Así comienza mi nueva novela corta La ira de Medea:
"Sentada
en un escabel, con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás, Medea
exponía sus largos cabellos al sol que, cerca ya del estío, calentaba con vigor
y alegría un ángulo del patio porticado. De vez en cuando, la nodriza,
colocándose a un lado para no hacerle sombra, le separaba con el peine las
largas mechas oscuras a fin de que se secaran poco a poco y por igual. Le
gustaba peinarla.
La fortaleza y la brillante negrura del pelo
de su señora admiraban a todas las mujeres de Corinto, y, desde su llegada a
esa ciudad, diez años antes, habían sido el primer reclamo, la llamada de
atención hacia los muchos conocimientos que Medea poseía. La piel de su cara
era lustrosa y tersa, tanto que, a pesar de las finas arrugas que brotaban como
rayos del borde de sus ojos y unos pliegues diminutos en la comisura de la
boca, nadie hubiera dicho que estaba cerca de cumplir treinta años. Era una
mujer espléndida, carnal, tan bella e instruida como temible cuando se enfadaba
y sus ojos dorados echaban chispas, algo que últimamente ocurría con harta
frecuencia a causa de su marido.
Para desdicha de toda la casa, desde que Jasón
se había convertido en consejero del rey Creonte y frecuentaba el palacio real,
se había vuelto muy exigente respecto a las comodidades y atenciones que
recibía en su propio hogar. Nada era de su gusto, a todo le encontraba
defectos. Medea, que ansiaba su aprobación más que el agua y los alimentos, se
revolvía entonces contra la servidumbre y les auguraba los más terribles
castigos y penas. Que su marido se sintiera cómodo, que recibiera toda clase de
consideraciones y agasajos era lo más importante para ella y debía serlo para
todos los moradores de la casa. No admitía réplica.
—Péiname ya, nodriza. Iremos al mercado.
Necesito grano de eneldo y anís. Y ahora miraré cuánta mirra me queda. ¡No hay
dama de Corinto que no quiera blanquearse los dientes y tener tan buen aliento
como el de la reina Meta! —Le tendió a la nodriza un peinecillo de hueso para
sujetarle el moño—. Fue un acierto mencionar que le confeccioné ese preparado a
petición de su marido, el rey Egeo de Atenas, y sus relaciones maritales
mejoraron mucho.
Con los cabellos ya trenzados y recogidos en
la nuca, Medea se levantó y atravesó el patio para entrar en la pequeña
estancia, separada del resto de la casa, donde almacenaba las materias primas y
elaboraba las pócimas, bebedizos, fármacos y panaceas que tanta y tan buena
fama le habían dado en Corinto. La nodriza la observó, preocupada. Había entrado
al servicio de la casa de Jasón para amamantar a Mérmero y después a Feres, los
dos hijos del matrimonio, y había llegado a conocer a Medea tanto como si la
hubiese amamantado a ella en vez de ser el ama de cría de sus hijos. Le bastaba
verle la cara por la mañana para saber si la noche con Jasón había sido o no
satisfactoria, si estaba recelosa o inquieta. Su ceño, la vivacidad o pesadez
de sus gestos y el grado de oscuridad de sus ojos hablaban por Medea más que
las palabras. Y hablaban también por Jasón, pues el humor de la esposa dependía
del talante de su marido. No era el mejor día.
—Niños,
despedíos de vuestra madre –el pedagogo salió al patio con ellos. El pequeño,
de seis años, se dirigió dando saltos hacia el cuarto de Medea, mientras Mérmero,
cuyos nueve recién cumplidos lo obligaban a un comportamiento menos infantil,
lo seguía andando con dignidad. Ambos tenían los cabellos rubios de su padre y
la elegancia algo felina de su madre. Medea salió a su encuentro y se agachó
para besarlos en la frente.
—Dame el peine que le arregle estos rizos a
Feres, nodriza —y mientras se los peinaba hacia un lado, añadió—: Nosotras
también hemos de marcharnos ya. Tráeme el manto ligero. Y vosotros, queridos
míos, portaos bien."
NOTA: Aquí teneís la portada y contraportada de mi nueva novela corta, de la colección mitología Gredos.
Fotografías tomadas de internet.