lunes, marzo 25, 2013

¡QUE VENGAN LOS POBRES A SALVAR ROMA!





¡Ea, menesterosos romanos, venid, venid enseguida! Traed con vosotros vuestros andrajos, los desperdicios caídos de los carros de basura que habéis recogido para comer hoy. ¡No escondas el manto raído que conseguiste jugando a los dados en las Saturnales de hace tres años, Cayo! Y tú, vieja Espórtula, sé muy bien que guardas diez o doce ases en una olla, así que tráela también. ¡Vamos, vamos, no seáis renuentes a mi llamada! ¿Os he dicho ya que Roma necesita de todos vuestros bienes para sobrevivir? Pues así es y seréis unos pésimos romanos si no los entregáis enseguida y sin rechistar. 

Ah, no me gusta nada cómo me miras, Antonio. Y tú, Álcimo, cierra el pico o te llevarás un disgusto por alborotador. ¿Acaso pretendes que paguen los pobres ricos? Se nota que no fuiste a la escuela y que la calle tampoco te ha enseñado nada. Por muchas muecas que hagas, por mucho que te empeñes, estás loco si crees que los ricos pagarán algo o dejarán de robar sólo para no molestarte. ¡Ay, Álcimo, si fueras más listo te contarías entre ellos y no entre estos desgraciados!  Así que no remolonees mas y entrega ya tu escudilla, pues necesitamos su metal. Y, además, ¿para qué la quieres si no tienes ninguna comida que meter dentro? 


NOTA: El as era una moneda romana que equivaldría hoy, aproximadamente, a un euro. La escudilla, como sabéis, es una especie de plato metálico.

jueves, marzo 21, 2013

VÍSPERAS E INICIO DE LA FIESTA




 Varios jóvenes iniciandos se acercaron ese día a los alrededores del Palatino. Querían escuchar de primera mano y por boca de sus protagonistas los detalles y el desarrollo del combate en el valle de Murcia. Hubieron de relatarlo muchas veces, señalar los lugares, blandir sus garrotes para mostrar a los oyentes cómo los habían manejado para hacer tanto daño a los pastores rivales, enseñarles las huellas de los daños ocasionados a sus refugios. La admiración hacia los muchachos del Palatino crecía y todos los iniciandos declararon abiertamente su disposición a luchar con ellos cuando hiciera falta. Nada excita tanto a los jóvenes como las competiciones y los altercados, mejores cuanto más rudos sean y más energías deban emplear. Así, hasta el anochecer hablaron, corrieron, hicieron planes y se conjuraron a mantenerse unidos en el futuro y avisarse mutuamente en caso de nuevos ataques. 
Entretanto, en la cabaña de Fáustulo el propio anciano, su hijo Urco y Hortensio seguían esperando la llegada de un mensajero del Aventino. Correspondía a Caius dar ese paso puesto que habían muerto algunos de sus hombres y previsiblemente pediría alguna compensación. Esa sería la cuestión a debatir, pues habían sido sus pastores los iniciadores de la riña. Con todo, la disposición de Fáustulo a llegar a un acuerdo rápido era total, pues le importaba más zanjar la cuestión que obtener justicia. Pese a ser de natural equilibrado y sereno, una gran desazón lo atormentaba.
- ¿Por qué no habrá enviado a nadie? - se preguntó en voz alta cuando ya caía la noche sin que advirtieran movimientos en el Aventino. Varias veces a lo largo de la jornada habían salido los tres a la puerta de la cabaña a otear los senderos.
- Estará hablando con las familias de los muertos - respondió Hortensio, quien trataba todo el tiempo de restar importancia a lo acaecido. Según él, la culpa no era de los muchachos, sino de Caius y no veía razón para compensarle con nada -. Ojala le pidan explicaciones a él.
- Caius habrá sido imprudente - dijo Urco - pero es listo. Quédate tranquilo, padre, seguramente mañana tendremos noticias suyas.



 Amaneció con buen tiempo el día siguiente, víspera de la fiesta Lupercalia, y toda la mañana transcurrió sin noticias del Aventino. La preocupación de Fáustulo y de Acca Larentia aumentaba, pues ese silencio no les parecía natural. Ni siquiera se veían los rebaños ordinarios pastar por el valle de Murcia; seguramente Caius había ordenado conducirlos a los pastos situados a poniente.
- No te angusties tanto, padre - le dijo Urco cuando comprendieron que tampoco ese día llegaría un mensajero -. ¿Y si Caius no quiere pedir compensación o no se ha puesto de acuerdo aún con las familias?
El anciano negó con la cabeza y otro tanto hizo Acca Larentia, quien inclinada sobre el caldero removía su contenido.
- Mañana, cuando concluya la fiesta en honor de Fauno Luperco, debes llevarte contigo a tus hermanos a la cabaña de la vía Salaria - dijo Fáustulo -. Hasta que se aclare todo esto, quiero a los gemelos lejos de aquí.
- ¿No parecerá una huida? Mis hermanos se han defendido, nada más.
- ¡Haz caso a tu padre, Urco! - exclamó Acca, cuyas manos temblaban.
- De acuerdo, lo haré. Pero no entiendo una preocupación tan grande. Remo y Rómulo saben defenderse bien. Pero ¿qué pensarán sus compañeros? Iniciar su vida adulta ocultándose…
- No van a ocultarse, sino a ayudarte en el recuento de las reses como nos ha ordenado el rey Amulio - respondió tajante Fáustulo -. Si vas a ser su próximo mayoral, debes ser diligente y cuidadoso al cumplir sus órdenes. Sus rebaños y tus obligaciones aumentan en la misma medida. Remo y Rómulo han de colaborar contigo, como antes tú lo has hecho conmigo. Nadie podría interpretarlo de otra manera.
- Está bien, padre. Y tú, madre, tranquilízate. Prepara para los gemelos lo que creas necesario pues partiremos mañana apenas concluyan el banquete y los ritos.




Los muchachos, entretanto, habían continuado disfrutando de su victoria, alegres. Era su último día de ese largo periodo de separación de sus familias y de la comunidad que, comenzado el año anterior con el gozo de disfrutar de una experiencia nueva, llegaba a su fin con una certeza: la de haber adquirido todas las habilidades necesarias para ser considerados hombres adultos.
¿Quién no ha visto a los animales, cuando han pasado mucho tiempo encerrados en un establo, cocear, moverse inquietos y lanzar bufidos apenas sienten llegado el momento de traspasar la cerca y correr libres por los campos? Con la misma impaciencia y falta de contención esperaban los jóvenes el momento de concluir sus ritos. Estando todos excitados y ansiosos, los juegos y las competiciones con los cuales entretuvieron el día fueron especialmente reñidos. Se produjeron burlas y disputas, salieron a relucir ofensas pasadas, y tan pronto se querellaban como se reían. Su fogosidad y nerviosismo eran comprensibles. La impaciencia por hacerse mayor es propia de la juventud, como es propio de la vejez el añorar la mocedad: lo que está fuera de nuestro alcance se nos antoja siempre hermoso y apetecible y el deseo de alcanzarlo encubre engañosa o piadosamente los pesares, las aristas, el esfuerzo, los fracasos de los cuales nadie, a ninguna edad, está libre. 
Leemos a nuestro gran Virgilio y nos cautivan sus pastores, la beatitud de la vida campestre y retirada, la bondad que rodea todo cuanto es natural. Seducidos por sus palabras, desearíamos ardientemente disfrutar de esa existencia tan idílica como ilusoria. Mas ya hemos advertido con los moradores de las orillas del Tíber, que la vida pastoril era áspera y dificultosa, ruda, pobre, cuajada de contratiempos y penalidades. No olvidéis, romanos, que no fue fácil a nuestros remotos antepasados pasar de aquella vida tosca a la civilidad. Aceptemos sin reproches sus errores y hasta sus crímenes pues, pese al tiempo transcurrido, no somos mucho mejores que ellos y, en cambio, todo se lo debemos.


  Llegó por fin el día de la fiesta Lupercalia. Antes del amanecer, Rómulo, sin ser visto, fue a la cueva de Fauno y sacó de allí al lobato, pues durante los ritos no podía permanecer allí. Cogiéndolo en brazos para evitar que se escapase, lo llevó hasta su refugio. Se hallaba en mal estado por el ataque de los hombres de Caius, pero estaba vacío y lo protegería de los pastores que, en masa, acudirían a la fiesta. Su hermana Fausta le llevaría allí la leche para alimentarlo. Cuando lo depositó en el suelo, el animal lo miró con ojos benévolos, como si hubiera en ellos alguna clase de agradecimiento y comprensión.
En aquellos remotísimos tiempos el año, dividido en diez meses, estaba acercándose a su fin y, como en todos los momentos de tránsito, los peligros eran máximos. Resultaba necesario a los seres humanos purificarse para afrontar mejor un futuro incierto. La lustración purificadora tendría lugar precisamente ese día: en él se desvanecían los límites entre el mundo selvático, sin leyes, y el mundo ordenado y regulado de los hombres. En ese universo resultante, donde lo humano y lo salvaje se entremezclaban y se hacían indistinguibles, reinaba Fauno, Fauno Luperco. Quizá por ello era también el momento elegido para el tránsito de los muchachos. Así, quienes habían vivido durante un año una vida montaraz y sin normas fuera de la comunidad retornarían a la sociedad como sujetos adultos y sometidos a leyes. 
Pronto de todos los rincones habitados del Septimontium empezó a afluir gente a celebrar la fiesta. Acudían por caminos diversos: la mayoría por el valle entre el Palatino y el Celio; otros tenían más cerca la senda del Velabro y la preferían pese al hedor de las aguas estancadas en lo hondo; por último, otros grupos atravesaron la cumbre del Palatino para descender por la escalera de Caco. Las muchachas jóvenes, las ancianas y las madres de familia caminaban juntas, llevando cestos con las viandas para comer. Lucían los hombres sus mejores cayados y los zurrones nuevos, canes y niños gritaban y saltaban como corderillos. Según iban llegando se reunían por familias en las faldas herbosas, entre las encinas o en un tramo sin árboles ubicado a los pies de la cueva de Fauno para mejor disfrutar de los rayos del sol y de la alegría de la jornada.
Los jóvenes iniciandos, como oficiantes de esta ceremonia, eran llamados con el nombre de lupercos. Se presentaron enseguida delante de la cueva Luperca, inquietos y fuertes como potrillos a punto de convertirse en caballos. Los muchachos de otras áreas del Septimontium se agregaron a los dos grupos del Palatino esperando la orden de penetrar en la cueva. Llegaron luego el sacerdote y sus ayudantes, llevando consigo dos cabras. Les habían adornado el cuello con guirnaldas de hojas y caminaban con docilidad, dejándose llevar por una cuerda. El público se agrupó junto a la boca de la gruta, atento al desarrollo de la ceremonia. Tras unas palabras rituales, penetró el sacerdote y tras él los jóvenes lupercos, quienes se habían hecho cargo de las cabras. Una vez sacrificadas y ofrecidas a Fauno, fueron rápidamente desolladas. Cortó el sacerdote sus pieles en muchas tiras y, mojándolas en el agua de la fuente que brotaba al fondo de la cueva, las entregó a los muchachos. Éstos salieron a la puerta y, sacudiendo las tiras mojadas, arrojaban el agua lustral sobre el público. 
Terminado este rito, el sacerdote y sus ayudantes abrieron en canal las cabras, separaron las vísceras que habrían de ser quemadas por completo por ser la parte destinada al dios Fauno, y despiezaron el resto de la carne, preparándola para el banquete ritual del cual participarían los jóvenes lupercos, pertenecientes a las distintas curias o barrios que componían el Septimontium. Entretanto, otros asistentes habían encendido los fuegos en una zona despejada de árboles. Mientras esperaban la formación de las brasas, afilaron largos pinchos de madera de sauce en los cuales ensartaron la carne antes de ponerla a asar. En hoguera separada, se cocerían y quemarían las entrañas destinadas a Fauno.
¿Podría algún joven esperar tanto tiempo sin hacer nada? Ciertamente no. Así, los lupercos que concluían gozosamente su iniciación, se apartaron de allí y en las mismas faldas del Palatino se entretenían haciendo carreras, juegos de lucha y lanzamiento de piedras y jabalinas. Toda esta actividad, unida a la cálida luz solar, les indujo a quitarse las ropas y competir desnudos, sin estorbos para su agilidad ni su fortaleza. Así estaban, sudorosos y agitados, cuando desde lo alto del Palatino llegó un agudo silbido y una petición de ayuda. 
- ¡Remo! ¡Rómulo! Unos bandidos se llevan los rebaños.
Sin dudar un instante ni detenerse a coger sus ropas o sus armas, los dos aludidos, seguidos de sus amigos y de los otros lupercos, echaron a correr en direcciones contrarias: Remo y sus seguidores, por el camino paralelo al valle de Murcia; Rómulo y los suyos, por la senda del Velabro. Pronto todos ellos desaparecieron de la vista. 






NOTA 1: Éste es el capítulo 14 de la primera parte de la historia de Remo y Rómulo.

NOTA 2: El calendario arcaico constaba de 10 meses, el último de los cuales era diciembre. En ese calendario, el día 15 de diciembre se celebraba la fiesta Lupercalia en honor del dios Fauno Luperco, en la cual el protagonismo era de los jóvenes lupercos. Era una fiesta lustral (de purificación) y también relacionada con la fertilidad. Se celebraba una serie de ritos en el interior de la cueva algunos de los cuales se conocen aunque su significado no esté claro. Puesto que algunos autores antiguos relacionaban algunos de esos ritos con los gemelos y no se sabe con certeza cuáles se celebraban entonces y cuales no, he optado por la discreción, y si acaso, ya daré otras explicaciones más adelante, sobre todo para no dar ahora información que pudiera desvelar parte de la historia a quienes no la conocen. Se cree que en época arcaica la fiesta Lupercalia constituía el punto culminante de la iniciación de los jóvenes, tal como yo lo he reflejado. Otras fiestas importantes – que tienen que ver con nuestra historia – del mes de diciembre eran, tras el 15 (Lupercalia), el día 21 (Feralia, Tácita Muta y/o Angerona) y el 23 (Terminalia, dedicada al dios Términus).
Cuando se reformó el calendario arcaico (también llamado romúleo) en épocas posteriores, se añadieron dos meses al final del año: enero y febrero; entonces se redistribuyeron las fiestas, de ahí que la Lupercalia se celebrara, a partir de entonces, el 15 de febrero.El comienzo del año siguió siendo marzo.

 NOTA 3: El Septimontium, como ya os comenté, era una especie de organización proto-urbana en el lugar donde luego surgiría Roma. Era un habitado discontinúo, que comprendía distintos montes y colinas, y estaba dividido en 30 curias o barrios, unidos para defender intereses comunes. Su dios protector era Quirino, y también celebraban juntos la fiesta Lupercalia.

  

lunes, marzo 18, 2013

ADVERTENCIAS DE DOS MUJERES




La tormenta se había desplazado hacia el sureste pues, tras las lluvias de la tarde anterior, el cielo sobre las colinas había amanecido azul mientras, en la lejanía, un velo gris enturbiaba el perfil de los montes Albanos. En la cabaña de Fáustulo, sobre la cima del Palatino, había cierta conmoción. Ya al amanecer había acudido un pastor a avisar al mayoral y darle cuenta del mortal altercado acontecido la víspera. La pesadumbre y la preocupación del anciano y su esposa fueron muy grandes y confirmaban sus presagios peores. Mandaron llamar enseguida a su hijo Urco, quien acudió acompañado de Hortensio. Algo calmados los ánimos, los tres hombres comenzaron a debatir sobre cuál sería la acción más adecuada, como deberían actuar. Según las noticias, los hombres del Aventino habían empezado la pelea. ¿Convenía esperar la llegada de un mensajero trayendo alguna explicación por parte de Caius? ¿Debería el propio Fáustulo pedirla?
Las mujeres abandonaron la cabaña. Fausta, contagiada de la agitación producida en su casa, se apresuró a ir a buscar una cabra para ordeñarla y llevar la leche al lobato. Acca Larentia, por su parte, buscando serenidad y el auxilio de los dioses descendió por la escalera de Caco llevando un recipiente con dos medidas de vino para ofrendárselas al Tíber. Solía hacerlo todos los días al amanecer, pero las noticias recibidas esa mañana y la conmoción consiguiente la habían retrasado y ahora bajaba con prisas y una gran turbación.
- Siempre me he preguntado por qué haces tantas libaciones al río, madre – dijo Remo sorprendiéndola por la espalda, pues ya ella había traspasado la altura donde estaba la cueva de Fauno y los refugios de sus hijos.
La mujer se sobresaltó y se giró enseguida. Sus ojos llenos tristeza y temor se posaron sobre el rostro de su hijo. De un par de zancadas Remo la alcanzó, se colocó en un escalón inferior al suyo y le besó una mano.
- ¿Has oído ya las nuevas? – añadió con una sonrisa radiante de satisfacción.
- Las he oído, sí. Y no encuentro en ellas ningún motivo de alegría – respondió Acca reanudando el descenso –. ¿Qué os pasa a tu hermano y a ti? ¿Habéis perdido la razón y la memoria?
Habían alcanzado ya los pies de la escalera y empezaron a bordear el bosquecillo en torno al estanque para llegar a las orillas del río. El suelo estaba muy encharcado por la parte cercana a la ribera y era difícil e incómodo andar por allí. Caminaron un rato en silencio. Al poco Acca se detuvo y miró a Remo de frente.
- No me has contestado. ¿Cuántas veces os he repetido y hasta os he suplicado que no os acercarais al Aventino? ¿No me lo has oído decir toda la vida? – Y ante la sonrisa burlona del muchacho, prosiguió –. Te contaré un secreto: cuando aún andabais inseguros y a trompicones, un día os escapasteis de mi vigilancia mientras yo recogía agua. Os había dejado sentados allí, exactamente – dijo señalando un alto matorral de mirto junto al cual había una piedra redonda – Aún no sé cómo lo hicisteis, pero cruzasteis el valle y llegasteis al pie de aquellos farallones del Aventino.
Calló durante unos instantes, absorta en el recuerdo. Remo la escuchaba con atención, siguiendo la dirección de su dedo índice, con el cual ella señalaba los lugares.
- Mientras iba corriendo hacia vosotros, un águila enorme se abatió sobre Rómulo y casi se lo lleva volando por los aires. Sólo mis gritos desesperados y el auxilio de un pastor que recogía miel de una colmena allí cerca, lo libraron de ser cazado y devorado como un lechón. ¿Cabe un presagio más funesto? Tu hermano sufrió pesadillas durante muchas noches y yo también. El Aventino es para vosotros un lugar infausto, un peligro constante. Por ese motivo os he pedido siempre manteneros a distancia.
- Con Rómulo lo has conseguido bastante bien, hasta ayer – respondió Remo con un deje de burla.
- Y por si fuera poco, habéis agravado el riesgo al matar a pastores de allí sin mediar razones de importancia. El daño infligido a otros se vuelve contra uno mismo, ¿aún no lo sabéis?
- No te exaltes así, madre. ¿Qué tamaño habría de tener un águila para cazarnos ahora? Mi hermano pesa menos que yo, pero con todo… – respondió Remo sin abandonar su tono festivo. Trató de levantarle la barbilla con un dedo –. ¡Sonríeme! Somos ya unos hombres y nos hemos defendido como tales. No estarías orgullosa de nosotros en caso contrario ¿Y qué gritos no darías si nos hubiéramos dejado matar?
Rechazó Acca seguirle el juego y se mostró ofendida por la ligereza de su actitud y sus palabras. Reanudaron la marcha y llegaron a la orilla del río.
- Hace un momento querías saber la razón de mi doble libación al padre Tíber – dijo Acca –. Te la diré ahora mismo: una es para pedir venganza por el daño que me hicieron unos sujetos malvados; la otra, para agradecerle al río un regalo muy importante. ¡No me privéis tu hermano y tú del motivo principal para seguir haciéndole estas ofrendas!
- ¿Quién te hizo daño? – respondió con rapidez Remo –. ¡Yo cumpliré tu venganza! Dime enseguida quién es.
- Lo haré cuando llegue el momento. Y ahora, hijo mío, júrame que no volverás a acercarte al Aventino.
- No te lo puedo jurar, madre.
- ¡Al menos hasta que termine vuestra iniciación!
Sonrió Remo. Sólo faltaban dos días para la fiesta Lupercalia, cuando tendrían lugar los últimos ritos y entrarían a formar parte de la sociedad adulta. Aunque se le antojaba una privación muy dura, tras lo ocurrido la tarde anterior sería mejor esperar unas cuantas jornadas antes de hacerle una visita a Flora.
- Sea como tú quieres – respondió al fin – Juro por el dios Fauno no pisar el Aventino hasta haber concluido mi iniciación. ¿Estás contenta?
- No – respondió Acca –. Pero me quedo algo más tranquila. Y ahora, márchate. Quiero hacer mi libación en recogimiento.


Cuando tuvo lugar el encuentro entre Remo y Acca Larentia, los muchachos habían terminado de arreglar, siquiera precariamente, uno de los refugios. Como sólo les restaban por dormir en ellos esa noche y la siguiente, no merecía la pena dedicar mucho esfuerzo a su reparación. Por ello habían decidido adecentar el más grande, es decir, el de Remo y los Fabios donde, aunque con estrechuras, cabrían todos. Precisamente la presencia de Remo junto a la escalera de Caco se había debido a la tarea de recoger las pieles y enseres trasladados allí la noche anterior para devolverlos de nuevo al refugio.
Concluida gozosamente esa tarea realizada en común, se separaron los dos grupos, si bien en ambos latían los mismos deseos: dejarse ver tanto como fuera posible por los habitantes del Septimontium y los demás jóvenes que en otras áreas cercanas a sus casas realizaban su iniciación y la concluirían, como ellos, dos días más tarde. Necesitaban pavonearse de su hazaña, recibir la admiración y las felicitaciones de sus vecinos. Eran ya unos hombres y habían dado la medida de su valor.
Su pretensión no era exagerada. La noticia de la pelea en el valle de Murcia entre pastores del Palatino y del Aventino se había difundido con rapidez por todo el habitado. Aunque vivían en núcleos dispersos, los vecinos se encontraban en los caminos, en las fuentes y en los pastos, acudían a pedirse un favor, o a visitar a un enfermo, o a prestarse ayuda. Y así, de un grupo de cabañas a otro las hablillas y los chismes avanzaban y se extendían como una mancha de aceite. La victoria de los dos hermanos y sus compañeros había producido un sentimiento general de orgullo y satisfacción.
Rómulo y los Quintili tomaron su ruta preferida y se dirigieron hacia el foro rodeando la ladera del Palatino por el valle del Velabro. La vista de las imponentes rocas del Capitolio, en cuyas cumbres surgía la ciudad de Saturnia, ejercía sobre Rómulo una fascinación especial. En la ribera izquierda del Tíber no había otro lugar más sagrado y así lo percibía él. Allí los peñascos llegaban desnudos hasta la superficie llana sin la concesión de una falda boscosa que suavizara su aspereza, como ocurría con las demás colinas. Emanaba una potencia especial.
Un silbido lo sacó de su caminar ensimismado. Parecía venir del valle del foro.
- ¡Eh, mirad! Es Orison – dijo Gordio Quintili señalando un punto junto al riachuelo. En ese momento, volvió a oírse el silbido y el bandido los llamó con un amplio gesto de la mano. A su lado los caballos pastaban al sol. No necesitaron nada más los muchachos para lanzarse a la carrera hacia el valle.
- ¡Así que ya habéis matado hombres...! – dijo a modo de recibimiento Orison –. Robar es bastante más sencillo. ¿Os uniríais a mi banda? Siempre hay sitio para los valientes.
Ante el silencio asombrado de los muchachos, el bandido rompió a reír. La anciana Elia se hallaba unos pasos atrás, recogiendo hierbas y de espaldas a ellos, pero volvió un momento la cabeza y al ver a los jóvenes, se enderezó.
- Tú eres el hijo de Acca Larentia – dijo mirando fijamente a Rómulo. Escrutó con la vista toda su persona y se detuvo largamente en el rostro. El muchacho la observaba también. Era muy anciana y la piel de las manos se le pegaba a los huesos, pero el brillo intenso de sus ojillos diminutos le otorgaba vitalidad. La mirada de esa mujer atravesaba la carne y penetraba en la persona a la cual miraba.
- No has nacido para el bandidaje, aunque serías un buen jefe – Y bajando la voz de una manera extraña e innecesaria, porque los demás se habían alejado de ellos para acercarse a los caballos, añadió -: Ve con cuidado.
- ¿De tu hijo Orison?
La anciana negó con la cabeza y con la mano para indicar que su hijo no significaba para él ningún peligro. Luego se acercó un poco más y agarró al joven del brazo. Éste inclinó la cabeza para escucharla mejor.
- ¿Has visto alguna vez a un buey preocuparse por una mosca? Se la sacude de encima moviendo su cola y no le da ninguna importancia. Sin embargo, el otro día, un toro se volvió loco de dolor y rabia por la picadura de un escorpión y casi os arrolla a todos. ¿No es infinitamente más grande y más fuerte un toro que ese animal oculto bajo las piedras y de cáscara frágil? El pequeño puede derribar, a veces, a quien es mucho más grande.
Rómulo no daba signos de estar comprendiendo el sentido de las palabras de la anciana y la miraba perplejo. Elia no se detuvo.
- Así como el escorpión no sabe que es un escorpión ni conoce su capacidad para dañar a un toro, tampoco tu hermano y tú sabéis quienes sois, ni cuánta locura puede provocar vuestra mordedura en un gigante - dijo la anciana. Se golpeó la frente repetidamente con el dedo índice mientras añadía -: usa esto. Y escucha a las mujeres sabias, pues por sus bocas sale la verdad.
- Te agradezco tus consejos, anciana, pero no te comprendo bien.
- No importa. Tú recuerda mis palabras. Las entenderás cuando llegue el momento. 



NOTA: Éste es el capítulo 13 de la historia de Remo y Rómulo. Si no surgen contratiempos, colgaré los siguientes los días jueves 21, martes 25 y jueves 28. Se que esa última semana será ya Semana Santa en muchas comunidades de España (no en la valenciana, que la empieza más tarde), pero así evitaré cortar la serie. Con el último, que será el nº 16 concluirá la primera parte de esta historia. Procuraré iniciar la segunda parte tan pronto como pueda, aunque sé que todos comprendéis que debo hacer un pequeño descanso y prepararla.
  

domingo, marzo 17, 2013

OVIDIO DEBE RENDIRSE




Esto responde Corina a las palabras de Ovidio:
Ayer mismo me encontré a tu amigo Macro junto al umbral del templo de Spes y hube de escuchar de sus labios amargos reproches.  Se siente muy solo en su empeño de escribir un gran poema épico pues, según le has dicho, tu propósito de cantar las gestas guerreras de nuestros antepasados se ve constantemente entorpecido por mi presencia. ¡Ay, querido, qué excusa tan pueril! ¿No hubiera sido más fácil decirle la verdad, que Marte ya no te interesa? ¿Que prefieres, con mucho, librar alegres batallas amorosas, para las cuales no necesitas empuñar el hierro ni matar enemigos, sino atraer hacia a ti a tu adversaria ungiéndote de miel y fuego? Con tu ligereza me has hecho quedar mal a los ojos de ese buen amigo y gran poeta y me has ofendido gravemente, debes saberlo. Ahora, para resarcirme de tu afrenta, te ordeno venir a mi casa, deponer a mis pies tus armas y reconocerte prisionero mío. ¡Y para que confieses cuales eran tus intenciones al declararme la guerra, llamaré en mi auxilio a Venus y a Cupido y probaré todas sus armas en tu propia carne! 

NOTA: Marte, como recordaréis, era el dios de la guerra. El templo de Spes estaba en el foro Holitorio y hoy sus columnas se encuentran integradas en la iglesia de San Nicola in Cárcere, de la cual os he puesto algunas fotos. 

*Foto sacada por mí de un libro que reproduce la decoración de las Logias de Rafael. Esta, en concreto, es una terracota de Giovanni di Udine.