Remo y sus compañeros habían ahuyentado a los ladrones
de ganado y regresaban ya al prado donde se estaba celebrando la fiesta
lupercalia. Se le había ocurrido una idea para humillar públicamente a Gordio
Quintili, amigo de su hermano, que le había ofendido unos días atrás.
Al prado donde se preparaba
el banquete ritual en honor del dios Fauno llegó enseguida el rumor producido
por los lupercos que se acercaban corriendo: jadeos, risas, voces. Unos cuantos
pastores los precedían y anunciaron a gritos su llegada.
- ¡Han recuperado el ganado!
– gritaban.
Y muchos de cuantos estaban
cerca del gran hogar con las brasas, bien ocupándose de ayudar al sacerdote en la
cocción de la carne, bien terminando de preparar las toscas mesas donde se
celebraría el banquete, bien por el gusto de curiosear, levantaron sus cabezas
y esperaron la llegada de los muchachos.
De entre las encinas surgió
Remo el primero, los ojos resplandecientes de alegría y de orgullo, la
cabellera ondulante flotando hacia atrás, su piel dorada bajo los rayos solares
salpicada por diminutas gotas de sudor, su cuerpo entero, hermosísimo,
atravesando el espacio despejado. Frenó su carrera y volvió la cabeza para ver
llegar a sus compañeros. Tras él venían Bruto y Sexo Fabio y un grupo de
lupercos de otras colinas. En un instante el prado se llenó de animación y
potencia juvenil.
Rodeado ya de todos sus
compañeros, Remo trazó una inmensa sonrisa y se dirigió a los fuegos diciendo:
- ¡Esta carne no se la comerá
nadie, sino el vencedor!
Al instante retiró de las
brasas dos largos pinchos de madera en los cuales, ensartados, se asaban los
trozos de carne de las cabras sacrificadas y los pasó a sus amigos Fabios. Y
luego cogió otros dos más y los dio a otros lupercos y así repartió toda la carne,
aún medio cruda y chorreante de grasa.
Por último, se acercó a un
altar constituido por una piedra plana sobre la cual se había prendido una
pequeña hoguera. Allí, las brasas asaban los extra, es decir, las
vísceras de los animales que, siendo la parte del sacrificio que correspondía
al dios Fauno, tal y como establecen los rituales debían quemarse en el fuego
por completo. Sin detenerse un instante, Remo alargó la mano, cogió el pincho
con las vísceras humeantes y, sentándose en el suelo, las devoró.
Urco, quien había llegado al
prado de los fuegos casi al mismo tiempo que su hermano, lo observaba atónito.
Del mismo modo silencioso miraban a Remo y a sus colegas el sacerdote oficiante
del rito y sus ayudantes, la multitud congregada para recibirlos, incluso
algunos de los lupercos que habían rechazado la carne ofrecida. Una nube ocultó
el rostro del sol y arrojó su sombra sobre el Palatino.
Consumidos los extra,
Remo reclamó a sus compañeros que le dieran también carne de los pinchos.
- ¡Esto para Gordio Quintili!
– gritó de pronto, mientras tiraba el hueso descarnado de una pata haciéndolo
caer intencionadamente sobre el suelo.
- ¡Y estos otros para sus
compañeros! – se sumaron enseguida los Fabios.
Por el aire empezaron a volar
los huesos de las cabras devoradas, lanzados sobre las mesas del banquete por
quienes las habían comido, entre grandes risotadas y burlas. Continuaron
engullendo y burlándose hasta acabar con todo y, tal como estaban, se tendieron
boca arriba con los vientres llenos.
Rómulo y los Quintili, junto
con otros seguidores lupercos, llegaron entonces al prado siguiendo el mismo
camino que había seguido Remo, entre las encinas. El rostro de Rómulo se
demudó. No había nada en los fuegos, las mesas del banquete ritual y sus alrededores estaban cubiertos de
huesos, los pinchos de madera tirados por el suelo, como su hermano y sus amigos.
Muchas personas lo miraban esperando su reacción tal vez, o burlándose por dentro
de él, de su fracaso, de la deshonra de haber sido privados de la comida tanto
él como sus compañeros. Una nueva humillación de Remo, flagrante, pública,
inesperada, pues Rómulo creía haberse ganado el respeto de su hermano después
de su lucha contra los hombres del Aventino. Le dolió tanto como un latigazo.
Pese a sentirse muy
avergonzado, compuso una sonrisa y no agachó la cabeza, sino que se volvió
hacia los suyos y les dijo:
- Hemos llegado tarde por mi
culpa. He calculado mal el tiempo de la cocción de la carne y os he hecho
entreteneros sin necesidad.
Sus compañeros le pusieron
las manos sobre la espalda y, sin protestar ni dar mayor importancia a lo
sucedido, atravesaron el prado y descendieron hacia el estanque.
Se equivocaban uno y otro:
Remo, al pensar que había salido triunfante y había humillado a Gordio Quintili
y a todo el grupo de su hermano; Rómulo al creerse responsable del perjuicio
ocasionado a sus compañeros por haberse quedado sin participar del banquete,
una parte importante del rito, y cuyas consecuencias estaban por ver. Eran
demasiado jóvenes para comprender la importancia de lo ocurrido. No pasaba lo
mismo con las personas mayores. El sacerdote oficiante de la ceremonia, quien
como todos los demás había asistido a esta escena sin intervenir, se retiró a
la higuera ruminal, a pocos pasos de
la escalera de Caco y envió a sus ayudantes a buscar a los jefes de cada una de
las colinas que formaban el habitado del Septimontium.
Algunos de ellos habían
presenciado los hechos, muchos otros se habían enterado por terceras personas,
pues la noticia había corrido de familia en familia, entre los grupos desperdigados
por la falda del monte. Muchas caras mostraban inquietud. La más grave de todas
era la de Fáustulo, mayoral del rey Amulio, una de las autoridades más
conocidas y respetadas de las orillas del Tíber. El anciano se apoyaba en su
cayado con el rostro sombrío y una profunda tristeza en los ojos. Por si no era
bastante incertidumbre el no haber recibido noticias de Caius y de los hombres
del Aventino con quienes sus hijos habían peleado, ahora le llegaba este nuevo
revés. Pese todo, su actitud tenía la dignidad de siempre, la entereza propia
de un hombre cuya sabiduría se debe al buen entendimiento, la experiencia y la
edad.
- Se ha cometido un acto
intolerable – dijo el sacerdote, una vez se hallaron reunidos todos –. Un grupo
de lupercos ha vulnerado las normas más elementales de la vida cívica regulada
por los dioses: no han esperado a sus compañeros para compartir con ellos, como
es debido, el banquete ritual; y así, no sólo han privado a los demás lupercos
del consumo de la comida sacra, sino que con ello les han impedido completar
ritualmente su iniciación. Mas su impiedad se había iniciado antes, cuando se
han apropiado de manera violenta de la carne del sacrificio y la han devorado
estando aún casi cruda, algo propio de animales y no de hombres.
Estas palabras fueron
acogidas en silencio, con mucha compunción por parte de los jefes, pues adivinaban
su alcance.
- El mayor de tus gemelos,
Remo – dijo entonces el sacerdote dirigiéndose a Fáustulo –, ha sido el
cabecilla de ese proceder irreverente, secundado por los Fabios y otros cinco
lupercos. Y él mismo ha llevado su insolencia e impiedad aún más lejos, pues ha
consumido los extra destinados a
Fauno. ¿Acaso se cree comparable a un dios? No conozco ejemplos de tanta
soberbia.
Reflexionó Fáustulo, cabizbajo, antes de contestar.
- Ofrezco yo mismo una cabra
para ser sacrificada y consumida ritualmente por los lupercos que no han podido
comer la carne sacra. En cuanto a Remo, es un buen hijo y posee muchas
cualidades. A actuar así no lo empuja la maldad, sino su juventud y una
impaciencia difícil de contener.
Aceptaron estas palabras los
asistentes comprendiendo su dolor de padre. El sacerdote, sin embargo, rechazó
el ofrecimiento de la cabra, pues no podía sacrificarla sin repetir completo
todo el rito incluyendo, de nuevo, a los muchachos que se habían comportado de
manera tan indigna. Eso le parecía intolerable. Había decidido, por tanto,
hacer una invocación especial al dios Fauno para exonerar de comer la carne
sacrificada a los jóvenes que no habían podido hacerlo. Con ello daría por
concluida su iniciación.
En cuanto a Remo, los Fabios
y los otros cinco lupercos, el dictamen del sacerdote era inapelable: su
impiedad ponía de manifiesto que todavía no eran dignos de ser readmitidos en
la sociedad. Durante otro año deberían seguir como iniciandos fuera de sus
hogares y del habitado, en un mundo sin normas ni reglas, selvático, animalesco,
bajo el signo de Fauno.
Cuando el sacerdote informó a
los lupercos de su decisión, Remo, en un gesto de ira, se arrancó de un tirón
la cinta con la bulla que le colgaba del cuello. Cogió el amuleto con la
mano derecha y lo arrojó lejos, en dirección al estanque situado a sus pies y
dándose media vuelta se metió entre los árboles, seguido de los demás lupercos
no admitidos. Quedaron todos los demás mudos, sobrecogidos por esa nueva osadía
de Remo al privarse a sí mismo de toda protección pues, a los ojos del mundo,
seguía siendo un niño y, como tal, necesitaba los amuletos contenidos en la bulla
para protegerse de las enfermedades, las mordeduras venenosas, el mal de ojo y
tantos otros peligros que se ciernen sobre los menores.
Sin embargo, los jóvenes que
habían superado su iniciación pronto se olvidaron de los excluidos y
disfrutaban pensando en su nueva condición de adultos: tendrían
responsabilidades en sus familias, podrían casarse, ir a combatir a una guerra
si era necesario, ser escuchados y tratados como hombres en su comunidad. No
pudo regocijarse igual Rómulo, cuyo dolor por lo ocurrido era evidente. Se
reflejaba en su actitud desanimada y cabizbaja, en la escasa alegría con la
cual siguió participando de la fiesta. Ahora sí quedaría separado de su hermano
durante mucho tiempo. Remo estrecharía su amistad con los Fabios y con otros
jóvenes y a él le daría de lado definitivamente. Nada volvería a ser igual
entre ellos
Luego, antes de dirigirse con
los demás muchachos al templo de Quirino para ofrecer al dios sus bullas, buscó un momento de soledad y se
acercó a su antiguo refugio a comprobar cómo estaba el lobato. Su plan era
seguir alimentándolo en secreto, aun cuando no pudiera hacerlo ya en la cueva
de Fauno. Un nuevo golpe para él: el animal no estaba. Quizá se había escapado
por alguno de los agujeros que había dejado en las paredes el ataque de los
hombres del Aventino; tal vez alguna alimaña hubiera logrado entrar y
arrastrarlo fuera para devorarlo. Aún en el mejor de los casos, el animal no
sobreviviría.
Y, sin embargo, ¿qué sabemos
los humanos del tiempo y los sucesos que están por venir? Solo cuando se han
convertido en pasado nos es dado hablar de ellos con algún conocimiento. La
soberbia y el deseo de venganza habían cegado a Remo y no menos ciego resultaba
Rómulo a causa de su humildad. La admiración por su hermano y el pesar profundo
por quedar separado de él, no le permitían darse cuenta del cambio operado. Era
una separación demasiado inesperada y brutal. Un hachazo.
De este modo describió Urbano Lacio, en
su crónica oral, aquel dramático instante:
“Fue como cuando en medio de
una tormenta/ un rayo cae sobre un roble y, rajándolo de arriba abajo,/ lo
parte por completo en dos mitades:/ aunque la primavera haga brotar la vida y
regale/ retoños nuevos a cada parte del tronco dividido,/ nunca más volverá a
ser un solo roble”.
NOTA: Queridos amigos, éste ha sido el capítulo 16 con el que concluye la primera parte de la historia de los gemelos Remo y Rómulo. Seguiré con los capítulos de la segunda parte sin interrupción. ¡Espero haberos dejado con ganas de más! Se me olvidaba deciros lo siguiente: en la foto que encabeza el post y que podéis hacer más grande, veréis que está marcado, a la derecha, el prado donde se celebraba el banquete.
NOTA 2.- Os dejo un enlace con el programa del 11ª encuentros de Clubs de Lectura de Albacete, en el que tengo el honor de participar con una charla sobre mi experiencia bajo el título:"El lector en mi mesa: viaje alrededor de la realidad y la ficción a través de internet". Podeis ver el programa y otras informaciones interesantes
AQUÍ. La autora invitada es nada más y nada menos que ROSA MONTERO.