- ¿Aemilius? ¿Nuestro Aemilius? ¿El constructor de la muralla?
- Ese Aemilius, sí. No sé por qué te extrañas tanto – dice Karo.
- ¡Porque era un vejestorio…! – le respondo sin poder reprimir mi disgusto.
- Pues Trailo dice que es la pura verdad.
- Por mí el poeta troyano puede colgarse de un árbol boca abajo. Es una rata, te lo digo yo.
- No te agites tanto, señora Imilce, tranquilízate. Te traeré un poco de agua fresca.
- Mejor tráeme vino. Un ánfora bien hermosa para meterme dentro – le respondo.
No cesa de inventar patrañas ese troyano para anularme. Justo ahora, cuanto todo el mundo está encantado con el episodio de la cueva. Ha debido escocerle que nadie haya echado de menos la decoración extravagante que, según él, prepararon las ninfas. No puede soportarlo y por eso se descuelga con esa noticia. O mejor dicho, con la pretensión de haber sido engrendrado por Aemilius.¡Si me descuido es capaz de convencer al mundo entero de que es más fenicio que yo…!
- Muchas personas lo han escuchado, y coinciden en creerlo posible – insiste mi ayudante volviendo de nuevo al patio y trayendo una copa para mí y otra para él, que se autoinvita cuando quiere. – Si te acuerdas, en la crónica de Xilón algo de eso se insinuaba.
- Trailo va pregonando una historia absurda, y mi propio ayudante se hace eco… ¿Y por qué crees que no lo ha dicho hasta ahora? ¿Se le ha presentado el fantasma de su madre en sueños para hacerle esa revelación?
No me responde, aunque agacha la cabeza y se concentra en remover el vino de su copa con un palito. Debería estar muerto de vergüenza y ni siquiera se sonroja. En algunos momentos me siento muy cansada, como si llevara a rastras una montaña o caminara todo el tiempo cuesta arriba.
- ¿Quieres saber algo? – digo tras un breve silencio –. La madre de Trailo, Cirene, era una buena mujer. La conocí de cerca y nunca le oí una palabra fuera de lugar ni le vi un mal gesto. Cuando Eneas se instaló en el palacio, se trajo a su hijo Ascanio consigo y Cirene vino con ellos. Llevaba años cuidando del niño y no iba a separarse de él. Los cartagineses abrieron los brazos a los troyanos y se forjaron muchas amistades… Pero a lo que iba: los amores y amoríos no pueden ocultarse, menos en una ciudad tan pequeña entonces y menos todavía en un palacio real. Nadie habló de Cirene y Aemilius, te lo aseguro.
- ¿Y no le añade eso un poco de intriga al origen del poeta? – responde Karo.
- Hay personas que, para hacerse las interesantes, no dudan en inventar o creerse cualquier cosa, por frívola o estúpida que sea. Y no lo digo sólo por Trailo.
- Ese Aemilius, sí. No sé por qué te extrañas tanto – dice Karo.
- ¡Porque era un vejestorio…! – le respondo sin poder reprimir mi disgusto.
- Pues Trailo dice que es la pura verdad.
- Por mí el poeta troyano puede colgarse de un árbol boca abajo. Es una rata, te lo digo yo.
- No te agites tanto, señora Imilce, tranquilízate. Te traeré un poco de agua fresca.
- Mejor tráeme vino. Un ánfora bien hermosa para meterme dentro – le respondo.
No cesa de inventar patrañas ese troyano para anularme. Justo ahora, cuanto todo el mundo está encantado con el episodio de la cueva. Ha debido escocerle que nadie haya echado de menos la decoración extravagante que, según él, prepararon las ninfas. No puede soportarlo y por eso se descuelga con esa noticia. O mejor dicho, con la pretensión de haber sido engrendrado por Aemilius.¡Si me descuido es capaz de convencer al mundo entero de que es más fenicio que yo…!
- Muchas personas lo han escuchado, y coinciden en creerlo posible – insiste mi ayudante volviendo de nuevo al patio y trayendo una copa para mí y otra para él, que se autoinvita cuando quiere. – Si te acuerdas, en la crónica de Xilón algo de eso se insinuaba.
- Trailo va pregonando una historia absurda, y mi propio ayudante se hace eco… ¿Y por qué crees que no lo ha dicho hasta ahora? ¿Se le ha presentado el fantasma de su madre en sueños para hacerle esa revelación?
No me responde, aunque agacha la cabeza y se concentra en remover el vino de su copa con un palito. Debería estar muerto de vergüenza y ni siquiera se sonroja. En algunos momentos me siento muy cansada, como si llevara a rastras una montaña o caminara todo el tiempo cuesta arriba.
- ¿Quieres saber algo? – digo tras un breve silencio –. La madre de Trailo, Cirene, era una buena mujer. La conocí de cerca y nunca le oí una palabra fuera de lugar ni le vi un mal gesto. Cuando Eneas se instaló en el palacio, se trajo a su hijo Ascanio consigo y Cirene vino con ellos. Llevaba años cuidando del niño y no iba a separarse de él. Los cartagineses abrieron los brazos a los troyanos y se forjaron muchas amistades… Pero a lo que iba: los amores y amoríos no pueden ocultarse, menos en una ciudad tan pequeña entonces y menos todavía en un palacio real. Nadie habló de Cirene y Aemilius, te lo aseguro.
- ¿Y no le añade eso un poco de intriga al origen del poeta? – responde Karo.
- Hay personas que, para hacerse las interesantes, no dudan en inventar o creerse cualquier cosa, por frívola o estúpida que sea. Y no lo digo sólo por Trailo.
Como un goteo, a lo largo de la jornada tormentosa han ido regresando a Cartago, en solitario o formando pequeños grupos, los participantes en la frustrada cacería. En el patio del palacio de Dido se agrupan y se cuentan, entre risas y anécdotas, cómo se ha protegido cada cual del chaparrón. Para el niño Ascanio no ha dejado de ser una aventura de poca importancia, acostumbrado a pasar tantos y tan terribles temporales en el mar. Anna y sus acompañantes, en cambio, subrayan la situación de peligro, pues las zonas arboladas suelen atraer rayos. No faltan quienes se burlan del miedo de los canes, capaces de plantar cara a los colmillos de un jabalí y, en cambio, quejumbrosos y acobardados por el fragor de los truenos.
A primeras horas de la tarde ya han regresado casi todos, los caballos son devueltos a las cuadras y se descargan los carros con las provisiones echadas a perder. Los amos envían a sus criados a sus casas para avisar a sus familiares de su llegada sin novedad. Y empieza a crecer cierta inquietud por la tardanza de la reina Dido y el príncipe Eneas. Nadie los ha visto. Nadie ha prestado atención para ver en qué dirección huían ni se han preocupado hasta ahora. Tampoco ha vuelto Mook, el perro de la reina.
Acus está a punto de organizar una batida de búsqueda, cuando un centinela de la muralla le avisa que se están acercando dos jinetes. Sospechando que se trata de ellos, los familiares y amigos acuden a recibirlos a las puertas de la ciudad. Si esperaban encontrarlos heridos o agotados, se llevan una sorpresa: Dido y Eneas les sonríen, descabalgan sin prisas, preguntan si ha regresado ya todo el mundo y comentan la violencia del temporal. Se declaran hambrientos y la reina invita a los presentes a ir a palacio y tomar juntos una colación antes de retirarse a sus casas. El perro no deja de mover la cola.
- Estaba muy preocupada por ti, mi reina – le dice la noble Diana mientras la acompaña a su aposento, porque Dido quiere asearse y cambiarse la túnica.
- ¿Preocupada?
- Temí que hubieras sufrido un accidente. No sé, que te hubieras caído del caballo, o algo así. Tardabas tanto…
- Mírame a la cara, Diana. Y dime qué ves – responde la reina deteniéndose y girándose hacia ella.
Los ojos están chispeantes de alegría; la piel del rostro, como si acabaran de lustrarla; todo su cuerpo emana seguridad y plenitud, una potencia que Diana no había percibido nunca. Dido estira sus labios en una sonrisa cuando ve a su amiga sonreír. Tiende los brazos hacia ella, invitándola a un abrazo. La noble Diana la estrecha con fuerza y se emociona.
- Espérame en el salón, quiero hablar a solas con Barce – dice la reina.
La nodriza no ha sido la última en enterarse de la llegada de Dido y ya tiene lista el agua caliente para lavarla y, extendida sobre el lecho, una túnica limpia de color púrpura. Conoce todos los gestos de la reina, el significado de cada movimiento, su estado de ánimo según las variaciones de un pequeño pliegue de su frente. Apenas la ve cruzar el umbral, sabe lo que ha pasado.
La reina se acerca a ella, la toma de una mano y le pide que se siente en un pequeño escabel, al lado suyo.
- ¿Recuerdas cuántas veces, estando las dos solas, hemos hablado de Siqueo? Te decía que no podría olvidarlo nunca. Tú, con razones, me insistías en la necesidad de dejar atrás el pasado y tener hijos, mientras yo, con la misma obstinación, rechazaba la idea de un nuevo matrimonio.
- ¿Cómo no voy a acordarme, mi reina – responde Barce – si te lo he estado repitiendo hasta hace unos días?
- No pensaba que pudiera ocurrirme nunca, pero amo a Eneas. No puedes imaginarte cuánto. Hoy me he convertido en su esposa. No a los ojos de los hombres, pero sí a los de mi corazón. Quiero que lo sepas, Barce, y me comprendas.
- Siempre estaré de tu parte – responde la anciana –. Sin embargo, porque te quiero, déjame decirte una cosa: el troyano es un ave de paso. Ámalo cuanto quieras, pero disfruta de su compañía y su afecto con mucha discreción. No conviene que nadie se entere. Porque un día se irá, y habrás de encontrar un marido.
- Él es mi marido, Barce, no necesito otro. Busca un nuevo hogar, como hicimos nosotros, y pienso ofrecerle compartir mi trono. ¿Dónde encontraría un lugar como éste, bien situado, próspero y conquistado mediante el amor y no por las armas?
- Tú misma, niña mía, me relataste lo que te contó sobre el fin de Troya. Abandonó su patria sin saber si su esposa estaba muerta, o a salvo, o cargada de cadenas en manos de sus enemigos – y como la reina hace gesto de ir a interrumpirla, la nodriza extiende sus manos, pidiendo que la deje terminar –. ¿Vas a decirme que necesitaba ponerse a salvo para dar continuidad a la destruida Troya? Dime: si pudo abandonar a la madre de su hijo ¿cuánto le costará abandonar a otras mujeres?
- Lo amo, Barce. Soy suya. Ten confianza en mí, el amor me dictará la conducta más conveniente, lo que debo hacer en cada momento para retenerlo a mi lado. Lo pasado, pasado está para él y para mí. Conseguiré que se case conmigo, ya lo verás.
- El amor es como el mar: no puedes fiarte de él, aunque te creas un marinero experto – dice Barce poniéndose en pie – No olvides esto, mi reina.
NOTA IMPORTANTE:
Aunque me hubiera gustado terminar esta historia antes de marcharme de vacaciones, me ha sido imposible. No hemos llegado hasta aquí para acabar de cualquier manera, ¿no os parece? De modo que, sintiéndolo muchísimo, he de dejarla en este punto durante cuatro semanas, aproximadamente. Espero hacerme perdonar... o por lo menos, me conformo con una maldición pequeñita. Gracias a todos, queridos amigos, por vuestra paciencia y comprensión. Os aseguro que la continuación valdrá la pena.
Entre tanto, los nuevos lectores pueden buscar en el archivo de Enero 2007, donde empieza la primera parte de esta historia si les apetece conocerla entera.
Besos y feliz verano.
*Detalle de un patio en la piazza Margana. Roma.
**Detalle de la fuente de las tortugas en la piazza Mattei. Roma.
***Detalle de mosaico. Museo Massimo alle Terme. Roma.
****Detalle de la Porta Asinaria de la muralla aureliana. Roma.
*****Detalle de relieve con figuras masculina y femenina en una muralla. Museo Massimo alle Terme. Roma.
****** Escultura femenina. Museos Capitolinos. Roma.
*******Detalle de cabeza femenina. Museo Massimo alle Terme. Roma.
******** Detalle de mosaico. Museo Massimo alle Terme. Roma.
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