Así comienza mi novela: Dido reina de Cartago.
I.–Imilce y Karo
Me
gusta bajar a la playa al atardecer, cuando los pájaros regresan al nido y sus
alas se recortan oscuras contra el cielo rosáceo. Hundo los pies descalzos en
el agua y dejo a las ondas acariciarme los tobillos. Me hace bien sentir su
mansedumbre, oír el griterío de las aves y ver difuminarse en el horizonte la
línea que separa mar y cielo. Pocas cosas desasosiegan tanto a una anciana como
contemplar el mundo suspendido entre dos luces. A mí, sin embargo, no me
atemoriza. Quizá porque es el momento del día más propicio a los recuerdos y,
apenas se los convoca, acuden con rapidez.
–Vinieron
por allí –le digo a Karo extendiendo el brazo hacia la derecha, en un gesto
carente de precisión.
–Me
lo has dicho mil veces, señora Imilce –me responde con cierto descaro–. Sal ya
del agua, se te van a arrugar los pies.
–¿Más
aún? Anda, tráeme el lienzo para secarme. Y recuerda lo que te he dicho. ¿Lo
has anotado en la tablilla?
No
es mal chico y, según afirma su mentor, tiene buena letra. No pido mucho más:
eso, y que sea diligente a la hora de pasar los apuntes a un rollo de papiro
para después corregirlos. Algunas personas opinan que pierdo el tiempo. Por
ejemplo, mi nuera. Yo le respondo: ¿para qué querría ahorrar tiempo una vieja
como yo? ¿Se detendría acaso si me sentase ociosa junto al fuego o pasara las
horas quejándome de los mil dolores que me afligen? Ella no me contesta, claro,
aunque me dirige comentarios sarcásticos cuando regreso a casa después de mi
paseo vespertino. No lo entiende.
Si
los dioses me hubieran concedido una hija o una nieta, no me tomaría tanto
trabajo: desde niñas les habría repetido una y otra vez la historia de nuestra
reina Dido y su fatal encuentro con el príncipe troyano Eneas, como hizo
conmigo mi abuela. Con mis hijos ha sido imposible. Son capaces de reproducir,
uno por uno, todos los movimientos que han visto en un combate de lucha griega;
no se les olvida la lista de los enemigos de Cartago, pero ¡ay! no les interesa
conocer a fondo el origen de esas enemistades. Un error que pagaremos en el
futuro, porque cuando la bruma del tiempo borre el recuerdo de aquella primera
ofensa, no se podrá medir su importancia ni ponderarse si es razonable o no
mantener la discordia. El olvido, en estos asuntos, sólo consigue hacer
interminable el reguero de agravios.
–No
puedo hacer dos cosas a la vez, señora Imilce. Y si no te quedas quieta, no
tendré manera de atarte las sandalias.
Mis
nueras son jóvenes, desde luego, y aún pueden concebir hijas. Sin embargo, ¿quién
me garantiza que viviré para verlo? ¿Y si pierdo la memoria o se me embrolla y
soy incapaz de relatar lo ocurrido? Prefiero prevenirme. Por eso me llevo a
Karo a todas partes y le voy dictando mis recuerdos según vienen. Además, me
hace compañía y me alegra su desenfado juvenil. Ya tendremos tiempo luego de
ordenarlos mejor. Y si me muero antes, él podrá hacerlo.
–¿Es
cierto que tú misma presenciaste la llegada de los troyanos? –me pregunta
mientras coge el manto tendido en la arena y me lo coloca sobre los hombros.
–Tan
cierto como que te veo a ti ahora mismo. Una gran tormenta había desbaratado su
flota, dispersándola por el mar. La nave de Eneas arribó a una bahía un poco
más al este, no puedes verla porque está detrás de ese promontorio. El otro
grupo de naves, que él creía perdidas, llegó justo aquí. Y en mala hora.
–Yo
los odio –dice de pronto, cuando ya hemos tomado la cuesta de camino a casa.
–Pues
haces mal. Odiar, odiar… Y seguro que no sabes por qué. ¿Comprendes lo que te
decía antes? –le respondo airada.
Me
pregunto si existirá un palmo de tierra conocida que no haya sido hollado por
algún ser sufriente. Cartago y su playa no son una excepción. La propia reina
Dido de Tiro y todos nosotros habíamos alcanzado esta costa huyendo de muchos
dolores y traiciones. ¡Qué mujer! No sé de ninguna otra que haya experimentado
el amor como ella ni haya padecido tanto por su pérdida.
Durante
meses y meses y más meses habíamos navegado por los mares y al desembarcar aquí
nos arrojamos al suelo y lo besamos. Yo más bien me caí, porque después de
tanto tiempo en el mar me sentía mareada y torpe como un pato al pisar tierra.
Ese es uno de mis primeros recuerdos de entonces, tenía poco más de nueve años.
Estábamos desfallecidos pero muy alegres. Nos parecía haber llegado al final de
nuestro sufrimiento. Y así fue. Hasta que se interpuso Eneas. Y los dioses, es
preciso decirlo.
–Según
mi maestro, es necesario consultar los augurios para no equivocarnos y actuar
siempre según los dictados de la divinidad.
–Nadie
conoce la voluntad de los dioses, hijo mío, hasta que se ha cumplido. Y para
entonces no hay remedio que valga: suele ser demasiado tarde. La reina Dido era
todo corazón. En cuanto a Eneas… No quiero ser injusta con él. Vayamos poco a
poco y con prudencia, porque no se ha inventado una balanza para pesar las
culpas en los conflictos humanos. Y, ahora, entra en casa delante de mí y, si
te pregunta mi nuera, dile que nos ha retrasado un vecino. Nos ahorraremos una
disputa.
NOTA: Queridos amigos: esta novela acaba de ser publicada en versión digital por Punto de Vista Editores. Os pongo la portada y, más abajo, el enlace donde podéis echarle un vistazo si es vuestro gusto. En la columna de la derecha tenéis enlaces a reseñas de esta novela realizadas, en su día, en diversos medios.