Ha sido una casualidad que unas y otras arribaran a estas costas sin verse, tras haberse dispersado por una tormenta.

- ¡Ahí abajo están! – grita Anna muy excitada. Y se lanza a la carrera por una senda boscosa sin atender a las voces de sus amigas que le recomiendan bajar más despacio y se ven obligadas a correr también para seguirla. La tranquilidad y la calma no casan con la hermana de la reina Dido. El mundo existe para ser devorado por ella. Es preciso ver y conocer todo, cuanto antes. Nada escapa a su curiosidad. Y menos todavía Eneas.

- Te saludo, príncipe Eneas. ¿Has dormido bien? – le espeta apenas encuentra al troyano junto a una de las hogueras en las que se calienta un caldo para la colación matutina – Tienes mejor cara. Tengo entendido que eres muy bueno arrojando venablos. ¿Es cierto?

- Eso creo. ¿Me harás el honor de desayunar conmigo? Hace tiempo que no tengo una invitada – responde Eneas dejándose conquistar por la espontaneidad de Anna – Aunque, de haberla tenido, me habría visto en un apuro, porque no tenía nada para ofrecer.

- Estas son mis amigas Ula y Morgana. Y esta niña es Imilce. ¡No me la puedo quitar de encima ni con agua hirviendo…! – dice riéndose y empujando a la niña hacia Eneas. Ella se resiste, avergonzada, pero acepta el tazón con caldo que le ofrece un hombre que vigila el caldero.

Mientras beben el caldo, Anna no deja de preguntar a Eneas. A él le divierte su desenvoltura y la forma en que salta de un tema a otro sin orden aparente. Le hace sonreír. Es como un soplo de aire fresco en medio de la calima: acaricia y alivia al mismo tiempo que permite respirar. En respuesta a su petición, el príncipe hace llamar a su hijo Ascanio.

- Así que tú eres el heredero de Troya – le dice muy seria Anna – O mejor dicho, el heredero del heredero. Yo no voy a heredar nada, pero me gustaría que fuéramos amigos. Puedes venir con nosotras a nadar y a pescar, si te apetece. Tengo un gato que se llama Sirio y tiene los ojos del mismo color que tú. Y un carácter horrible. El gato, quiero decir.

El muchacho no sabe qué contestar. Mira a su padre y sacude la cabeza con un mohín cuyo significado no está claro. Tiene once o doce años y poca costumbre de relacionarse con desconocidos. Es bastante alto para su edad y no puede negar que es hijo de Eneas: tiene el cabello rubio y ondulado como él y en sus facciones regulares campean dos ojos sagaces. Cuando tenga la edad de su padre, serán más agudos y afilados que una espada y quizá tan hirientes. Ahora, sin embargo, rehuyen los de Anna.

- ¿Es cierto que no tiene madre? – pregunta la joven a Eneas – ¿No has vuelto a casarte?

- No, no me he casado. Fue muy duro para mí perderla – responde Eneas – Y no puedo creer que tales asuntos le importen a una jovencita como tú.

- Pues sí me importan. Me gusta ver alegría a mi alrededor – Anna coloca su mano sobre la mano del príncipe, en un gesto de apoyo. Él le corresponde con la mirada repentinamente triste y cambia de tema: los troyanos se sienten muy agradecidos por una acogida tan generosa. Están organizando las provisiones recibidas y piensan dedicar la jornada a construir albergues. Fijarán su campamento en esta área para no molestar a los cartagineses, aunque van a reparar las naves en la playa de Cartago.

- Se me olvidaba decirte que he venido a traerte un recado de parte de la reina – dice Anna recuperando el tono de alegría – Esta noche dará un banquete para celebrar vuestra llegada. Os esperamos a ti, a tu familia y tus amigos. Venid antes de la puesta del sol. Y no te preocupes por el regreso, os alojaréis en el palacio de Dido. ¡Todo el mundo en Cartago está loco por oír vuestras aventuras!
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Un poco antes, cuando las primeras luces del alba habían comenzado a iluminar los tejados de Cartago, la cocinera Sofonisba había acudido al aposento de la reina. Barce le había dicho que era para hablar de un banquete de bienvenida a los troyanos, pero no se imaginaba que Dido pretendía celebrarlo esa misma noche.

- No creo que estemos suficientemente abastecidos, mi reina. ¿No podríamos organizarlo para mañana?

- ¿Mañana? ¡Quién sabe lo que podría ocurrir de aquí a mañana…! – había respondido la reina con una carcajada – No quiero retrasar mi agasajo a Eneas. Eres persona de recursos, Sofonisba, y dominas tu oficio. Seguro que encuentras el modo de complacerme. Calcula que seremos veinticinco en total.

- Las lentejas que puse en remojo para cenar hoy puedo aprovecharlas para el aperitivo. Tenemos bastante pescado en salmuera y puedo conseguir queso fresco. No hay tiempo para preparar carne de caza, así que nos arreglaremos con cabritos y pollos. Enviaré a alguien a buscar salmonetes o cualquier otro pescado del día. Si me concedes un poco de tiempo, revisaré bien la despensa y en cuanto lo haya hecho te presentaré el mejor menú posible.

- Seguro que resultará perfecto. ¿Quieres decirle a Sérvulo que venga? Tengo mucho interés en preparar bien el salón del banquete y él tiene un gusto exquisito. Quiero empezar los preparativos cuanto antes.
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La reina Dido manda llamar a la vestal Crisea y, acompañada por la cítara que suele tañer Dada en las ceremonias religiosas, ofrece un toro blanco a la diosa Juno. El banquete de esta noche es importante para sellar tratos de amistad entre los cartagineses y los troyanos y desea que la esposa de Júpiter le sea propicia. Juno escucha la armoniosa melodía, cuya finura y belleza hace callar el susurro del viento, y su corazón destila miel y benevolencia hacia la reina.

La música llega también a otros oidos, éstos recelosos. La diosa Venus, madre de Eneas, desconfía. Es cierto que ella misma preparó el ánimo de Dido para que recibiera con afecto a su querido hijo. Sin embargo, no se fía de Juno, cuyo odio por Eneas no tiene fin. Teme que esta diosa le tienda una trampa valiéndose de Dido y trate de torcer su destino glorioso. Y viendo cómo en el campamento troyano Cirene escoge el atuendo que ha de vestir el joven Ascanio para asistir al banquete, se le ocurre una idea. Manda a sus criadas a buscar a su hijo Cupido y, apenas éste se presenta, le confía sus planes:

- Tengo una misión delicada para ti, querido hijo. Es preciso que hoy mismo ayudes a tu hermano Eneas.





NOTA: Aquí puede verse el menú que SOFONISBA, JEFA DE COCINA de la reina Dido ha elaborado para el banquete que ofrecerá la reina al troyano Eneas.

*Detalle de busto de mujer joven. Museos Capitolinos. Roma.
**Gato en el escaparate de una tienda en el Trastévere. Roma.
***Detalle de relieve en exposición en el Ara Pacis. Roma.
****Detalle de decoración del llamado Templo del Dio Redicolo. Via Appia. Roma.

*****Recipientes para almacenar alimentos. Pompeya.
******Detalle de hojas en relieve. Casa medieval en el Trastévere. Roma.
*******Detalle de relieve de un toro sacrifical en el Ara Pacis. Roma.
********Detalle de pintura techal en la capilla del Museo Altemps. Roma.

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lunes, junio 18, 2007

10.- Dido da la bienvenida a Eneas



Incluso en una tempestad, cuando el viento arrecia con más furia y arranca a su paso ramas de árboles y lanza al aire columnas pavorosas de polvo, hojas y guijarros, hay un instante de calma durante el cual el mundo se detiene para tomar aliento. Esa misma calma se percibió en Cartago, en el templo de la diosa Juno, cuando Cloanto se arrojó a los pies de la reina, agradecido, y en el mismo instante se disipó la nube que ocultaba al príncipe Eneas, quedando expuesto a la vista de la reina Dido. Los ojos de ambos se encontraron en silencio y, aun sin saber la identidad del troyano, los presentes contuvieron la respiración. Apenas el príncipe pronunció su nombre y la reina tendió hacia él ambas manos para darle la bienvenida, estalló una tormenta de emociones.

Se abrazaron los troyanos y agradecieron a los dioses el haberles permitido reunirse de nuevo, pues ya se daban por desaparecidos unos a otros y se lloraban mutuamente. Supo entonces Eneas que habían llegado a la playa cartaginesa doce naves, el mismo número de cisnes que, según la predicción de su madre, buscaban refugio. Y, viendo el rostro afable de la reina, la generosidad demostrada a sus hombres desde el primer momento y la bondad de su acogida, comprendió que su madre también en esto le había dicho la verdad. Conteniendo a duras penas su emoción, se dirigió de nuevo a Dido.
- Noble reina, desearía ser poderoso y rico en tesoros tan sólo para recompensar tu magnanimidad y tu benevolencia, aunque no bastaría todo el oro de Troya para pagar lo que haces por mi pueblo. Soy pobre. Ni siquiera dispongo de un palmo de tierra que pueda llamar mío. No tengo patria ni hogar, destruidos hace años por el fuego, ni más familia que un hijo y las personas que me acompañan. A ellas estoy unido por lazos muy firmes, porque el sufrimiento y las dificultades hermanan las almas. Ellos son cuanto tengo, además de mi propia estima y honor. Y por mi honor proclamo que, hasta el fin de mis días, bendeciré a tus padres por haberte traído al mundo y a ti, mi reina, por habitar en él. Tu gloria perdurará mientras perdure el mundo, pues yo la difundiré a donde vaya y los dioses premiarán tu bondad.

- Príncipe Eneas – respondió la reina – no me atribuyas más bondades de las que poseo ni pienses en mí como persona excepcional. El sufrimiento es un viejo conocido mío. Nos ha acompañado a mí y a mi pueblo día y noche durante cuatro años y aún no se ha alejado del todo. Puedo reconocer su rostro. Y quienquiera que alguna vez haya huido se reconocerá en vosotros, fugitivos troyanos. Sabemos cuán amarga es la incertidumbre, la angustia de vivir atrapados entre el cielo y el mar y cuántas veces el corazón se desespera. Descansad, pues, en Cartago y no penséis en mañana. Los hados os han conducido aquí y sólo cabe alegrarse. Vamos, sentíos como en vuestra propia tierra. Enseguida ordenaré ofrecer sacrificios a los dioses como agradecimiento por vuestra feliz llegada.

Mientras esto decía, la reina lo contempló con afecto. La diosa Venus había iluminado el rostro de su hijo con una luz favorable, de tal modo que su hermosura brillaba por encima de las huellas que suele dejar a su paso el odioso sufrimiento. A la belleza y nobleza de sus rasgos, se añadió entonces la dulzura de la emoción. Brillaron los ojos de Eneas y sus labios esbozaron una sonrisa.


Acompañado por la reina Dido, el príncipe bajó a la playa, donde las naves que consideraba perdidas estaban siendo varadas en la arena. Allí, entre la multitud congregada para recibir y ayudar a los troyanos, se produjo un hecho inesperado: la amazona Nismacil, cuya figura había visto pintada en las paredes del templo y de quien no pensaba que hubiera sobrevivido al último ataque, se acercó a él y ambos lloraron de alegría. Causó estupor entre los fenicios, quienes desconocían que esa mujer a quien admiraban por su devoción a la reina y su destreza en el uso de las armas, hubiera tomado parte en la guerra de Troya. Cuando el príncipe le dijo que con él viajaba la amazona Iskias, no pudo contenerse y pidió permiso a la reina para ir enseguida a darle un abrazo.

Así transcurrió el día, acarreando ropa, víveres y agua para los troyanos de la playa y organizando partidas para aprovisionar también al grupo de Eneas, que había arribado a una playa distinta. Corderos, cerdos y vacas fueron sacrificados en varios altares, y su carne consumida con avidez por los recién llegados.


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- Estoy rendida, Barce – dice la reina Dido a la vieja nodriza, cuando regresa a palacio poco antes del crepúsculo. Se deja caer sobre su lecho y la nodriza le quita las sandalias y le da masajes en los pies. Ha sido un día muy largo. Desde el mismo momento en que el príncipe troyano Eneas se ha dado a conocer, no han cesado las emociones. ¿Quién podía imaginar siquiera un encuentro semejante?

Hasta ese momento, los troyanos sólo eran palabras en la mente de los fenicios. Habían oído contar historias de su terrible guerra contra los griegos y el propio actor Anarkasis había utilizado una de esas historias para distraer al príncipe Pigmalión la noche en que la reina huyó de Tiro. Durante su periplo marítimo, muchas veces habían hablado de aquellos héroes en torno a las hogueras encendidas en la costa para distraerse y olvidar su propia condición de exiliados sin patria. Las pinturas de Cárminis en las paredes del templo de Juno les había otorgado rostros, cuerpos, movimiento. Y, sin embargo, eran personajes imaginarios, desprovistos de carne y sangre. Hasta hoy.

- Debías haber visto el abrazo entre Cloanto y el príncipe Eneas… – dice la reina – Me ha hecho recordar cuántas naves nuestras se perdieron durante el viaje y cuánto hubiéramos dado por reencontrarnos con nuestros compañeros. Y no he sido la única en pensar esto. El Príncipe del Senado estaba muy conmovido. Dentro de nuestra desgracia, creo que hemos tenido mucha suerte.


- También yo lo creo – responde Barce – Y por eso insisto tanto en que tomes un marido. Estás en tu mejor momento, niña mía y va siendo hora de que disfrutes. ¡No seas perezosa ni retardes más esa decisión! Dentro de poco deberás casar a Anna, y sería vergonzoso que para entonces siguieras viuda.

- ¿No te cansas, Barce querida, de repetirme lo mismo?

Barce toma la cara a la reina con ambas manos para verla mejor, y la contempla con una sonrisa.

- ¡Si vieras qué pinta horrible tenías cuando llegamos aquí…! Y aún así, te llovieron los pretendientes, incluido el antipático Yarbas. ¡Ahora estás preciosa, mi reina! ¿Dejarías marchitar una flor sin ni siquiera olerla?

- ¡Qué boba eres…! – responde la reina riendo y soltándose con cuidado de las manos de Barce. En otras ocasiones, las palabras de la nodriza la han incomodado, pero esta tarde está alegre y nada la perturba. La llegada de los troyanos ha roto la monotonía y le sienta bien, constituye un aliciente. Además, está viviendo una situación nueva: ya no es una menesterosa que depende del socorro de otros. Ahora, es ella quien está en condiciones de ayudar. Y siente un intenso deseo de auxiliar a Eneas y aliviarlo de sus pesares.

- Dile a Sofonisba que venga a verme mañana en cuanto se levante. Pienso preparar un banquete para agasajar a Eneas y hemos de hablar. Cuando en el futuro rememoren su paso por Cartago, quiero que los troyanos recuerden este banquete.




* Detalle de escultura masculina. Museo Massimo alle Terme. Roma.
**Retrato de la emperatriz Santa Elena sentada. Museos Capitolinos. Roma.
***Detalle de relieve. Museo Massimo alle Terme. Roma.
****Detalle de la decoración de la Plaza de los Caballeros de Malta. Roma.
*****Detalle de un sarcófago. Museo Massimo alle Terme. Roma.
******Detalle de busto femenino. Museo Massimo alle Terme. Roma.
*******Detalle de un seto en el Museo Termas de Diocleciano. Roma.


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jueves, junio 14, 2007

9.- Eneas y la reina Dido se encuentran por primera vez.

No ha terminado de amanecer cuando entramos en el templo de Juno. ¡Han pasado tantos años desde la última vez que traspasé sus puertas…! Un edificio magnífico, digno de la mejor ciudad. Sus muros se alzan con firmeza, recios, imbuidos de una gravedad solemne y sacra. Aún está oscuro y vacío, pero dentro de poco empezará a venir gente.

- Aquí, señora Imilce – dice Amneris con su bastón en el aire, señalando la pared pintada y haciendo gestos a Karo para que acerque la tea – Mírala: esta es Nismacil. Eneas la reconoció por las cicatrices del muslo izquierdo. Son estas tres rayas paralelas. ¿Las ves? Un león le dio un zarpazo cuando era pequeña y le dejó la garra marcada.

- No debe ser fácil encontrar para cada personaje un rasgo que lo distinga de los demás – respondo con admiración ante la cantidad ingente de figuras y escenas – Cárminis trabajó muy bien.

- ¡Y tanto! Incluso podría haberla retratado. Pero ya sabes cómo era de reservada mi madre: hasta la llegada de los troyanos nadie supo que era una amazona. Excepto la reina, claro. Y porque no tuvo más remedio.

- ¡No creo yo que la reina obligara a tu madre a contarle nada…! – interviene mi nuera, sin poder evitar que se noten los celos en su tono.

- Desde luego que no. Pero te diré una cosa: antes matan a una amazona, que la casan. Ellas viven sin hombres, se aparean una vez al año, y nada más. Así que mi madre hubo de decírselo a la reina para librarse del matrimonio.
Mientras mi nuera y Amneris se enzarzan en un debate sobre las amazonas y los casamientos, Karo y yo recorremos el templo y lo estudiamos desde distintos ángulos. De niña solía venir muy a menudo. Entonces pensaba que era tan grande y espacioso como el cielo.

- Me parece bastante más pequeño que hace unos años – digo en voz alta.

- Será que tú has engordado mucho – contesta Karo. De buena gana lo estamparía contra la pared. Continuamente me martiriza: “no comas esto, señora Imilce”, “no pruebes esto otro, que luego te cuesta mucho moverte”.

- Eres un gusano, Karo. Y estoy calculando cuántos gusanos como tú cabrían aquí adentro. Eneas, desde luego. Y, según parece, su amigo Acates. Y los dos troyanos recién llegados a la playa. Los restantes asistentes eran gente nuestra, así que ocuparían la cantidad de sitio correspondiente a las personas normales.

Se calla y se aleja de mí. Lo veo de reojo marcharse hacia el fondo y simular que mira a los lados de la hornacina donde está la imagen de la diosa Juno. ¡Lástima que no se le caiga encima!

Me planto donde estaba el sitial de la reina Dido, dando la espalda a la diosa, y trato de imaginarme lo que ella vio. Estaría rodeada de bastante gente. Eneas habría logrado deslizarse dentro antes de su llegada y pasar desapercibido entre el público. Nada de brumas, ni nubes, ni fenómenos parecidos: él y su amigo debieron comprar a un campesino ropas fenicias y entrar en la ciudad disfrazados.

- Pudieron apostarse aquí, señora Imilce, y observarlo todo disimuladamente – dice Karo con mucha humildad. Señala con la mano un pequeño entrante entre la pared lateral y el muro del fondo del templo, donde una serie de ventanucos dispuestos en vertical desde el techo hasta media altura ventilan la nave y dan luz a la diosa. Hay espacio para dos o tres personas.

No me digno a contestarle. Pero podría ser.
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La reina Dido está orgullosa del trabajo de Cárminis. Enriquecer el templo con estas pinturas ha sido un acierto. Dejan constancia de la inserción de Cartago en el mundo conocido, convierten esta ciudad en cronista de hazañas épicas y la vinculan a hechos gloriosos en los cuales no participó, pero de algún modo le afectan. No en vano fenicios, troyanos y griegos comparten el mismo mar y sus azares.

Hasta el propio Aemilius, quien hubiera preferido gastar el dinero en material para acabar la muralla, reconoce que la majestad, el prestigio y la prestancia de la reina quedan enaltecidos en este lugar. Acaba de despachar un asunto con ella, cuando un soldado anuncia la presencia de unos extranjeros y los conduce ante el trono. Son dos hombres de edad mediana, con los rostros ásperos como una piel de serpiente, oscuros y cuarteados por el sol. El cansancio se refleja en los hombros caídos y sus ropas revelan pobreza. La reina ordena que les ofrezcan agua y algún alimento.

- Noble señora – dice uno de ellos – no sería honesto aceptar tu hospitalidad mientras nuestros compañeros desfallecen en las naves. Tus soldados nos impiden desembarcar y descansar en tierra.

- Hemos fundado esta ciudad recientemente y debemos precavernos. Pero dime quienes sois, y cuántos, y cómo habéis llegado aquí.

- Puedes considerarte dichosa, reina, porque nosotros carecemos de una ciudad a la que llamar nuestra. Mi nombre es Cloanto. Fui guerrero en otros tiempos, antes de que el infortunio me convirtiera en timonel de una nave de fugitivos troyanos. Una tormenta nos ha apartado de nuestra ruta y arrojado a tu playa. Y nos ha destrozado el corazón, porque hemos perdido a nuestro príncipe Eneas con varias naves. Y es a él a quien seguimos para fundar una Troya nueva, él es nuestro jefe y nuestra esperanza. En cuanto a ti, sólo te pedimos permiso para sacar nuestras naves del agua y repararlas antes de decidir qué hacemos.

- ¿Sois troyanos, dices? – pregunta Dido asombrada – ¡Sed bienvenidos! Desde hace años conocemos y admiramos vuestras gestas. Mirad estas paredes: aquí está escrita vuestra historia. ¡Cuántos padecimientos habréis sufrido…! Comprendemos muy bien vuestra amargura, porque también nosotros hemos probado el dolor del destierro. Pero no perdamos tiempo.

Y volviéndose hacia quienes estaban a su lado, comienza a dar órdenes.

- ¡Acus!, encárgate del desembarco. Que nuestros soldados les ayuden a sacar y proteger las naves. Aemilius, dejemos por un día las obras de la muralla y que tus hombres vayan en busca de agua y comida. Igres, a ti te corresponde dirigir una escuadra de socorro y registrar las costas de alrededor en busca de las naves de Eneas. Dile a Amílcar que te acompañe. Y tú, noble Príncipe del Senado, ocúpate de formar varios grupos para explorar la costa por tierra. Podría ocurrir que hubieran naufragado y hallado refugio en alguna de las playas cercanas.

Los ojos de Cloanto y su acompañante se llenan de lágrimas. Incapaces de hablar, se arrojan a los pies de la reina para manifestarle su agradecimiento. Dido les pide que se levanten, y aún añade más:

- Eneas se ha salvado, estoy segura. Pero en caso contrario, sabed que podéis quedaros con nosotros. Ésta será vuestra tierra, vuestra ciudad. Mezclaremos nuestra sangre y tirios y troyanos quedaremos fundidos en un único pueblo.

Termina de decir estas palabras, cuando un individuo se abre paso entre los demás y se detiene ante Dido. Clava sus ojos en los de ella con extraña intensidad. Hay tristeza, y gratitud, y admiración, y fortaleza, y dulzura en esos ojos. Y pese a todo ello parecen proceder de un abismo o haberse contagiado de la hondura marina. Son insondables. Ningún hombre se ha atrevido jamás a escudriñarla de tal modo, pero la reina se mantiene firme y sostiene largo tiempo esa mirada.

- Reina Dido – dice el extraño al fin – ante ti se inclina el troyano Eneas.

*Templo de Minerva. Asís.
**Detalle de pintura mural. Museo Nacional Altemps. Roma.
***Detalle del interior del panteón de Agripa. Roma.
****León de terracota. Asís.
*****Detalle de escultura de la diosa Minerva. Museo Nacional Altemps.Roma.
******Detalle de escultura masculina. Piazza del Popolo. Roma.
*******Detalle del busto del emperador Adriano. Museo Nacional Altemps. Roma.
********Detalle de relieve en un sarcófago. Foro romano de Asís.

domingo, junio 10, 2007

8.- Eneas decide espiar a la reina Dido.

- ¿Dónde está la reina? – pregunta Anna entrando como un torbellino en la habitación de Dido. La anciana Barce levanta la cabeza por detrás de la tapa del arcón sobre el que está inclinada ordenando la ropa.

- ¿Dónde va a estar? ¡Como todos los días, trabajando! Hoy debía despachar varios asuntos en el templo de Juno.

- ¡Están llegando naves extranjeras a la playa! ¡Voy allá!– anuncia muy excitada la muchacha. Barce ve asomar por detrás de la túnica de Anna la cabeza de Imilce. La niña suele pegarse a las espaldas de la hermana de la reina en cuanto puede.

- ¡Imilce, te prohíbo que vayas! – grita la anciana levantándose con mucho trabajo. Sin embargo, ya nadie la oye.
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El sol matutino arranca al mar un color azul intenso. Las crestas blancas de las olas brillan y deslumbran, impidiendo ver bien cuántas naves se acercan. Son muchas y oscuras. No llevan palos ni velamen, sino que parecen impulsadas por la fuerza del agua y algunos golpes de remo. Las palas se hunden en las ondas sin seguir un ritmo, con lasitud y pesadez. Se diría que los tripulantes cuyas espaldas inclinadas asoman por encima de las bordas, estuvieran al límite de la extenuación, incapaces ya de dirigir el rumbo. Una de ellas tiene problemas con el timón, porque sigue un curso errático y da golpes a babor y estribor en un zigzagueo peligroso.

Cuando las primeras naves se encuentran cerca de la arena, un grupo de soldados fenicios, armados con lanzas, se separa del resto y penetra en el agua hasta la cintura. Su jefe hace señales en dirección a las proas: tienen prohibido avanzar.

- Han debido sobrevivir a una tormenta – dice Anna a Ula y Morgana, y sus palabras expresan entusiasmo. Nada produce tanto placer a la hermana de la reina como escuchar historias. Con ella todo es vida y aventura, movimiento y acción. Sólo el relato de las andanzas ajenas la retiene sentada y con los cinco sentidos asomando a los ojos. Observa admirada esas naves que parecen tripuladas por espíritus desolados y no por hombres, e intuye en ellas un caudal de emociones. Nismacil está de pie a su lado, horadando el espacio con la mirada. De pronto, echa a correr hacia los soldados.

- ¡Son troyanos! – grita – Ayudadlos a salir.

Su petición es rechazada por el jefe de los soldados. Sus órdenes son estrictas: ninguna nave puede arribar a la playa sin el conocimiento y consentimiento de la reina. Han llegado doce, un número muy elevado y nadie puede asegurar, pese a las apariencias, que no abriguen intenciones hostiles. Permitirán el desembarco de un par de hombres, ni uno más. Los restantes, si quieren permanecer al amparo de las aguas tranquilas, deben echar el ancla y esperar una autorización.

Sin poder contenerse, Nismacil se mete dando saltos dentro del agua y se funde en un abrazo con el primer hombre que ha desembarcado.
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El templo de la diosa Juno estaba desierto cuando, envueltos en un espeso manto de bruma, el príncipe troyano Eneas y su amigo del alma, el fiel Acates, cruzaron el umbral. Ignoraban a qué divinidad habría sido dedicado, pues la hornacina del altar estaba vacía. Era un lugar amplio y espacioso, precedido de una suntuosa escalinata y construido con sillares de piedra caliza. Cerca de la techumbre de madera, algunos ventanales arrojaban luz al interior. Apenas sus ojos se adaptaron al contraste entre el brillo solar de las calles y la penumbra fresca de la nave, se vieron atraídos por un color vibrante en la pared derecha.

Con los corazones en difícil equilibrio entre la emoción y la sorpresa, el dolor y la dicha, vieron la amarga historia de Troya relatada en escenas. Junto a la puerta, la nave del príncipe Paris se alejaba de Esparta llevándose consigo a la reina Helena. Luego, las panzudas naves griegas llenaban el horizonte marino como aves rapaces y se posaban amenazantes sobre la arena de las playas troyanas.

En el muro de la derecha comenzaban ya los combates entre griegos y troyanos al pie de las murallas. Se esforzaban los guerreros en luchar con todo su ímpetu, no sólo para defender su patria sino también para ganar fama y gloria. Muchos pagaban con la vida su arrojo. En las pinturas aparecían rostros conocidos: aquí estaba Héctor, el corazón más valeroso de la nación troyana, llegando con sus carros hasta el campamento de los griegos. Sobre la puerta de la muralla, Príamo, el anciano rey de Troya, observaba a sus hijos combatir. Allí estaba Patroclo, vestido con la armadura de Aquiles, dirigiendo al ejército griego. Más adelante las amazonas formaban en orden de combate, empuñando su escudo lunar: Pentesilea, su reina, iba en cabeza; a su lado tensaba el arco Iskias y, unos pasos atrás, Nismacil volvía su rostro hacia otras compañeras instándolas al combate.



Las lágrimas asomaron a los ojos de Eneas y Acates. Ellos mismos estaban representados en plena lucha, los escudos y las espadas en alto, la mirada fiera y los pechos rebosantes de furia y vigor. ¿Qué lugar era éste? ¿Quién los enfrentaba a su propia imagen, haciendo honor a su valentía y ensalzándolos a pesar de su derrota?

De pronto, su emoción fue turbada al entrar en el templo un numeroso grupo de personas. Se ciñeron a la pared, aun sabiendo que estaban protegidos y ocultos de la vista de todos. Sobre un trono situado en el centro y elevado sobre un podio, vieron sentarse a una mujer. Era joven y de rasgos finos, con el cabello rubio cayéndole en cascada sobre los hombros y una sonrisa acogedora. Era fácil identificarla, no ya por ocupar el sitial, sino porque tal aire de autoridad y benevolencia sólo podía pertenecer a la reina Dido.

El príncipe troyano, recordando la recomendación de su madre, la diosa Venus, estaba a punto de acercarse a la reina y darse a conocer, cuando vio entre la multitud un rostro conocido: era Cloanto, timonel de una de las naves que había dispersado el temporal y él daba por perdidas. Entonces, aconsejado por su instinto, decidio permanecer oculto y observar la reacción de la reina.



* Detalle de escultura de una niña. Museos Capitolinos. Roma.
**Arboleda junto al Tíber. Roma
***Detalle de conjunto escultórico de un hombre y una mujer. Museos Capitolinos. Roma.
****Detalle de pintura mural con escena de lucha. Museo Massimo alle Terme. Roma.
*****Detalle de las columnas del pórtico del Panteón de Agripa. Roma.
******Detalle de estanque que reproduce en el centro el escudo de las amazonas. Ruinas del palacio de Domiciano en el Palatino. Roma.
*******Detalle de un mosaico de pared. Museo Massimo alle Terme. Roma.

jueves, junio 07, 2007

7.- El troyano Eneas llega a Cartago

Inspirado por su divina madre, la diosa Venus, a la mañana siguiente el príncipe Eneas sintió un intenso deseo de penetrar en la selva que se extendía más allá de las arenas de la playa. Llamó a su amigo Acates y juntos caminaron en dirección a uno de los promontorios que bañaban los pies en el agua y tendían sus cuerpos, como gigantes abatidos, tierra adentro. Ascendieron por una pendiente boscosa y siguieron una senda apenas perceptible, quizá paso usado por las bestias.

De pronto, ante ellos surgió una silueta femenina vestida con túnica corta y armada con arco y aljaba. Parecía una diosa, tan hermosa y gallarda era su figura, tan segura de sí. Sin mostrar signos de miedo o recelo, la desconocida se acercó a ellos y les preguntó quienes eran. Respondió Eneas por los dos, le resumió sus penas y pidió información acerca del lugar donde se hallaban. Supieron entonces que pisaban la tierra de Libia, aunque a corta distancia se levantaba una ciudad fundada y gobernada por la reina Dido.

Como nunca habían oido hablar de esa reina, la cazadora los puso al corriente: Dido había sido reina de Tiro pero su propio hermano, ambicionando su trono, trató de despojarla de su poder y asesinó cruelmente a su marido. Ella huyó entonces con un grupo de fieles y, tras varios años de búsqueda durante los cuales sorteó muchos peligros, llegó a esta costa y fundó Cartago. Debían ir a su ciudad y acogerse a la hospitalidad de la reina, una persona de naturaleza bondadosa.

En cuanto a ellos, cuyas quejas acababa de escuchar, no debían caer en el abatimiento. Su olfato de cazadora le indicaba que había doce cisnes volando, buscando un lugar donde posarse. Era una buena señal. Y sin entretenerse más, les indicó el camino hacia Cartago. Apenas anduvieron unos pasos, Eneas volvió la cabeza. La joven había desaparecido dejando tras de sí un aroma de flores, suave y penetrante al mismo tiempo, turbador: el perfume inconfundible de los dioses.

- ¡Oh madre mía! – exclamó entonces – Mi corazón intuía que eras tú. ¿Por qué me dejas, una vez más, sin un abrazo? ¿Por qué siempre te presentas ante mí sin darte a conocer? Mi suerte es misérrima en comparación con los demás mortales, pues siendo hijo de una diosa, he carecido del consuelo del regazo materno.

Con tales lamentos continuaron Eneas y Acates su camino y, llegados a la cumbre, vieron al otro lado la ciudad de la reina Dido: se estaban alzando las murallas; por todas partes se levantaban edificios, unos en construcción y otros acabados; varias carretas y muchas personas a pie circulaban por vías bien aplanadas y a lo lejos se intuían las obras del puerto y se distinguían muchas naves.

- ¡Y todo esto es obra de una mujer…! – dijo admirado Eneas.

Descendieron de la cumbre y se dirigieron hacia una de las puertas de la ciudad. La diosa Venus, para protegerlos y evitar que los guardias fenicios les impidieran la entrada en Cartago, los había envuelto en una niebla suave y mullida como un velo, de modo tal que los troyanos, sin ser vistos, pudieron penetrar y recorrer las calles, contemplar el afán y la intensa actividad que reinaba en todos lados, la prosperidad visible en el comercio, en la calidad de las edificaciones, en la perfección de las calles. Llegaron hasta el templo de Juno y cruzaron el umbral.

Y allí, en ese momento, el príncipe Eneas pudo contemplar su pasado y vislumbrar el presente y el futuro.
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- Bien, Parepidemos Samosatense, tengo trabajo para ti – le digo de la manera más solemne posible al peregrino, apenas se sienta a mi lado en el patio.

- Cuenta conmigo, señora Imilce. ¿De qué se trata?

- Ya has oido al poeta Trailo. Escribe muy bien y tiene habilidad para presentar a los troyanos de manera muy favorable. Es natural, siendo uno de ellos. No me encuentro a su altura. Soy demasiado directa y poco inclinada a inventarme encuentros con los dioses y demás florituras, así que me siento en desventaja.

- Tu estilo gusta a los cartagineses.

- Puede ser. Sin embargo, si esta historia de la reina Dido se copia y se difunde, como nos ha propuesto Caius Pertinax, no sería raro que en otras ciudades, al conocerla, se inclinasen por prestar más atención a los pasajes del poeta troyano y éste acabe convirtiendo a Eneas en el protagonista. Las palabras bellas saben ser muy engañosas.

- ¿Y qué piensas hacer?

- Competir con él. ¡Estoy haciendo un esfuerzo enorme para honrar la memoria de nuestra reina y no voy a tolerar que venga ahora un troyano a estropeármela! Recurriré cuanto pueda a los textos de Xilón, el cronista de la reina. Por eso te he llamado. No dispongo de mucho tiempo y ando fatal de la vista, así que necesito que me transcribas todos los documentos del cronista sobre la llegada y estancia de los troyanos en Cartago. ¿Puedes hacerlo?

- Desde luego que sí. Me pondré enseguida a la tarea. De todos modos, déjame decirte, señora Imilce, que tus textos suenan como si los estuvieses contando de viva voz. Y eso tiene su mérito.

- Estamos muy expuestos al olvido y tengo buenas razones para temer que solo perduren las mieles de la poesía.

- ¡No seas tan pesimista, señora Imilce! – me recrimina Karo. Pero yo sé muy bien de lo que hablo. En cualquier caso, pienso emplearme a fondo. Está por nacer el troyano que me pise el terreno.

*Figura femenina. Museos Capitolinos. Roma.
**Detalle de relieve de la construcción de una muralla. Museo Massimo alle Terme. Roma.
***Detalle de relieve de un sarcófago. Museo termas de Diocleciano. Roma.
****Detalle de columnas del templo de Apolo en el Palatino. Roma.
*****Detalle de cabeza femenina. Museo Massimo alle Terme. Roma.
******Contrahuellas de la escalera a los Jardines Farnese en el Palatino. Roma.

lunes, junio 04, 2007

6.- La diosa Venus se compadece de su hijo Eneas.

Pisar tierra firme era un pobre consuelo para Eneas y los troyanos de las siete naves arribadas a las costas de Libia. Ninguna embarcación más se hallaba a la vista. Por mucho que otearon el horizonte a uno y otro lado, no vieron rastro alguno de velamen, ni de tablas quebradas, ni restos de cuerdas o barriles. Ninguna indicación de cuál habría sido el destino de las restantes naves, hasta las veinte que componían la flota troyana. ¡Cuántos compañeros y amigos habían desaparecido con ellas! Quizá el océano, siempre hambriento, los habría engullido, o jugaría con sus esperanzas y sus vidas zarandeándolos sin tregua, o en un rapto furioso los habría despedazado contra las rocas afiladas.

Desde la playa, el príncipe troyano contemplaba las ondas llegar sumisas a la orilla y pensaba que eran tan engañosas y traicioneras como los propios griegos, feroces y temibles como ellos. El dolor y la tristeza se le transparentaba en los ojos y sus intentos de consolar a los demás resultaban vanos.

- Amigos – dijo la amazona Iskias al fin, alzando la voz – no conviene a nuestra supervivencia el dejarnos abatir por la desgracia ni lamentarnos. Llevamos con nosotros a los dioses penates de Troya ¿no es así? Aún nos dirige nuestro príncipe Eneas y sigue floreciendo en edad y fortaleza su hijo Ascanio. ¡Ea! dejémonos de llanto y pasemos a la acción. Estoy viva y tengo hambre, así que me voy a internar en esa selva y trataré de abatir algún venado o cualquier otro animal al alcance de mis flechas.

Estas palabras hicieron reaccionar a los troyanos. Varios hombres tomaron las armas para acompañar a Iskias; el enérgico Palinuro, timonel de Eneas, dirigió la operación de sacar las naves del agua y ocultarlas entre las rocas que se alzaban, majestuosas, abrigando cada extremo de la playa; Icarus decidió con Eneas cuál era el lugar más seguro para ubicar el campamento y, a continuación, distribuyó las tareas de acopio de leña y agua, y envió exploradores tierra adentro.

Con ojos maternales, la diosa Venus vio desde lo alto los fuegos encendidos y la carne asándose en espetones; contempló los grupos de troyanos y sus minúsculos afanes: unos descargando las naves, otros poniendo a secar las ropas que la tormenta había empapado, éstos avivando el fuego, aquellos improvisando tiendas con troncos, lonas y ramas para protegerse de la intemperie; su nieto Ascanio ayudaba a la viajera Cirene a organizar los fardos donde Eneas guardaba sus tesoros personales más preciados: una túnica de su padre, el noble Anquises, cuya muerte aún lloraba el príncipe troyano; algunas pertenencias de Helena de Troya, aunque su solo nombre le causaba espanto, y otros objetos de no menos valor.

Venus detuvo su mirada unos instantes en Cirene. Esta joven, quien aún no había concebido prole, se había convertido en una segunda madre para Ascanio, atenta siempre a sus necesidades, pródiga en afecto, ejemplo de firmeza ante el infortunio. Y decidió que, llegado el momento, le concedería un hijo y le otorgaría todos sus anhelos.

Recordó la diosa, entonces, cuánto tiempo hacía que su propio hijo Eneas padecía toda clase de penurias. Cuán sólo estaba desde la muerte de su padre, sin esposa, sin ninguno de los placeres que, por su edad y condición, habría podido disfrutar. Abrumado por la responsabilidad inmensa de fundar en las costas del Lacio una nueva Troya, ni su espíritu ni su cuerpo hallaban descanso.

Venus experimentó el dolor en su corazón de madre y sintió necesidad de proporcionarle un tiempo de reposo, un poco de bienestar. Y viendo que Mercurio había cumplido la misión encomendada por Júpiter de propiciar a favor de Eneas el ánimo de Dido, decidió orientar los pasos de su hijo hacia Cartago.

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El poeta Trailo ha concluido su lectura en medio del silencio. El aire nocturno estremece las hojas del granado y hace crepitar las antorchas con las que hemos debido alumbrarnos. La luna está muy alta y nos ofrece su rostro redondo y pleno, tal vez mirándonos como dice Trailo que miraba Venus. Durante un rato no se ha movido nadie, clavado cada uno a su asiento, conmovidos. He visto a una anciana enjugarse los ojos y me pregunto qué le ha hecho llorar. ¿Quién de nosotros no ha sufrido, quién no ha visto padecer a los suyos? Barce solía decirme que en las ocasiones emotivas y en los funerales, cada uno lloraba sus propias penas y sus propios muertos.

¿Fue eso lo que le ocurrió a Dido? ¿Halló en el sufrimiento de Eneas un reflejo del suyo propio, puesto que tantas pesadumbres tenían en común?

- Volvamos a casa, señora Imilce – me dice Karo cogiéndome del brazo – hace demasiado fresco.

Como si me hubiera despertado de una bofetada, Karo me devuelve al presente y me libera del hechizo turbador de las palabras. Me doy cuenta y me indigno con el juego de Trailo: pretende provocar nuestra compasión por Eneas y eximirlo de toda responsabilidad en la desgracia de Dido. Siento hervirme la sangre en las venas.

- Para fresco, el poeta – respondo airada, casi rabiosa – Y por si fuera poco, se presenta él mismo como fruto de un don concedido a su madre por la diosa Venus. ¡Jamás he conocido un descaro semejante!

* Detalle de busto de Antinoo. Museo Centrale Montemartino. Roma.

**Detalle de balaustrada de la capilla de Vasari. San Pietro in Montorio. Roma.

***Detalle de pintura mural. San Sebastián al Palatino. Roma.

**** y ******Detalle del artesonado de la basílica de San Pablo Extramuros. Roma.

*****Hornacina con la diosa Venus en el interior de un patio de Roma.

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