(XXXVII)
Los gemelos habían pasado la noche junto a una loba, que los había amamantado. Los perros Bona y Seius los habían descubierto y, gracias a ellos, también Fáustulo, que los rescata. Acca Larentia y Fáustulo deciden acogerlos como si fueran hijos propios y ocultar el hallazgo.
Mientras los hijos de Rea Silvia eran rescatados de los brazos de la muerte por el pastor Fáustulo y su esposa, al otro lado del valle de Murcia, en la colina del Aventino, expiraba Aurelia. La antigua reina de Alba Longa, mujer fuerte y valiente cuyos méritos habrían de recordar durante mucho tiempo los albanos, había dejado de respirar para no sobrevivir a su hija y a sus nietos.
De madrugada había abierto los ojos y, pese a su extrema debilidad, había reconocido a la Vestal Máxima Camilia, amiga fiel desde la infancia, sostén fundamental para Rea Silvia en momentos cruciales. Quiso decir algo, pero no consiguió articular un sonido audible o, al menos, Camilia no pudo escucharlo aunque le había acercado el oído a los labios. Sus manos eran ya huesos y piel, más livianas que las de una niña cuando la Vestal Máxima se las besó. Así le manifestaba su afecto y respeto.
- Vete tranquila, Aurelia – le dijo –. Velaré por los tuyos.
Se había apagado con la discreción y la dulzura con que se extingue la luz de las lámparas de aceite. Camilia despertó a una de las criadas que dormía en la cabaña para anunciarle el fallecimiento de su señora y entre ambas llevaron a cabo los rituales adecuados para la preparación del cadáver. Luego la Vestal Máxima salió al exterior. Necesitaba desentumecer las piernas, respirar aire puro tras haber pasado tantas horas sin separarse de su amiga, atenta a humedecerle los labios, a observar el movimiento leve de su respiración.
Desde la puerta de la cabaña había visto el primer resplandor del día asomar como un aura por detrás de las cumbres de los montes Albanos. La luz intensa difuminaba sus contornos, territorio sacro y distante, centro espiritual y político de los pueblos del Lacio. ¡Qué lejos de ellos había muerto Aurelia, como una exiliada, en aquellas colinas ásperas e incultas, madriguera favorita de las bestias salvajes.
Sin embargo, vivir en una ciudad no era menos peligroso que morar entre fieras, pues la crueldad se expande y penetra en todos los lugares donde el ser humano habita: Rea Silvia era la prueba fehaciente. ¿Qué habría ocurrido con ella? ¿La habrían encontrado ya? ¿Estaría Énule auxiliándola? Esas preguntas se las hizo entrando de nuevo en la cabaña. Se acercó a la modesta hornacina donde ardía el fuego de Vesta e imploró fervientemente a la diosa por la salvación de Rea Silvia y de su prole. Luego hizo llamar a Caius, el mayoral de los rebaños de Númitor. Era necesario que mandase aviso a su señor Númitor de la muerte de su esposa.
Así como en las orillas del Tíber el amanecer había alumbrado dos vidas y una muerte, en el cielo de Alba Longa planeaba, como el aleteo de un pájaro siniestro, la ejecución de Rea Silvia. La noche había resultado dolorosamente eterna para quienes esperaban, pero el alba no fue recibida con alegría, sino como una frontera insidiosa, un umbral que daría paso a una jornada de desgracia y dolor. Pero ¿y si finalmente no la ajusticiaban? ¿Y si Amulio perdonaba la vida a la vestal?
- Ya que mis nietos han perecido, que viva al menos mi hija – se repetía en su corazón Númitor, como si formular esa frase un millar veces fuera bastante para alterar el curso de los acontecimientos. Muchas manos amigas apretaban las suyas, muchos corazones latían al mismo tiempo y experimentaban parecida congoja.
En la cabaña de la hondonada Rea Silvia había abierto los ojos y en el mismo instante se le habían llenado de lágrimas. Énule después de velarla toda la noche ya le estaba preparando una nueva cocción de hierbas y unos emplastos para el vientre destinados a facilitar a la matriz recuperar su tamaño y volver al sitio. Los labios de Rea se abrieron para nombrar a sus pequeñuelos, sus amadas criaturas de las que no había podido disfrutar y sobre cuyas vidas no se atrevía a pensar. Ni una palabra sobre ella misma ni sobre Tuccia, cuya suerte estaba ligada a la suya. Si mataban a la vestal, su doncella también moriría.
- Deberías marcharte, Énule – le advirtió Tuccia en voz baja –. Corres mucho peligro aquí. No tardarán en venir a por nosotras.
- Me quedaré un poco más. Si alguien llega lo sabremos y tendré tiempo de marcharme o de esconderme. No voy dejaros así.
Ambas sabían que no había esperanza de perdón. Y pese a todo, molían hierbas, calentaban agua, cocían, preparaban telas limpias, tocaban la frente a Rea Silvia, le hablaban con dulzura y comprensión, le fajaban los pechos, se mantenían enteras y firmes, como si las Parcas no estuvieran a punto de cortar los hilos de la vida.
El rey Amulio se había levantado confuso. Al despertar recordó que el hijo de Rea Silvia había muerto y eso aligeraba su preocupación de los últimos días. Sin embargo, aún debía tomar decisiones sobre su sobrina. Aunque el destino de Rea Silvia estaba sellado, le habían hecho mella las palabras de su hija Anto. Consideraciones muy diversas bullían en su ánimo y debía sopesar qué resolución convenía más a sus deseos, esto es, cuál causaría el mayor daño a su hermano y a Rea. Vacilaba. No tenía la mente lúcida.
Salió a despejarse al prado que se extendía detrás de la cabaña real. La actividad de sus criados era ya intensa en los aledaños de la cocina, donde cada cual se ocupaba de sus labores cotidianas: dos hombres entraban y salían llevando sacos de harina, de habas secas y otras provisiones, una mujer molía grano en un mortero, otra encendía el horno para cocer las tortas, un carro con ánforas de vino esperaba a ser descargado. Para apartarse de las conversaciones y los ruidos, Amulio se alejó en dirección a la arboleda.
Penetró en el bosquecillo de arces que bordeaba la explanada y llegó al lindero de un claro. La hierba estaba tan mullida que sus pasos no habían alertado a una liebre que, de espaldas a él, comía con las orejas tiesas junto a una piedra. Se detuvo a observarla y lamentó no ir armado. En eso pensaba cuando, de pronto, un águila se abatió sobre la liebre y, mientras ésta trataba de huir, las garras del ave aferraron su lomo.
Amulio vio los ojos aterrados del animal, pues el águila, tras doblegar a su presa, no había remontado el vuelo sino que permanecía plantada sobre ella en un extremo del claro. Percibió el pánico de la liebre, sus inútiles sacudidas para zafarse de aquellas uñas que se le clavaban en la carne, sus esfuerzos para quitarse de encima aquel ave mucho más fuerte y pesada que ella, su impotencia para cambiar la situación. Y entonces el águila lanzó un poderoso picotazo contra la nuca de la liebre y la cabeza del animal cayó inerte sobre la hierba, libre ya de todo miedo. La escena había durado apenas el tiempo de unos cuantos parpadeos, había acabado rápido.
Salió del bosque Amulio sumido en sus pensamientos. Quizá lo que había presenciado era una señal, una respuesta a sus dudas. Cuanto más pensaba sobre ello, más convencido estaba.
El sol se había abierto paso entre las nubes que cubrían el Palatino y trazaba un rectángulo de luz brillante y amarillo delante de la cabaña de Fáustulo. Apenas Acca Larentia notó la claridad desde el interior, asomó la cabeza y miró al cielo. Pensó que merecía la pena aprovechar ese regalo después de tantos días de mal tiempo y lluvias. Descolgaron la cuna y salieron todos a la solana, Bona y Seius sin apartarse ni un ápice del cesto, cada cual al lado del pequeñín que había elegido por instinto.
Pese a su palidez, los rayos calentaban y al poco rato Acca decidió retirar un poco la ropa con que había tapado a los gemelos para que les diera el sol sobre la piel. Eran preciosos. Nunca, ni Fáustulo ni ella, habían visto a unas criaturas tan hermosas a tan escasa edad. Debían realizar cuanto antes un conjuro para evitar la envidia de algún dios. ¡Qué bracitos tan bien modelados! ¡Qué gracia esas mejillas tan abultadas, como si tuvieran la boca llena de leche! Y qué iguales eran.
- ¿No crees que haríamos bien en darles ya sus nombres? – dijo Acca de pronto –. Tendremos que pensar cómo los distinguiremos.
- ¡No creo que sea muy difícil! – respondió Fáustulo sonriente –. Sólo hay que fijarse en los perros: Seius no se separa ni un instante de éste. ¿Qué te parece si le llamamos Remo?
- Me gusta el nombre, sí. Además de reconocerlo por el apego que le demuestra Seius, mira, tiene en el hombro una manchita que recuerda a una hormiga. ¡Estarás muy unido a la tierra, Remo!
Lo levantó del cesto Fáustulo, lo alzó hasta la altura de su pecho y pronunció con solemnidad su nombre. Y no pudo evitar Acca cogérselo de los brazos y besarlo. Saltaba el cachorro Seius y parecía que se iba a romper el rabo de tanto moverlo.
- Y tú que, aún durmiendo, pareces estar más despierto y alerta que tu hermano, te llamarás Rómulo – dijo el pastor, repitiendo el mismo rito de levantarlo y pronunciar su nombre. Acca lo estrechó con fuerza contra sus senos antes de besarle la frente y depositarlo otra vez en la cuna.
- Dominarás el arte de la palabra y de las armas, Rómulo, pues no hay en tu cuerpo ni una sola mácula – exclamó Acca, sin saber de dónde le venía esa inspiración. ¿Por qué había hablado de armas cuando este niño, como todos sus hijos, sería pastor? La perra Bona se había sentado apaciblemente al lado de Rómulo y, con mirada maternal, lo contemplaba.
- Puesto que habéis sido expulsados de la tierra sagrada que os ha visto nacer, estos parajes indómitos os reciben y desde ahora en adelante serán vuestro hogar – dijo el pastor –. Sed bienvenidos, Remo y Rómulo, hijos de Fáustulo y de su esposa Acca Larentia, criados del rey de Alba Longa.
- Bienvenidos, hijos del Tíber, señores de los espacios abiertos y de las cumbres del Palatino – añadió Acca Larentia sin contener su orgullo.
Amulio pasó casi toda la mañana despachando asuntos y peticiones de sus súbditos en la cabaña real, sin dejar de pensar en el águila y la liebre del bosque. Cerca ya del mediodía llamó al augur Appius para consultarle. Le expuso en pocas palabras lo que había visto y le pidió una interpretación.
- Sin duda el águila eres tú, pues es el ave que vuelta más alto, la más cercana a la bóveda celeste y a los dioses. Tienes todo el poder y toda la fuerza para ejercerlo. La naturaleza se pliega ante ti, mi rey.
- Eso ya lo sé – respondió Amulio –. Pero ¿qué representa la liebre y sus ojos asustados? ¿Acaso un enemigo inferior a mí?
- Una liebre no es enemigo para un águila, señor – respondió Appius –. Es, simplemente, una presa: el ave necesita matarla para comer ella misma y alimentar a los suyos. En cuanto al miedo del animal, si es que te ha conmovido, no debe preocuparte. Tú mismo has visto que el sufrimiento concluye al mismo tiempo que la vida.
- Y, según tus conocimientos, ¿qué significa?
- Lo ignoro. Busca dentro de ti, de los pensamientos que tenías cuando has presenciado esos hechos. En ellos encontrarás la respuesta.
Despidió el rey a Appius y se quedó a solas, sentado en su sitial, reflexionando. Le había sido muy útil el augur, pues había puesto definitivamente fin a sus dudas. Ahora sabía qué hacer y lo anunciaría a los interesados sin demora. Llamó a voces a un criado y le ordenó ir a buscar a su hermano Númitor, a las vestales y a su hija Anto y su esposo, para que se presentaran de inmediato. Otro debería encargarse de buscar y llevar a su presencia a Prátex.
Sí, tenía razón Appius: aquello era una respuesta a las preguntas que hasta entonces se había hecho respecto al porvenir de su sobrina. Era evidente, pensó, que la liebre representaba a Rea Silvia y que él la tenía a su merced, inerme, incapaz de defenderse, condenada a sufrir sus garras como un animalillo asustado.