No ha terminado de amanecer cuando entramos en el templo de Juno. ¡Han pasado tantos años desde la última vez que traspasé sus puertas…! Un edificio magnífico, digno de la mejor ciudad. Sus muros se alzan con firmeza, recios, imbuidos de una gravedad solemne y sacra. Aún está oscuro y vacío, pero dentro de poco empezará a venir gente.
- Aquí, señora Imilce – dice Amneris con su bastón en el aire, señalando la pared pintada y haciendo gestos a Karo para que acerque la tea – Mírala: esta es Nismacil. Eneas la reconoció por las cicatrices del muslo izquierdo. Son estas tres rayas paralelas. ¿Las ves? Un león le dio un zarpazo cuando era pequeña y le dejó la garra marcada.
- No debe ser fácil encontrar para cada personaje un rasgo que lo distinga de los demás – respondo con admiración ante la cantidad ingente de figuras y escenas – Cárminis trabajó muy bien.
- ¡Y tanto! Incluso podría haberla retratado. Pero ya sabes cómo era de reservada mi madre: hasta la llegada de los troyanos nadie supo que era una amazona. Excepto la reina, claro. Y porque no tuvo más remedio.
- ¡No creo yo que la reina obligara a tu madre a contarle nada…! – interviene mi nuera, sin poder evitar que se noten los celos en su tono.
- Desde luego que no. Pero te diré una cosa: antes matan a una amazona, que la casan. Ellas viven sin hombres, se aparean una vez al año, y nada más. Así que mi madre hubo de decírselo a la reina para librarse del matrimonio.
Mientras mi nuera y Amneris se enzarzan en un debate sobre las amazonas y los casamientos, Karo y yo recorremos el templo y lo estudiamos desde distintos ángulos. De niña solía venir muy a menudo. Entonces pensaba que era tan grande y espacioso como el cielo.
- Me parece bastante más pequeño que hace unos años – digo en voz alta.
- Será que tú has engordado mucho – contesta Karo. De buena gana lo estamparía contra la pared. Continuamente me martiriza: “no comas esto, señora Imilce”, “no pruebes esto otro, que luego te cuesta mucho moverte”.
- Eres un gusano, Karo. Y estoy calculando cuántos gusanos como tú cabrían aquí adentro. Eneas, desde luego. Y, según parece, su amigo Acates. Y los dos troyanos recién llegados a la playa. Los restantes asistentes eran gente nuestra, así que ocuparían la cantidad de sitio correspondiente a las personas normales.
Se calla y se aleja de mí. Lo veo de reojo marcharse hacia el fondo y simular que mira a los lados de la hornacina donde está la imagen de la diosa Juno. ¡Lástima que no se le caiga encima!
Me planto donde estaba el sitial de la reina Dido, dando la espalda a la diosa, y trato de imaginarme lo que ella vio. Estaría rodeada de bastante gente. Eneas habría logrado deslizarse dentro antes de su llegada y pasar desapercibido entre el público. Nada de brumas, ni nubes, ni fenómenos parecidos: él y su amigo debieron comprar a un campesino ropas fenicias y entrar en la ciudad disfrazados.
- Pudieron apostarse aquí, señora Imilce, y observarlo todo disimuladamente – dice Karo con mucha humildad. Señala con la mano un pequeño entrante entre la pared lateral y el muro del fondo del templo, donde una serie de ventanucos dispuestos en vertical desde el techo hasta media altura ventilan la nave y dan luz a la diosa. Hay espacio para dos o tres personas.
No me digno a contestarle. Pero podría ser.
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La reina Dido está orgullosa del trabajo de Cárminis. Enriquecer el templo con estas pinturas ha sido un acierto. Dejan constancia de la inserción de Cartago en el mundo conocido, convierten esta ciudad en cronista de hazañas épicas y la vinculan a hechos gloriosos en los cuales no participó, pero de algún modo le afectan. No en vano fenicios, troyanos y griegos comparten el mismo mar y sus azares.
Hasta el propio Aemilius, quien hubiera preferido gastar el dinero en material para acabar la muralla, reconoce que la majestad, el prestigio y la prestancia de la reina quedan enaltecidos en este lugar. Acaba de despachar un asunto con ella, cuando un soldado anuncia la presencia de unos extranjeros y los conduce ante el trono. Son dos hombres de edad mediana, con los rostros ásperos como una piel de serpiente, oscuros y cuarteados por el sol. El cansancio se refleja en los hombros caídos y sus ropas revelan pobreza. La reina ordena que les ofrezcan agua y algún alimento.
- Noble señora – dice uno de ellos – no sería honesto aceptar tu hospitalidad mientras nuestros compañeros desfallecen en las naves. Tus soldados nos impiden desembarcar y descansar en tierra.
- Hemos fundado esta ciudad recientemente y debemos precavernos. Pero dime quienes sois, y cuántos, y cómo habéis llegado aquí.
- Puedes considerarte dichosa, reina, porque nosotros carecemos de una ciudad a la que llamar nuestra. Mi nombre es Cloanto. Fui guerrero en otros tiempos, antes de que el infortunio me convirtiera en timonel de una nave de fugitivos troyanos. Una tormenta nos ha apartado de nuestra ruta y arrojado a tu playa. Y nos ha destrozado el corazón, porque hemos perdido a nuestro príncipe Eneas con varias naves. Y es a él a quien seguimos para fundar una Troya nueva, él es nuestro jefe y nuestra esperanza. En cuanto a ti, sólo te pedimos permiso para sacar nuestras naves del agua y repararlas antes de decidir qué hacemos.
- ¿Sois troyanos, dices? – pregunta Dido asombrada – ¡Sed bienvenidos! Desde hace años conocemos y admiramos vuestras gestas. Mirad estas paredes: aquí está escrita vuestra historia. ¡Cuántos padecimientos habréis sufrido…! Comprendemos muy bien vuestra amargura, porque también nosotros hemos probado el dolor del destierro. Pero no perdamos tiempo.
Y volviéndose hacia quienes estaban a su lado, comienza a dar órdenes.
- ¡Acus!, encárgate del desembarco. Que nuestros soldados les ayuden a sacar y proteger las naves. Aemilius, dejemos por un día las obras de la muralla y que tus hombres vayan en busca de agua y comida. Igres, a ti te corresponde dirigir una escuadra de socorro y registrar las costas de alrededor en busca de las naves de Eneas. Dile a Amílcar que te acompañe. Y tú, noble Príncipe del Senado, ocúpate de formar varios grupos para explorar la costa por tierra. Podría ocurrir que hubieran naufragado y hallado refugio en alguna de las playas cercanas.
Los ojos de Cloanto y su acompañante se llenan de lágrimas. Incapaces de hablar, se arrojan a los pies de la reina para manifestarle su agradecimiento. Dido les pide que se levanten, y aún añade más:
- Eneas se ha salvado, estoy segura. Pero en caso contrario, sabed que podéis quedaros con nosotros. Ésta será vuestra tierra, vuestra ciudad. Mezclaremos nuestra sangre y tirios y troyanos quedaremos fundidos en un único pueblo.
Termina de decir estas palabras, cuando un individuo se abre paso entre los demás y se detiene ante Dido. Clava sus ojos en los de ella con extraña intensidad. Hay tristeza, y gratitud, y admiración, y fortaleza, y dulzura en esos ojos. Y pese a todo ello parecen proceder de un abismo o haberse contagiado de la hondura marina. Son insondables. Ningún hombre se ha atrevido jamás a escudriñarla de tal modo, pero la reina se mantiene firme y sostiene largo tiempo esa mirada.
- Reina Dido – dice el extraño al fin – ante ti se inclina el troyano Eneas.
*Templo de Minerva. Asís.
**Detalle de pintura mural. Museo Nacional Altemps. Roma.
***Detalle del interior del panteón de Agripa. Roma.
****León de terracota. Asís.
*****Detalle de escultura de la diosa Minerva. Museo Nacional Altemps.Roma.
******Detalle de escultura masculina. Piazza del Popolo. Roma.
*******Detalle del busto del emperador Adriano. Museo Nacional Altemps. Roma.
********Detalle de relieve en un sarcófago. Foro romano de Asís.