- Vengo a hacerte una visita, estimada Pomona
– dijo una anciana atravesando la verja de madera con que la diosa encargada de
cuidar de la fruta cerraba la entrada a su huerto.
Cansada de ver rondar cerca de sus frutales a
muchos campesinos, faunos y diosecillos que pasaban por delante una y otra vez
y la miraban como si la quisieran devorar con los ojos, la joven y fragante
Pomona había levantado una tapia y se pasaba el día dentro de su huerto, con
una hoz, limpiando las malas hierbas o quitando espesor a las ramas a fin de
que la fruta creciera hermosa y sana. Era muy dichosa así. No le interesaban
los varones.
Como no desconfiaba de las mujeres, esa
mañana permitió que aquella vieja desconocida, de rostro arrugado y el cabello cubierto
con un pañuelo, entrara en su huerto, se sentara sobre una piedra y empezara a
charlar mientras ella seguía podando.
- Tendrías que casarte, Pomona –decía la
anciana–. Muchos jóvenes te pretenden. ¿Y hay algo que abone mejor un huerto
que un corazón amoroso? ¡Tus manzanas crecerían el doble de rojas y de hermosas
si te entregaras al amor!
Como Pomona no respondía, la visitante seguía
con su cháchara y sus argumentos, mirándola de reojo. Pero iba pasando la
mañana y, ante el silencio obstinado de la bella huertana, a la vieja cada vez se le descolocaba más
el chal que llevaba sobre los hombros y, con dedos nerviosos, se tocaba
continuamente el pañuelo, sus ralos cabellos blancos y los pendientes que le colgaban
de las orejas. Y es que, bajo la apariencia de anciana, se ocultaba el dios Vertumno.
Desde hacía meses rondaba el huerto de Pomona, de quien estaba perdidamente
enamorado. Era muy hábil en adquirir formas y aspectos distintos, así que llevaba
tiempo pasando por delante de la verja bajo la apariencia de un segador, o de
un pescador, o de un soldado, o de una espigadora, todo con tal de contemplar una
vez más a esa criatura tan sublime y que hacía crecer una fruta tan jugosa como
ella misma. Ese día, desesperado ya, se había decidido a abordarla y, como si
se tratase de una ancianita dulce y sabia, convencerla de que debía tomar
marido. Sin éxito, de momento, pese a que se explicaba muy bien.
- …Y mira que los dioses castigan a las
jóvenes que tienen el corazón duro y se niegan a amar –insistía–. Yo sé de un
dios que está completamente loco por ti y besaría el suelo que tú pisas. Se
llama Vertumno –añadió mirándola fijamente–, no sé si has oído hablar de él.
Pomona siguió sin contestarle. Con el
ejercicio, las mejillas se le habían cubierto de rubor, le brillaban más los
ojos y diminutas gotas de sudor, redondas y transparentes como el rocío, le cubrían
la frente, el nacimiento de los senos y los brazos. Un mechón de cabellos le
cayó sobre los ojos y ella, deteniendo un instante sus labores con la hoz, se lo apartó con el dorso de la mano.
Resultaba tan deliciosa que Vertumno no pudo
aguantar más. Así, se puso en pie de un salto, se quitó de golpe el pañuelo, el
chal, el delantal, los cabellos blancos y los pendientes, las arrugas, la
espalda doblada por los años, la sonrisa de anciana dulce y sabia y se mostró a
Pomona, por primera vez, tal cual era.
Y al verlo tan joven y hermoso, Pomona dejó
caer la hoz al suelo, entornó los párpados y tendió hacia él sus labios y sus
brazos.
NOTA: Este es un mito local romano. Vertumno
era el dios de la transformación, adoptaba múltiples apariencias. Pomona
vigilaba que crecieran bien la fruta, en especial la poma, es decir, la
manzana.De su nombre deriva la palabra pomar que denomina un campo de manzanos.