En el extremo más recóndito del bosque sagrado de Silana, apostado entre los matorrales y las encinas, el pordiosero Alec vigilaba al grupo de hombres que, dirigidos por Prátex, trabajaba desde el amanecer. Habían abatido varios árboles y despejado de matojos el claro del bosque junto a los murallones de roca que cerraban la hondonada por tres lados. El trabajo se había organizado por grupos: mientras unos talaban, otros limpiaban los troncos quitándoles las ramas y la corteza en el mismo lugar donde habían sido abatidos y un tercer grupo los transportaban hasta la hondonada, donde ya habían perforado los agujeros en el suelo para asentar los postes. Era evidente que estaban construyendo una cabaña.
A ratos Alec cabeceaba. Había visto construir muchas chozas en su vida y no sentía especial curiosidad por ésta, así que se limitaba a tener los oídos alerta y echar una ojeada a los hombres de vez en cuando. Hacia el mediodía, los recios postes de sustentación estaban clavados en su sitio y un montón de leños finos, limpios de ramificaciones y de hojas, se apilaban en el suelo en espera de ser usados. Aun cuando el trabajo avanzaba deprisa, quedaba mucho por hacer: cortar, limpiar y colocar en su sitio la viga cumbrera para sostener el tejado en su punto más alto y asegurarse de que asentaba bien; levantar las paredes de adobe, atar las vigas y los leños con cuerdas, formando el armazón sobre el que debía colocarse, por último, la paja del tejado.
Los hombres hicieron un alto para descansar y comer. El olor de los quesos llegó hasta la nariz de Alec y un retortijón de hambre le contrajo el vientre. Mientras cavilaba sobre cómo calmarla oyó a Prátex llamar a gritos a tres de ellos y, urgido por alguna razón que no alcanzó a escuchar, ordenarles retomar el trabajo enseguida. Les hizo con la mano un gesto para que lo siguieran y se puso en marcha a grandes zancadas. Como si también lo hubiera convocado a él, Alec se puso en pie y los siguió. Al menos así distraería el vacío del estómago y estiraría las piernas, entumecidas después permanecer de tanto tiempo sin apenas moverse de su escondite.
Salieron de la hondonada remontando la cuesta y penetraron en la zona más espesa del bosque, desandando el camino recorrido esa misma mañana antes del amanecer. Prátex abandonó la senda, se apartó unos cuantos pasos hacia su derecha y señaló a los hombres un árbol de porte muy alto. Los leñadores empuñaron sus hachas y se pusieron al tajo. Alec buscó con la vista dónde apostarse. A la izquierda de la senda, entre la espesura, vio unas cuantas rocas sueltas. Ofrecían un buen resguardo y en la maleza que las rodeaba encontraría raíces comestibles. Apoyó la espalda en una de las piedras y comprobó que podía vigilar desde allí con bastante seguridad: entre él y los leñadores se interponía el sendero y abundantes árboles y matorrales. Mientras se llevaba una raíz a la boca, se preguntó qué habría ocurrido con Rea Silvia.
El sol se abatía como una lanza de oro sobre la superficie del lago Albano cuando el rey Amulio y un grupo reducido de criados, ascendiendo entre los bosques desde la orilla del lago, alcanzaron el camino del santuario de Júpiter Latiaris. Venían empapados de sudor, con las aljabas en bandolera y los arcos colgados al hombro. Varios patos y otras aves acuáticas, atadas por las patas con una cuerda, colgaban del cinturón de cuero de uno de los criados, quien también empuñaba una lanza corta. Se sentaron a descansar en un ribazo, al borde del camino.
- Ve a la fuente sagrada de Silana y trae de beber – ordenó el rey Amulio a uno de sus siervos –. Allí habrá un hombre de Prátex: dale recado para que le avise y venga a encontrarme aquí. Comeremos un bocado.
Había sido una buena idea salir a cazar. Criseida era muy obstinada, pensó Amulio, pero con frecuencia tenía razón y lo aconsejaba bien. Respirar el aire de los bosques, gritar a sus hombres, ejercitarse en el manejo del arco para no perder práctica ni puntería, cobrar buenas piezas, eran actividades adecuadas para el día posterior a la boda de su hija. Que ninguno de sus súbditos pensara que el exceso de comida durante el banquete o la abundante bebida habían restado brío o disminuido el vigor de su rey. Sus hechos debían proclamar que era el primero en todo: el más temible con la lanza y la espada, el más hábil en la cacería, el más resistente en la lucha, el más inflexible y firme al tomar decisiones, el más cruel. Sí, inspirar miedo le parecía fundamental para mantener sobre la cabeza una corona. Cuanto más miedo, mejor.
Los criados habían sacado ya de sus zurrones tortas de espelta, cebollas, quesos frescos y curados, cuando regresó su compañero con un odre lleno de agua y acompañado de Prátex. Comieron en silencio y, al terminar, el rey ordenó a sus hombres que lo esperasen sin moverse de allí hasta su regreso. Se levantó y se alejó con Prátex. Sólo cuando desaparecieron de su vista los criados y comprobaron que no había nadie por los alrededores, el rey y su sicario penetraron en el bosque de Silana.
- Espero que el sitio elegido esté tan oculto como me has asegurado – dijo el rey.
- Tu mismo vas a verlo, señor – respondió Prátex avanzando por la solitaria senda –. Mañana mismo tendremos terminada la cabaña.
- ¿Mañana? ¡No! No quiero tener a la zorra de mi sobrina en mi propia casa. Esta noche te la entregaré, a ella y a su sierva. Si no está terminada la cabaña, que duerman al raso.
- Tú das las órdenes, mi rey. Piensa, no obstante, que los criados que me has proporcionado no saben para qué o para quién están construyendo la cabaña, pero si ven a las mujeres… No será fácil mantener este lugar en secreto.
Amulio no contestó. El follaje cada vez más tupido dificultaba el paso del sol. De la tierra brotaba una neblina que desdibujaba los contornos y sumía el bosque en un silencio inusual: apenas escuchaban el crujir de la hojarasca y de las ramitas que se quebraban a cada paso bajo sus pies. Habían dejado atrás el ramal que llevaba a la fuente de Silana y, percibiendo con intensidad lo opresivo del ambiente, Amulio juzgó que su sicario había elegido con acierto el lugar donde ocultarían a Rea Silvia: nadie se adentraría en ese bosque por gusto.
- Cuando acaben su tarea, mátalos – dijo de pronto.
- ¿Quieres que mate a tus criados? – respondió Prátex sin ocultar su extrañeza.
- Ya me has oído. Nadie debe saber dónde escondemos a Rea Silva, salvo nosotros dos, y un par de hombres de tu estricta confianza para que vigilen el lugar.
- No podré matarlos yo solo – objetó Prátex.
- ¿He de enseñarte yo cómo hacer tu trabajo? – bufó Amulio –. Engáñalos, mátalos de uno en uno o haz que se despellejen unos a otros. Y escúchame bien: no quiero que esos hombres ni ningún otro maltrate a las mujeres ni se les acerquen. Son intocables. De la vida y la seguridad de Rea Silvia respondes con tu cabeza. En cuanto a este lugar y a la cabaña que será su prisión, ¡ni una palabra a la reina!
La ninfa Silana, que ya les había mostrado su aspecto más hosco, indignada al conocer los planes criminales que perpetraba el rey Amulio en sus propios dominios, no pudo contener su enojo y su desagrado: envió una violenta ráfaga de aire que sacudió el bosque entero y lo ensombreció aún más, revolviendo ramas y hojas, levantando hojas muertas y silbando una canción siniestra. Como una advertencia llegó hasta ellos el golpeteo de las hachas. Al escucharlo, Prátex informó al rey que estaban próximos al lugar donde sus criados talaban el árbol de cuyo tronco saldría la viga cumbrera para la choza. Y aún debían recorrer un buen trecho hasta llegar a la hondonada donde quedaría aislada Rea Silvia.
De pronto se oyó un crujido espantoso envuelto en un fragor de ramas, chillidos de pájaros y pasos de animales huyendo a la carrera. Una fulminante oscuridad se abatió sobre el bosque de encinas, como si el cielo se viniera abajo. Y en cierto modo, así era. Delante mismo del rey, casi rozándole la cara, cayó con gran estrépito el árbol que estaban talando sus criados. El grueso tronco golpeó el suelo, rebotó levantando una polvareda y quedó atravesado en medio del camino. Sus ramas habían aplastado las de otros árboles, quebrándolas al caer y arrastrándolas al suelo.
Amulio, que había saltado hacia atrás, se quedó pálido. Había visto la muerte tan cerca, que las piernas no lo sostenían. Apoyado en una encina imprecó y blasfemó contra la ninfa Silana y todas las divinidades de los bosques y, puesto que la ninfa le había cortado el paso de tal modo, renunciaba a seguir hollando ese suelo con sus reales plantas. ¡Maldito fuera aquel lugar y malditos cuantos seres mortales e inmortales lo habitaran! Gemía el viento entre el follaje, el polvo volvía a caer lentamente despejando el aire y un sonido indefinible, como el grito de un ave o una carcajada, quién sabe si de satisfacción o de cólera, recorrió el bosque entero.
El pordiosero Alec, que había presenciado la llegada de Amulio y Prátex desde su refugio, no pudo ni siquiera gritar: golpeado en la cabeza por una de las ramas más altas del árbol abatido, había quedado tendido entre las rocas y de su frente manaba sangre en abundancia.
* La fotografía del árbol envuelto en niebla, tomada en la Cumbrecita, Córdoba, Argentina es obra de Alexandria Faderland, nuestra Calisto en la novela de la fundación de Roma. El resto de fotografías son de Isabel Barceló.