sábado, abril 28, 2012

AMULIO TOMA UNA DECISIÓN


(XXXVII)
Los gemelos habían pasado la noche junto a una loba, que los había amamantado. Los perros Bona y Seius los habían descubierto y, gracias a ellos, también Fáustulo, que los rescata. Acca Larentia y Fáustulo deciden acogerlos como si fueran hijos propios y ocultar el hallazgo.

Mientras los hijos de Rea Silvia eran rescatados de los brazos de la muerte por el pastor Fáustulo y su esposa, al otro lado del valle de Murcia, en la colina del Aventino, expiraba Aurelia. La antigua reina de Alba Longa, mujer fuerte y valiente cuyos méritos habrían de recordar durante mucho tiempo los albanos, había dejado de respirar para no sobrevivir a su hija y a sus nietos.

De madrugada había abierto los ojos y, pese a su extrema debilidad, había reconocido a la Vestal Máxima Camilia, amiga fiel desde la infancia, sostén fundamental para Rea Silvia en momentos cruciales. Quiso decir algo, pero no consiguió articular un sonido audible o, al menos, Camilia no pudo escucharlo aunque le había acercado el oído a los labios. Sus manos eran ya huesos y piel, más livianas que las de una niña cuando la Vestal Máxima se las besó. Así le manifestaba su afecto y respeto.

- Vete tranquila, Aurelia – le dijo –. Velaré por los tuyos.

Se había apagado con la discreción y la dulzura con que se extingue la luz de las lámparas de aceite. Camilia despertó a una de las criadas que dormía en la cabaña para anunciarle el fallecimiento de su señora y entre ambas llevaron a cabo los rituales adecuados para la preparación del cadáver. Luego la Vestal Máxima salió al exterior. Necesitaba desentumecer las piernas, respirar aire puro tras haber pasado tantas horas sin separarse de su amiga, atenta a humedecerle los labios, a observar el movimiento leve de su respiración.

Desde la puerta de la cabaña había visto el primer resplandor del día asomar como un aura por detrás de las cumbres de los montes Albanos. La luz intensa difuminaba sus contornos, territorio sacro y distante, centro espiritual y político de los pueblos del Lacio. ¡Qué lejos de ellos había muerto Aurelia, como una exiliada, en aquellas colinas ásperas e incultas, madriguera favorita de las bestias salvajes.

Sin embargo, vivir en una ciudad no era menos peligroso que morar entre fieras, pues la crueldad se expande y penetra en todos los lugares donde el ser humano habita: Rea Silvia era la prueba fehaciente. ¿Qué habría ocurrido con ella? ¿La habrían encontrado ya? ¿Estaría Énule auxiliándola? Esas preguntas se las hizo entrando de nuevo en la cabaña. Se acercó a la modesta hornacina donde ardía el fuego de Vesta e imploró fervientemente a la diosa por la salvación de Rea Silvia y de su prole. Luego hizo llamar a Caius, el mayoral de los rebaños de Númitor. Era necesario que mandase aviso a su señor Númitor de la muerte de su esposa.






Así como en las orillas del Tíber el amanecer había alumbrado dos vidas y una muerte, en el cielo de Alba Longa planeaba, como el aleteo de un pájaro siniestro, la ejecución de Rea Silvia. La noche había resultado dolorosamente eterna para quienes esperaban, pero el alba no fue recibida con alegría, sino como una frontera insidiosa, un umbral que daría paso a una jornada de desgracia y dolor. Pero ¿y si finalmente no la ajusticiaban? ¿Y si Amulio perdonaba la vida a la vestal?

- Ya que mis nietos han perecido, que viva al menos mi hija – se repetía en su corazón Númitor, como si formular esa frase un millar veces fuera bastante para alterar el curso de los acontecimientos. Muchas manos amigas apretaban las suyas, muchos corazones latían al mismo tiempo y experimentaban parecida congoja.

En la cabaña de la hondonada Rea Silvia había abierto los ojos y en el mismo instante se le habían llenado de lágrimas. Énule después de velarla toda la noche ya le estaba preparando una nueva cocción de hierbas y unos emplastos para el vientre destinados a facilitar a la matriz recuperar su tamaño y volver al sitio. Los labios de Rea se abrieron para nombrar a sus pequeñuelos, sus amadas criaturas de las que no había podido disfrutar y sobre cuyas vidas no se atrevía a pensar. Ni una palabra sobre ella misma ni sobre Tuccia, cuya suerte estaba ligada a la suya. Si mataban a la vestal, su doncella también moriría.

- Deberías marcharte, Énule – le advirtió Tuccia en voz baja –. Corres mucho peligro aquí. No tardarán en venir a por nosotras.

- Me quedaré un poco más. Si alguien llega lo sabremos y tendré tiempo de marcharme o de esconderme. No voy dejaros así.

Ambas sabían que no había esperanza de perdón. Y pese a todo, molían hierbas, calentaban agua, cocían, preparaban telas limpias, tocaban la frente a Rea Silvia, le hablaban con dulzura y comprensión, le fajaban los pechos, se mantenían enteras y firmes, como si las Parcas no estuvieran a punto de cortar los hilos de la vida.





El rey Amulio se había levantado confuso. Al despertar recordó que el hijo de Rea Silvia había muerto y eso aligeraba su preocupación de los últimos días. Sin embargo, aún debía tomar decisiones sobre su sobrina. Aunque el destino de Rea Silvia estaba sellado, le habían hecho mella las palabras de su hija Anto. Consideraciones muy diversas bullían en su ánimo y debía sopesar qué resolución convenía más a sus deseos, esto es, cuál causaría el mayor daño a su hermano y a Rea. Vacilaba. No tenía la mente lúcida.

Salió a despejarse al prado que se extendía detrás de la cabaña real. La actividad de sus criados era ya intensa en los aledaños de la cocina, donde cada cual se ocupaba de sus labores cotidianas: dos hombres entraban y salían llevando sacos de harina, de habas secas y otras provisiones, una mujer molía grano en un mortero, otra encendía el horno para cocer las tortas, un carro con ánforas de vino esperaba a ser descargado. Para apartarse de las conversaciones y los ruidos, Amulio se alejó en dirección a la arboleda.

Penetró en el bosquecillo de arces que bordeaba la explanada y llegó al lindero de un claro. La hierba estaba tan mullida que sus pasos no habían alertado a una liebre que, de espaldas a él, comía con las orejas tiesas junto a una piedra. Se detuvo a observarla y lamentó no ir armado. En eso pensaba cuando, de pronto, un águila se abatió sobre la liebre y, mientras ésta trataba de huir, las garras del ave aferraron su lomo.

Amulio vio los ojos aterrados del animal, pues el águila, tras doblegar a su presa, no había remontado el vuelo sino que permanecía plantada sobre ella en un extremo del claro. Percibió el pánico de la liebre, sus inútiles sacudidas para zafarse de aquellas uñas que se le clavaban en la carne, sus esfuerzos para quitarse de encima aquel ave mucho más fuerte y pesada que ella, su impotencia para cambiar la situación. Y entonces el águila lanzó un poderoso picotazo contra la nuca de la liebre y la cabeza del animal cayó inerte sobre la hierba, libre ya de todo miedo. La escena había durado apenas el tiempo de unos cuantos parpadeos, había acabado rápido.

Salió del bosque Amulio sumido en sus pensamientos. Quizá lo que había presenciado era una señal, una respuesta a sus dudas. Cuanto más pensaba sobre ello, más convencido estaba.





El sol se había abierto paso entre las nubes que cubrían el Palatino y trazaba un rectángulo de luz brillante y amarillo delante de la cabaña de Fáustulo. Apenas Acca Larentia notó la claridad desde el interior, asomó la cabeza y miró al cielo. Pensó que merecía la pena aprovechar ese regalo después de tantos días de mal tiempo y lluvias. Descolgaron la cuna y salieron todos a la solana, Bona y Seius sin apartarse ni un ápice del cesto, cada cual al lado del pequeñín que había elegido por instinto.

Pese a su palidez, los rayos calentaban y al poco rato Acca decidió retirar un poco la ropa con que había tapado a los gemelos para que les diera el sol sobre la piel. Eran preciosos. Nunca, ni Fáustulo ni ella, habían visto a unas criaturas tan hermosas a tan escasa edad. Debían realizar cuanto antes un conjuro para evitar la envidia de algún dios. ¡Qué bracitos tan bien modelados! ¡Qué gracia esas mejillas tan abultadas, como si tuvieran la boca llena de leche! Y qué iguales eran.

- ¿No crees que haríamos bien en darles ya sus nombres? – dijo Acca de pronto –. Tendremos que pensar cómo los distinguiremos.

- ¡No creo que sea muy difícil! – respondió Fáustulo sonriente –. Sólo hay que fijarse en los perros: Seius no se separa ni un instante de éste. ¿Qué te parece si le llamamos Remo?

- Me gusta el nombre, sí. Además de reconocerlo por el apego que le demuestra Seius, mira, tiene en el hombro una manchita que recuerda a una hormiga. ¡Estarás muy unido a la tierra, Remo!

Lo levantó del cesto Fáustulo, lo alzó hasta la altura de su pecho y pronunció con solemnidad su nombre. Y no pudo evitar Acca cogérselo de los brazos y besarlo. Saltaba el cachorro Seius y parecía que se iba a romper el rabo de tanto moverlo.

- Y tú que, aún durmiendo, pareces estar más despierto y alerta que tu hermano, te llamarás Rómulo – dijo el pastor, repitiendo el mismo rito de levantarlo y pronunciar su nombre. Acca lo estrechó con fuerza contra sus senos antes de besarle la frente y depositarlo otra vez en la cuna.

- Dominarás el arte de la palabra y de las armas, Rómulo, pues no hay en tu cuerpo ni una sola mácula – exclamó Acca, sin saber de dónde le venía esa inspiración. ¿Por qué había hablado de armas cuando este niño, como todos sus hijos, sería pastor? La perra Bona se había sentado apaciblemente al lado de Rómulo y, con mirada maternal, lo contemplaba.

- Puesto que habéis sido expulsados de la tierra sagrada que os ha visto nacer, estos parajes indómitos os reciben y desde ahora en adelante serán vuestro hogar – dijo el pastor –. Sed bienvenidos, Remo y Rómulo, hijos de Fáustulo y de su esposa Acca Larentia, criados del rey de Alba Longa.

- Bienvenidos, hijos del Tíber, señores de los espacios abiertos y de las cumbres del Palatino – añadió Acca Larentia sin contener su orgullo.





Amulio pasó casi toda la mañana despachando asuntos y peticiones de sus súbditos en la cabaña real, sin dejar de pensar en el águila y la liebre del bosque. Cerca ya del mediodía llamó al augur Appius para consultarle. Le expuso en pocas palabras lo que había visto y le pidió una interpretación.

- Sin duda el águila eres tú, pues es el ave que vuelta más alto, la más cercana a la bóveda celeste y a los dioses. Tienes todo el poder y toda la fuerza para ejercerlo. La naturaleza se pliega ante ti, mi rey.

- Eso ya lo sé – respondió Amulio –. Pero ¿qué representa la liebre y sus ojos asustados? ¿Acaso un enemigo inferior a mí?

- Una liebre no es enemigo para un águila, señor – respondió Appius –. Es, simplemente, una presa: el ave necesita matarla para comer ella misma y alimentar a los suyos. En cuanto al miedo del animal, si es que te ha conmovido, no debe preocuparte. Tú mismo has visto que el sufrimiento concluye al mismo tiempo que la vida.

- Y, según tus conocimientos, ¿qué significa?

- Lo ignoro. Busca dentro de ti, de los pensamientos que tenías cuando has presenciado esos hechos. En ellos encontrarás la respuesta.

Despidió el rey a Appius y se quedó a solas, sentado en su sitial, reflexionando. Le había sido muy útil el augur, pues había puesto definitivamente fin a sus dudas. Ahora sabía qué hacer y lo anunciaría a los interesados sin demora. Llamó a voces a un criado y le ordenó ir a buscar a su hermano Númitor, a las vestales y a su hija Anto y su esposo, para que se presentaran de inmediato. Otro debería encargarse de buscar y llevar a su presencia a Prátex.

Sí, tenía razón Appius: aquello era una respuesta a las preguntas que hasta entonces se había hecho respecto al porvenir de su sobrina. Era evidente, pensó, que la liebre representaba a Rea Silvia y que él la tenía a su merced, inerme, incapaz de defenderse, condenada a sufrir sus garras como un animalillo asustado.

miércoles, abril 25, 2012

QUE ENMOHEZCAN LAS ARMAS

Esto dice el poeta Ovidio:

“Cuando queden a abril seis días, la estación de la primavera se hallará a mitad de su curso (…). Ese día, volviendo yo de Nomento a Roma, me encontré con una multitud vestida de blanco en medio del camino. Un flamen iba hacia el bosque del viejo Tizón para ofrecer a las llamas las entrañas de un perro y las entrañas de una oveja. Al instante me acerqué para enterarme de la ceremonia; tu flamen, Quirino, pronunció estas palabras: “Tizón inmundo, respeta las plantas de Ceres, y que su tallo ligero se cimbree en la superficie de la tierra. Deja tú crecer los sembrados, fertilizados por los astros propicios del cielo, hasta que vengan en sazón para las hoces. (…) aparta tus manos tiñosas de las cosechas y no dañes los cultivos: ya es bastante que tengas poder para dañarlos. No abraces los tiernos trigales, sino al duro hierro: destruye antes lo que puede destruir a otros. Más útil será que asaltes las espadas y las armas que hacen daño; ninguna necesidad hay de ellas; (…) Que la dejadez enmohezca las armas y, si alguien intenta desenvainar la espada, note que queda frenada mucho tiempo. “

OVIDIO.- “Fastos”

Traducción de Bartolomé Segura Ramos.

NOTA 1: El 25 de abril se celebraba la fiesta en honor a Robigo (Tizón), que protegía los cereales de una enfermedad producida por un hongo que los destruía. Pedía Ovidio que, en lugar de atacar a las plantas, atacara las armas y las oxidara. Ahora que estamos todos con la vista puesta en la crisis, no está de más recordar que sigue habiendo conflictos bélicos y sigue muriendo gente por las guerras y por sus secuelas.

NOTA 2: El próximo domingo 29 de abril, estaré en la Feria del Libro de Valencia firmando ejemplares de mi novela, a partir de las 19 horas, en las casetas 20 - 21 - 22. ¡Por si alguien se anima a venir!

lunes, abril 23, 2012

UN DON DEL TÍBER


(XXXVI)
Mientras en Alba Longa todos esperaban la resolución del rey Amulio sobre la ejecución de Rea Silvia, los hijos gemelos de ésta que, arrojados al río habían sido llevados por las ondas a una zona seca, habían sido amamantados por una loba, que también les daba calor.
Acca Larentia contemplaba el amanecer mirando hacia los montes Albanos. Acababa de ofrecer una libación de leche en la tumba de su hijo cuando notó como si unos dedos le rozaran la nuca y le hicieran girar la cabeza en dirección a Alba Longa. El cielo blanquecino presagiaba más lluvias, el fuerte rumor de agua que ascendía desde el cauce del Tíber hasta la cumbre del Palatino revelaba que habrían de pasar muchos días hasta que remitiesen la crecida y sus efectos. Seguirían aislados durante varias jornadas y el mercado no podría celebrarse.

No era esto, sin embargo, lo que la oprimía. Estaba acostumbrada a la soledad y a sentir el vacío a su alrededor. Las pocas mujeres que habitaban en las chozas diseminadas por aquellas colinas evitaban encontrarse con ella. Murmuraban que en el pasado recorría los campos y se entregaba a los pastores a cambio de un pellejo de oveja o unas medidas de leche. ¡Qué sabrían esas mujeres de la dicha de gozar del cuerpo de un hombre deseable por su belleza o juventud, allí donde se encontrase! Y de ofrecerle a él, en ese instante, sus delicias, como exige la Naturaleza a la que se someten de buen grado muchas divinidades. Recibir después un poco de comida u otros dones sólo era una muestra de amistad. Acca Larentia no se avergonzaba de haber obedecido a sus instintos. Y en ese momento de pérdida y de duelo, su corazón le pedía respirar al aire libre, correr para sentir el revivir de la carne, desafiar al abismo saltando de roca en roca, abrazarse a algún árbol y llorar sobre su corteza, compartir su desolación expandiéndola por colinas y valles.

- ¿Qué pasa, Bona? – se sobresaltó cuando la perra se le echó encima de improviso, respirando con gran agitación. Acababa de subir, seguida de su cachorro Seius, por la escalera de Caco. Ladraba, gemía, iniciaba una carrerilla en dirección a la escalera y volvía atrás. Seius imitaba a su madre agitando la cola con frenesí, clavaba sus dientecillos en la ropa de Acca y tiraba de ella.

- ¡Calma, calma! No puedo seguiros hoy. Si es que no habéis podido beber agua, venid, os pondré una poca.

Extrajo agua limpia de la tinaja del exterior y la vertió sobre una piedra cóncava. Sin embargo, los animales ni bebían ni se calmaban. Todo era un ir y venir de la escalera a la cabaña, cada vez más excitados. Y comprendió Acca, de pronto, que algo anómalo ocurría. Volvió a notar una caricia en la nuca y esta vez tuvo la sensación de que no era casual.

- Madre Fauna – exclamó –. ¿Me adviertes tú también de algo? ¿Es ésta la señal que te pedí?

Bona y Seius corrían ya hacia la parte más alta de la colina, se perdieron de vista un instante y volvieron a descender con ladridos y brincos. Al poco, por ese mismo lugar apareció Fáustulo, caminando a buen paso.

- Va a llover – le dijo a Acca Larentia –. He ido a echar comida a los cerdos, no los sacaré hoy. ¿Qué les pasa a los perros?

- Algo raro han olido allá abajo. Han ido a beber y han vuelto muy nerviosos, tiran de mí para que los siga. Pero no es prudente que baje estando recién parida: con todas inmundicias que arrastra el río podría enfermar.

- Bajaré yo. Métete en la cabaña y aviva el fuego, hace frío.





Cuanto más descendía la escalera de Caco, más intenso era el ruido y el hedor de las aguas. El lodo volvía resbaladizos los escalones; cañas, hojas y ramas se acumulaban en algunos puntos; animalillos muertos, estampados contra las rocas, eran irreconocibles por la descomposición y el fango. Su fetidez parecía penetrar en la piel y las ropas. Bona y Seius, indiferentes a los efluvios insalubres, saltaban todos los obstáculos, se paraban un instante y volvían las cabezas para asegurarse de ser seguidos por Fáustulo. Sólo cuando llegaron a los últimos escalones se quedaron quietos, Seius pegado al lomo de su madre.

Cuando Fáustulo estuvo a su lado, Bona empezó a gemir, señalando con el morro hacia el lado izquierdo de la escalera. El nivel del agua había descendido y dejaba a la vista un amplio espacio fangoso. Con precaución, el pastor anduvo unos pasos en dirección a la cueva de Fauno y fue entonces cuando los vio: una loba estaba tendida al pie de la higuera silvestre próxima a la cueva y amamantaba a unos cachorros. Sorprendentemente no eran lobatos, aunque no distinguía qué otra clase de animales podrían ser. La fiera levantó la cabeza al oler u oír a Fáustulo, pero no se movió. También él se había quedado quieto, contemplando aquella escena insólita. Los perros, tras él, callaban. Así permanecieron hasta que las criaturas apartaron sus bocas de las ubres. Entonces la loba se levantó despacio, sin revelar la menor hostilidad, y se retiró perdiéndose entre los matorrales.

Se acercó Fáustulo a la higuera y, para su asombro, vio que eran dos niños. Cerca había un cesto volcado, seguramente los habían tirado al río con él. Lo enderezó. Estaba recubierto de una piel de cordero sucia pero bastante seca. La apartó a un lado, metió dentro a los pequeños y los tapó con la piel. Luego, cogió el cesto con ambas manos y emprendió el regreso a su casa. Bona y Seius saltaban alborozados a su alrededor, presas de un gran nerviosismo, y así subieron y bajaron la escalera de Caco muchas veces por delante de él, hasta llegar a la cabaña.

- ¡Acca, Acca! – gritó Fáustulo llegando a la puerta.

Acudió ella al umbral, se apartó para dejarlo pasar al ver con cuánta prisa venía y lo siguió dentro. Fáustulo depositó el cesto al lado del hogar, y retiró la piel con que había cubierto a los gemelos. Se llevó la mano a la boca Acca para sofocar una exclamación cuando los vio. Solo fue un instante, porque enseguida rebuscó telas limpias en un rincón de la cabaña, le pidió a su marido que trajese más agua y, sentándose al lado de la cesta, sacó de entre aquel revoltijo de telas, barro y pelos de animal, a uno de los gemelos. Le quitó la banda de tela con que lo había fajado su madre y se admiró de aquellas piernas robustas, de la vivacidad de los movimientos del pequeño, que se llevaba los puños a la cara, de su pecho sonrosado.

Mojando un paño en el agua caliente del caldero que estaba al fuego, lo limpió con rapidez y destreza, lo frotó suavemente para hacerlo entrar en calor, volvió a fajarlo y lo depositó sobre una piel en el suelo para realizar la misma tarea con el otro.

- ¿Quién ha podido trataros así? – exclamaba entre tanto –. No tendrán más de dos días, pobrecillos. Gente malvada, sin entrañas.

- ¿Los habrá abandonado su propia madre? – preguntó Fáustulo mientras contemplaba admirado a las criaturas.

- No, su madre no. Estaban bien fajados y las bandas son de buena calidad. Además, llevan al cuello un cordón con un colgante. Suena como si llevara algo dentro. Si son amuletos, como creo, han cumplido con creces su misión.

- Cuando los he encontrado, estaban mamando de una loba. Es un hecho prodigioso. Y más todavía el que sean gemelos. Están protegidos por los dioses.

Asintió Acca pensando en Fauna y en el padre Tíber mientras se quitaba la faja de los pechos y, a uno detrás de otro, les ofreció sus senos hinchados de leche. Se agarraron ellos enseguida, pese a haber mamado de la loba hacía poco, y no dejaron de succionar hasta quedar ahítos. A la espera de confeccionar una cuna donde cupieran con comodidad los dos, Acca los colocó en la que había preparado para su hijo muerto, que era bastante amplia. El instinto le aconsejaba quitar de en medio el cesto que los había traído, esconderlo para que nadie lo viera.

Por su parte, Fáustulo pensaba intensamente sobre lo que había presenciado y lo que podría significar. Tres días antes había oído rumores acerca de la vestal Rea Silvia. Los criados de la cabaña real decían que el rey Amulio la mantenía oculta en un lugar secreto, que estaba preñada y él la había amenazado con matarlos a ella y a sus hijos. Los gemelos podían ser suyos. Eso explicaría muchas cosas: la calidad de las ropas, la singularidad de los amuletos y del cesto, pues nunca se había visto otro así, pintado de colores. Y, sobre todo, el hecho de que los recién nacidos hubieran sido arrojados al río para que se ahogaran. Ese era un crimen horrible que no hubiera cometido cualquiera. Fáustulo conocía bien al rey Amulio y lo tenía por muy capaz de hacerlo.

- No debemos revelar a nadie que los hemos encontrado – dijo Fáustulo.

- ¡Claro que no! – respondió Acca rauda –. Son mis hijos, nuestros hijos. Un don del padre Tíber.

- Corren mucho peligro, y nosotros también, si se sabe que han sobrevivido. La persona que ha decretado su muerte es muy poderosa.

- ¿Crees que yo los traicionaría o me traicionaría? ¡Antes me cortaría la lengua! No lo diremos ni siquiera a nuestros hijos... Ya los quiero como si hubieran nacido de mi vientre. Fauna y Tíber me los han mandado en lugar de mi hijito muerto, lo sé.

- Escondamos pues todo lo suyo.

- Los amuletos no. Los llevarán siempre porque así debió quererlo su madre. No se los quitaría yo por nada del mundo.

- Alguien podría ver esos colgantes y reconocerlos.

- ¿Quién los va a ver aquí? – se preguntó Acca –. Haremos una cosa: sustituiremos el cordón tan fino por uno más basto y les pondremos a nuestros otros hijos pequeños unos colgantes parecidos. Así a nadie les llamará la atención.

La cabaña se había iluminado de alegría. Los perros, que hasta entonces seguían a Acca Larentia a todas partes, no se separaban de los recién nacidos, como si alguien les hubiera ordenado vigilarlos. Miraron con indiferencia a Fáustulo y siguieron sentados cuando éste salió a buscar leña y los invitó a seguirlo. Acca empezó a organizar la casa: buscó el mejor sitio para colgar la cuna, contando con que enseguida habrían de sustituirla por otra más grande; puso al fuego un nuevo caldero con agua y unas cuantas coles para la comida; limpió la piel de oveja y el cesto de colores que traían los gemelos y los ocultó debajo de un montón de pellejos muy usados. A cada momento se paraba a contemplar a sus hijos, arrobada por su belleza y su salud.

Cuando regresó Fáustulo, aprovechó para salir ella misma al exterior. Detrás de la cabaña, junto al banco en el que solía sentarse, realizó ofrendas de leche y miel a la diosa Rumina y a la madre Fauna. Luego, se dirigió al borde del precipicio y vertió vino sobre el Tíber desbordado.

- No olvidaremos, ni yo ni mis nuevos hijos, el favor que nos has hecho, padre Tíber – dijo –. Ellos vengarán la afrenta que sufrí y la muerte de mi pequeño. Y puesto que tú me has devuelto por duplicado el hijo que he perdido, yo duplico el voto que te hice y todos los días de mi vida te ofrendaré dos copas de vino puro.

De este modo la rueda de Fortuna había dado un inesperado giro. Cuando nace una vida - y los gemelos habían vuelto a nacer - ¿quién sabe qué destino le aguarda? El rey Amulio había decretado para ellos la muerte y, pese a sus funestos designios, los recién nacidos la habían burlado. Mas la rueda vital es infinita y su movimiento interminable avanza. Y así como al otoño le sigue el invierno y al invierno la primavera y ese orden no se puede alterar, así en el fluir incesante de la existencia humana mientras unas vidas gozosamente empiezan, otras, inevitablemente, acaban.

* Las fotos son todas mías.

NOTA: Os dejo una invitación para el jueves 29 de abril, en Cheste.




jueves, abril 19, 2012

LA MUERTE RONDA EN LA NOCHE



(XXXV)
Obedeciendo órdenes del rey Amulio Prátex y Catión habían arrojado la cesta con los gemelos al Tíber. Catión se había ahogado. Los gemelos habían sido empujados por el agua a una orilla, y, ya de noche, una de las fieras que bajaban a abrevar al río los había descubierto.
Al caer la noche, Rea Silvia se había despertado del letargo inducido por la infusión de hierbas que le había administrado Énule. De sus labios brotaban amargos lamentos y de sus ojos, lágrimas. Colocaba las manos sobre su vientre y lo hallaba vacío; palpaba a su lado en busca de la cuna y no estaba. Esa constatación de la ausencia de sus hijos, de lo irremediable de su pérdida, se transformaba en una herida insondable, cada vez más profunda. Evocaba los breves instantes en que los había abrazado. ¡Qué hermosos eran! ¡Con qué fuerza habían irrumpido en el mundo, llenos de vitalidad, ruidosos, perfectos! De pronto trataba de levantarse para ir en su busca y Tuccia y Énule debían sujetarla de los hombros para impedírselo.
- ¿No le conmoverá a Marte que sus hijos hayan sido privados de su madre? ¿Acaso represento yo algo para él? – exclamaba –. Pero ¡qué digo! Madre Vesta, no me permitas decir palabras que ofendan al dios de las tormentas y los surcos. Él quiso engendrar un fruto en mi vientre, llevan su sangre. ¿No me envió a sus lobos sagrados cuando le pedí una señal? Por qué, entonces, ha permitido que me los quite Amulio? ¿Los he sentido crecer día a día dentro de mí, para que el padre Tíber los sepulte en sus aguas?

Tuccia la abrazaba y derramaba lágrimas con ella mientras trataba de calmar su agitación.

- Recuerda la profecía de Celia: tus hijos han de vengar a tu padre. Piensa sólo en eso, Rea. Los gemelos se salvarán.
- Sí, sí, tienes razón – respondía Rea –. Van a salvarse. Marte lo puede hacer. ¡Ay, amigas, qué dolor tan insoportable!

Énule le frotaba de vez en cuando las sienes con un ungüento que aquietaba el espíritu y una taza de caldo para reconfortarla. Callaba durante un rato la vestal y, al cabo, presa de la agitación, volvía a clamar por sus hijos. En su frenesí, tan pronto recriminaba a Marte su abandono, como se mostraba segura de la supervivencia de sus recién nacidos.

Ninguna de las tres pronunciaba la palabra fatídica que golpeaba sus pensamientos con la fuerza y persistencia de un martillo y cuya inminencia intuían: ejecución. Porque Amulio había decretado que, cuando diera a luz, Rea Silvia sería azotada con varas hasta la muerte. Quizá a la vestal sólo le quedaban unas horas de vida.

Y así, entre la esperanza, el desconsuelo y la impotencia, transcurría para ellas la noche.

Ya estaba cerrada la puerta de la muralla de Alba Longa cuando Prátex pidió a sus vigilantes que le abrieran pues debía presentarse enseguida en la cabaña real. Agotado por el frío y la fatiga, el odioso sicario compareció ante el rey para informarle que había cumplido su orden y que Catión, por un accidente desdichado, se había ahogado en el Tíber. Los cadáveres del hijo de Rea Silvia y su falso gemelo debían estar ya sepultados en el lodo o habrían sido devorados por los peces después de que la corriente los hubiera arrastrado hasta el mar.El rey Amulio, satisfecho, le había dado autorización para retirarse. Al final, todo había resultado más sencillo de lo que había previsto, podía considerar provechosa la jornada. A partir de ese momento, el camino estaba despejado tanto para él como para sus futuros descendientes. ¡Ojalá Anto y Nipace le dieran pronto un heredero! Eso calmaría a Criseida. Distraerse con la crianza de un nieto le sentaría bien.

En cuanto a su sobrina Rea Silvia, no sabía aún qué decidir. ¿Estaría en lo cierto Anto, al asegurar que para ella la muerte sería mucho menos cruel que la vida? En tal caso, dejarla vivir prolongaría durante años su sufrimiento. La idea le tentaba. Sin embargo, se resistía a acceder a los ruegos de su hermano, que tanto había insistido para que la perdonase. Además de odio, sentía por Númitor un gran desprecio: se había convertido en un despojo humano, un individuo desprovisto de influencia y honor. Sus manos parecían las de un campesino, arrugas como cicatrices surcaban su rostro delgado y pálido; un porquero caminaría más erguido. Y aún lo enfurecía más el d
arse cuenta que, pese a todo eso, Númitor no había perdido dignidad en su actitud ni le faltaba elocuencia. Su porte era regio aunque se mostrara sumiso; tenía un gran dominio sobre sus propias acciones. Emanaba autoridad.

- ¡Maldito seas, una y mil veces, hijo de perra! – exclamó el rey, golpeando los brazos de su sitial con el puño. Si ese era el resultado de todo el daño que le había infligido hasta entonces, ¿qué más debería hacer para destruir el espíritu de su hermano y reducirlo a polvo? ¿Sufriría más y durante muchos más años si mataba de inmediato a Rea Silvia o, por el contrario, si la dejaba viva pero aislada y con la amenaza de ejecutarla en cualquier momento?


No se equivocaba el rey Amulio al pensar que la espera y la incertidumbre producen un padecimiento inmenso. Númitor se había marchado de la casa de las vestales dejando allí a su sobrina Anto y a la vestal Adriana quienes se habían dirigido a la celda de Vesta y, en torno a su fuego sagrado, imploraban para Rea el auxilio de la diosa. Él había regresado a pasar la noche a la cabaña de Amnesis, donde Kritubis, Valeria y Aiara le hacían compañía y compartían con él esa noche de congoja y aflicción. No hablaban de los gemelos, pues ya no temían que las estriges los atacan para beber su sangre, ni que Silvano los arrastrara con él a lugares salvajes. Esos eran temores pasados: seguramente habrían muerto ya. O tal vez su padre Marte los hubiera protegido en secreto. En cualquier caso, los habían perdido. Su preocupación, lo que les producía una agonía espantosa era pensar en el tormento que le aguardaba a Rea Silvia.

El rey Amulio no había fijado el día de su ejecución, pero tampoco había revocado su sentencia de muerte. Mas, si había sido implacable al ordenar el asesinato de unos recién nacidos, ¿podían abrigar la esperanza de que fuera más benevolente con su madre? En realidad, lo ocurrido en las últimas horas no era inesperado. Pero el filo del hacha no es el mismo cuando aún está en el aire, amenazante, que cuando ya ha decapitado a una víctima y se dispone a cercenar la cabeza de la siguiente. Por mucho que imaginemos el sufrimiento, sólo al experimentarlo en carne propia alcanzamos a conocer su dimensión.
Si el dolor fuese fuego, el bosque sagrado de Silana estaría ardiendo por los cuatro costados, Alba Longa y el santuario de Júpiter Latiaris, las cumbres, valles y bosques de los montes Albanos serían una tea ardiente encendida en la noche. Pero el dolor es a veces tan frío como un puñal de hielo que al penetrar en la carne paraliza y aturde. Así, con los corazones helados por el miedo, sin saber qué hacer ni qué decir para consolarse, la pastorcilla Palantea y Urbano Lacio se habían quedado en la casa de Kritubis para no dejar solo a Alec, cuyo rostro reflejaba una profunda inquietud. Cogió Palantea la mano del anciano y la frotó con dulzura entre las suyas.

- ¿Recuerdas aquella noche que le salvaste la vida a Rea? – le preguntó buscando sus ojos –. ¡Estábamos muy asustadas las dos! Nos condujiste a la cabaña de Espórtula y ella nos dio refugio en su cueva.
Pareció que los labios de Alec se alargaban en una sonrisa y su mirada se encendía con un destello de lucidez.

- ¿Una cueva? ¿Aquí, en Alba Longa? – preguntó, incrédulo, Urbano Lacio.

- Nadie la conoce. La cueva del amado, la llamábamos Rea y yo. Espórtula dibujaba en las paredes, cada noche, el rostro de un muchacho a quien quería con todo su corazón y no había visto en muchos años – y tras un silencio lleno de melancolía, añadió –: debe ser muy hermoso querer a alguien así.

Urbano la miró con intensidad. Palantea tenía quince años y él dos menos, pero debía arriesgarse. Alargó sus manos y las colocó sobre las de ella que, a su vez, sujetaban la mano amiga de Alec.

- Yo también dibujaría tu rostro todos los días – dijo. Y, sin más palabras, la besó.


El fragor del Tíber retumbaba por los valles y sonaba funesto en la quietud de la noche. A los pies del Palatino, la loba irguió la cabeza husmeando el aire. No había nadie más. Agachó el hocico y volvió a mirar a esos cachorros que gemían en el suelo, visibles porque Luna había abierto un hueco entre las nubes para alumbrarlos y arrojaba sobre ellos un haz de luz. La sombra de la fiera se proyectaba contra los matorrales y las rocas dándole un tamaño y un aspecto terroríficos: hirsuto el pelo del lomo, las orejas tiesas, patas firmes y flexibles y unos ojos de color ámbar que brillaban salvajes en la oscuridad. Dio la espalda a la cueva de Fauno cuya entrada estaba próxima a la higuera, avanzó unos pasos para arrimarse al agua negra y bebió.Saciada la sed, la loba retrocedió con cuidado atraída de nuevo por los gritos extraños que procedían de los cachorros tendidos a los pies del árbol. Hundió el morro en aquel montón de carne, lo olfateó y con el hocico empujó a uno de los pequeños que, al haber caído de lado, tenía aprisionado uno de sus bracitos. Dio luego dos pasos y se recostó, poniendo sus ubres rebosantes de leche al alcance de las criaturas. Los gemelos, al sentir el calor de aquel cuerpo, buscaron ansiosamente con la boca y encontraron los pezones. Succionaron con avidez el líquido nutricio, sus manitas torpes se apoyaban en las ubres y la loba, con la lengua, empezó a limpiarles la piel del fango inmundo que los cubría.Cantó la lechuza, sacra a Vesta, entre el follaje del cabrahígo. Golpeó el tronco el picoverde evitando hacer daño a ese árbol sagrado, cuya frondosidad amparaba a los hijos de Marte: la higuera ruminal se llamaría desde entonces. Algunos eruditos aseguran que el nombre le deriva de “ruma”, teta, porque a sus pies fueron amamantados los gemelos; otros que se debe a la diosa Rumina, quien protege la nutrición de los seres humanos y los animales y cuya leche se asemeja a la que corre por las hojas de ese árbol.

“Ensalzado seas, sagrado cabrahígo/ que acertaste a detener a tus pies a los gemelos./ Una gota de tu leche fue su primer alimento/ antes que las ubres de la loba Luperca/ generosas llenasen sus vientres./¿Dónde, antes de entonces, se había visto/ que una higuera silvestre y una loba/ fueran más amorosas que un pariente?”

Pero ni una loba ni un árbol son auxilio bastante para salvar la vida a unos recién nacidos.




*Las imágenes 4ª y 7ª están tomadas de internet y son de dominio público. El resto son todas mías.

lunes, abril 16, 2012

ABANDONADOS A SU SUERTE

(XXXIV)
Prátex y Catión, siguiendo órdenes del rey Amulio, iban a arrojar a los gemelos al Tíber. Énule estaba ya con Rea Silvia y había decidido quedarse con ella para cuidarla tras el parto. Anto, en un intento de salvar a su prima, trataba de convencer a su padre que el sufrimiento de Rea Silvia sería menor si la mataba.
Nubes bajas encapotaban la vasta planicie que se extendía entre las faldas de los montes Albanos y las colinas a cuyos pies discurría el río Tíber. El invierno la teñía de tristeza y quietud, no eran visibles ni una brizna de hierba, ni un asomo de vida. Hacía frío. Cualquier pastor que, desde lejos, hubiera visto transitar por el camino a Prátex y Catión, los habría tomado por cazadores regresando a su hogar. La incomodidad de llevar el cesto de los gemelos durante un trayecto que exigía varias horas de marcha, los había inducido a buscar una solución sencilla: habían pasado una cuerda por los cuatro asideros de la cesta – pensados para suspender la cuna del techo – y la habían colgado de una vara larga. Cada uno apoyaba un extremo sobre el hombro y, en medio, balanceándose con el movimiento de los porteadores, iba el cesto. Igual que se cuelga de las pezuñas al jabalí abatido por una flecha, así los hijos de Marte eran transportados como trofeos de caza.
Y lo eran. Matándolos, el rey Amulio aplastaba y humillaba más aún a su hermano Númitor y se libraba él mismo de futuros competidores. No había destronado a su hermano con sangre para exponerse luego a disputas y reclamaciones. Mejor era revolverse contra los hijos de Rea Silvia. ¡Qué rivales tan difíciles de vencer! ¡Qué gran triunfo sobre unas criaturas que apenas habían arrimado sus boquitas a los pezones de su madre! ¡Si todos los enemigos fueran así de fieros, así de temible su poder…! Mas no era errado el cálculo del rey Amulio. Aunque no creyera que fueran gemelos ni que hubieran sido generados por Marte, sabía muy bien que la fuerza potencial de los hijos de Rea Silvia era inmensa: la sangre los legitimaba para exigir ser reyes de Alba Longa. Y era solo cuestión de tiempo que creciesen. Eso era, justamente, lo que no iba a permitir.
La lluvia de los últimos días había enfangado el camino y los secuaces de Amulio no avanzaban a la velocidad deseada. Su intención era cumplir el encargo del rey y, antes de la caída de la noche, estar de regreso en Alba Longa. No querían verse obligados a pernoctar en alguna cabaña de pastores, pues habrían tenido que inventar una explicación para justificar su presencia, en pleno invierno, en aquellos parajes. Maldijeron muchas veces el mal tiempo, lo fastidioso del encargo y aquellos recién nacidos que de vez en cuando, acuciados por el hambre, chillaban como lechones.
Y aún subieron de tono sus blasfemias cuando, al aproximarse al valle de Murcia, vieron que estaba inundado. Para llegar a las orillas del río, tendrían que rodear la colina del Palatino y acercase de nuevo al Tíber bajando por el Velabro, el valle que se asomaba a la curva del río y conducía hasta la explanada del mercado y el Ara Máxima de Hércules. Esto los retrasaría y, sobre todo, los expondría aún más a ser vistos por algún habitante de los alrededores. Pero no tenían alternativa e iniciaron el rodeo a regañadientes.


En su cabaña del Palatino, Acca Larentia había tomado la colación del mediodía y se había recostado junto al hogar. A la oscuridad nubosa del cielo se sumaba la habitual del interior de la cabaña y la suya propia, la de su corazón apesadumbrado por la muerte de su hijito. Otras veces se había recuperado del parto con rapidez, sus muchas ocupaciones le impedían estar quieta. Pero ahora no tenía ninguna criatura que cuidar, nadie a quien dirigir una atención constante. Ojalá volviesen pronto sus hijos, pues su presencia la obligaría a salir de su estado de abatimiento. Los echaba de menos, sobre todo a Urco, cuyo espíritu vivaz y alegre la ayudaría a superar la pérdida.

Se incorporó para añadir leña al fuego y, con el movimiento, notó la presión en los senos y cómo la humedad asomaba a su túnica. Se los había fajado, pero aún así, la leche le subía con fuerza, pugnaba por hallar una boca a la que nutrir. Sentada en el suelo, se descubrió los pechos, se quitó la banda empapada que los apretaba y la sustituyó por otra limpia y seca. Al unir de nuevo la túnica sobre los hombros y sujetarla con las fíbulas, sus dedos se detuvieron en la que tenía forma de serpiente, regalada unos meses antes por la pastorcilla Palantea.
La acercó un poco a la luz de la lumbre para admirarla. Era muy hermosa, con aquellas escamas abultadas que parecían reales y los ojos entornados, como si su dueña no durmiera jamás. Palantea le había dicho que las serpientes protegen a las mujeres y a sus hijos y pensó, con amargura, que a ella no le había surtido efecto. Contemplarla, sin embargo, le proporcionaba una extraña serenidad. Con mucho cuidado pasó el dedo corazón sobre el lomo de la serpiente y cerró los párpados. Ese movimiento circular, continuo y pausado, la alejaba de su presente doloroso y la atraía a una vorágine de pensamientos inspirados.

- Madre Fauna – exclamó, en voz alta – a ti te invoco; a ti acudo, puesto que un día nos hablaste con voz profética a mí y a Palantea. Ella me entregó esta serpiente y me transmitió un compromiso que le está vinculado. Ignoro de qué se trata, pero confío en ti. Espero una señal tuya.


La contrariedad arrugaba la frente de Prátex y le apretaba las mandíbulas con furia. ¡Ya podía haber parido la sacrílega en otra época del año! Avanzaban a duras penas por el barro, los toros mugían al olerlos de lejos mientras recorrían aquellos valles selváticos que rodeaban el Palatino. Debían apresurarse para alcanzar cuanto antes el Velabro y deshacerse, por fin, de aquella carga ominosa. Delante de él, con las piernas enfangadas, Catión se tambaleaba como de costumbre. No siempre acertaba a elegir el camino más cómodo y fácil, pero dada su tendencia a la ebriedad, era necesario mantenerlo a la vista. Hacía rato que los mocosos no lloraban. Estarían cansados o debilitados por el hambre y el frío.

Un olor repugnante les golpeó las narices cuando enfilaron el Velabro y empezaron a descender hacia la orilla del Tíber. Matorrales, troncos desgajados y hojas formaban con el limo una mezcla putrefacta. Más nauseabundo aún era el hedor que exhalaban los cadáveres de animales que, al retroceder el agua, habían quedado atrapados en los matorrales y los salientes de las rocas. Un festín para los buitres y otras aves carroñeras que, sin dejar de alimentarse con ávidos picotazos, vigilaban el paso de los dos hombres. Sus ojillos seguían con atención los movimientos de aquella cesta danzante, quizá carne nueva.
- Hemos llegado – dijo Catión, deteniéndose bruscamente ante una barrera de leños tras la cual brillaba el agua estancada.

- Esa agua no tiene profundidad. Aun no estamos lo bastante cerca de la corriente.

- ¿Y qué importa eso? – respondió Catión quitándose la vara del hombro y dejando que la cesta se depositara en el barro –. Dejemos aquí a estas bestezuelas. Ábreles el gaznate, si crees que no van a morir enseguida.

- Amulio ha ordenado arrojarlos al río y eso haremos – respondió Prátex –. No quiero perder el favor del rey porque uno de sus pastores palurdos denuncie que ha encontrado los cadáveres de dos recién nacidos. La gente habla y las habladurías siempre traen problemas.

- ¿De verdad crees que quedaría algo de ellos? ¿Con todos estos buitres y con las fieras hambrientas que rondarán por aquí?

- No me discutas. Nos meteremos en el agua para acercarnos todo lo posible a la corriente. Y los abandonaremos donde yo diga.

Antes de retomar la marcha, Catión buscó con la mano el pellejo que colgaba de su cinturón y dio un largo trago de vino. Masculló unas cuantas maldiciones mientras, imitando a Prátex, se despojaba del manto y la túnica y los dejaba sobre unas rocas secas. Subieron luego sobre la maraña de maderos y, haciendo equilibrios, la atravesaron. Al otro lado, el agua les llegaba sólo a los tobillos, pero estaba tan fría que Catión no pudo contener una blasfemia.

- ¡Date prisa, vamos! – le ordenó a sus espaldas Prátex.
Avanzaron hundiéndose cada vez más en el agua empantanada hasta que a Catión le llegó a la cintura. Estaban cerca del farallón rocoso a cuyos pies se abría una cueva sagrada donde los pastores celebraban sus ritos anuales en honor del dios Fauno. Antes incluso de llegar a ella, la corriente aún hinchada del río se deslizaba recta hacia las rocas, las azotaba y giraba luego a la derecha siguiendo la curva del cauce. No fluía con mucha rapidez, pero arrastraba lodo y desperdicios de toda clase.

- Aquí está bien – anunció Prátex levantando la voz para ser oído por su compinche, pues el caudal del río producía un gran estruendo.

El cesto con los gemelos tocó la superficie acuosa. Lo liberaron de la vara y las cuerdas y se quedó flotando. Sólo faltaba sacarlo de las aguas mansas para que lo arrastrase la corriente. Mientras Prátex retrocedía, de esa tarea se encargó Catión. Empujaba la cesta con la vara y luego él mismo avanzaba un poco más para volver a empujarla. No era fácil, pues el fondo de lodo entorpecía los pasos. Y en la superficie el agua estaba pesada y quieta, el cesto avanzaba poco.

Entonces el río se estremeció: de un zarpazo el Tíber vengador quitó el fango debajo de los pies de Catión, que soltó el palo y se hundió con un grito. Sus brazos asomaban batiendo el aire, queriéndose agarrar a una tabla invisible como el ciego que busca el camino a tientas. Se agitaba el agua, pareció por un instante que bullía bajo la superficie y lograría salir, pero las manos agarrotadas y desesperadas arañaron por última vez el cielo antes de desaparecer para siempre. Prátex estaba a diez o doce pasos y no pudo o no se atrevió a ayudarlo.


El cesto se había alejado poco a poco con ligeros vaivenes, liviano como una cáscara hueca pese a su doble peso. Ora un diminuto remolino lo hacía girar en redondo, ora lo atraía la corriente y un junquillo que asomaba solitario detenía su marcha, ora se acercaba o alejaba de la orilla con un leve cabeceo. Quizá lo mecían las manos amorosas de algunas ninfas de las muchas que habitaban en las proximidades: Juturna, la de las aguas salutíferas, amante del dios Jano y deseada por Júpiter; o Carmenta experta en profecías, o la desdichada Canente, de canto tan exquisito que conmovía las selvas y las rocas, amante esposa de Pico de quien descendía el rey Latino y la estirpe albana. Acunaron a los gemelos con tanta dulzura como habría hecho su madre e impidieron que fueran arrastrados y muertos por la corriente.

A media tarde, el nivel del agua había descendido y la precaria barquichuela se hallaba cerca del farallón rocoso del Palatino. Entre la cueva de Fauno y la escalera de Caco asomaba a la superficie un repecho plano donde crecía un cabrahígo o higuera silvestre y hacia sus pies, por orden del Tíber, la empujaron las ondas. Chocó la cesta contra su tronco con tal fuerza, que se volcó arrojando a las criaturas al fango donde cesto y gemelos quedaron varados. Gritaron de frío y de hambre los recién nacidos y aún era más sobrecogedor su llanto en aquella soledad inmensa y selvática, hostil, rodeada de muerte.
De entre la fronda del cabrahígo asomó la cabeza de una lechuza y al momento vino a posarse también un picoverde. Quebró con su pico una rama y sobre los gemelos cayeron unas cuantas gotas de su blanca leche vegetal. Mugía el agua del Tíber, las sombras eran cada vez más espesas. Se oían movimientos sigilosos, los pasos de las alimañas que amparándose en la negrura bajaban de sus guaridas para abrevar en el río. Callaban los gemelos durante un rato y, al cabo, volvían a gemir. Era ya noche cerrada cuando una fiera salvaje emboscada entre las sombras clavó sus ojos en ellos y, tras observarlos largamente, les arrimó sus fauces entreabiertas.


´NOTA: El plano reproduce el itinierario que debieron hacer los criados del rey Amulio para tirar al río a los gemelos. En "La leggenda di Roma" dirigida por Carandini (2006), se hipotiza con que estos hombres subirían al Palatino desde el valle del Foro y se acercarían luego a la corriente del río bajando por la escalera de Caco. Dado que la escalera empezaba o terminaba a pocos pasos de la cabaña de Fáustulo, me ha parecido (desde mi visión de novelista) que sería poco probable que pasaran por allí, so pena de ser descubiertos. En cualquier caso, he preferido que dieran la vuelta completa al Palatino y se acercaran por el valle del Velabro. He dibujado en líneas discontínuas el trayecto, cambiándolas por una línea de puntos allí donde, por la perspectiva del plano, no los podríamos ver, es decir, entrando en el valle del Velabro.