- Hace días que no lees la continuación de tu historia en la plazuela del granado, señora Imilce – dice la tejedora Amneris mientras toma asiento debajo de la higuera –. Tus seguidores están impacientes.
- ¡Pues que se aguanten! – replica mi nuera saltando como si le hubieran pinchado en el trasero con la punta de un clavo.
Todo el mundo se ríe al escucharla. No por burla, sino por la pasión de su respuesta. ¡Quién me iba a decir que se convertiría en mi defensora más acérrima…! Está muy pendiente de mí y me colma de pequeñas atenciones. Incluso por las tardes me trae una copa de vino sin pedírsela e insiste mucho en que descanse. Me parece haber conquistado su respeto y ese empieza a ser un sentimiento mutuo.
- Hay mucha expectación, es cierto – interviene el poeta Trailo cuando terminan las risas –. Y algunas habladurías…
- Ah ¿si? – respondo enarcando las cejas – ¿Y de qué tratan, si puede saberse?
- De ti y de mi – concreta Trailo –. Dicen que no quieres darme la oportunidad de incluir en tu historia mi versión sobre el conflicto entre Dido y Eneas. Es decir, que no te interesa conocer la opinión de los troyanos.
- ¡En la vida he oído una falsedad tan grande! ¿A quién, sino a esta vieja, se le ocurrió incorporar a esta historia textos tuyos sobre los troyanos? – le respondo muy enfadada –. ¿No he tolerado esa fábula de que Eneas llegó a Cartago envuelto en una nube de niebla? ¿No he callado cuando dijiste que era hijo de la diosa Venus y hermano de Cupido? ¡Eneas era nieto de Júpiter, según tú! Y a todo ello, yo he opuesto la humanidad de Dido. No he dicho que la reina fuera perfecta, ni le he inventado ascendientes divinos. Era una mujer. Y Eneas un hombre. Y ese es un hecho que no te permitiré manipular. Además, de lo ocurrido entre ellos ya he hablado yo.
Mi explosión ha dejado mudos a todos en el patio. Nadie se mueve ni articula una palabra. Quizá algunos de mis amigos han pensado en algún momento como Trailo: Parepidemos tal vez, o el comerciante Caius Pertinax, tan interesado en publicar la historia. Sin embargo, ahora todos están de mi parte, incluso el propio poeta troyano, aunque le hayan escocido mis palabras.
- Tendrás la oportunidad de lucirte enseguida – le digo a Trailo, con mayor contención –. Me gustará saber qué pensaban los troyanos al abandonar Cartago. ¡Estarían muy orgullosos de zarpar estando a la puertas del invierno y dejándonos a nosotros a merced del rey Yarbas! Por lo demás, puedes meter en la nave de Eneas a todos los dioses del Olimpo, si es tu gusto. ¡Y que tengan buen viaje!
----
- ¡Pues que se aguanten! – replica mi nuera saltando como si le hubieran pinchado en el trasero con la punta de un clavo.
Todo el mundo se ríe al escucharla. No por burla, sino por la pasión de su respuesta. ¡Quién me iba a decir que se convertiría en mi defensora más acérrima…! Está muy pendiente de mí y me colma de pequeñas atenciones. Incluso por las tardes me trae una copa de vino sin pedírsela e insiste mucho en que descanse. Me parece haber conquistado su respeto y ese empieza a ser un sentimiento mutuo.
- Hay mucha expectación, es cierto – interviene el poeta Trailo cuando terminan las risas –. Y algunas habladurías…
- Ah ¿si? – respondo enarcando las cejas – ¿Y de qué tratan, si puede saberse?
- De ti y de mi – concreta Trailo –. Dicen que no quieres darme la oportunidad de incluir en tu historia mi versión sobre el conflicto entre Dido y Eneas. Es decir, que no te interesa conocer la opinión de los troyanos.
- ¡En la vida he oído una falsedad tan grande! ¿A quién, sino a esta vieja, se le ocurrió incorporar a esta historia textos tuyos sobre los troyanos? – le respondo muy enfadada –. ¿No he tolerado esa fábula de que Eneas llegó a Cartago envuelto en una nube de niebla? ¿No he callado cuando dijiste que era hijo de la diosa Venus y hermano de Cupido? ¡Eneas era nieto de Júpiter, según tú! Y a todo ello, yo he opuesto la humanidad de Dido. No he dicho que la reina fuera perfecta, ni le he inventado ascendientes divinos. Era una mujer. Y Eneas un hombre. Y ese es un hecho que no te permitiré manipular. Además, de lo ocurrido entre ellos ya he hablado yo.
Mi explosión ha dejado mudos a todos en el patio. Nadie se mueve ni articula una palabra. Quizá algunos de mis amigos han pensado en algún momento como Trailo: Parepidemos tal vez, o el comerciante Caius Pertinax, tan interesado en publicar la historia. Sin embargo, ahora todos están de mi parte, incluso el propio poeta troyano, aunque le hayan escocido mis palabras.
- Tendrás la oportunidad de lucirte enseguida – le digo a Trailo, con mayor contención –. Me gustará saber qué pensaban los troyanos al abandonar Cartago. ¡Estarían muy orgullosos de zarpar estando a la puertas del invierno y dejándonos a nosotros a merced del rey Yarbas! Por lo demás, puedes meter en la nave de Eneas a todos los dioses del Olimpo, si es tu gusto. ¡Y que tengan buen viaje!
----
----
El reencuentro de la reina con la vieja nodriza Barce se sella con un abrazo y muchas lágrimas. La anciana siente estremecerse el cuerpo de Dido y su alma se llena de piedad. ¡Pobre niña...! Cuánto sufrimiento se habría ahorrado si hubiera puesto riendas a su corazón, si hubiese frenado la pasión en lugar de dejarla correr como un caballo desbocado. Ahora el daño está hecho y sólo cabe restañar las heridas, dejar que las adormezca la mano sanadora del tiempo.
Cuando, agotada por tantas emociones y dolores, Dido se tiende por fin en el lecho, cae en un estado de excitación. No deja de revolverse a un lado y a otro, su piel arde. De vez en cuando, en un arrebato se arranca los paños húmedos que Barce le coloca en la frente y pronuncia palabras inconexas. En otros momentos, su mano se extiende sobre el lecho y lo palpa en busca de su amante y, al no hallarlo, gime de desesperación. Sólo se aquieta con las primeras luces del alba.
- Psssss... – sopla Barce poniéndose el índice sobre los labios y acercándose a la puerta del cuarto al oír aproximarse voces.
- ¿Es Acus? – pregunta con voz clara y sosegada la reina, sorprendiéndola –. Dile que pase.
Acus la encuentra incorporada, con el cabello revuelto y la tez macilenta. Sus ojos, sin embargo, están secos y lo miran con la determinación de antaño.
- Envía una embajada al rey Yarbas – le ordena –. Es urgente aplacar su ira y tranquilizarlo. O mejor, ve tú en persona. Convéncele de que no necesita un ejército: dile que la reina de Cartago comprende perfectamente la situación y se somete gustosa a su destino.
- ¿Es esa tu voluntad, mi reina? – duda Acus. Un cambio tan radical le extraña.
- Repítele mis palabras, tal cual te las he dicho. No pierdas tiempo. Y tú, Barce querida, ayúdame a levantarme. Tengo mucho que hacer.
----
----
Anna va al encuentro de su hermana, la reina, con el corazón hecho jirones. No ha conseguido dormir en toda la noche, angustiada por su doble fracaso: el primero, haberla alentado a entregar su corazón a Eneas; el segundo, no haber sido capaz de convencer al príncipe troyano del peligro real que significa el rey Yarbas para los cartagineses. Eneas fue ayer inflexible, cerró los oídos a sus súplicas y menospreció la amenaza libia. Incluso respondió, y eso fue para ella lo más doloroso, que ya era hora de que la reina de Cartago tomase un marido.
- Se bienvenida, hermana – son las palabras de saludo que le dirige la reina apenas la ve traspasar el umbral de su cuarto –. Necesito tu ayuda.
No esperaba encontrarla así, tan llena de energía. ¡Qué contraste con la Dido de anoche, abatida por el desamor y la humillación! Anna se alegra y corre a darle un beso. ¿Ha hablado con Acus? ¿Sabe ya qué hará para afrontar la amenaza de Yarbas?
- Déjate de preguntas y confía en mí – responde Dido permitiéndole apenas rozarle la mejilla y soltándose enseguida de su abrazo –. Tengo prisa por deshacerme de todo lo que haya tocado él. No quiero nada suyo.
Se inclina sobre uno de los baúles abiertos, saca una túnica corta de lino y la suelta en los brazos de Anna, como si le quemase. Era una de las que solía ponerse Eneas para ir a cazar. Así, recoge de todas partes ropa, sandalias, fíbulas, cinturones, peines, el escabel sobre el que se sentaba, su espejo de bronce, el saco de tela que protegía sus armas y conservaba dentro un peto de piel de vacuno.
- Sacaremos estos bártulos al patio y haremos un montón para prenderles fuego – afirma Dido muy excitada –. Añadiremos el triclinio. Y la mesa de los banquetes, incluidos su copa y sus escudillas. Vete ahora mismo con Ula al templo de Juno y pide a la vestal Crisea que unos esclavos traigan mi trono. El traidor se ha sentado muchas veces en él. ¡Vamos, vamos, no te quedes embobada mirándome! Lo entregaré todo a las llamas.
Anna abandona el patio para cumplir la orden de la reina. Entonces Dido, exhausta, se deja caer en el banco de obra. Y reflexiona que no debe quedar nada, absolutamente nada, de Eneas.
* Detalle de columnas. Pompeya.
**Cabeza masculina. Villa Albani. Roma.
***y*****Naranjos en invierno. Jardines secretos del príncipe. Villa Borghese.
**** Detale de cabeza de amazona. Museo Centrale Montemartino. Roma.
******Detalle de figura femenina. Museo Centrale Montermartino. Roma.
*******Detalle de una coraza. Museos Capitolinos. Roma.